Los Apostólicos/XXV
XXV
Por fin vino el último día de Junio, y el héroe, con sus dos hijos y el padre Alelí, se embanastó en el coche, y helos aquí en camino de los Cigarrales. Durante el viaje el fraile hablaba por siete, siendo tan extremado aquel día el desorden caótico de su cabeza que no hablara mejor ni con más gracia el mismo descubridor de los cerros de Úbeda, o el fabricante de los pies de banco. A cada instante suspendía sus paliques para quedarse mirando al cielo, con el dedo en el labio y el entrecejo lleno de pliegues y laberínticas arrugas, imagen exacta de la confusión que dentro reinaba. Las únicas palabras que entonces profería eran estas: -Benignillo, yo tenía que decirte una cosa... ¿Qué es lo que yo tenía que decirte, Benignillo?... Pues no me acuerdo.
El de Boteros, aunque anheloso y lleno de dudas, tenía presentimientos felices, y el corazón le aseguraba que sería venturoso el término o solución de sus amorosas ansiedades. Llegaron. Sola, doña Crucita y los chicos menores con regular escolta de perrillos y perrazos salieron a recibirles al camino. Por un rato no se oyó más que el estallido de los besos con que se saludaban los hermanos. No poca parte del besuqueo fue para la correa y las flacas manos de Alelí, el cual, sintiendo un gozo superior a lo que las palabras podían expresar, echaba bendiciones a derecha e izquierda, como sembrador que desparrama a puñados el trigo sobre un fértil terreno. D. Benigno se encontró bastante cohibido en presencia de Sola; y así sus frases fueron balbucientes, truncadas y sosas. Ella estaba en su natural buen humor, alegre por la llegada de los viajeros, y un poco más decidora que de costumbre. Crucita no parecía la misma y andaba por el campo hecha una zagaleja, vestida con un deshabillé extravagante y cómodo, que no era ciertamente tomado de los figurines de la Arcadia ni del Zurguén.
Era una naturaleza constituida moralmente para la vida del campo, por su amor a las flores y a los animales, su espíritu de independencia y su actividad. Así cuando vio trocadas las arboledas de sus balcones por aquel espacioso tiesto en que había olivares, viñedos, albaricoques, establos, huerta, cerros y horizonte, enloqueció de contento y todo el día andaba por aquellos campos con un pañuelo liado a la cabeza y un garrote en la mano, echando de comer a las gallinas, vigilando los carneros, expulsando a los guarros de los sitios donde no debían estar, o bien cogiendo fruta, regando lechugas, arreglando una espaldera de cañas para que se enredaran trepando las tiernas y vacilantes judías. Los chicos que ya llevaban un mes en aquella vida, estaban negros como cuervos de tanto andar por el campo, jugando a todas horas con tierra, palitroques y guijarros. Parecían dos pintiparados paletos, y en sus caras, color de pucheros de Alcorcón, brillaban los ojos de azabache despidiendo centellas de picardías.
Antes de que llegara la noche, D. Benigno recorrió la casa, hallando en ella y en la distribución de sus escasos muebles tanta novedad y arreglo que su corazón bailó de contento. Ya se conocía bien qué manos divinas habían andado por allí y qué instinto sublime había hecho de un caserón un hogar y del desmantelado hueco un delicioso nido.
-¡Qué admirable, qué encantadora manera de responder a mi proposición! -dijo Cordero para sí-. Me contesta con hechos, no con palabras. Estas paredes y estos muebles me responden por ella diciéndome: «Nos ha arreglado la señora de la casa».
En la huerta halló Cordero nuevos motivos de admiración. No parecía la misma que él había dejado al regresar a Madrid. Todos los cuadros estaban sembrados de hortaliza; las gallinas expulsadas de allí tenían mejor acomodo en un local admirablemente elegido y dispuesto. La cerca limpia y podada reverdecía y echaba verdadera espuma de tiernos renuevos, como si en sus venas hirviera la savia; las callejuelas y paseos admirablemente enarenados parecían recibir con agradecimiento la blanda pisada del amo, cuando por aquellos frescos contornos se paseaba. La noria estaba ya compuesta y no se desperdiciaba el agua, ni quedaba ningún cangilón roto. Toda la máquina funcionaba dando vueltas majestuosamente y sin chirridos, semejando una vida serena, arreglada y prudente que iba sacando del hondo depósito del tiempo futuro los días para vaciarlos serenamente en el manso río del pasado. A Don Benigno se le antojaba que los árboles habían crecido mucho y era la verdad que si no habían crecido mucho, estaban verdes y lozanos y por haber sido limpiados de todo el ramaje viejo y seco. Extendían los morales su fresquísimo follaje como diciendo: «hemos echado estas hojas tan grandes y tan verdes para coronar a la señora de la casa».
-Parece mentira -dijo D. Benigno sintiendo su garganta oprimida por un dogal de satisfacción, pues también hay dogales de gozo-; parece mentira, apreciable Sola, que haya hecho usted tantas maravillas con el poco dinero que le dejé. La casa está trasformada y la huerta también. De este tugurio y de este rincón de tierra ha hecho usted con su mano de oro un palacio y un edén.
Sola se ruborizó un poco y dijo que era preciso echar abajo dos tabiques y plantar una nueva fila de árboles, y traer algunos muebles.
¿Muebles? ¡Ah! D. Benigno habría traído, si en su mano estuviera, el trono de las Españas para sentar en él a la que de este modo inundaba su alma y su vida de esperanza y alegría. Al hablar de las reformas de la finca, Sola hablaba ingenuamente el lenguaje de la señora de la casa. Y en esto no había afectación de ninguna clase, ni menos desenfado de advenediza, sino que se expresaba así porque todo aquello le parecía suyo y muy suyo de hecho, aunque no mediasen las circunstancias que se lo iban a dar de derecho.
Cenaron. La cena fue alegre y opulenta. Abundante caza, sabrosos salmorejos, perdices escabechadas, estofado de vaca que propagó por toda la casa su exquisito olor de refectorio, legumbres fritas en menestra, festoneada con ruedecillas de huevos duros, vino fresco de Esquivias, y luego un bandejón de albaricoques de la finca, frescos, ruborizados, y echando pura miel por aquella boquirrita con que se pegaban al árbol, compusieron la colación. En la mesa se encontraron cosas de los Cigarrales y cosas de Madrid. Llevaba en esto la palabra el fraile que en tocando a hablar se parecía a la noria tal como estaba antes, echando agua sin concierto ni orden. Más de una vez se quedó parado y lelo, diciendo: -«Benignillo, yo tenía que contarte una cosilla...». «¡Ah!, ya caigo» -añadía dando un grito. Y después decía: -«Pues no: se me fue. Me anda dando vueltas por el magín y no la puedo atrapar».
Con estas cosas se acabó la cena y el fraile rezó el rosario, contestado por Benigno y Sola, porque Crucita y los cuatro muchachos se quedaron dormidos teniendo entre los dientes el último hueso de albaricoque y el primer Padre nuestro.
-Ite, mensa est. A acostarse todo el mundo -gritó al concluir Alelí-. Estamos muertos de cansancio.
Y se acostaron todos. D. Benigno durmió con plácido sosiego y soñó que estaba su cabeza circundada de una aureola, de un disco de luz como el que tienen los santos. Por la mañana cuando se levantó y salió de su alcoba, persistía en él la ilusión de tener en su cabeza el nimbo y de estar despidiendo de sus sienes chorros de luz. Tomó su chocolate, encendió un cigarrillo, entró en la sala baja y vio a Sola que estaba abriendo las maderas para que entrara el aire puro del campo, y al mismo tiempo para atar la cuerda donde se había de colgar la ropa que se estaba lavando. El otro extremo de la cuerda debía atarse en el moral grande que había en medio de la huerta. Don Benigno tomó la soga y salió muy contento a ayudar a su protegida en aquella faena doméstica.
-Más fuerte -le dijo Sola riendo.
Si Cordero se atara la soga en el mismo cogollo de su corazón, no sintiera este más alborotado y palpitante.
-Más flojo -dijo Sola.
-¿Así?
-No tanto. Si se tira mucho se rompe, y si se afloja mucho, el viento se lleva la ropa. Ahora está bien.
D. Benigno volvió a la sala. Una gran cesta de ropa blanca aguardaba a la robusta moza que había de llevarla a la huerta. La moza salió, Sola se quedó allí mirando a fuera. D. Benigno se acercó a ella. Ambos hablaron un rato, diciéndose todo lo más quince palabras que nadie pudo oír, ni aun el narrador mismo que todo lo oye. La moza y dos criados más entraron. D. Benigno salió con la aureola de su cabeza tan crecida que le parecía ir derramando una claridad celestial por donde quiera que iba. Pasó a la huerta donde topó de manos a boca con un maestro de obras que había mandado venir de Toledo para encargarle las reformas de la casa.
D. Benigno no le conocía, pero le dio un abrazo. Estaba muy nervioso; pero su discreción y buen juicio pugnaban por sobreponerse a aquella exaltación, y al fin pudo lograrlo.
-Maestro -dijo-, es preciso emprender las obras inmediatamente. Hay que derribar dos tabiques y construir una galería exterior sobre la huerta... En fin, la señora le dirá a usted; póngase usted a las órdenes de la señora. ¡Ah!... lo principal es arreglar la pieza que va a ser gabinete de la señora, ¿me entiende usted?, gabinete de la señora. ¿Cuánto se tardará en las obras? Hay que concluirlas pronto; pero muy pronto. Tienen ustedes una calma...
-Señor...
-Sí, mucha calma. Empiece usted pronto. ¿Ha traído las herramientas?
-Si no sabía...
-¡Qué cachaza! Quiero que la casa sea una tacita de plata. La señora dirigirá las obras. Pensamos vivir aquí constantemente. ¿Qué hace usted que no toma medidas? ¡Qué cachaza! ¡Barástolis, barástolis!
El maestro se excusó de no haber empezado las obras que aún no estaban formalmente encargadas, y D. Benigno, que en los momentos de mayor exaltación era hombre razonable, comprendió la justicia de las excusas y le dio otro abrazo. Juntos recorrieron la casa. Uniose a ellos Sola y durante un rato no se habló más que de pies castellanos, de una puerta por aquí, de cuatro vigas por allá, de las paredes que debían empapelarse y de las que debían ser pintadas, del nuevo corredor para ir a la cocina, del cielo raso y de otras menudencias. Sola explanaba sus proyectos y deseos con una claridad admirable, demostrando en todo la elevación de su genio doméstico.
Cuando el maestro se retiró, Cordero y Sola hablaron larguísimo rato. Separáronse al fin, porque ella no podía abandonar ciertas ocupaciones de la casa, y cuando entró Sola en el cuarto donde estaban planchando se secó los ojos, que pestañeaban como si quisieran lloriquear un poco. Después cantó entre dientes, apartando la ropa que iba a repasar.
D. Benigno salió a la huerta y de la huerta al campo, porque necesitaba dar un paseo largo que sirviera de expansión a su alma. Iba por en medio de los olivos cuando oyó la voz de Alelí que decía:
-Benigno, ¿dónde estás?
La espesura de los árboles no permitía que se vieran.
-¿Dónde está usted, padre Monumento?
-Hijo, aquí estoy. Este enemigo malo, esta buena pieza de Jacobito me ha traído a estos andurriales para que viera un nido y aquí estoy en una zanja de donde no puedo salir.
Acercose Cordero a donde la voz sonaba y vio a su venerable amigo en lo más bajo de una hondonada que el terreno hacía. Jacobito se había subido a los hombros del fraile, montando a horcajadas sobre su cuello, y desde aquella eminencia alargaba la mano con un palo queriendo alcanzar el nido.
-Mírame aquí sirviendo de caballería al bergante de tu hijo... Lobezno, si coges el nido o lo rompes te tiro al suelo. No espolees, verdugo, que me rompes una clavícula. Benigno, por Dios, quítame este jinete y ayúdame a salir del hoyo.
-Abajo, abajo, atrevido, insolente chiquillo -dijo D. Benigno riendo-. ¿Pues qué, nuestro amigo es campanario?
Desmontose el muchacho y Alelí, libre de tan molesto peso y ayudado de Cordero, salió del atolladero en que estaba. Arreglándose el hábito, tomó de la mano a su amigo y le dijo así:
-Ya me acuerdo de lo que tenía que decirte. Vaya con mi memoria que está dando vueltas como una veleta y tan pronto apunta al Norte como al Sur. ¿Sabes lo que tenía que decirte? Pues era que se susurra que Su Majestad napolitana está otra vez en cinta. Como salga varón ¡quién verá la cara que ponen mis señores los apostólicos!
-Eso me lo ha dicho usted catorce veces durante el viaje, tío Engarza-Credos.
-Dale bola, es verdad -repitió Alelí pegando en el suelo-. Pues no era eso. Era que... ¿qué era?
Después de una larga pausa diose un palmetazo en la frente y agarrando a D. Benigno por la solapa tiró de él y le dijo:
-Ya lo pesqué... ya di con mi idea... ¡Cómo se escapan las ideas! Oye tú, D. Sábelo Todo. ¿Quién es Monsieure Servet?
D. Benigno miró al cielo.
-No sé -dijo- ni me importa.
Después estuvo un momento confuso, porque aquel nombre sonaba en sus oídos de un modo extraño.
-Pues el día de nuestra salida, cuando tú estabas fuera de casa arreglando las cosas del viaje y yo en tu tienda charlando con el mancebo, llegó un caballero preguntando por ti. Preguntó por todos los de la casa y dijo que no podía esperar porque tenía prisa. Se fue soltándonos su nombre que era D. Yo no sé cuántos Servet, y como por el modo de vestir y la arrogancia y el habla y el sonsonete del apellido me pareció francés, lo llamo monsieure.
Alelí pronunciaba esta palabra, así como todas las palabras francesas, lo mismo que se escribe.
-¿Y no dejó recado?
-Que ya volvería. Pero la del humo. Y el mancebo y yo opinamos que es un extranjero de los que vienen a enredar y hacer diabluras y revoluciones.
D. Benigno meditó un momento. Después desechó las ideas que le asaltaban, diciendo:
-No sé quién es, ni me importa. Ese apellido lo han llevado otras personas que ya no existen; con que padre Monumento, basta de sandeces y vamos de paseo. Jacobito, ven. Corre por delante: no te alejes de nosotros... Reverendísimo fraile, todo va bien, muy bien.
-Gracias a Dios... ¿Y para cuándo?
-Lo más pronto posible. Hoy mismo se pedirán los papeles. Barástolis...
-Sí, echa, echa de ese cuerpo dos docenas de barástolis, y yo te acompañaré echando cuatro... Ya era tiempo, ya era tiempo.