XXIII

Jenara no vio tal carta. Llamáronla a cenar y cenó. Después doña María del Sagrario, siguiendo su tradicional costumbre, que por lo infalible debía haberse puesto en el Almanaque, se quedó dormida en un sillón, mientras Micaelita y Bragas, que acababa de entrar, se secreteaban de lo lindo en el comedor. La dama huésped esperó a que Tablas y la criada cenasen también para ir con aquel al rincón de los muebles viejos donde solían hablar de cosas reservadas. Llegó la ocasión y Tablas, que obedecía servilmente a la señora y era como un esclavo, por la cuenta que le tenía, contestó a las apremiantes preguntas de esta manera:

-Fue a las dos en punto. El señorito don José, el Sr. D. Celestino y yo habíamos convenido en que las dos era la mejor hora. Yo di al carcelero las onzas que me dio el Sr. D. Celestino y el carcelero pidió más, y le llevé más, y luego dijo que no era bastante y se le dieron otras pocas onzas. Al preso le llevé las mangas con galones de teniente coronel, y la gorra de cuartel, que eran el trapo para engañar a cualquier carcelero de sentido. Ya se le había llevado puñal y pistola y un cinto de onzas, que son la mejor brega para parar los pies a la justicia y hacerla que obedezca al engaño. El carcelero y yo habíamos convenido en correr el cerrojo sin echarle el gancho, y D. Salustiano tenía ya una cuerda para descorrerle desde dentro. Para que no hiciera ruido untamos de aceite al cerrojo. El preso salió: yo no sé cómo se las compuso para que no ladraran los dos grandes perros que se quedan todas las noches en el pasillo. Debió de echarles pan o hacerles maleficio, porque aquellos animales no se empapan en el engaño. Ello es que bajó y por la escalera se le apagó la luz y tuvo que volver a subir para encender otra. Yo le sentía desde abajo y no me atrevía a ayudarle ni a decir esta boca es mía, por miedo a que los carceleros se escurrieran fuera percatándose del engaño. Todos habían recibido sus pases de dinero para que se atontaran; pero yo no tenía confianza y estaba con el alma en un hilo, esperando a ver qué tal se portaba la cuadrilla. Por fin, señora, apareció el preso en la sala de guardia de la cárcel donde estábamos varios, algunos vendidos y otros que no se habían dejado comprar, echándoselas de bravos y boyantes. Yo les había convidado a beber y estaban un poco fuera de la jurisdicción del tino. Al ver al preso se quedaron pasmados. Venía con la capa terciada, enseñando la manga derecha y los galones de oro. En aquella mano traía un puñal, y en la otra la muleta o sea un puñado de onzas. ¡Qué momento! D. Salustiano arrojó al suelo las onzas y amenazó con la herramienta gritando: ¡onzas y muertes reparto!... Allá voy.

Había sonado la campanilla, y Tablas, interrumpiendo su relación, corrió a abrir. Aquella noche venía más gente que de ordinario a la misteriosa tertulia de D. Felicísimo, y así la campanilla no sabía estar callada ni un cuarto de hora.

-Pues decía -añadió Tablas- que al ver las onzas por el suelo y el puñal en el aire, se quedaron todos parados, ciñéndose en el engaño sin saber si atender al oro o al hierro, al trapo o al estoque. Pero la mayor parte se fueron al capote y anduvieron un rato a cuatro pies. Otros quisieron cortar el terreno. Ya el preso tenía la llave en la cerradura para abrir la puerta... Esta llave se había hecho días antes por moldes de cera que yo saqué...

La campanilla volvió a sonar. Jenara hizo un gesto de impaciencia. Cuando después de abrir volvió Tablas y dijo a la señora con mucho misterio:

-Ahí está.

-¿Quién?

-El de ahí enfrente.

-¿Pero quién es el de ahí enfrente?

-El culebrón con pintas... Viene muy embozado en su capa y le acompaña un cura.

-¿Pero quién?

-El que se casó con la jorobada, el degollador de España, Calomarde, señora.

-Bien, siga usted.

-Puso la llave en la cerradura; pero en esto el bribón de Poela, que es el que había tomado más varas, quiero decir más onzas, se fue a él con muchos pies y le tiró a matar con un puñal. Felizmente no le hirió porque el preso llevaba sobre el pecho la tapa de un misal. Pero con el encontronazo se le cayó la llave de la cerradura y de la mano. Yo hice un cuarteo, apagué la luz, recogí la llave, se la di, abrió él a fondo, sin vacilar. En un mete y saca quedó hecho todo, y digo mete y saca porque D. Salustiano, después de abrir, tuvo alma para sacar la llave, salir y cerrar por fuera. Lo que pasó en la calle no lo sé, pero según entiendo ya está ese caballero en corral seguro. En la cárcel hubo luego porrazos, caídas, puños y varas. Yo saqué un rasguño en esta mano. Vinieron dos alcaldes de Casa y Corte y estuvieron tomando declaraciones... a mí con esas. ¡Buen trasteo les dimos! Yo, aunque me citaban sus mercedes sobre corto y sobre largo y a la derecha y a la izquierda, no quise embestir a la palabra y me callé como un cabestro.

Apenas concluyó el atleta oyose allá en el fondo del pasillo una voz que decía: ¡Luz, luz!

Era que aquella noche como en otra ya mencionada la lámpara que alumbraba el congresillo furibundo resolvió apagarse y de nada valieron contra esta determinación autocrática las exclamaciones y protestas de D. Felicísimo. Es fama que la luz comenzó a palidecer precisamente cuando la tertulia llegaba a su grado más alto de calor político y de cólera apostólica; por lo que contrariados todos al ver que desaparecían las caras, clamaban en tonos distintos: ¡luz, luz!

Allá corrió Tablas, y sacando la lámpara les dejó completamente a oscuras, mas no callados. Salía de la sala un murmullo impaciente, del cual Jenara no pudo entender cosa alguna. Cuando volvió Tablas llevando en alto la lámpara encendida, como el coloso antiguo alumbrando el puerto de Rodas, la dama pudo ver por la entornada puerta las sombras que se movían en aquel antro blanquecino. Conoció a algunos y haciéndose cruces se apartó de allí y dijo:

-¡También D. Juan Bautista Erro!

-Y el señor obispo de León -murmuró Tablas-. Es el que mete más ruido y el que, cuando yo entré decía: «Para nada hace falta la luz».

-Tiene razón. Para nada les hace falta. Y si no que se lo pregunten a los topos.

Después que supo cuanto podía saber de la evasión de Olózaga, intentó pescar algunas frases de las que en la sala se decían. Acercose y puso atención; pero el espesor de las antiguas puertas no permitía que se oyeran palabras. Aburrida dio algunos paseos por el corredor blanco en el cual los puntales interrumpían a cada instante la marcha, y los ladrillos del piso tecleaban bajo los pies. Sobre el yeso veíanse las correderas que de noche salían de las infinitas grietas de la casa para hacer sus excursiones, y el gato corría cazando y trepaba por las vigas y desaparecía por ignorados agujeros para reaparecer en la habitación más lejana, o bien se estiraba perezoso en el rincón de los muebles viejos, donde sus ojos brillaban como dos gotas de oro encendido. Cuando alguien andaba por los pasillos con paso muy vivo, sentíase un estremecimiento temeroso en la casa toda y los puntales parecían temblar, como los músculos del atleta que hace un esfuerzo grande, y caían algunas cascarillas de yeso de las paredes y el techo. La casa tenía, pues, sus palpitaciones súbitas y sus corazonadas nerviosas.

Jenara se retiró a su cuarto y apagó la luz fingiendo que se acostaba. Cuando los apostólicos se fueron, y se fue Pipaón y se encerró en su dormitorio D. Felicísimo, la dama salió envuelta en manto negro y andando tan quedamente que sus pasos no se sentían más que los del gato. Vio a Tablas, le habló en secreto indicándole que deseaba salir sin que nadie lo supiera en la casa; vaciló un momento el gigante; pero su venalidad fue también llave de aquella evasión, no tan cara como la de Olózaga. ¿A dónde iba la aventurera? ¿A su casa, que continuaba puesta y servida, como si ella estuviera de viaje, o a otra parte misteriosa y no sabida de ser alguno vendido ni por vender? Lo ignoramos. Este es un punto en el cual todas nuestras pesquisas y diligencias han valido poco, y al tratarlo sin conocimiento nos ocurre decir como los apostólicos: «¡Luz luz!».

Al día siguiente muy temprano, cuando don Felicísimo y su hermana se levantaron, Jenara estaba en casa; pero salió muy tarde de su habitación porque había pasado, según indicó, muy mala noche. Cuando fue a saludar a Carnicero, este le dijo:

-¡Qué mala noticia tenemos hoy! Ese bribón de Olózaga que se escapó de la cárcel de villa no parece. Se ha revuelto todo Madrid... ¡Ah!, es que no se habrá revuelto bien. Si la policía supiera cumplir con su deber... Por cierto, señora mía, que anoche uno de los amigos que me honran viniendo a mi tertulia me habló de usted... Por de contado, señora, ni las moscas saben que está usted en mi casa.

-¿Y no se puede saber por qué motivo me tomó en boca ese amigo de usted?

-Ese amigo -dijo Carnicero- sostiene que usted debe saber dónde se oculta Olózaga.

-¿Yo? Su amigo de usted es tonto rematado. ¡Qué sandeces se permiten algunas personas!

Y no dijo más porque, habiéndose acercado a la mesa de D. Felicísimo, tenía los cinco sentidos puestos en el sobre de la carta que bajo la pezuña estaba.

-Tablas, Tablas -gritó a la sazón el anciano-. Pero hombre, ¿que nunca has de estar aquí cuando haces falta...? Toma, ve, corre, lleva esta carta a la posada del Dragón.

Y levantó la pezuña de macho cabrío para tomar la carta, que violentamente oprimida por aquel pesado objeto parecía hallarse a punto de reventar echando fuera todas sus letras.

-Pues sí, señora mía -prosiguió D. Felicísimo luego que marchó Tablas con el recado-. Eso me decía mi amigo, y me lo repitió tres veces... «Ella debe saberlo, ella debe saberlo y ella debe saberlo...». Y que le apearan de esto.

-Su amigo de usted -replicó Jenara- será un gran farsante y un perverso calumniador, porque esto envuelve una calumnia, Sr. Carnicero.

Y era verdad que la dama aventurera no sabía dónde se ocultaba el que después fue insigne tribuno y jefe de un partido. Siendo ella una de las personas que más ayudaron en el oscuro complot de la evasión, no fue partícipe del secreto del escondite, el cual, por excesivamente delicado y peligroso, no salió de la familia. Hoy se sabe que Salustiano al salir de la cárcel, cerrando por fuera la puerta, tropezó con un nuevo obstáculo, el centinela. Estaba concertado que un amigo, fingiéndose asistente del supuesto teniente coronel, entretendría al centinela contándole cuentos. Pero este amigo había faltado y el centinela se paseaba solo a la claridad de la luna, que aquella noche brillaba de un modo tan poético como importuno. Un buenas noches, centinela, pronunciado con serenidad asombrosa, salvó a Salustiano de este nuevo peligro. Avanzó tranquilamente, y en la esquina de la calle de Luzón se le unió un amigo que le aguardaba. Por las calles menos concurridas se apartaron a buen paso de la cárcel, dirigiéndose a la vivienda destinada a servir de refugio al fugitivo, la cual era una sombrerería de la Puerta del Sol. Llegaron al centro de Madrid, y vieron que en el Principal se agolpaba la gente. Ya se tenía allí noticia de la escapatoria. Olózaga tuvo que dar un rodeo de un cuarto de legua para dirigirse a la sombrerería, entrando en la Puerta del Sol por la carrera de San Jerónimo, y al fin se vio seguro en el asilo que se le había preparado. Baráibar se llamaba el sombrerero, patriota generoso, que guardó el secreto con fidelidad admirable y supo arrancar al absolutismo una de sus víctimas. Escondido en el sótano de la tienda estuvo Salustiano muchos días, mientras se preparaba el no menos difícil ardid de ausentarle de España. Había trocado una prisión por otra; pero en esta última la esperanza, la idea de libertad y de triunfo le acompañaban en las solitarias horas. Por las noches, contra la opinión de su amigo Baráibar, que temblaba con las temeridades de Olózaga, este se disfrazaba hábilmente y se salía del sótano de la casa, no precisamente para pasearse por Madrid, sino para correr a misteriosas citas, en que no tenía participación la política. Como estas atrevidas expediciones nocturnas son de un carácter reservado, debe interponerse entre ellas y la luz de la historia la pantalla de la discreción; y así, doblando esta página, sólo escribiremos en ella: «Oscuridad, oscuridad».