XVIII

Veamos ahora lo que pasó aquella noche. Jenara tomó asiento en el despacho del señor D. Felicísimo, y Pipaón, acercándose a este, le habló un poco al oído para contarle lo que a la dama le pasaba. A cada dos palabras que oía, D. Felicísimo articulaba una especie de chillido, un ji ji, que más tenía de suspiro que de interjección y que al mismo tiempo expresaba hipo y burla.

-Bueno, bueno -murmuró el anciano moviendo la cabeza en ademán de conciliación-. En mi casa no será molestada; yo le respondo de que no será molestada, ji ji.

-Gracias -dijo la dama secamente tratando de darse aire con los restos de su abanico.

-El Sr. D. Miguel de Baraona y yo fuimos muy amigos -añadió Carnicero, volviendo a Jenara su faz plana, fría, sin expresión de sentimiento alguno-, pero muy amigos. Cuando aquellas cuestiones de la Santa Iglesia Colegial de Vitoria con los Canónigos cuartos de optación, hermano de su abuelo de usted que también vino. Yo le conseguí el arcedianato de Berberiega para su primo. ¡Cuántas tardes pasamos juntos en este despacho hablando de sermones y Toros! Era en los tiempos de Pedro Romero y dicho se está que había materia para dos buenos aficionados como nosotros. Si el señor de Baraona viviera se acordaría de cuando vimos la cogida de Pepe-Hillo y la célebre cornada de José Cándido, motivada por haberse escupido el toro, con lo que se atolondró José y quiso matarlo fuera de la jurisdicción, recibiendo un encontronazo...

Estas últimas frases no las dirigía D. Felicísimo a Jenara, sino a cierto personaje, desconocido para nosotros, que a su lado estaba y había entrado poco antes que nuestros amigos. Era un joven de aspecto más bien ordinario que fino, de rostro tan salpicado de viruelas, que parecía criba, de complexión sanguínea y algo gigántea; de ajustada chaqueta vestido, con el pelo corto y la frente más corta acaso. Su facha, su traje y cierta expresión inequívoca que impresa en su rostro estaba como un letrero, decían que aquel hombre era del gremio de tablajeros, cortadores o tratantes en carnes. Los tres oficios había tenido, mas con tan poco aprovechamiento, que los cambió por una plaza de demandadero en la cárcel de Villa. Era hijo de una antigua sirviente de D. Felicísimo y este le había criado en su casa y le tenía bastante cariño. Pedro López, por otro nombre Tablas (que así le bautizaron en el Matadero), respetaba mucho a su protector. Iba a verle diariamente al anochecer, se sentaba a su lado, le hablaba un poco de la cárcel, de becerros si era invierno y de Toros si era verano; después le servía la cena, y por último le acompañaba a rezar el rosario, devoción a que no faltó D. Felicísimo ni en un solo día de su vida.

Doña María del Sagrario no tardó en venir. Era una señora que aparentaba más edad de la que realmente tenía, por causa de una lamentable emigración de todos los dientes de su boca, no quedando en aquellos reinos más que algunas muelas, que temblando habían pedido también sus pasaportes. Ella no tenía pretensiones de belleza ni aun de buen parecer, y así su elegancia era la sencillez, su perfumería la limpieza y su peinado un trabajo simplicísimo. Este consistía en recoger en una sola trenza los cabellos fieles que le quedaban y hacer con esta un moño chiquito, el cual, atravesado de una horquilla o flecha, como corazón simbólico, parecía una limosna de cabellos enviada por el Cielo sobre su cráneo, que iba igualando a las encías en sus condiciones de país desierto. Por lo demás, Doña María del Sagrario era bondadosa, de excelente corazón y de mucho palique; pero tanto desentonaba su voz, por causa de estar su boca tan solitaria como casa de mostrencos, que las palabras parecían salir y entrar por aquellas cavidades jugando y haciendo cabriolas. Cuando reía creeríase que lloraba, y cuando regañaba a la criada parecía mandar un batallón, y el rezar era en ella como un soplamiento de fuelles rotos.

-Mucho nos honra usted, Jenarita -le dijo besándola- con aceptar nuestra hospitalidad. Eso no será nada. Algún mal entendido. ¡Es tan fácil ahora que los buenos se confundan con los pícaros! Ayer mismo ¿no apalearon en esta calle al sacristán de la V. O. T. por confundirlo con un pícaro zapatero que fue condenado a horca y luego indultado en el llamado tiempo constitucional, que ni fue tal tiempo ni cosa que lo valga?

-Sagrario, mucha conversación es esa, ji ji -dijo a este punto D. Felicísimo-. Jenarita no es persona con quien debemos gastar cumplidos ni etiquetas; por tanto, tráeme mi cena, que la gusana me dice que es hora.

Poco después el Sr. Carnicero tenía delante la servilleta en lugar del papel y la cuchara en vez de la pluma. Tras los primeros bocados, habló así:

-No es extraño, Jenarita, que con la marcha que lleva este Gobierno por el camino de la francmasonería, sean perseguidos los buenos españoles. Ese pobre Rey se ha entregado en manos de la herejía y del democratismo; la Reina nos quiere embobar con músicas pero no le valdrán sus mañas para hacernos tragar la sucesión de su hija Isabelita, que así será reina de España como yo emperador de la China, ji ji. Ellos ven venir el nublado y se preparan, pero nosotros nos preparamos también... y es flojita cosa la que defendemos... así como quien no dice nada, la religión sacratísima, el trono español y nuestras costumbres tradicionales, puras, nobles y sencillas. ¡Ah!, perdóneme usted, Jenarita, me olvidé de decirle si gustaba cenar. Pero aquí no andamos con etiquetas y en mi casa todo es llaneza y confianza.

-Gracias -repuso Jenara que solicitada de otros pensamientos no había oído ni una sola palabra del discurso del Sr. Carnicero.

Pipaón y Micaelita cuchicheaban en la sala inmediata y doña María del Sagrario había ido a preparar la cena para todos, lo que requería no poca habilidad por haber aumentado las bocas y no los manjares. Tablas servía la cena al Sr. D. Felicísimo, el cual le hablaba de este modo:

-Pues volviendo a lo que te decía cuando entraron estos señores, el toreo está ahora tan por los suelos que no se puede hablar de él sin que se le caiga a uno la cara de vergüenza. Y no me digan que se ha fundado un Conservatorio de Tauromaquia. Tonto de capirote es el que lo inventó. Yo admiro a Don Pedro Romero, yo le tengo por un Cid de los tiempos modernos; por eso no quisiera verle hecho un catedrático de brega. Mira tú, los toreros de hoy dan asco... Si el Señor Omnipotente te hubiera querido hacer el favor de criarte en aquel tiempo en que todo era mejor que ahora, todo, todo; en que era más honrada la gente, más rico el país, más barata la comida, más guapas las mujeres, más religiosos los hombres, más valientes los militares, más benigno el frío, más alegre el cielo, más honestas las costumbres, más bravos los toros y más, mucho más hábiles los toreros... ji ji... ¿por qué te ríes?

El hipo de D. Felicísimo arreció de tal modo que hubo de pararse un rato para tomar aire. Después prosiguió así:

-Si hubieras vivido en aquel feliz tiempo, te habrías desbaratado de gusto viendo en medio del redondel a Joaquín Rodríguez, por otro nombre Costillares, o a José Delgado, mi amigo queridísimo, por otro nombre Pepe-Hillo. Me parece que le estoy mirando, cuando el toro se ceñía. Entonces tenías que ver su serenidad y destreza, ji. Él lo llamaba de frente, tomando la rectitud de su terreno conforme las piernas que le advertía la fiera, y luego que le partía, ji, le empezaba a cargar y tender la suerte, ¿entiendes? Con este quiebro el toro se iba desviando del terreno del diestro y cuando llegaba a jurisdicción, le daba el remate seguro, ji, ji, ji.

Con las cabezadas que daba D. Felicísimo brillaban sus ojos en el semblante plano como los agujeros de una palmeta. Al mismo tiempo su mano armada de tenedor tomaba las actitudes toreriles amenazando el vaso de vino, puesto en el lugar del tintero.

-Señora, usted se aburrirá con esta conversación mía -dijo el anciano contemplando a Jenara que estaba con los ojos bajos-. Como aquí no hay cumplimientos, que es palabra compuesta de cumplo y miento, ni las pamemas que llaman etiqueta, yo hablo de lo que más me gusta, ji. Este buen Tablas es un chiquilicuatro que por no tener alma no ha emprendido el oficio de mirar cara a cara a la cuerna, y está de demandadero en la cárcel de Villa. Si no tuviera el defecto de coger sus monas los lunes y aun los martes, sería un cumplido muchacho, siempre que se corrigiera del vicio de sobar las cuarenta.

Tablas se ruborizó al oír su panegírico.

-Jenarita, venga usted a cenar -dijo Sagrario entrando-. Deme usted su mantilla.

Don Felicísimo había concluido.

-Hija, ¿ha venido esta tarde el padre Alelí? -preguntó.

-No ha parecido Su Reverencia.

-¿No se sabe nada de la pupila de Benigno Cordero, que está con pulmonía?

-Iba mejor, pero ha recaído. ¡Cristo, qué desgracia! -exclamó Sagrario en un desentono tan singular que parecía enjuagarse la boca con las palabras-. Cruz fue esta tarde a la iglesia y me dijo que el pobre Benigno está como alma en pena. Va a la botica por las medicinas y se deja el sombrero sobre el mostrador, habla solo y cuando vende no cobra y cuando cobra no da la vuelta, y cuando la da, da oro por cobre.

-Es un alma de cántaro, ji... Tablas, ve después a preguntar por la enferma. Benigno es loco, pero es paisano y le aprecio... Jenarita, ¿por qué tiene usted ese aire de tristeza y abatimiento? Aquí no hay nada que temer. Estamos en sagrado, es decir en una casa pura y absolutamente, ji ji... apostólica.

Jenara no cenó. Había perdido el apetito, y la especial manera de guisar que en aquella casa había no era la más a propósito para despertarlo. A esta feliz circunstancia de la desgana de un convidado, debió Pipaón que le tocara algo, aunque no fue mucho, según consta en las crónicas que de aquellos acontecimientos quedaron escritas.

Levantose Jenara de la mesa antes que los demás para decir una cosa importante al señor D. Felicísimo, que aún no había salido de su guarida, y al llegar a la puerta de esta, oyó la voz del anciano muy desentonada y colérica. Decía así:

-Ladrón, verdugo, borracho, no te daré un maravedí aunque te me pongas de rodillas delante y me enciendas velas. Yo no soy bueno, yo no soy santo; no pienses que me embobarás con tus lisonjas. ¿Tengo yo alguna mina, ji? ¿Acuño moneda, ji? Quítateme, ji, de delante y púdrete si quieres. No hay un cuarto; hoy no se fía aquí. Toca a otra puerta, muérete, revienta, pégate un tiro y si no basta, ji, ji... te pegas dos o media docena.

Con voz humilde y ahogada por la pena, Tablas habló después para pintar con las frases más amañadas la enormidad de su apuro, y Carnicero redobló sus negativas, sus bufidos, sus hipos, todo en defensa de su bolsa. Jenara no necesitó oír más, y al punto renunció a decir a D. Felicísimo lo que había pensado. Mujer de recursos intelectuales, improvisaba planes con la celeridad propia de todo grande y fecundo ingenio.

La campanilla sonó y Tablas fue a abrir la puerta. Llegaron tres señores que se dirigieron a la sala, donde Sagrario acababa de poner luz. Entrando otra vez en el comedor la dama vio que Pipaón y Micaelita no parecían disgustados de hallarse juntos. Sagrario andaba por la cocina riñendo con la criada, en lenguaje discorde e inarmónico, semejando un órgano que tuviera todos los tubos agujereados. Jenara volvió al pasillo, que era largo, complicado, anguloso y a causa del blanqueo daba más cuerpo a las sombras que sobre él caían. Allí vio la atlética figura de Tablas que salía del cuarto del señor, y dirigiéndose a un ángulo oscuro donde estaban algunos muebles viejos como en destierro, dejábase caer sobre una silla y apoyaba la cabezota en ambas manos mirando al cielo. Jenara se llegó a él. Era el ángel del consuelo.