XIV

En la tienda, D. Benigno preguntó con mucho interés a su amigo por el resultado de la conferencia que con Sola había tenido.

-Muy bien -dijo Alelí-. Admirablemente bien.

Después se quedó perplejo, con los ojos fijos en el suelo y el dedo sobre el labio, como revolviendo en el caótico montón de sus recuerdos; y al cabo de tantas meditaciones, habló así:

-Pues, hijo, ahora caigo en que no llegué a decirle lo más importante, porque me acometió un sueño tal que no hubiera podido vencer aunque me echaran encima un jarro de agua fría... Ya la tenía preparada; ya, si no me engaño, había ella comprendido el objeto de mi discurso, y manifestaba un gran contento por la felicidad que Dios le depara, cuando... Yo no sé sino que me desperté en la oscuridad de tu comedor que parece la boca de un lobo... Y qué quieres, hijo... lo demás puedes decírselo tú, o se lo diré yo mañana. Quédate con Dios y con la Virgen.

Marchose Alelí y D. Benigno se quedó muy contrariado y ofendido de la poca destreza de su amigo. Juró no volver a confiar misiones delicadas a un viejo decrépito y medio lelo, y al mismo tiempo se sentía él muy cobarde para desempeñar por sí mismo el papel que había confiado al otro. Cuando subió, después de cerrar la tienda, en compañía de Juan Jacobo que había entrado de la calle con un chichón en la frente, dijo a Sola:

-Ya estoy convencido de que ese estafermo de Alelí es el bobo de Coria... Apreciabilísima Hormiga, quisiera hablar con usted...

-¿Hablar conmigo?... Ahora mismo; ya escucho -dijo ella, sonriendo de tal modo que a Cordero se le encandilaron los ojos.

Pero en el mismo instante le acometió la timidez de tal modo, que no se atrevió a decir lo que decir quería, y sólo balbució estas palabras:

-Es que conviene ponerle a este enemigo una venda y dos cuartos sobre el chichón, que es el mejor medio de curar estas cosas.

Aquella noche D. Benigno estuvo muy triste y se pasó algunas horas en su cuarto, sin leer a Rousseau, aunque bien se le acordaba aquel pasaje del Libro quinto del Emilio: «Emilio es hombre, Sofía es mujer... Sofía no enamora al primer golpe de vista, pero agrada más cada día. Sus encantos se van manifestando por grados en la intimidad del trato. Su educación no es ni brillante ni estrecha. Tiene gusto sin estudio, talento sin arte y criterio sin erudición... La desconformidad de los matrimonios no nace de la edad, sino del carácter...». Y luego añadía, alterando un poco el texto: «Sofía había leído el Telémaco y estaba prendada de él; pero ya su tierno corazón ha cambiado de objeto y palpita por el buen Mentor».

Después Cordero se reía de sí mismo y de su timidez, haciendo juramento de vencerla al día siguiente pues lo que él sentía era un afecto decoroso, un sentimiento de gratitud y de respeto y no pasión ni capricho de mozalbete.

Al día siguiente Sola mostraba excelente humor que rayaba en festivo, lo que dio muy buena espina al héroe de Boteros. Cantorreaba entre dientes, cosa que no hacía todos los días, y su cara estaba muy animada, si bien podía observarse que tenía los ojos algo encendidos. Sin duda había visto y aceptado la posibilidad de un destino nuevo, honrado y honroso en extremo, y se complacía en él, creyéndolo dispuesto por Dios con extraordinaria sabiduría. Pero si no se entra en la vida sin llanto, también parece natural que no se entre en las felicidades nuevas sin algo de lágrimas. Los nuevos estados, aunque sean muy buenos y santos, no siempre seducen tanto que hagan aborrecible la situación vieja por detestable que haya sido. De aquí venía, sin duda, el que, estando con tan buen humor, tuviese en lo encendido de sus ojos el testimonio de haber lloriqueado algo.

O quizás aquella alegría que mostraba venía más bien de la voluntad que del corazón, como si aquel espíritu, tan hecho a la observancia de los deberes, hubiese resuelto que convenía estar alegre. La razón sin duda lo mandaba así, y la razón iba siendo la señora de ella... No hay más sino que se dominaba maravillosamente y lograba alcanzar tan grande victoria sobre sí misma, que era al fin, si es permitido decirlo así, un producto humano de todas las ideas razonables, una conciencia puesta en acción.

Su protector le dijo que aquella tarde se verían los dos en su cuarto para hablar a solas. El héroe se atrevía al fin. Prometió ella ser puntual y esperó la hora. Pero Dios que, sin duda por móviles altísimos e inexplicables quería estorbar los honestos impulsos del héroe, dispuso las cosas de otra manera. Ya se sabe lo que significan todas las voluntades humanas cuando Él quiere salirse con la suya.

Sucedió que poco antes de la hora de comer, Juanito Jacobo, todavía vendado por los chichones del día anterior, andaba enredando con una pelota. Trabáronse las palabras de él y su hermano Rafaelito sobre a quién pertenecía la tal pelota. Hay indicios y aun antecedentes jurídicos para creer que el verdadero propietario era el pequeñuelo, y así debió de sentirlo en su conciencia Rafael; que tanto imperio tiene la justicia en la conciencia humana aunque sea conciencia en agraz.

Pero de reconocerlo en la conciencia a declararlo hay gran distancia, y si tal distancia no existiera no habría abogados ni curiales en el mundo. Por eso Rafael, no sintiéndose bastante egoísta para apandar la pelota ni bastante generoso para dejársela a su rival, hizo lo que suelen hacer los chicos en estas contiendas, es a saber: cogió la pelota y la arrojó a lo alto del armario del comedor donde no podría ser alcanzada ni por uno ni por otro.

¡Valiente hazaña la de Rafaelito!... Pero el pequeño Hércules no había nacido para retroceder ante contrariedades tan tontas. ¡Bonito genio tenía él para acobardarse porque el techo esté más alto que el suelo!... Arrastró el sillón hasta acercarlo al armario; puso sobre el sillón una silla, sobre la silla una banqueta, y ya trepaba él por aquella frágil torre, cuando esta se vino al suelo con estruendo y rodó el chico y se abrió la cabeza contra una de las patas de la mesa.

El laberinto que se armó en la casa no es para descrito. Salió D. Benigno, acudió Sola, puso el grito en el cielo Crucita, ladraron todos los perros, maldijo la criada todas las pelotas, habidas y por haber, lloró Rafael, gimieron sus hermanos, y el herido fue alzado del suelo sin conocimiento. Pronto volvió en sí, y la descalabradura no parecía grave, gracias a la mucha sangre que salió de aquella cabezota. En tanto que Sola batía aceite con vino, y la criada, partidaria de otro sistema, mascaba romero para hacer un emplasto, doña Crucita que en todas estas ocasiones se remontaba siempre al origen de los conflictos, repartía una zurribanda general entre los muchachos mayores, azotándoles sin piedad uno tras otro. Los perros seguían chillando y hasta la cotorra tuvo algo que decir acerca de tan memorable suceso.

Toda la tarde duró la agitación y nadie tuvo ganas de comer, porque el muchacho padecía bastante con su herida. Vino el médico y dijo que sin ser grave, la herida era penosa, y exigía mucho cuidado. No hubo, pues, conferencia entre Cordero y Sola, porque la ocasión no era propicia. Por la noche Juanito Jacobo se durmió sosegadamente. Sola que en la misma pieza puso su cama, estaba alerta vigilando al niño enfermo. Ya muy tarde este se despertó intranquilo, calenturiento, pidiendo de beber y quejándose de dolores en todo el cuerpo. Sola se arrojó del lecho, medio vestida, y echándose un mantón sobre los hombros salió para llamar a la criada. Levantose esta, y entre las dos prepararon medicinas, encendieron la lumbre, fueron y vinieron por los helados pasillos. A la madrugada cuando el chico se durmió al parecer sosegado y repuesto, Sola sintió un frío intensísimo con bruscas alternativas de calor sofocante. Arrojose en su lecho y al punto sintió una postración tan grande que su cuerpo parecía de plomo. La respiración érale a cada instante más difícil, y no podía resistir el agudo dolor de las sienes. La tos seca y profunda añadía una molestia más a tantas molestias y en su costado derecho le habían seguramente clavado un gran clavo, pues no otra cosa parecía la insufrible punzada que la atormentaba en aquella parte.

La criada que al punto conoció lo grave de tales síntomas, quiso llamar a D. Benigno y a Crucita; pero Sola no consintió que se les molestara por ella. Era la madrugada. Mientras llegaba el día la alcarreña preparó no sé cuántos sudoríficos y emolientes, sin resultado satisfactorio. Al fin cuando daban las siete Crucita dejó las ociosas plumas, y enterada de lo que pasaba, reprendió a la enferma por haberse puesto mala voluntariamente; que no otra cosa significaba el haber tomado aires colados, hallándose, como se hallaba desde hace días, con un catarro más que regular. La avinagrada señora echó por la boca mil prescripciones higiénicas para evitar los enfriamientos y otros tantos anatemas contra las personas que no se cuidaban. Cuando Cordero se levantó, Crucita, que tenía un singular placer en anunciar los sucesos poco lisonjeros, fue a su encuentro y le dijo:

-Ya tenemos otro enfermo en campaña. Sola se ha puesto muy mala.

-¿Qué tiene? -dijo el héroe con repentino dolor como presagiando una gran desgracia.

-Pues una pulmonía fulminante.

Si lo partiera un rayo, no se quedara Don Benigno más tieso, más mudo, más parado, más muerto que en aquel momento estaba. Creía ver su dicha futura, sus risueños proyectos desplomándose como un castillo de naipes al traidor soplo del Guadarrama.

-Veámosla -dijo recobrando la esperanza, y corrió a la alcoba.

Sola le miró con cariñosos y agradecidos ojos. Quiso hablarle y la violenta tos se lo impedía. D. Benigno no pudo decir nada, porque indudablemente el corazón se le había partido en dos pedazos, y uno de estos se le había subido a la garganta. Al fin hizo un esfuerzo, quiso llenarse de optimismo, y echó una sonrisa forzada y dijo:

-Eso no será nada. Veamos el pulso.

¡Ay!, el pulso era tal, que Cordero, en la exaltación de su miedo, creyó que dentro de las venas de Sola había un caballo que relinchaba.

-Que venga D. Pedro Castelló, el médico de Su Majestad -exclamó sin poder contener su alarma-. Que vengan todos los médicos de Madrid... Diga usted, apreciable Hormiga, ¿desde cuándo se sintió usted mal?

-Desde ayer tarde -pudo contestar la joven.

-¡Y no había dicho nada!... ¡qué crueldad consigo mismo y con los demás!

-¡Ya se ve... no dice nada!... -vociferó Crucita-. ¡Bien merecido le está!... ¿Hase visto terquedad semejante? Esta es de las que se morirán sin quejarse... ¿Por qué no se acostó ayer tarde, por qué? ¡Bendito de Dios, qué mujer! Si ella tuviese por costumbre, como es su deber, consultarme todo, yo le habría aconsejado anoche que tomara un buen tazón de flor de malva con unas gotas de aguardiente... Pero ella se lo hace todo y ella se lo sabe todo... Silencio Otelo... vete fuera, Mortimer... No ladres, Blanquillo.

Y en tanto que su hermana imponía silencio al ejército perruno, el atribulado D. Benigno elevaba el pensamiento a Dios Todopoderoso pidiéndole misericordia.

Sin pérdida de tiempo hizo venir al médico de la casa, y a todos los médicos célebres precedidos por D. Pedro Castelló, que era el más célebre de todos.