Los Apostólicos/XII
XII
-¡Barástolis!, que estamos enterados -dijo Cordero comiéndose las últimas almendras del postre.
Pero el famoso Alelí no paró mientes en estas palabras, y empezó a rezar en acción de gracias por la comida. Poco después se habían levantado los manteles, y los muchachos, bien fregoteadas las manos y la boca, tornaron a la escuela. D. Benigno, que acostumbraba dormir muy breve siesta, la suprimió aquel día y bajó sin demora a la tienda porque la comida había sido aquel día más larga que de ordinario. Doña Crucita que no podía pasarse sin su regalado sueño de dos o tres horas, se fue a su cuarto, llevando en un plato las golosinas con que solía obsequiar en tal hora a sus queridas alimañas, y tras ella se fue Juan Jacobo, con el sombrerón del padre Alelí encajado en la cabeza hasta tocar los hombros, y en la mano un látigo que él mismo había hecho con una orilla de paño amarrada al mango roto de un molinillo de chocolate. Alelí buscó el blando acomodo de un sillón que en el testero del comedor estaba, y que parecía decir dormid en mí con la suave hondura de su asiento, la inclinación de su viejo respaldo gordinflón y la curva de sus cariñosos brazos. Allí dormía antaño la siesta doña Robustiana, y allá solía hacer sus digestiones el buen Alelí, las cuales no eran difíciles, por ser él la sobriedad misma.
Para mayor comodidad Sola le ponía delante una silla para que estirase las piernas, y tras de la cabeza una mofletuda almohada de su propia cama, con lo que el padre estaba tan bien, que ni en la misma gloria. Aquella tarde, cuando Sola trajo silla y almohada, el fraile le tomó una mano, y mirándola con sus ojos soñolientos, le dijo: -Cordera...
Sonriendo como la misma bondad sonreiría, Sola acomodó en la almohada la venerable cabeza que parecía la de un santo, y dijo así:
-¿Qué me quiere Su Reverencia?
-Cordera -murmuró el fraile sonriendo también como un bienaventurado-, vete al cuarto de Benigno, y en el chaquetón, bolsillo de la izquierda... ¿entiendes?
-Sí, un cigarrito.
-Se me olvidó pedírselo antes que bajara...
Ni medio minuto tardó la joven en traer el cigarrito, y con él la lumbre para encenderlo.
-Es que quiero echar una fumada para despabilarme, porque desearía no dormir siesta... ¿entiendes, paloma?
Como el fraile estaba con la cabeza echada atrás, en la más blanda y cómoda postura que pueden apetecer humanos huesos, Sola no quiso que se incorporase y ella misma le encendió el cigarro en el braserillo, no siendo aquella la primera vez que tal cosa hacía. Chupó un poco con la inhabilidad que en tal caso es propia de mujeres (como no sean hombrunas), y cuando logró hacer ascua de tabaco, no sin perder mucha saliva, presentó el cigarro a su amigo, cerrando los ojos por el picor que el humo le causaba en ellos.
-Gracias, gracias, serafín de esta casa. Comprendo muy bien que ese santo varón... Pues, hija de mi alma, quiero despabilarme con este cigarrito, porque necesito hablarte de una cosa grave, delicada, digo mal, archi-delicadísima.
A Sola le pasó una nube por la frente, quiero decir, que se puso seria y pensativa.
-Tiempo hay de hablar todo lo que se quiera -dijo, inclinada sobre uno de los brazos del sillón en que el religioso estaba-. Duerma su Reverencia.
-Bueno, hijita, con tal que me llames a las tres y media...
-Eso es poco. A las cinco.
-No, no. Si me duermo, no podré hablarte del susodicho negocio, y lo he prometido, cordera, he prometido que esta tarde misma...
Esto decía cuando llegó un corpulento y bellísimo gato, que solía echar sus dormidas en el mismo sillón donde estaba Alelí, y viendo ocupado aquel lugar delicioso, dio algunas vueltas por delante con rostro lastimero. Al fin, discurriendo que había sitio para todos, subió al regazo del fraile y como encontrara agasajo, se enroscó y se echó a dormir cual un bendito.
A poco de esto oyose un ruido estrepitoso, y fue que Juanito Jacobo había cogido una bandeja de latón vieja, que olvidada estaba en la despensa, y venía batiendo generala sobre ella con el palo del molinillo, tan fuertemente que habría puesto en pie, con el estrépito que hacía, a los siete durmientes. Acudió Sola y le trajo prisionero por un brazo.
-¡Condenado chico! ¿No sabes que está tu tía durmiendo la siesta?... Ven acá: suelta eso... Ya, ya es tiempo de que tu padre te mande a la amiga... Ríñale, Padre Alelí. No se le puede aguantar. Cuando el señorito está de vena, parece que hay un ejército en la casa.
Diciendo esto, Sola le iba quitando sombrero, bandeja y palo, y después de sentarse le acercó a sí y le acarició pasando suavemente su mano por los hermosos cabellos del niño.
-Si hace bulla -dijo Alelí acariciando también con su mano los rizos-, no le traeré a mi señor don Juan Jacobo las hostias que le prometí, ni las velitas de cera, ni el San Miguel de alcorza... Pues te decía, hija, que ahora vamos a hablar los dos de un asunto superlativamente delicado... Mira, vuelve al chaquetón de Benigno y tráeme otro cigarrito, o mejor dos.
Sola hizo lo que le mandaba el reverendo y se volvió a sentar aguardando aquello tan delicado que manifestarle quería. Durante un rato no pequeño, los dos estuvieron callados, y Alelí fijaba sus ojos en el reloj, que era de los antiguos con las pesas colgando al descubierto. La péndola se paseaba lenta y solemnemente en el breve espacio que las leyes de la gravedad y las de la mecánica le señalan, y así marcaba con el tono más severo el compás de la vida. Sola, por mirar algo, que es acto preciso a las meditaciones, miraba a la Creación, gran lámina que con otra representando el monumento de la catedral de Toledo, decoraba artísticamente el comedor. En la primera estaban nuestros primeros padres en el traje que es de suponer, en medio de un fértil país poblado de todas suertes de animales, recibiendo la bendición del Padre Eterno, que muy barbado y envuelto en una especie de capote se asomaba por un balcón de nubes.
-¡Qué buenos cigarros tiene Benigno! -dijo Alelí, que al fin había encontrado la fórmula del exordio-. Pero mejor que sus cigarros es él mismo. Te digo con toda verdad que yo he visto muchos hombres buenos, pero ninguno como nuestro Benigno. Es el corazón más puro y la voluntad más cristiana que he conocido en mi larga vida; es incapaz de hacer nada malo y capaz de las bondades más extraordinarias. Su razón es firme, sus sentimientos generosos, su vida la carrera del bien. No aborrece a nadie, y cuando quiere, quiere con toda su alma. Tiene un carácter entero para hacer frente a las adversidades, y en las bienandanzas no puede vivir contento si no distribuye su ventura entre los que le rodean, quedándose él con la absolutamente precisa para no ser desventurado. Si tú nos oyes diciéndonos majaderías, es por lo mucho que nos queremos. Él me llama Tío Engarza-Credos, y yo le llamo Don Leño o Chiribitas, y así nos reímos. Eso sí, en ideas políticas somos, como quien dice, el toma y el daca, lo más opuesto que puede existir; pero estos arrumacos de la política no han de tocar, no, a las cosas del alma ni a la amistad... Porque yo digo, ¿qué me importa que Benigno tenga la manía de leer a ese perdido hereje de Rousseau, si por eso no deja de ser buen cristiano y de obedecer a la Iglesia en todo?... Viva Benigno, y viva con su pepita, es decir, con su Emilio y su Contrato social, que así me cuido yo de estas cosas como de los que ahora se están afeitando en la luna... No creas tú, los padres del convento me critican por esta tolerancia mía, y yo les contesto: «vale más un amigo en la mano que cien teorías volando». Mi carácter es así; en burlas disputo y machaco como todos los españoles; pero antes que tronos y repúblicas, antes que congresos y horcas está el corazón... ¡Cómo me reí una tarde hablando de esto! Paseaba yo a eso de las cinco por Atocha con dos hombres de ideas contrarias, D. José Somoza, liberal, poeta, hombre ameno y dulce y cabal si los hay, y D Juan Bautista Erro, absolutista siempre, ahora apostólico vergonzante. Pues señor...
-Paréceme -dijo Sola, cortando la digresión, que le parecía muy importuna- que se resbala usted, como dice D. Benigno. Ya está sabe Dios a cuántas leguas de lo que me estaba contando...
-¡Ah! Sí, perdona, hija... me distraje. Te decía que ese bendito amigo juan-jacobesco es el mejor tragador de pan y garbanzos que he conocido, y que ahora ha dado en la flor de querer casarse...
-¡Casarse! -exclamó Sola poniéndose encarnada.
-¿Te asombras, hija?... Más me asombré yo... No, no, no me asombré; al contrario, me pareció muy natural. Le conviene por mil razones; y ahora te pregunto yo: cuando Benigno tome estado ¿no será para ti un gran motivo de amargura el salir de esta casa, donde has sido tan amada, y separarte de estos chicos que has criado y que como a madre te miran?...
El padre Alelí fijó en ella sus ojos, ávidos de leer en los de la joven lo que de su alma saliese al rostro, si es que algo salía. El buen fraile, que a pesar de su decrepitud llena de perturbaciones mentales, conservaba algo de su antigua penetración, creyó ver en Sola una pena muy viva. Esto le hacía sonreír, diciendo para su sayo: «mujercita tenemos».
-D. Benigno no se casará -dijo ella-. ¿Será posible que caiga en tan mala tentación? Yo de mí sé decir que si salgo de esta casa me moriré de pena; tan tranquila, tan considerada y tan feliz he vivido en ella. Y luego, estos diablillos del cielo, como yo les llamo; estos muchachos, a quienes quiero tanto sin ser míos, y no tengo mejor gusto que ocuparme de ellos... No, digo que D. Benigno no se casará. Sería un disparate; ya no está en edad para eso.
-¿Qué dices ahí, tontuela? -exclamó Alelí incorporándose con enojo-, ¿con que mi amigo no está en edad de casarse? ¿Es acaso algún viejo chocho, está por ventura enfermo? No, más sana y limpia está su persona y su sangre noble que la de todos esos mozuelos del día.
Esto decía cuando Juan Jacobo, cansado de estarse quieto tanto tiempo y no teniendo interés en la conversación, empezó a tirarle de los bigotes al gato que dormido estaba en la falda del fraile. Sentirse el animal tan malamente interrumpido en su sueño de canónigo y empezar a dar bufidos y a sacar las uñas fue todo uno. Alborotose el fraile con los rasguños, y dio un coscorrón al chico, Sola le aplicó dos nalgadas y todo concluyó con enfadarse el muchacho y coger al gato en brazos y marcharse con él a un rincón donde le puso el sombrero del mercenario para que durmiera.
-Eso es, sí, está mi sombrero para cama de gatos -refunfuñó Alelí.
-¡Jesús qué criatura!... le voy a matar -dijo Sola amenazándole con la mano-. Trae acá el sombrero.
Juan trajo el sombrero, y aprovechándose del interés que en la conversación tenían el fraile y la joven, rescató su molinillo y su bandeja y bajó a la tienda para escaparse a la calle.
-Vaya con la tonta -dijo Alelí continuando su interrumpido tema-. Si Benigno es un muchacho, un chiquillo... Si me parece que fue ayer cuando le vi arrastrándose a gatas por un cerrillo que hay delante de su casa... ¡Qué piernazas aquellas, qué brazos y qué manotas tenía! ¡Y cómo se agarraba al pecho de su madre, y qué mordidas le daba el muy antropófago! Yo le cogía en brazos y le daba unos palmetazos en los muslos... Sabrás que fui al pueblo a restablecerme de unas intermitentes que cogí en Madrid cuando vine a las elecciones de la Orden. Entonces conocí al bueno de Jovellanos, un Voltaire encubierto, dígase lo que se quiera, y al conde de Aranda, que era un Pombal español, y a mi señor D. Carlos III, que era un Federico de Prusia españolizado...
-Al grano, al grano.
-Justo es que al grano vayamos. Cuando Nicolás Moratín y yo disputábamos...
-Al grano.
-Pues digo, que Benigno es un mozalbete. ¿No ves su arrogancia, su buen color, sus bríos? Bah, bah... Oye una cosa, hijita: Benigno se casará, tú te quedarás sola, y entonces será bien añadir a tu nombre otra palabra, llamándote Sola y monda en vez de Sola a secas. Pero aquí viene bien darte un consejo... ¿Sabes, hija mía, que me está entrando un sueño tal, que la cabeza me parece de plomo?
-Pues deme Su Reverencia el consejo y duérmase después -repuso ella con impaciencia.
-El consejo es que te cases tú también, y así del matrimonio de Benigno no podrá resultar ninguna desgracia... ¡Qué sueño, santo Dios!
Sola se echó a reír.
-¡Casarme yo!... Qué bromas gasta el padrito.
-Hija, el sueño me rinde... no puedo más -dijo Alelí luchando con su propia cabeza que sobre el pecho se caía, y tirando de sus propios párpados con nervioso esfuerzo para impedir que se cerraran cual pesadas compuertas.
-Otro cigarrito.
-Sí... chaquetón... humo -murmuró Alelí, cuya flaca naturaleza era bruscamente vencida por la necesidad del reposo.