Los Apostólicos/X
X
Vieron la casa toda, que la señora encontró más pequeña de lo que creía y bastante oscura en lo interior. Después Sola, que no había tenido tiempo de echarse un mantón por los hombros, ni aun de quitarse el delantal, que era su librea de gala por las mañanas, acompañó a la señora a la sala para que descansase y le pidió indulgencia por el mal pergenio con que la recibía. Considerándose ella como una especie de ama de gobierno más bien que como dueña de la casa, su posición frente a la otra era, en verdad, un poco desairada. Pero no le importaba nada ser allí un poco más o menos señora, y sentándose a cierta distancia de la visitante, esperó a que Crucita o el mismo D. Benigno vinieran a relevarla de su señorío provisional. Crucita se había encerrado en el gabinete para colgar las jaulas y echar agua a los tiestos, y no se cuidaba de que hubiese o no en el estrado una persona extraña. Cordero estaba vendiendo, y tampoco podía subir.
En cambio, Juanito Jacobo se adelantaba lentamente pegado a la pared y rozándose con las sillas, como una babosa que marcha pegada a las piedras de una tapia. Con el ceño fruncido, un dedo en la boca y ambas manos teñidas con la pintura de un caballejo de palo, a quien acababa de dar un baño en la cocina, miraba a Sola y a la otra señora, esperando que cualquiera de ellas le llamase.
-¿Es este el niño más pequeño de D. Benigno? -preguntó la dama.
-Sí, señora... ¡y es tan malo!... Ven acá, chico, ven; saluda a esta señora.
El muchacho no se hizo de rogar y vino con ademán de recelo y azoramiento, metiéndose, no ya el dedo, sino toda la mano dentro de la boca. La abundante pintura negra y roja que en los dedos tenía se le pasó a los labios y carrillos.
-Estás bonito por cierto... pareces un salvaje -le dijo Sola-. ¿No te da vergüenza de que te vean así, grandísimo tunante?
-No le riña usted.
-¡Eh!... no te acerques a la señora con esas manazas puercas... Tira ese caballo, que está chorreando pintura. Le ha dado ahora por lavar todo lo que encuentra, y el otro día metió en la tinaja las gafas de su padre.
-Es un fenómeno de robustez esta criatura -afirmó la señora acariciándole.
-Eso sí; está más sano que una manzana y come más que un sabañón -dijo Sola apretándole una nalga y dándole un palmetazo en el cogote para que por el chasquido de las carnazas del chiquillo juzgase la señora de su robustez.
Parecía una madre en plena manifestación de su orgullo de tal.
Juan Jacobo miró a la señora con expresión de desvergüenza, la cual se aumentaba con los manchurrones de su cara.
-¿Quieres mucho a esta señorita? -le preguntó la dama, dándole un golpe con su abanico.
El muchacho, que apoyaba sus codos en la rodilla de Sola, alzó la pierna para montarse arriba.
-No, no, fuera, fuera... -dijo Sola quitándose de encima la preciosa carga-. No faltaba más... A fe que es chiquito el elefante para llevarlo en brazos... Quita allá, mostrenco.
-¿Un hombre como tú no tiene vergüenza de que le coja en brazos una mujer? -le dijo la señora riendo.
-¡Le tenemos tan mimoso...! -dijo Sola con naturalidad-. Como es el más pequeño... Su padre está medio bobo con él, y yo...
No pudo seguir porque el muchacho, que era tan ágil como fuerte, saltó de un brinco sobre las rodillas de Sola y echándola los brazos al cuello la apretó fuertemente.
-Ya ve usted... -dijo ella-, me tiene crucificada este sayón... Si le dejaran estaría así todo el día... Vaya, vaya, basta de fiestas... Sí, sí, ya sé que me quieres mucho. Haz el favor de no quererme tanto... Abajo, abajo... ¡Qué pensará de ti esta señora! Dirá que eres un mal criado, un niño feo...
-No extraño que los hijos de Cordero la quieran a usted tanto... -manifestó la dama-. Es usted tan buena, y les ha criado con tanto esmero... Así está D. Benigno tan orgulloso de usted, y así no concluye nunca cuando empieza a elogiarla. ¡Cómo la pone en las nubes!... Y verdaderamente el amigo Cordero ha encontrado una joya de inestimable precio para su casa. Yo creo que en el caso presente el agradecimiento le corresponde a él más bien que a usted.
Sola protestó de esta idea con exclamaciones y también con movimientos negativos de cabeza.
-¿Pues qué ha hecho usted sino sacrificarse? -añadió la dama-. Bien podría vivir hoy, si lo hubiera querido, en otra posición, en otro estado, que de seguro sería más independiente... pero dudo que fuera más tranquilo y feliz.
-No creo que para mí pudieran existir posición ni estado mejores que los que ahora tengo -repuso la Hormiga con sequedad.
-Verdaderamente así es, porque, si no recuerdo mal, usted se encontró después de la muerte de su señor padre, sola y abandonada en el mundo. Me parece haber oído que alguien la protegió a usted en aquellos días; pero como andando el tiempo, ese alguien o se murió o desapareció o no quiso acordarse más de usted, el resultado es, hija mía, que su orfandad no ha tenido verdadero y seguro amparo hasta que este angelical D. Benigno la trajo a su casa. En él tiene usted un padre cariñoso... ¡Oh!, páguele usted con un cariño de hija y no busque fuera de esta casa otros afectos ni otro estado de mejor apariencia. Cuidado con casarse; no cambie usted el arrimo de este santo varón por el de cualquier hombrecillo que no sepa comprender su mérito.
Siguió apurando el tema la señora y vino a parar en una filípica contra los hombres, sin especificar si la merecían en el concepto de maridos o en el de novios o cortejos; pero deteniéndose de repente, se echó a reír.
-Mas usted dirá que le doy consejos sin que me los pida y que hablo de lo que no me importa.
-No, señora; todo lo que usted dice me parece muy puesto en razón, y es natural que dé el consejo quien tiene la experiencia... Estate quieto, por amor de Dios, chiquillo...
-Bien, bien -dijo la dama riendo otra vez-. En fin, señora, yo estoy molestando a usted y quitándole el tiempo...
-De ningún modo.
Levantáronse ambas.
-Tiene una hermosa sala el amigo Cordero -indicó la señora alargando la mano a Sola, y observando al mismo tiempo las cortinas blancas, las rinconeras, los candeleros de plata y las plumas de pavo real-. La parte de la casa que da a la calle me parece muy bonita... En fin, en mí tiene usted una servidora... Adiós, hermoso; dame un beso... ¡Ah!, ¿no sabe usted lo que me ocurre en este momento?
La señora que ya iba en camino de la puerta, se detuvo, retrocedió algunos pasos y mirando a Sola fijamente, le dijo así:
-Me olvidaba de hacer a usted una pregunta.
Sola esperó, palideciendo un poco, por sentir corazonada de que la tal pregunta iba a ser de cosa triste. Su instinto zahorí lo adivinaba y parecía leer en los ojos de la hermosa dama la pregunta misma con todas sus palabras antes de que la primera de estas fuese pronunciada.
-Dígame usted -preguntó la señora, afectando poco interés-, aquel caballero, aquel joven, aquel, en fin, a quien usted llamaba su hermano, ¿dónde está?
-No lo sé, señora -replicó Sola pasando bruscamente de la palidez al rubor-. Hace tiempo que no sé nada.
-¿Vive, o qué es de él?
-No sé una palabra. Hace dos años que no me escribe... ¿Usted sabe algo?
El rubor desapareció en ella dejándola en su natural color y aspecto tranquilo.
-Dos años justos hace que tampoco sé nada... Es muy particular...
Para la astuta dama no pasó inadvertida la circunstancia de que si la joven se turbó al recibir la primera impresión de la pregunta, supo contestar con serenidad a ella. Ya fuese por disimulo, ya porque realmente se interesaba poco por el personaje recordado tan bruscamente, no se afectó como la otra creía.
-O está aquí -pensó la dama-, y la muy pícara lo oculta con admirable disimulo, o si no está, ella no se cuida ya de él para maldita la cosa.
-Quiero ser franca con usted -dijo después de ligera pausa, en que la miró a los ojos como se miraría en un espejo-. Me dijeron hace días que estuvo en Madrid y que D. Benigno le había ocultado en su casa.
-¡Aquí!... ¡señora! -exclamó Sola echando sorpresa por sus ojos con tanta naturalidad que la dama no pudo menos de sorprenderse también-. La han engañado a usted... Apuesto a que Pipaón... ¡Ah!, ese buen don Juan miente más que habla... Todos los días viene contando unas patrañas que nos hacen reír. En cuanto a ese desgraciado, yo creo que no puede ocultarse aquí ni en ninguna parte...
-¿Por qué?
-Yo tengo mis razones para creer... Sí, bien lo puedo asegurar casi sin temor de equivocarme: mi hermano ha muerto.
Parecía que iba a llorar un poco; pero no lloró ni poco ni mucho. La dama vaciló un momento entre la emoción y la incredulidad. Llevose el pañuelo a la boca como si quisiera poner a raya los suspiros que contra todas las leyes del disimulo querían echarse fuera, y dijo esto:
-¡Válganos Dios, y cómo mata usted a la gente!... Con permiso de usted no creo...
¡Horrible y nunca oída algazara! Quiso el Demonio, o por mejor hablar, doña Crucita, que en el momento de decir la señora no creo, se abriese la puerta del gabinete y diera salida a dos falderillos, un doguito y un pachón que soltando a un tiempo el ladrido atronaron la sala; y como por la misma puerta venía el chillar de los pájaros, y como de añadidura subían por la angosta escalera los tres chicos de Cordero, procedentes de la escuela, se armó un estrépito tal que no lo hiciera mayor la diosa misma de la jaqueca, caso de que pueda haber tal diosa. Los perros se tiraban a acariciar a los Corderillos, los Corderillos a los perros y en medio del tumulto se oyó la pacífica voz de D. Benigno que también por la escalera subía diciendo: «orden, silencio, compostura, que hay visita en casa».
Detrás de D. Benigno apareció la figura de Zurbarán a quien llamaban padre Alelí, y con el furor que los chicos ponían en besar la mano del padre y la correa del amigo, se aumentó el estruendo, porque los perros también querían dar pruebas de su veneración con ladridos. Al fin, para que nada faltara, apareció doña Crucita echando toda la culpa de la bulla a los muchachos, y les llamó perros, y a los perros nenes y a su hermano borrego de Cristo y a Sola Doña Aquí me estoy, y al buen fraile el Zancarrón de Mahoma.
-Cállate, Cruz del Mal Ladrón -dijo Alelí riendo-, y guarda adentro toda esta jauría del Infierno... ¡Oh! Cuánto bueno por aquí. Sí, ya me ha dicho Benigno que había subido usted a ver la casa. ¿Y qué tal? Tiene magníficas vistas nocturnas el patio, y en jardines colgantes no le ganaría Babilonia, así como en diversidad de alimañas no le ganaría el África entera.
La dama habló un momento de las condiciones de la casa; después se despidió para marcharse, porque era la una, hora sacramental de la comida.
-Un momento, señora -dijo D. Benigno, ahuyentando a sus hijos y a los perros-. Aquí tiene usted al buen Alelí con más miedo que un masón delante de las comisiones militares. Usted que tiene valimiento puede sacarle de este apuro. Figúrese usted...
-Nada, nada, señora -dijo Alelí nerviosamente, con extraordinaria recrudescencia en el temblor de su cabeza sobre el cuello que parecía de alambre-. No es más sino que hace un rato se ha metido por la puerta de mi celda un emigrado, un terrible democracio que se ha colado en España sin pedir permiso a Dios ni al Diablo, y con palabras angustiosas me ha rogado que le ampare y le esconda allí...
-¿Y qué es un democracio? -preguntó la dama riendo.
-Un perdis, un masón, un liberalote, un conspirador, un democracio, así les llamamos.
-¿Y cuál es su nombre?
-Eso, señora -dijo Alelí con gravedad-, no lo revelaré, pues aunque estoy decidido a no tenerle oculto más que el tiempo necesario para que reciba contestación escrita de los que puedan o quieran protegerle mejor, no cantaré quién es, aunque me ahorquen. Confío en la discreción de todos los presentes. Bien saben que no amparo conspiradores contra mi rey y la religión que profeso, y si a este he amparado, hícelo porque me juró que no venía acá para armar camorra, sino para corregirse y vivir pacíficamente, confiado en el perdón que espera alcanzar de Su Majestad.
-Sabe Dios a qué vendrá mi hombre -dijo Cordero, gozándose en aumentar el susto de su amigo-. Me parece que de la Trinidad Calzada van a salir sapos y culebras si Calomarde no da una vuelta por allí.
-Yo me lavo las manos... y callandito, que estamos hablando más de la cuenta. Benigno, a comer se ha dicho. Esta señora nos va a acompañar a hacer penitencia.
Rehusando los obsequios e invitaciones de aquella buena gente retirose la dama con harto dolor suyo, por no poder alcanzar el fin de la interesante noticia que el fraile traía del convento. Por la calle iba pensando en el desconocido que se acogía al amparo de la celda de Alelí. Al llegar a su casa encontró a Pipaón que la aguardaba.
-¡Necio! -exclamó, sentándose muy fatigada-. En casa de Cordero no hay nada... Como siga usted rastreando de este modo, pronto le dedicará Calomarde a coger moscas... Pero una feliz casualidad...
-¿Ha descubierto usted...?
-Sí, hombre ¿qué cosa habrá que yo no descubra? Vea usted por dónde... Déjeme usted que descanse.
-En Gracia y Justicia se sabe que continúa funcionando en Francia, más envalentonado que nunca, el famoso Directorio provisional del levantamiento de España contra la tiranía.
-Noticia fresca.
-Se sabe -añadió Pipaón dándose mucha importancia- que constituyen el tal Directorio los patriotas, o dígase perdularios, Valdés, Sancho, Calatrava, Istúriz y Vadillo.
-Que Mendizábal es el depositario de los fondos.
-Que Lafayette les protege ocultamente y les busca dinero, y finalmente que han enviado a Madrid a cierto individuo con nombre supuesto...
-El cual, o yo soy incapaz de sacramento, o está en la Trinidad Calzada.
Pipaón abrió su boca todo lo que su boca podía abrirse y después de permanecer buen rato haciendo competencia a las carátulas de mármol que de antiguo existen en los buzones del correo, repitió con asombro:
-¡En la Trinidad Calzada!