Los últimos sucesos


Miércoles 21 de agosto de 1918, EL DIA

Editorial

Los últimos sucesos

Se puede establecer con toda certidumbre, -recapitulando lo que ya hemos dicho sobre los últimos acontecimientos, -que los excesos de la policía durante las huelgas, no se han inspirado en sentimientos hostiles a los obreros del primer magistrado de la República, ni del jefe de la administración policial. En todo este período de reivindicaciones proletarias, la conducta del primer magistrado ha tendido a contemplar las exigencias de los trabajadores, como lo demuestra el arreglo de la primera huelga del Puerto; el de la de choferes, en el que podría asegurarse a priori que ha intervenido a su influencia, y su actitud en la de los tranviarios. Si estos antecedentes no existieran, la solicitud con que se ha ocupado siempre de las reformas tendientes a mejorar la situación del proletariado, bastaría para que no se pudiera suponer una mala voluntad de su parte para los hombres de trabajo. Y en una situación parecida se halla el señor Sampognaro, cuyas ideas y sentimientos de consideración hacia ellos son, desde hace mucho tiempo, conocidos. ¿Por qué entonces, este desborde policial? Analicemos serena y detenidamente los hechos que pueden haberlo producido.

La simple circunstancia de la existencia de una huelga, crea una oposición entre el obrero y el guardia civil. El primero tiende siempre, no solo a dejar sin su mano de obra a sus patrones sino a impedir que otros se la proporcionen; y las manifestaciones de esta tendencia pasan con facilidad de la propaganda pacifica y completamente legítima, a los actos de intimidación y de violencia contra el patrón y contra los que continúan trabajando o se ofrecen para ocupar los puestos abandonados. El segundo tiene la obligación de proteger la libertad de todos y se ve forzado, así a poner su autoridad y su fuerza del lado de los patrones y del los que, acosados por la necesidad, o poco cuidadosos de no perjudicar a sus compañeros de oficio, aprovechan egoístamente la oportunidad de una huelga para conseguir trabajo. Las huelgas tienen así, en cuanto asumen formas tumultuosas, tres adversarios: el patrón, que no quiere o no puede ceder; el obrero, que aprovecha la oportunidad para conseguir trabajo, y el guardia civil que, por su función, está obligado a reprimir las agresiones contra el patrón y contra ese obrero.

La huelga del Puerto, en su primera faz, se desarrollo de una manera regular y dio un resultado que satisfizo a los huelguistas; ningún acto de violencia se produjo. En cambio, la de los tranvías, agravada por la huelga general, ha dado los resultados que todos conocemos. Los primeros actos irregulares fueron las brusquedades de los agentes de policía y las pedreas a los tranvías. En uno de estos desordenes un soldado de línea, de los que custodian los trenes, recibe una pedrada y, desaforado, fuera de sí, carga su fusil, apunta a un hombre en fuga que, talvez no es el que le ha tirado la piedra, y mata a otro que atraviesa la calle, ajeno al asunto. ¿Qué consecuencia debe sacarse de este hecho fríamente considerado? ¿La de que el soldado homicida ha recibido ordenes o indicaciones de proceder así? De ninguna manera. Lo ocurrido fue una desgraciada excepción en aquellos días. Ningún otro de los custodios de línea hizo fuego sobre los que tiraban piedras, no obstante haberse producido numerosas pedreas.

Lo que ocurrió puede fácilmente explicarse. Sin duda alguna, el matador, sin concepto claro de su deber en el caso, y basándose en sus prejuicios de altanería criolla, considerándose victima quizás, de una grave injusticia, se creyó con derecho de contestar con un tiro al que le había agredido. Desgraciadamente, esta falta de respeto a la vida es común ente nosotros y se cree cosa muy natural el contestar con un pistoletazo a un golpe o a un insulto, aunque de ninguna manera lo exija la legítima defensa. Pensó, probablemente, el soldado –de 23 años- que su personalidad ultrajada requería una inmediata satisfacción, e hizo fuego sin preocuparse mucho ni poco de si la bala atravesaría una o media docena de personas, ni de las consecuencias que pudiera tener su acto para él mismo.

Este doloroso episodio creó inmediatamente una situación nueva, de encono hacia las autoridades, a las que se hacia responsables de lo ocurrido. La imaginación popular se exalta en presencia de estos accidentes sangrientos, y la noble indignación que provoca el crimen lanza su anatema fácilmente a los que por cualquier motivo pueden aparecer como culpables. La reflexión sobreviene con frecuencia tardíamente. Iniciose la huelga general sombreada por esta fatalidad.

¿De quienes partieron las primeras pedradas, de quienes los primeros tiros en el suceso principal de la calle 18 de Julio y Andes? Según un miembro del personal de este diario, los habría disparado un guardia civil que en el momento en que se disponía a impedir que fuese rota una de las columnas del trolley; tuvo la poca suerte de que se le cayera el caballo y, arrastrándolo en la caída, le apretara una pierna en el suelo; y, viendo que se dirigía hacia él un gran número de personas, al parecer con no buenas intenciones, disparó dos tiros al aire. Según otros, un muchachon armado de una pistola, habría hecho el primer disparo viendo que intervenían algunas guardias para que no fuese rota la antedicha columna. Después de todos lados se hizo fuego, y no sería fácil decir quien hizo más. Parece fuera de duda que de algunos balcones y azoteas partieron tiros, así como de las rejillas de algunas puertas de calle dirigidos a los guardias civiles. Uno de estos fue gravemente herido, no se sabe por quien; algunos huelguistas también lo fueron en el mismo sitio y un joven trabajador fue a caer sin vida en la calle Reconquista o, más probablemente, fue allí muerto, sin necesidad de alguna, por un individuo del Escuadrón de Seguridad. Son propias de la explosiones de la indignación popular, las agresiones contra los agentes policiales, unas veces fundadas y otras no. En uno de los veintiún días que empleo la Asamblea General de aquellos tiempos en elaborar la candidatura del Presidente Idiarte Borda, se improvisó una manifestación de protesta contra la política, liberticida del doctor Julio Herrera y Obes, a la cabeza de la cual se encontró, entre otros, el señor Batlle y Ordóñez. Esta manifestación se detuvo, después de haber recorrido una larga extensión de calles, frente a la casa del general Luis Eduardo Pérez; paso una comisión, de la que formaba parte el señor Batlle, a saludar a aquel honrado ciudadano, y esta comisión y el general Perez se presentaron luego a los manifestantes en los balcones de la azotea de la casa. En ese momento aparecieron quince o veinte hombres de la Escolta del Gobierno, encabezados por el jefe de aquel cuerpo, e intimaron la disolución de la multitud, fundados en el hecho de que no se habían llenado los requisitos policiales del caso. La intimación fue hecha cortésmente; pero la justa excitación popular causada por los sucesos era grande, y sonó un tiro, y luego otro, y se produjo enseguida un verdadero fuego graneado, lo que dio lugar a una carga de los soldados, de la que resultaron dos manifestantes con heridas graves de lanza. El señor Batlle y Ordóñez, que, desde los balcones, había podido verlo todo con claridad, no tuvo reparos para declarar, al día siguiente, en este mismo diario, que la agresión había partido de los manifestantes, sin acto alguno de los soldados que la justificase.

Las multitudes son, por su naturaleza, agresivas en los días de lucha. Figuran en ellas los más altruista y excesivamente exaltados, y al lado de estos, como donde quieran que se reúne un gran número de hombres, seres amorales, deseoso de dar rienda a sus malos instintos comprimidos, que espían los disturbios para dañar a mansalva a sus semejantes, sin preguntarse a quienes ni por qué.

En el caso actual, nuestro concepto, la agresión partió de los manifestantes sin duda alguna: la muerte del obrero Ferrara y la facilidad con que los guardias civiles habían empezado a repartir palos, fueron hechos suficientes para provocar una gran excitación. La policía podía haberse salido airosa del conflicto si se hubiese limitado a su legítima defensa y a reprimir los desmanes. Pero olvidó totalmente sus deberes.

Pareció entender que daba una batalla, y no solo hizo fuego, defendiéndose, a los que se lo hacían a ella, sino que persiguió a los que huían, descargando sus revólveres y dando de machetazos. La muerte de la calle Reconquista, narrada por dos testigos serios, no tiene atenuación posible, y la otra muerte de la calle Convención, parece hallarse en el mismo caso. La excitación policial llegó al extremo de que ningún transeúnte podía considerarse en seguridad, ni tampoco los vecinos que asomaban a las puertas de sus casas. Ni las mujeres fueron respetadas. La Policía parecía entender que el pueblo la paga y la sustenta, no para que le garantice su seguridad y su vida, sino para que lo aporree. Y en esta segunda parte de los sucesos, -hagámosle justicia, -no hacía distingos poco democráticos entre capitalistas y huelguistas, sino que susurra la badana con igual actividad a todo el mundo y, quizás, recordando los agentes policiales que ellos también son proletarios, con más gusto a los de jaquet o levita que a los de saco o blusa.

Seguirá que sentían amenazadas sus vidas. Es verdad. Pero esto no lo autorizaba a perder la cabeza y a repartir golpes a diestro y siniestro como un atacado del delirio de las persecuciones. El peligro en las funciones policiales es una característica del oficio, y los agentes del orden deben saber afrontarlo con serenidad, siendo este saber una de las cualidades que no debe faltarles nunca.

Sin duda alguna, la corta remuneración que se da a los guardias civiles, no permite a la Policía seleccionar su personal. El buen servicio hay que pagarlo bien, y, entre nosotros, ha habido siempre una tendencia muy marcada a hacer pesar las economías del erario publico sobre los sueldos de los servidores del Estado. El señor Sampognaro encontrará una buena disculpa de lo ocurrido en esa corta remuneración; pero no creemos que ella baste del todo: la Policía es, desgraciadamente, demasiado mano larga, y a esto hay que atribuir lo ocurrido.

Será un deber de la autoridad policial el reaccionar contra esas practicas completamente impropias de un país republicano. No los guardias civiles solamente han cometido excesos. También funcionarios de más categoría han demostrado tener una noción muy poco clara de sus deberes. Si el exceso del mal acarrea a veces algún bien, debemos esperar que, en este caso, se manifieste ese bien en forma de una viva reacción contra los procedimientos abusivos que suele emplear la policía con los vecinos que provocan su enojo por cualquier motivo.