Lorenzita
El año de 1828, entró a estudiar gramática latina a la clase del profesor D. Justo Andrés del Carpio un niño de catorce a quince años de edad. Más que niño, hubiérase dicho que era una niña si sus señores padres, en vez de haberlo metido en el clásico mameluco de porte-mahon, le hubieran puesto enaguas y polleras; la apariencia femenil no provenía, sin embargo, de la belleza de su rostro, cuyas irregulares facciones lo hacían tirar a feo con cierta fuerza invencible. La debilidad de su sexo se deducía de su aire y movimientos afeminados y de las formas de su cuerpo que, desde esa tierna edad, ofrecía un desarrollo poco parecido al del hombre que lo fuera en la extensión de la palabra; agréguese a esto el gusto más decidido por objetos femeniles y es claro que en ese niño había sufrido la naturaleza una equivocación, quedándose indecisa, al mismo tiempo de darle el primer soplo de vida, sobre si ese nuevo ser debía venir al mundo para guerrero o para nodriza. Mientras todos los diablillos estudiantes del Nebrija se desayunaban con leche vinagre o bizcochos con queso, el joven melifluo tomaba orchata o fresco de piña, y mientras los cuartillos y medios iban a parar a la pulpería de D. Pascual en cambio de galletas, huesillos y orejones, los medios de la niña, como lo llamaban sus condiscípulos, iban a manos de la misturera en cambio de azahares y claveles. El niño se llamaba Lorenzito, sus compañeros lo llamaban la niña Lorenzita. Claro es que la desgraciada niña tenía que ser el objeto de bromazos y de farsas estudiantiles. El latín es lengua a que las mujeres no tienen mucha afición y en esto se parecía también Lorenzito a las mujeres; tres años se calentó los sesos sin poder salir de géneros y pretéritos, quedando siempre de quiebra-cursos y, al fin, sus padres lo retiraron del aula. Sin embargo, al cabo de poco tiempo, Lorenzita volvió a ser estudiante y, como tal, estuvo en el colegio de Santo Toribio, en donde hizo tales progresos que recibió los cuatro grados, vistió sotana y cargó sombrero de teja. No es cosa extraña que los años hagan crecer el cuerpo, poco más o poco menos; con la diferencias que unos suben hasta una altura elevada, como por ejemplo…,[1] y otros se quedan con la cabeza próxima a los pies, como el humilde servidor de ustedes. Lorenzito, no por ser afeminado ni por estar ordenado de cuatro grados, dejó de crecer y en su cuerpo se dibujaron ciertas formas y estas tomaron ciertos movimientos que los pichones de obispo llamaban a su socio la “manigota”. No por vestir hábito talar había renunciado el seminarista a sus delicados gustos: el cuello de mostacillas, los puños de la camisa bordados con plumilla, los zapatos de hule con hebillita de plata y los pañuelos de hilo para el bolsillo acusaban que el clérigo en ciernes sería con el tiempo el eclesiástico más pinganilla de su época. Pero la suerte ingrata no lo dispuso así, el mónago colgó los hábitos; y aquí un paréntesis para todo individuo que no fuera su íntimo relacionado. Es decir, nadie vio a Lorenzito durante algunos años.
En la esquina que forman las calles de la Concepción y del Puno, trabajaban, en 1840, con ardor varios artesanos, pintores, empapeladores y carpinteros; arreglábase una pulpería de nuevo estilo, pues vidrieras, andamios y estantes estaban pintados al óleo y con brillantes colores, rojo, verde y amarillo; sobre la puerta principal que da para la calle de la Concepción, se puso una muestra, obra admirable de un artista peruano, que representaba a Cupido en paños menores o, mejor dicho, sin más paño que una venda, lanzando sus emponzoñados dardos a varias doncellas castas. El Cupido era blanco y rubio como un alemán y las doncellas negras como la reina de Mozambique. En la otra puerta, la muestra tenía esta leyenda: “Baratillo de comestibles, licores, manteca y leña de Lorenzo B…”. Abandonados los estudios del latín y de moral, el joven Lorenzito se entregó a las ciencias y a las artes. Ocupose de química y de destilación para hacer mistelas de rosa, canela, vainilla, chocolate, perfecto de amor, etc., y para dilatar los vinos y aguardientes a fin de hacerlos menos nocivos. En cuanto a las artes, hizo progresos en el punteo de la guitarra para acompañar con ella las más tiernas y sentimentales canciones. Si el exterior de la pulpería daba golpe, la trastienda daba trueno. Aquello no era una trastienda de pulpería, sino el retrete de la más pulcra damisela. Paredes pintadas con alba cal, adornadas en su parte superior con una cenefa al fresco, obra del autor de las muestras; petate de la China; catre de campaña, pero adornado con cortinas de gaza blanca, un hermoso listón y cintas de raso; floreros de barro de Guadalajara incesantemente provistos de fragantes flores. La pulpería hacía negocio durante el día, pero la trastienda consumía las ganancias del negocio durante la noche. Varios jóvenes decentes, amigos del negociante, lo honraban nocturnamente con sus visitas; formaban en la trastienda unas francachelas y unas remoliendas de hacerse agua la boca; corrían las mistelas fabricadas en la casa por el gaznate de los amigos, como el agua en Matucana ahora dos meses; pasaban por el mismo túnel el pan, queso, aceitunas y plátanos, como si los propietarios de tales conductos hubieran pasado una cuaresma entera a pan y agua; y por último… por último, ¡qué diablos!, ¡¡quebró el pulpero!! Otro paréntesis en la vida pública de Lorenzito.
En el oscuro cuarto del traspatio perteneciente a una casa situada en el callejón de Contradicción, vive un hombre en cuyo cuerpo puede estudiarse un curso de osteología sin que se escape ni el más insignificante huesecillo; su cara enjuta y demacrada manifestaba que el individuo a quien esa cara había tocado en lote estaba padeciendo o había padecido de alguna tremenda disentería. A tal estado de flacura había llegado ese cuerpo y a tal estado de transparencia esa piel, que la ciencia pensó en sacar provecho del individuo y pensó lo mismo, por su parte, el honorable ayuntamiento de la capital. Creyó el protomedicato que si era posible introducir una vela encendida en el interior de Lorenzito podría estudiarse cómodamente la organización de las entrañas sin necesidad de escalpelos; creyó el honorable Cabildo que si esa introducción era posible, podría aprovecharse al individuo como faro, pero protomedicato y ayuntamiento desistieron de sus proyectos calculando que la luz era posible por falta de ventilador y ahí quedó la cosa. Él que hubiera conocido la trastienda de la pulpería y hubiese visto el lujo occidental de la habitación y al propietario de ese establecimiento con pantalón, chaleco y levita de nanquín de seda, corbata colorada, media de seda, zapato de rostro bajo, siempre con hebillita de plata, peinado con profusión de crespos bien untados con aceitillos, pomadas y otros cosméticos; en dos dedos de cada mano anillos de oro, etc., etc., etc., y entrara después al cuarto donde moraba ese exelegante, se hubiera caído de espaldas si así se lo pedía el gusto. Mientras allá todo era limpio, alegre y fragante, era todo acá puerco, triste y… Mientras allá se comía y se bebía mistelas y se cantaba, acá se pujaba, se bebía tisanas y se quejaba. ¡Qué contraste! Sin embargo, Lorenzito no permanecía ocioso, había cambiado de profesión y entregándose a hacer flores de mano y de briscado, ollitas y jarritos de barro sahumado y algunos objetos de esa clase.
En la noche de navidad de 1844, la plaza de Lima presentaba ese animado espectáculo propio de aquellos tiempos felices en que no conocíamos ni ferrocarriles, ni luz de gas, ni telégrafos, ni billetes de banco. Una de las mesas que más llama la atención era a de un elegante pero pálido sujeto, vestido todo de blanco, desde el zapato de ante hasta el sombrero de paja; solo la corbata y un hermoso clavel sujeto en el ojal del chaquetón eran de color rojo subido. La amabilidad del propietario de esa mesa llegaba a punto almíbar, llamaba a todos los cabellos, “señoritos”; a todas las señoras, “bella dama”; a las señoritas, “mi ángel”; y a los niños, “preciosura”. Con estos piropos y por la comodidad de los precios, la mesa quedó desocupada antes de la una de la mañana y el afortunado comerciante, nuestro Lorenzito, se recogió contento y satisfecho de sus trabajos, aunque algo trabajado por las impertinencias de su ya crónica dolencia. Como esa industria era solo explotable dos veces al año, como el hambre no guarda los mismos periodos que las pascuas, y como en fin es preciso que el pan sea de cada día, a la industria consabida añadió Lorenzito la de hacer marcas y bordar plumillas, habilidades que hasta entonces no había desplegado ningún individuo del sexo de Caín, pero que en Lorenzito se desarrollaron con una inaudita brillantez. Volvió la boga y con ella volvieron la buena vida, aunque siempre algo amargada por la impertinente dolencia, las cenas, el cuarto elegante; y por segunda vez volvió a suceder lo que tenía que suceder, otra quiebra y, no tanto porque la industria no fuera siempre proficua, sino porque la dolencia arreció hasta convertirse en tormenta.
La plaza de Lima, hasta ahora poco años, ofrecía por las noches un aspecto alegre, bullicioso y pecaminoso. A ella concurrían todas esas ánimas que, como las del limbo, no tienen lugar determinado: muchas de esas ánimas estaban en ayunas a las nueve de la noche, bien que forradas en blancas y calurosas polleras. En uno de los bancos próximos a un puesto de cena, encuéntrase una mujer alta, pálida, envuelta en un pañuelón de colores y teniendo en la mano un pañuelo de hilo que continuamente lleva a la boca. Acércase a ella un caballero inglés quien, en el estilo correcto del que no sabe la lengua que habla, la convida a cenar; la dama se empeña en no hablar, el caballero insiste en sus ofrecimientos y, al fin, la dama acepta por señas. Digamos quién era ese caballero y después veremos quién era su dama. Tomando la calle de Plateros de San Agustín y torciendo para la de Plumereros, la tercera casa era, en la época a que hemos llevado al lector, el establecimiento del primer empresario de ferrocarriles entre Lima y Callao. Ese empresario se llamaba mister John Wilson; pero, como sobre la puerta de su establecimiento había un letrero que decía: “horses to let”, el público inteligente creía que su nombre era mister Horses. Este mister Horses era, en aquella noche, el galán de la dama vestida de blanco. Fuerza es decir, en obsequio a la justicia, que mister Wilson o mister Horses, si Ud. gusta, se manejó como verdadero gentleman y que la dama comió cuanto le pidió el gusto, habiendo tenido la habilidad de engullir sin descubrirse el rostro, a pesar de las reiteradas exigencias del noble inglés. La dama quiso aplicar el proverbio de “comida acabada, amistad deshecha”; pero no era así como lo entendía el súbdito de S.M.B.; al contrario, él pretendía estrechar más la amistad y, aunque la dama defendía heroicamente su virtud y rechazaba las proposiciones un poco avanzadas y deshonestas de su rubio apasionado, pareció al fin ceder y acompañar a este a su domicilio. Iba pensando interiormente en la manera de perder al inglés pero este, que no entendía de partidas de clérigos mulatos, la llevaba del brazo estrechándola de modo que no había escapatoria. Por fin, al llegar ya a la casa, la ninfa se para de firme, el galán insiste en que lo siga y ella, echándose atrás el pañuelón, deja ver una cabeza casi rapada y una cara escuálida algo afeminada pero no completamente de mujer. —Caballero, le dice, yo no soy mujer; soy un hombre desgraciado que hace dos días no he echado en mi estómago ni una hilacha; soy enfermizo y no puedo trabajar; por ver si conseguía cenar he tomado este disfraz; Ud. ha sido bastante generoso para proporcionarme los medios de no morir de inanición, séalo Ud. para perdonar el chasco que se ha llevado… El inglés se quedó como la estatua del Comendador. No dijo una palabra, pero levantando un garrote que le servía de apoyo, arrimó tal tunda a la supuesta mujer que la echó por tierra, medio muerta. La policía de Lima ha sido siempre de una irreprochable puntualidad para llegar tarde a los sitios en que fuera necesaria su presencia; así fue que, cuando a los gritos de socorro, se acercó al lugar de la tragedia, ya el inglés había desaparecido y su víctima yacía en el suelo sin sentido Encogido el cuerpo, y no sabiéndose su domicilio, fue conducido al hospital de Santa Ana. No había entonces en esa casa de misericordia hermanas negociantes en asaduras y criadillas, sino una señora a quien se titulaba la abadesa. Hizo que se llevaran el cuerpo a una sala y, al desnudar a la pobre apaleada, creyó ver que esta era… Dudó de lo que creía ver y, poniéndose las gafas y acercando la luz, se convenció de que esta mujer no era igual a las demás y que había razones para suponer un extravío de la naturaleza; persona más entendida que ella en esa materia, la barchilona de la sala declaró rotundamente que esa mujer era hombre y a la madrugada fue mandada al hospital de San Andrés. Nuestros lectores habrán adivinado que ese hombre-mujer era nuestro conocido Lorenzito. La abundante cena más la abundante garroteadura y los achaques de la dolencia crónica, siempre persistente, hicieron bajar a la huesa prematuramente a Lorenzito B… cuyos amigo, al darse la funesta nueva, se decían: “¡Ya murió la pobre Lorenzita!”. |