Lo prohibido : XX
Doy cuenta de la agravación de mis males
y del remedio que les aplico.
Gonzalo Torres

de Benito Pérez Galdós
Una mañana... ¡plaf! Raimundo. Caía sobre mí cuando menos le esperaba, y muy comúnmente cuando menos ganas tenía de oírle. Entró aquel día con cara risueña y un rollo de papeles en la mano. «Veremos por dónde la toma hoy -pensé-, aunque bien sé a dónde ha de ir a parar». Díjome que estaba muy mejorado de su reblandecimiento, que las palabras se le salían de la boca fáciles y correctas, sin que la lengua tuviera que hacer contorsiones, y que se sentía dispuesto, ágil y con el entendimiento lleno de claridad y hasta de inspiración.
«Hombre, ¡cuánto me alegro! -exclamé echando ojeadas de inquietud al rollo de papeles-. ¿Y qué traes ahí? ¿Esa es la obra de que me hablaste? ¿Has hecho algo en Asturias?
-¡Ah! no... aquello fue una tontería... un drama, una idea nueva... Hice dos o tres escenas; pero lo abandoné pronto. La cosa no salía. Después se me ocurrió esta gran obra.
Con sonrisa triunfal mostrome el rollo de papeles, que yo miré como se puede mirar el cañón de escopeta del cual ha de salir la bala que nos ha de herir.
«Algún dibujillo -indiqué deseando que acabase pronto, pues tenía que hacer-. Dispara, dispara de una vez.
Desenvolviendo lentamente el rollo, dijo:
«A ti solo te lo enseño, porque no quiero que se divulgue la idea. Me la podrían robar. Es muy original. Figúrate; esto se llama Mapa moral gráfico de España; va acompañado de una Memoria y su objeto es...
Cortó la frase para extender el papel sobre una mesa sujetándolo por los bordes con objetos de peso. Vi muy bien dibujado el contorno de nuestra Península, con indicaciones de cordilleras, ríos y ciudades. Los nombres de estas se hallaban encerrados dentro de círculos concéntricos de colores de muy diverso matiz.
«¿Qué demonios es esto?... El mapa está muy bien dibujado.
-Pues esto -afirmó con exaltación de artista-, es una representación gráfica del estado moral de nuestro país. La intensidad de los colores indica la intensidad de los vicios, y estos los he dividido en cinco grandes categorías: Inmoralidad matrimonial, adulterio, belenes; color rojo. Inmoralidad política y administrativa, ilegalidad, arbitrariedad, cohechos; color azul. Inmoralidad pecuniaria, usura, disipación; color amarillo. Inmoralidad física, embriaguez; verde. Inmoralidad religiosa, descreimiento; violeta... He recogido la mar de datos de tribunales, otros de la prensa... Ya ves que esta es una estadística nueva, cuyos elementos no se pueden buscar en los archivos; ello es cuestión de perspicacia, de conocimientos generales y de mucho mundo. Casi todas las apreciaciones son a ojo de buen cubero. En la Memoria desarrollo la idea, y justifico con razonamientos y con baterías de cifras lo que se expresa aquí en aros de varios colores. Echa una ojeada y te harás cargo, podrás ver de golpe la España moral, que, entre paréntesis, no es un país de cuákeros... Cuando esto se publique, y se publicará, ha de llamar mucho la atención que aparezca Madrid como el punto donde hay más moralidad en todos los órdenes. Y lo pruebo, lo pruebo, chico, como tres y dos son cinco. Pásmate; hasta en política lleva ventaja Madrid a las provincias, y las capitales de estas a las cabezas de partido. En la Memoria pruebo que los políticos de aquí, tan calumniados, son corderos en parangón de los caciques de pueblo, y que el ministro más concusionario es un ángel comparado con el secretario de Ayuntamiento de cualquiera de esas arcadias infernales que llamamos aldeas. El color rojo lo verás distribuido casi en partes iguales por toda la Península. Las provincias gallegas son las más favorecidas en todo, así como en inmoralidad física lleva la mejor parte Barcelona, donde apenas se conoce un borracho. El violeta más intenso lo verás en Madrid, eso sí; es donde hay menos beatos y donde menos se oye ese tin tin del reloj del fanatismo, que llaman golpes de pecho. He formado estadísticas de misas. Madrid da el promedio diario de una misa por cada trescientos veinte y cinco habitantes, mientras que León me da una misa por cada diez y seis. El tanto por ciento de mojigatos es en Madrid, cifra mínima, de dos y medio, mientras que en la Seo de Urgel salen cuarenta y siete carcas por cada cien personas.
Cuando a esto llegaba, se iba excitando tanto, que empezó a entorpecérsele la lengua, y a pronunciar mal ciertas sílabas. Echeme a reír, y sabiendo en lo que habían de parar aquellas misas, pensé cuánto le daría.
«Tú estás reblandecido -le dije-. Las cosas que a ti se te ocurren, ni al mismo Demonio se le ocurrirían... Otro día me explicarás mejor esa monserga. Y por de pronto...
Le miré como le miraba siempre que quería socorrerle. Él me comprendió al punto con aquella infalible perspicacia de mendigo, y enrollando con nerviosa presteza el cartel de nuestras miserias, se dejó decir:
«Es que... precisamente... Ahora viene lo principal, que es ponerlo en limpio, en vitela, con colores finos... Chico, tú vas a ser mi Mecenas. Te dedico la obra...
-No, no... hazme el favor de dedicársela a otro.
-Bueno, bueno, como quieras.
Hacía algún tiempo que yo había adoptado el sistema de negar y conceder alternativamente sus pedidos, es decir, que le daba una vez sí y otra no, y en los casos afirmativos, siempre le daba la mitad. Aquella vez no tocaba; pero, ya porque el mapa me hiciera gracia, ya porque me inspiró su destornillado autor más lástima que nunca, me di a partido y le puse en la mano un billete de dos mil reales. ¡Cómo se le alegraron los ojos y qué excitado y chispo se puso! Dándole a entender que me alegraría mucho de quedarme solo, y mostrándome poco deseoso de conocer hasta en sus menores detalles la gran obra de estadística moral, conseguí alejarle. Ocho días estuvo sin parecer por casa.
Una tarde me hallaba enteramente solo, entretenido en extraer las cartas-compromisos que debía pasar a las personas con quienes había hecho operaciones de 4 por 100 Perpetuo a voluntad, cuando sentí abrir quedamente la puerta de mi gabinete. Miré y vi asomar por el borde de la cortina el rostro de Camila. Diome un vuelco el corazón. Dejé la escritura, alegreme mucho... Mas por no sé qué ruidos que oí, pareciome que no venía sola.
«Buenos días, tísico -me dijo sin entrar y retirándose otra vez.
-¿Ha venido alguien contigo? ¿Ha entrado alguien? -le pregunté.
Y desde la sala gritó: «No, estoy sola».
Pero sentí algo que me inquietaba. Camila reapareció levantando la cortina, y entró al fin en mi gabinete. Mostraba cierta emoción.
«¿Pero qué escondites son esos? Tú no has venido sola.
-Es que -me dijo después de vacilar un rato-, tienes ahí una visita.
-Pues que pase -repliqué levantándome.
-Dice que no se atreve... Tiene vergüenza...
Me asomé a la puerta. Era Eloísa la que allí estaba. En el mismo instante en que la vi, Camila echó a correr y se subió a su casa.
Entró la otra al fin en mi gabinete, tan cohibida, tan turbada, que yo también me turbé. Durante un rato, no muy corto, estuvo delante de mí sin saber qué cara ponerme ni qué palabras dirigirme. La sonrisa y el llanto luchaban por prevalecer en la expresión de su cara. Por último, lloró sonriendo y me echó los brazos al cuello.
«Haces mal en estar enfadado conmigo -me dijo hociqueándome-. Yo siempre te quiero. No me he olvidado de ti ni un solo día.
Diéronme ganas, primero, de echarla de mi casa. Pero aquel catonismo se me representó luego como una crueldad injusta, pues yo, si no era peor que ella, tampoco era mejor. Fui indulgente, acordeme de aquello de la primera piedra, hícela sentar a mi lado, y hablamos. Noté que estaba vestida con extrema elegancia, de luto, y que se verificaba en ella, entonces como siempre, el fenómeno de conservar su tipo de señora española, a pesar de la asimilación de la moda parisiense. Eloísa adaptaba la moda a su manera de ser; era siempre la misma, y sabía imprimirse el sello de la distinción decente. Así había sido antes y así se había mantenido después, aun en épocas de gran desvarío; quiero decir, que nunca ha dejado de parecer dama la que nunca lo fue ni por las costumbres, ni por la superioridad de inteligencia, ni por esa elegancia espiritual que tan diferente es de las que trazan las tijeras de las modistas.
Quise mortificarla diciéndola lo contrario de lo que estaba pensando acerca de su cariz de señora española:
«Estás hecha una francesa.
Esto le supo muy mal. Levantose, mirose al espejo, y dando vueltas sobre sí misma para verse de espaldas, me dijo:
«¿Es verdad eso? Mira, lo sentiría mucho. Creo que te equivocas. No, no parezco una francesa. No me lo digas otra vez.
Sentándose de nuevo, prosiguió así:
«Ya estaba de París hasta la corona... He ido también a Lieja, a Spa, a Aix-la-Chapelle, y después a Colonia a ver la catedral, que es muy grande, pero muy grande. Si te he de decir toda la verdad, no me he divertido nada.
Inclinándose zalamera, apoyó su hombro sobre el mío; dejose ir hasta que su cabeza vino a apoyarse en la mía. Estos signos de reblandecimiento amoroso me desagradaron. En mí no despertaba ilusión, como no fuera ilusión momentánea, de las que sólo afectan a la superficie de nuestro ser. No quise alentar aquellos pujitos de cariño y permanecí como un leño. Irguiose ella de súbito, despechada, y pasándose el pañuelo por los ojos, me dijo:
«Sé que vas a subir al púlpito, a echarme los tiempos, a ponerme de vuelta y media... Suprime los sermones. Todo lo que tú pudieras decirme, lo sé; yo misma me lo he dicho, con palabras tuyas, sí, con palabras que me has enseñado a usar y que me parecía estar oyéndote... Sé que soy una mala mujer; pero qué quieres... el mundo, locuras, ambiciones, las cosas que se van enredando, enredando... Que hay muchas necesidades y poco dinero... Fue un remolino que me arrastró, fue lo que llaman los marinos un ciclón; di muchas vueltas, sin poder luchar con él. Con que ya estás enterado, y lo mejor es que te tragues la píldora y seamos amigos.
El efecto que me causaba era el de una infeliz hermosa, muy hermosa, sí, pero muy traída y llevada. Repugnábame unas veces; otras me bullían deseos de no ser tan insensible a sus carantoñas.
«¡Ah! -exclamé de pronto-, no me has dicho nada de lo único tuyo que me interesa. ¿Y tu hijo?
-Guapísimo; rabiando por verte, y preguntándome por ti. Mañana te lo mandaré para que le tengas aquí todo el día. Has dicho «lo único tuyo que me interesa...». ¡Qué ingrato eres! Pues yo... siempre acordándome de ti, siempre diciendo: «¿qué estará haciendo ahora?»... Ni qué tiene que ver el corazón con... lo demás.
-Estoy admirado de tus ideas. ¡Vaya, que tienes una manera de ver las cosas...! Lo que digo, estás hecha una parisiense... A mí no me vengas con historias...
-Y a mí no me llames tú parisiense; ya sé lo que quieres significar con esos motes. Esperaba de ti consideración por lo menos.
-La tendrás, aunque no sea sino por memoria de lo mucho que te he querido...
-¡Ah!... ¡tiempo pasado! -murmuró, retirando el cuerpo para mirarme en actitud un poquito teatral.
-¡Y tan pasado...!
-Mira, canalla -gritó con repentino calor, tirándome del pelo-, no me digas que no me quieres ya, porque te corto la cabeza.
-Estás tú a propósito para que yo te quiera -respondí, esforzándome en mostrarle menos desdén del que sentía-. Ciertas locuras no se hacen más que una vez en la vida.
Saliome a los labios una pregunta amarga y cortante; mas a la mitad de la frase, sentimientos de delicadeza me hicieron callar. No dije más que esto: «¿Y qué me cuentas de tu...?».
Ella comprendió que le preguntaba por Fúcar y se puso encendida. Su vergüenza despertó compasión en mi, y corté el concepto en el punto que he dicho. Inmutose la prójima un rato, y levantándose, dio varias vueltas por la habitación, como si quisiera enterarse de las novedades que había en ella. No quise mortificarla, y seguí la conversación en el terreno en que ella tácitamente la ponía.
«Dime, habrás traído de París maravillas.
-Algunas chucherías, poca cosa -replicó, mirándome otra vez y serenándose-. Ya lo verás. Quiero saber tu opinión. Algo he traído para ti.
-Gracias.
-Si no hay por qué dar gracias. Repito que todo lo he traído para que tú lo veas y digas si es bonito. Siempre que compraba algo, me decía: «¿le gustará esto?». Y cuando se me figuraba que no te había de gustar, ni regalado lo quería.
Empapándome entonces en moral, como esponja sumergida en un cubo de agua, en esa moral de librito de escuela que nos sirve de mucho para echar discursos y de muy poco para regular las acciones, le dije que no se acordara más del santo de mi nombre; que yo no pensaba poner los pies en su casa, etc. Ni un niño acabadito de salir del colegio con toda la Doctrina, el Juanito y el Fleury metidos en la cabeza se habría expresado mejor.
«Eso lo veremos -replicó Eloísa, en pie delante de mí-. Vamos, no hagas el honradito de comedia. Ven a mi casa, sin malicia, con buen fin, como un amigo, y te enseñaré mis compras de París. No te preparo ninguna emboscada... ¿Con que vendrás? Tú podrás hacer lo que quieras; pero si no vas a verme, vendré yo aquí, te marcaré, te perseguiré. ¿Serás capaz de echarme de tu casa?
-¡Quién sabe...!
-¿A que no? Todavía me atrevería yo a apostar una cosa.
-¿Qué?
-Vamos a ver; una apuesta... ¿A que te chiflas otra vez por mí?
-A que no.
-A que sí.
-Apuesto todo lo que quieras.
Ambos nos echamos a reír, y concluyó por besarme la mano, como hacen los chicos con los curas que encuentran en la calle.
«Quedamos en que mañana te mando a Rafael -me dijo, arreglándose la cabeza delante del espejo.
-Sí, tengo muchos deseos de verle.
-Vamos a ver, con franqueza. ¿Qué tal me encuentras?
-Según lo que quieras decir. Distingo.
-Sin distinciones.
-Te encuentro muy francesa -repetí, faltando a la verdad por molestarla.
-¡Dale!... Me enfada eso más que si me dijeras una mala palabra. Si quieres decir la mala palabra, suéltala, ten valor, ponme la cara como un tomate, pero no me insultes con rodeos.
-Como quiera que sea, estás hermosísima -declaré, mostrándome más sensible a sus pruebas de cariño-. Las locuras que yo hice las hacen otros; mejor dicho, otros harán locuras más locas... ¡Qué dramas leo en tu cara, hija, y también tragedias, que ahora están en borrador! Te voy a llamar Madame Catastrophe. ¡Pobrecito del que...! En fin, hemos de ver horrores.
-¡Ah! tengo que contarte -dijo, tras una explosión de risa-. Tengo que contarte. ¿Sabes que Pepito Trastamara está loco por mí y quiere casarse conmigo?
-Péscale, no seas tonta. Hazte cargo de que tienes por marido a un galguito o a un King Charles. Serás duquesa, y libre como el aire. Pero la cuestión de cuartos creo que no anda bien en esa casa. La Peri está liquidando lo poco que resta. Mucho ojo, Eloísa.
-¿Ves? sin querer te estás tomando interés por mí; me estás dando consejos -replicó con mucha monería-. Si no puedes, hombre, si no puedes desligarte de mí; si te intereso sin que lo eches de ver... ¿Con que no me conviene Pepito Trastamara?... ¿Y ser duquesa? Pepito heredará al marqués de Armada-Invencible; fíjate en esto.
-También Manolo Armada-Invencible está a la cuarta pregunta. No tienes idea de lo arrancada que anda la aristocracia. Pídele detalles a tu cuñado Cristóbal Medina, que le lleva las cuentas al céntimo.
-Voy creyendo, como mi hermano Raimundo, que aquí no hay más que mil duros, que un día los tiene este y después el otro...
-Ni más ni menos. Te profetizo que pasarás las de Caín. Hay poco dinero.
-Y muchos a gastar, lo sé.
Seguimos hablando de esto festivamente, riéndonos mucho, y procurando yo esquivar los recuerdos, que a cada paso hacía ella, de nuestros pasados delirios. Por fin se fue, asegurando que nos volveríamos a ver pronto en su casa o en la mía. Su hermosura, que realmente era para deslumbrar al más pintado, no despertaba en mí sentimiento alguno de cariño; sólo inquietaba mi superficie dejándome en paz el fondo.
El día siguiente lo pasé muy entretenido con Rafaelito. Era un niño preciosísimo, angelical, que o nada sabía de travesuras o no las hacía delante de mí por el respeto que yo le inspiraba. Su media lengua me encantaba, y su cortedad de genio me le hacía más interesante. Era muy formalito, y se pegaba, se cosía a mi persona, no dejándome a sol ni a sombra. Cuando le sentaba sobre mis rodillas para acariciarle, me pasaba la mano por la cara, tocándome con veneración, cual si quisiera cerciorarse de que yo era una persona viva y no imagen figurada por su deseo. Si entrábamos en conversación, iba soltando por grados su media lengua graciosa, dábame cuenta de los juguetes que tenía y de los que esperaba tener. Su manía entonces eran los globos. Si yo cogía un lápiz en la mano pedíame que le pintara globos; quería hacerlos con el pañuelo, con un papel, y se le figuraba que la cosa más estupenda del mundo era andar por el aire colgado de una bola que sube. Había visto en París un aeronauta, y tal espectáculo se le estampó en el alma. Hícele varias preguntas capciosas por ver si tenía alguna idea respecto a Fúcar, pero nada pude sacarle; sin duda Eloísa le había mantenido a distancia del marqués, porque el niño sólo tenía nociones confusas de aquel humano globo.
A donde quiera que yo iba por la casa me seguía Rafael. Se agarraba a mi mano y no quería jugar solo; no se divertía sin mí. En las mesas y credencias de mi gabinete había varios cachivaches de porcelana, entre ellos perritos, gatos, muñecos... Rafael les miraba con cada ojo como un puño; pero no se atrevía a cogerlos, ni siquiera a tocarlos con la yema del dedo índice. Yo le permití que jugara con aquellas baratijas, y él las cogía con más veneración que el sacerdote la hostia. Cuando yo envolvía en papeles los perros y gatos uno por uno para que se los llevara, la emoción no le dejaba respirar. Al abrazarle, noté que su corazón palpitaba como si se quisiera romper.
Por la tarde, muy a disgusto suyo, le mandé a su casa con Evaristo, que le había traído. Despedíase de mí con resignación, preguntándome si su mamá le dejaría volver otro día. En los siguientes, Eloísa no cesaba de mandarme recados informándose de mi salud, que no era buena, y con los recados solían ir cartitas rogándome que pasara a su casa. Viendo que yo no me daba a partido, fue ella misma a verme varias tardes. Por fin, una mañana me envió con el pequeñuelo una cartita diciendo que estaba mala y deseaba «verme a todo trance». Bien comprendí que lo de la enfermedad era un ardid; pero las flaquezas propias de la naturaleza humana en general y de la mía en particular me impulsaron a acudir a la cita. Toda aquella moral mía se la llevó la trampa.
Y no sólo fui aquel día sino otro y otros. La prójima parecía quererme como antaño; mas yo no veía en ella sino un pasatiempo, un entretenimiento breve, que endulzaba algunos instantes de mi vida amarga; y mientras más caía en aquellas embriagueces fugaces, sin interés alguno espiritual, mayor y más alta era la idealidad de mi pasión por Camila. Aquella loca afición no correspondida se alambicaba y se extendía, cogiéndome todo el ánimo y la vida toda, en la cual era un estado permanente. Sentía desarrollarse en mí dotes poéticas, inspiración fluida y crónica a estilo de la del Petrarca, porque a todas horas me sugería pasatiempos sutiles, de los cuales podrían salir sonetos a poco que me ayudase la retórica. Camila no se me apartaba del magín ni un solo rato, y tanto más presente la tenía cuanto más cerca de Eloísa estaba, o si se quiere, en el mayor grado de proximidad posible. La idea de que eran hermanas me cosquilleaba en la mente, violentando la fantasía para que llegase a la figuración de que eran una misma persona. ¡Y sin embargo, cuán distintas! El aire de familia me engañaba tan sólo breves momentos.
Si he de decir verdad, me agradaba el poquito de misterio y reserva que era forzoso emplear en mis entrevistas con Eloísa. Sin esta salsa, quizás aquellas crasitudes dulzonas y sin temple me habrían empalagado más pronto. Quiquina y Evaristo me introducían con muchos tapujos. Nunca menté a Fúcar, porque conocí que le repugnaba nombrarle. Pero un día en que hablábamos de las precauciones tomadas para aquellas entrevistas, se puso rabiosa, y señalando con el dedo índice la parte más alta de su cabello en desorden, se dejó decir:
«Estoy... de viejo pintado hasta... aquí.
No quiero pasar en silencio el cariño, el entusiasmo con que me enseñaba lo que había traído de París. En piezas de Choisy-le-Roi y de Barbotine tenía maravillas, jarrones inmensos sobre columnas, un grifo con una cartela enroscada que daba el opio, y mil chucherías de todos tamaños, en tal número, que apenas había ya en la casa sitio donde ponerlas. Enseñome también ricos encajes de Malinas, Bruselas y Alenzón, comprados por ella misma a las Beguinas de Gante, y otras mil cosas. No cesaba de preguntarme: «¿te gusta?» y si respondía que sí poníase muy alegre. En aquella época jamás me pidió dinero, ni lo necesitaba. (¡Pobres fumadores!) Por el contrario, advertía yo en ella un tácito deseo de que se le presentase ocasión de sacarme de un apuro. Un día, no sé si de los últimos de Octubre o Noviembre, que me oyó hablar de ciertas dificultades para la liquidación, sacome una cajita llena de billetes de Banco, de la cual aparté con horror la vista.
Acerca de ella corrían mil versiones infamantes. En París había desplumado a un francés, dando un lindo esquinazo a aquel esperpento de Fúcar; en Madrid mismo, sus favores habían recaído sucesivamente en un malagueño rico, de apellido inglés, en un ex-ministro y célebre abogado. Todo esto era falso y prematuro, puedo decirlo en honor suyo, relativo, sin temor de equivocarme. La calumnia, que más tarde dejaría de serlo, la perseguía por adelantado, como persigue a todos los que se portan mal, resultando que hay en ella un fondo de justicia. Reaparecieron los jueves, en los cuales había más confianza que durante mi reinado. Díjome el Saca-mantecas que se jugaba descaradamente. No iba ninguna señora, ni aun la de San Salomó, que era persona de manga muy ancha. Quiquina y Mr. Petit volvieron a la casa, y nuevos criados, y las mismas costumbres irregulares del año anterior.
Sabía Eloísa, eso sí, tomar en público los aires de una señora distinguidísima; y, lo que es más raro, conservaba parte no pequeña de sus relaciones; hacía visitas, iba a misa, era saludada por lo más selecto de Madrid. Oyéndola hablar, cualquier incauto la habría creído el espejo de las viudas. Parecía que no rompía un plato. Afanábase por la educación de su hijo, y le había puesto un aya francesa, de quien me dijo Evaristo que era más fea que el hambre. Su solicitud materna era quizás lo único que yo podía estimar en la prójima; pues por todo lo demás, sólo me inspiraba lo que es propio de las prójimas, lástima, interés nominal y desdén efectivo.
De la propia crudeza de mis males físicos y morales, brotó súbitamente la idea del remedio. Así es la Naturaleza, genuinamente reparadora y medicatriz. La idea que me abrió horizontes de salud fue la idea del trabajo. «Si yo tuviera un escritorio, como lo tenía en Jerez, y además mis viñas y mis bodegas, estaría muy entretenido todo el año, y no pensaría las mil locuras que ahora pienso, tendría salud y buen humor». Así me hablaba una mañana, y tras la idea vino la resolución de practicarla. ¿Pero en qué trabajaría? Ocurriéronme de pronto varias clases de ocupaciones comerciales, de las cuales me había hablado la noche anterior Jacinto María Villalonga. Él traía no sé qué belenes en Fomento. Había tirado ediciones sin fin de libritos agrícolas para que el Estado los hiciera comprar a los Ayuntamientos. Se presentaba a todas las subastas, ya fueran de carreteras, ya de obras de reforma en los Museos, bien de impresión de Memorias o de los revocos que constantemente se están haciendo en el vetusto edificio de la Trinidad. Luego Villalonga cedía el negocio con prima, si había quien se lo tomase. Pero con esto y otros muchos enredijos que en el Ministerio traía, y por los cuales le vi sacar muy a menudo libramientos y órdenes de pago, nunca salía de trampas. Tan arruinado y lleno de líos estaba, que sin duda por sus desordenados gastos y vicios, no había mes que no necesitase dinero. A mí me debía más de ocho mil duros, y esta deuda empezaba a inquietarme.
Los negocios de que me habló y que me interesaron eran más amplios que sus oscuros manejos burocráticos: «Traer trigo de los Estados Unidos y establecer un depósito en Barcelona; instalar máquinas para el descascarado del arroz de la India, obteniendo previamente del Gobierno la admisión temporal; llevar los vinos de la Rioja directamente a París por la vía de Rouen, y a Bélgica por la de Amberes...». Esto me parecía bien, sobre todo el negocio de vinos, en el cual algo y aun algos se me alcanzaba a mí.
Levanteme una mañana dispuesto a hacer un viaje a Haro y dar una vuelta por El Ciego, Casalarreina, Cenicero, Cuzcurrita y demás centros de producción... Pero esto era meterme en faenas penosas. Nada, nada, más valía que, quietecito en Madrid, buscara un modo de trabajar. El negocio de banca con Londres y París me seducía; pero está muy acaparado. Hablando con mi tío, este me hizo ver que el estado de la Bolsa era muy a propósito para zamparse en ella hasta la cintura. La persistente baja, motivada por los sucesos de Badajoz y el azoramiento de los tenedores extranjeros, convidaba a meterse en danza, teniendo serenidad y empuje.
Pues decidido. Pensando en esto, activáronse mis fuerzas y recobré la alegría. Por el trabajo, que trabajo era y de los buenos, obtendría yo dos beneficios: evitar los males que causa la holganza y restablecer mi fortuna en su primitiva integridad. Desde el día siguiente me puse al habla con mi amigote Gonzalo Torres, de quien he hablado antes un poco. Ahora tengo que hablar mucho de él, pues bien lo merece este tipo esencialmente madrileño, el más madrileño quizás que encontré en los años que en la Corte estuve. Aquel gato se había enriquecido en pocos años con atrevidos agios; tenía coche, estaba edificando una casa magnífica en la Ronda de Recoletos, y vivía muy bien, sin gran boato externo. Su facha era ordinaria, su estatura menos que mediana; la nariz pequeña y los ojos enormes, huevudos, con ceja muy negra. Presumía de guapo, y miraba a todas las mujeres que encontraba en la calle como perdonándoles la injusticia de que no le miraban a él. En este terreno era insufrible. Cuando le daba por relatar sus conquistas, no se le podía oír, porque decía muchas mentiras, revelando un pesimismo depravado. Ninguna a quien él había puesto los puntos, había dejado de caer. No es por tanto de extrañar que llegara mi hombre a adquirir, por su propia experiencia, el convencimiento de que todas eran unas... tales.
En el terreno de los negocios sí que me gustaba oírle. Allí se descubría el hombre tal como era, con sus lados malos y sus lados buenos, el español agudo, vividor, de trastienda, que se mete por el ojo de una aguja y va en pos de su interés saltando por encima de cuanto se le opone, tipo perfecto del que no ve en la humana vida más ideal que hacer dinero, y hacia él marcha con los ojos cerrados, digo, abiertos y bien abiertos. Nos veíamos muy a menudo en mi casa y en Bolsa; a veces almorzábamos juntos, y me contaba diferentes episodios de su vida. Esta me pareció digna de estudio, como ejemplo de constancia y temeridad, de desvergüenza por una parte, de tesón por otra. Según me dijo, había pasado su niñez en un comercio de la calle de la Montera midiendo percales y bayetas, soñando siempre con ser rico y despreciando a su principal, un hombre apocado que tomaba el género en los almacenes de la plazuela de Pontejos para revenderlos, siempre con miseria y apuros y sudando la gota gorda en cada vencimiento. Contaba Torres que él, confinado en su mostrador, tenía los ojos del espíritu fijos constantemente en los célebres banqueros Urquijo y Ortueta, que vivían en la misma calle; y tenía cuidado de que no se le escaparan cuando pasaban por delante de la puerta de su tienda en hora determinada para ir a la Bolsa, o de regreso de ella. Ninguno de los dos tenía coche. Aquellos hombres eran sus ideales; ser como ellos su ambición. A veces poníase a mirar desde la calle a las ventanas de los respectivos escritorios, y soñaba con verse en local semejante, escribiendo facturas, firmando letras, cortando cupones; echándose después gravemente a la calle para ir a la Bolsa y rompiendo a codazo limpio las manadas de transeúntes.
Regañole un día su principal, y se plantó en la calle. Como no tenía una peseta, pasaba mil agonías para vivir. Todos los días, cualesquiera que fuesen sus ocupaciones, pasaba por la calle de la Montera dos o tres veces, y si encontraba a Urquijo o a Ortueta se quitaba el sombrero y hacía una reverencia como si pasara el Viático. Tuvo que dedicarse a viajante de comercio para poder vivir; recorrió toda España en segunda, con muestras de chocolate de la Colonial, zapatos de Soldevilla y otros muchos artículos. Pero sus ganancias eran escasas, y se fijó en Madrid, al amparo de Mompous, que le daba algunos corretajes de venta y compra de terrenos. Sin que lo supiera Mompous, se asoció a un tal Torquemada, que hacía préstamos con usura. Torres buscaba víctimas, y las descueraban entre los dos. Hacían pingües negocios, facilitando dinero secretamente a las señoras que gastan más de lo que les dan sus maridos para trapos; y con la amenaza del escándalo, las ponían en el disparadero y las desplumaban. Bien relacionado el tal Torres con muchos tenderos de Madrid, se hacía cargo, mediante una prima de cincuenta por ciento, de realizar los créditos incobrables. Él apandaba las cuentas que habían ido cien veces a casa del deudor, encontrándose siempre con cara de palo, y previo el endoso del crédito en virtud de una ficción legal en que él (Torres) pasaba por inglés del tendero, se ponía en combinación con Torquemada, que era curial y tocaba pito en todos los juzgados, y apretando a la víctima con citaciones y embargos, por fin la hacían vomitar en conjunto o a plazos lo que debía.
Con estas socaliñas empezó a reunir su capital. Por una serie de trapisondas y de enredos que serían largos de contar, Torquemada y Torres se adjudicaron una carnicería, propiedad de un deudor insolvente. La cosa no habría tenido lances si a Torquemada no se le hubiera ocurrido que tras aquel negocio, podía emprender el de suministro de carne y caldo para los enfermos del Hospital provincial. Puso la puntería en la Diputación, y aquel año hubo locas ganancias. Los moribundos les hicieron a ellos el caldo gordo.
Pero los parroquianos insolventes eran la pesadilla de entrambos. Había entre estos un respetable sujeto, cesante, ex-director, que tenía una familia numerosa y anémica, a la cual recetaban los médicos carne a la inglesa, o lo que es lo mismo, cruda. Consumían mucho, pero no pagaban jamás, y la cuenta crecía como espuma. Cuando pasó de mil reales y trataron de hacerla efectiva, vieron que la casa del señor aquel era un abismo sin fondo. Al huevero se le debían dos mil reales, al de ultramarinos seis mil y al carbonero unos mil y pico. El del pan cogía el cielo con las manos; y congregados todos un día en la puerta de la casa, armaron una chamusquina de todos los demonios. Lo que decía el señor aquel, ex-director y caballero gran cruz de Carlos III: «Más le valía no haber nacido». Puestos todos los ingleses de acuerdo, quisieron hacer un Trafalgar en la infeliz familia, pero nada lograron. La familia insolvente y carnívora cambió de domicilio, dejando a los acreedores con dos palmos de narices. Sólo Torres, que era más listo que el huevero, el tendero y el carbonero juntos, olfateó el rastro, metió la cabeza, amenazó, y valiéndose de mil trazas ingeniosas, ya que no pudo sacar dinero, puesto que no lo había, obtuvo, en pago de la carne, un piano. Era el dulce instrumento en que tecleaba una de las niñas anémicas. Torres cargó con su presa y...
«De esta adquisición inesperada -me dijo-, arranca el negocio de alquiler y compostura de pianos que tuve durante tres años y medio. ¡Cómo se enlazan las cosas de la vida! De carnicero a músico. Torquemada siguió con el arbitrio de carnes, y yo acaparé el de almacén de pianos. Llegué a tener más de trescientas matracas, que alquilaba por tres, cuatro o cinco duros al mes a las alumnas del Conservatorio que soñaban con ser la Patti; a los compositores jóvenes que se creían unos Meyerbes, y para hacer boca, pergeñaban una zarzuelita; a las familias honradas y buenas parroquianas que querían educar a las pollas para señoritas finas, aunque al fin y a la postre vinieran a parar, como todas, en ser unas... tales.
Luego proseguía contándome cómo, al fin, reunidos unos seis mil duros, dejó los pianos para meterse de hoz y coz en la Bolsa, que era su ideal, por suponerse con aptitud nativa para el tráfico de papel. A los ocho días, ya sabía tanto como los viejos; adquirió pronto el golpe de vista, la audacia serena y el don de abarcar rápidamente las operaciones más complejas. Su éxito fue grande. Empezó el 73, cuando la renuncia de D. Amadeo, y las bajas considerables en los años de guerra civil le pusieron en las nubes. Era pesimista incorregible. Para él la campaña iba siempre mal, y los carlistas daban cada golpe que cantaba el misterio. Aquellos mismos seres venerables a quienes tenía por semi-divinos, Urquijo y Ortueta, los banqueros de la calle de la Montera, fueron sus amigos, y tan iguales a él que le daban ganas de tutearles. El 77 era ya el espanta-pájaros de la Bolsa. Todos observaban lo que él hacía para seguirle la correa. Recibía diariamente despachos telegráficos cifrados de sus agentes de Londres y París, para jugar en combinación con aquellas plazas.
«Y aquí me tiene usted -añadía-; hoy soy rico, pero me gusta vivir a la pata la llana, y si tengo carruaje, no es porque me haga falta, que yo gusto de andar en el caballo de San Francisco; únicamente lo uso para que esos brutos de la Bolsa me lo vean, y para que mi señora se pasee.
Oí decir que la señora de Torres fue criada de servicio, y que no sabía leer ni escribir; mejor dicho, que había adquirido con maestro estas indispensables enseñanzas después que la fortuna de su marido le dio títulos y fuero de persona decente. Yo la conocí más adelante en casa de María Juana, y me pareció una mujer excelente, modesta y sencilla. Moralmente valía más que su marido, y en figura le llevaba también no poca ventaja.
Pues bien, este Torres fue mi iniciador en aquella vida de trabajo bursátil. Lo primero que hice al meterme en danzas con él, fue ponerle los puntos sobre las íes. Yo no haría ninguna operación grande ni chica sino con intervención de un agente colegiado, porque no quería meterme en aventuras peligrosas. Torres operaba en grande con un desparpajo que me pasmaba, comprando y vendiendo a fin de mes, por sí y ante sí, sin ninguna seguridad legal, sumas fabulosas. Yo, por el contrario, resuelto a andar con pies de plomo por terreno tan peligroso, daba y tomaba mis dobles, compraba y vendía en voluntad o a fin de mes, siempre con la garantía de la publicación y de la firma del agente en la póliza, el cual agente era persona de respetabilidad, amigo de mi tío. Torres era muy listo, pero a mí no me faltaba trastienda para aquel negocio, y en todo Diciembre, así como en Enero y Febrero del año siguiente, vi coronados mis esfuerzos con éxitos no despreciables. Así me satisfacían más, teniendo por mejor sistema aquel tole tole, que los atropellos en que se metía el hortera y carnicero y músico y bolsista Gonzalo Torres.
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XIX XX XXI