Lo prohibido : XVIII
De los diferentes procedimientos
usados por los madrileños para salir a veranear

de Benito Pérez Galdós
Estaba yo en la firme creencia de que Eloísa se presentaría en mi casa a pedirme perdón y a buscar las paces conmigo. Sin mi ayuda su ruina era inmediata. Pero no acerté por aquella vez. Pasaban días, y la viuda no iba a verme. Dos o tres veces, en la calle, la vi pasar en su carruaje, y su mirada dulce y amistosa me decía que no sólo no me guardaba rencor, sino que deseaba una reconciliación. Pero yo quería evitarla a todo trance, impulsado por dos fuerzas igualmente poderosas, el hastío de ella y el temor de que acabara de arruinarme. Huía de todos los sitios donde pudiera encontrarla, pues si me venía con lagrimitas era muy de temer que la delicadeza y la compasión torciesen mi firme propósito.
Ya se acercaba el verano, y yo tenía curiosidad de ver cómo se las arreglaba Eloísa para hacer aquel año su excursión de costumbre; pues de una manera u otra, empeñando sus muebles o vendiendo sus alhajas, ella no se había de quedar en Madrid. Lo que entonces pasó causome viva pena, sin que la pudiera calmar apelando a mi razón. Súpelo por un amigo oficioso, el que designé antes por El Saca-mantecas, por no decir su verdadero nombre. Aquel condenado fue a verme una mañana, y se convidó a almorzar conmigo so pretexto de hablarme de un asunto que tenía en Fomento, aguardando la resolución del Ministro. Pero su verdadero objeto era llevarme un cuento, un cuento horrible que adiviné desde las primeras reticencias con que lo anunció. Tenía aquel hombre el entusiasmo de la difamación, y sin embargo, lo que me iba a decir era no sólo verosímil sino verdadero, y las palabras del infame arrojaban de cada sílaba destellos de verdad. En mi conciencia estaban las pruebas auténticas de aquella delación, y yo no tenía que hacer esfuerzo alguno para admitirla como el Evangelio. No se valió El Saca-mantecas de parábolas, sino que de buenas a primeras me dijo:
«Mucho dinero tiene Fúcar, querido; pero como se descuide, se quedará por puertas... En buenas manos ha caído... Supongo que estará usted al tanto de lo que pasa y que esta observación no es un trabucazo a boca de jarro.
-Enterado, enterado... -dije con no sé qué niebla parda delante de mis ojos.
Yo no había oído nada, no lo sabía, en el rigor de la palabra; pero lo sospechaba; tenía de ello un presagio muy vivo, equivalente en mi espíritu a la certidumbre del suceso. Entrome entonces fuerte curiosidad de saber más, y fingiendo estar enterado de lo esencial, hice por sacarle más concretos informes.
«Esto no lo sabemos todavía en Madrid más que los íntimos, usted, yo, dos o tres más -añadió-; pero cundirá pronto, cundirá. Hasta ayer tenía yo mis dudas. Lo sospechaba por ciertos síntomas. Como no me gusta que me escarben dentro las dudas, me fui a ver a Fúcar... Yo soy así, me agrada beber en los manantiales. Encareme con él y le puse los puntos sobre las íes. «A ver, D. Pedro, ¿es cierto?». El se echó a reír, y me dijo que como las cosas caen del lado a que se inclinan... En fin, que hay tales carneros. No crea usted, Fúcar, en su depravación, es hombre muy práctico. Me dijo que no piensa hacer locuras más que hasta cierto punto, que gastará con su cuenta y razón, en una palabra, que va muy prevenido, por conocer las mañas de la prójima.
Irritome que aquel tipo hablara de Eloísa con tanta desconsideración. Sospechando por un instante que la calumniaba, pensé poner correctivo a la calumnia; pero algo clamaba dentro de mí apoyando el aserto, y me callé. Era verdad, era verdad. La tremenda lógica de la fragilidad humana lo escribía en letras de fuego en mi cerebro. Lo que me causaba extrañeza era sentirme contrariado, lastimado, herido por la noticia. ¿Qué me importaba a mí la conducta de aquella prójima, si yo no la quería ya...? No sé si era despecho, o injuria del amor propio lo que yo sentía; pero fuera lo que fuese, me mortificaba bastante. Al propio tiempo me dolía ver en el camino de la degradación a la que me fue tan cara, y alguna parte debieron tener también en mi pena los remordimientos por haberla puesto yo en semejante sendero.
Pero disimulé y supe afectar indiferencia o el interés superficial que es propio, entre caballeros, de las relaciones mujeriles entabladas por la tarde, a la mañana rotas. Creo que me reí, que declaré no tener con ella ya ningún trato; y el maldito Saca-mantecas se entusiasmó tanto con esto hacia la mitad aproximadamente del almuerzo, que dijo más, mucho más... Su lengua era como el hierro afilado de un cepillo de carpintero, y pasando sobre mí me sacaba virutas de carne del corazón.
«Es monísima, pero no se harta nunca de dinero. Como usted no va allá por las noches, no sabe que ha puesto mesas de monte. La otra noche decía con terror: «Si José María viera esto, me pegaría». Los tresillistas le teníamos un miedo de mil demonios. Pregúntele usted a Cícero y a Carlos Chapa. Es de las que dicen: «cobra y no pagues, que somos mortales...».
¡Qué trabajo me costó disimular mi rabia! Pero con cabezadas, ya que no con palabras, daba yo a entender que todo lo sabía, que todo aquello era historia vieja.
«Es monísima -volvió a decir el Saca-mantecas echando una ojeada a las paredes por ver si hallaba un espejo en que mirarse-... pero ¡ay del que caiga en sus garras!... Cuando está tronada se queja mucho de tener la pluma en la garganta. Sí, querido, sí; en ciertas mujeres esos estados nerviosos no son más que anemia de bolsillo... Al principio me pareció que la consabida no era como todas. Pero sí, querido, sí; es como todas. Gracias que lo tomamos con calma, y nos quedamos tan frescos cuando un Fúcar nos desbanca.
El miserable, en su vanidad ridícula, quería presentarse también como víctima. Se preciaba de haber recibido favores de Eloísa; pero esto era una falsedad, de que yo no tenía, no podía tener duda alguna. Aquella era la ocasión de haberle soltado cuatro frescas; pero si lo hubiera hecho, habría entregado la carta y denunciado mi despecho. Preferí contenerme con violentísimos esfuerzos, y dejarme cepillar, cepillar.
«No he conocido mujer de más imaginación -prosiguió-, para discurrir modos de gastar. Ella es persona de gusto, eso sí, querido, sí... pero con nada se conforma. La otra noche le alabamos su casa, ¡y nos puso una carita de ascos...! Se lamentó de no tener más que porquerías; de que todos sus muebles, sus porcelanas y bronces son industriales; de que se encuentran idénticos en todas las tiendas y en las casas de Fulano y Zutano; de que no posee cosas de verdadero mérito ni de verdadero chic. «Este lujo al alcance de todas las fortunas -nos dijo-, me carga; esto de que no pueda usted tener nada que no tengan los demás, me aburre. A veces me dan ganas de coger un palo y empezar a romper cacharros...». Le ponderamos sus cuadros modernos... ¡Pero si se cansa de todo...! Tiene la pretensión de vender estos lienzos parara comprar Velázquez y Rembrandts. Hipa por lo grande esta prójima. Cuando se pone triste, dice: «Aquí no hay más que pobretería, imitación». En fin, que quiere más, más todavía. Siempre que se habla de casas, para ella no hay más que la de Fernán Núñez. Es su ilusión. Asegura que se pone mala cuando la ve, y que sueña con tener aquella estufa, el Otelo, las latanias plantadas en el suelo, la escalera de nogal, la galería, los cuadros y tapices, la montura de Almanzor y la Flora de Casado. Patrañas, querido. Estas mujeres son el diablo con nervios. A nosotros no nos cogen ya, ¿verdad? Somos perros viejos. ¡Qué Madrid este! Todo es una figuración. Vaya usted entre bastidores si quiere ver cosas buenas. La mayoría de las casas en que dan fiestas están devoradas por los prestamistas. En otras no se come más que el día en que hay convidados. Los cocineros son los que hacen su agosto. Un detalle que sé por Mr. Petit: El cocinero de Eloísa, en el tiempo de los célebres jueves, sacó más de seis mil duros. Se ha establecido. Ha tomado la fonda de los baños de Guetaria. ¡Así prospera la industria! En cambio, cuando usted implantó las economías en casa de Carrillo, los criados se marcharon porque no les daban de comer.
-Eso sí que es falso -dije, sin poderme contener-. ¡Hambre! eso no lo ha habido allí nunca.
-Perdone usted, querido -replicó muy serio-; me lo ha contado Quiquina.
-¿Esa italiana...?
-Una mujer deliciosa... Cuando la despidió Eloísa, se fue con la Peri... ¿Sabe usted quién es la Peri? Esa que Pepito Trastamara recogió en Eslava. Mujer hermosísima, pero muy animal. Trastamara la llevó a París para desasnarla; ¡pero quia! Siempre tan cerril. Dice que le gustan los merecotones en vino. Dice también que su padre murió de una heroísma. Come con los dedos, y hace mil groserías. Pero Pepito y sus amigotes están muy entusiasmados con ella, y sostienen que es la primera medio-mundana que hemos tenido. Se precian ellos de la incubación del tipo. La verdad es que son unos pobres mamarrachos. Yo me divierto con ellos. Pues bien; Quiquina se refugió en casa de la Peri. Allí nos ha contado intimidades de Eloísa... No, no ponga usted esa cara feroz; no ha sido nada de infidelidades. Cosas de los apurillos de la señora, de sus trazas para procurarse dinero. A Quiquina le hizo sacar del Monte sus ahorros, y aún no se los ha devuelto. Nos hablaba también del pobre Carrillo, ¡que le quería a usted tanto!, de las carantoñas que le hacía su mujer, con otros mil detalles graciosos.
Yo no podía aguantar más. Aquello colmaba el vaso. Las confidencias del Saca-mantecas me revolvían de tal modo el estómago, que poco me faltaba para vomitar el almuerzo. Supliqué que variara la conversación, y él se echó a reír. Empecé a encolerizarme; se me subió la mostaza a la nariz... Por fortuna, entró Jacinto María Villalonga, y se volvió la hoja. Los tres debíamos ir juntos al Ministerio de Fomento, y tomamos café a prisa.
Y en la Trinidad, ocupándome de lo que no me importaba, no podía apartar de mi mente las virutas que me había sacado aquel cepillador, las cuales subían enroscándose desde mi corazón a mi cerebro. Lo que íbamos a solicitar era que el Ministerio le comprara al Saca-mantecas unos papeles o pergaminos viejos que, al decir de un informe académico, interesaban grandemente a la historia patria. Con estos auxilios oficiales trampeaba mi amigo. Tiempo hacía que chupaba del Estado en una u otra forma, ya socolor de comisiones en el extranjero, para estudiar cualquier cosa de que él entendía tanto como de afeitar ranas, ya con el aquel de las excavaciones arqueológicas que se hacían en una finca suya, allá por donde Cristo dio las tres voces.
El Ministro nos recibió a los tres con toda la cordialidad de su temperamento andaluz y maleante. Era un hombre de palabras flamencas y de pensamientos elevados, iniciador de más osadía que perseverancia. Aquel día estaba de buenas. Después de ponerse a nuestras órdenes, añadiendo que nos daría el copón si se lo pedíamos, llevome aparte y me dijo mil perrerías. Yo era un acá y un allá. Cuando se desvergonzaba en broma, me parecía un gran talento que necesita abonarse constantemente con palabras estercolosas, todas las materias de lenguaje en descomposición que manchan, apestan y fecundan. Por fin, en términos comedidos, me reprendió amistosamente por mi apatía política. Yo no me cuidaba de nada; no hacía caso de las quejas de mis electores, y estos tenían que valerse de otros diputados para impetrar el favor oficial. Yo era, en suma, un padrastro de la patria. Contestele que dejaría gustoso un cargo que me aburría soberanamente. Insistí mucho en esto de mi fastidio político; pero durante aquella misma conversación, en que intervino también Villalonga, se posesionó de mí una idea. Quizás me convenía variar de conducta, mirar a la política con ojos más amantes, pues con ayuda de este útil instrumento, podía ir reparando mi agrietada fortuna. Salí de la Trinidad, dejando al Saca-mantecas con Villalonga en la habilitación. Deseaba averiguar a todo trance por qué capítulo cobraría, y cuándo le daban el libramento, pues le hacía mucha falta.
Lo mismo fue verme solo en la calle, que volver a pensar en Eloísa. Las virutas se enroscaban más... No sé si aquella mujer me inspiraba compasión tan sólo, o un sentimiento de despecho y envidia, que podría considerarse como reincidencia de la antigua pasión. Lo que había dicho el Saca-mantecas me hería en lo vivo, y ansiaba tener la evidencia de ello. Al instante me acordé de Evaristo, mi criado antiguo, aquel perro fiel que yo había colocado en casa de Carrillo. Hícele venir a mi casa, y me contó cosas que me sacaron los colores a la cara. Tuve que mandarle callar. Cuando me quedé solo, estaba nerviosísimo, me zumbaban horriblemente los oídos. Pasé una noche muy aburrida, porque Camila y su esposo fueron al teatro, y no tuve con quién entretener la velada. Me cansaba el teatro, me fastidiaba la sociedad. «Mañana -pensé-, o voy a casa de esa... a decirle cuatro cosas, o reviento». No tenía derecho a pedirle cuentas de su conducta; pero se las pedía porque sí, porque me daba la gana, porque aquel Fúcar se me había atragantado, y eso de que bebiera en la copa que yo bebí me sacaba de quicio. Mi egoísmo había de resollar por alguna parte para que no estallara dentro. «La voy a poner buena -pensaba-. ¡Venderse por dinero! Es una ignominia en la familia que no debo consentir.
Fui por la tarde. Estaba furioso, deseando llegar para deshogar mi ira. ¿Qué cara pondría delante de mí? ¿Se disculparía?... Quedeme frío al entrar, cuando advertí cierta soledad en la casa. El mismo Evaristo fue quien me dijo: «La señora ha salido para Francia en el expreso de las cinco de la tarde».
¡Ah, miserable! huía de mí, de mi severa corrección, de la voz que le iba a ajustar las cuentas por su liviandad y por haber pisoteado el honor de la familia. ¡Qué vergüenza!... ¡y yo qué necio!
A la tarde siguiente bajé a la estación a despedir a la familia de Severiano Rodríguez, y me encontré a Fúcar que se acomodaba en un departamento del sleeping car.
«Hola, traviatito -me dijo abrazándome-. ¿Manda usted algo para París?
-Que usted se divierta -le respondí, afectando no sólo serenidad sino contento hasta donde me fue posible.
Algo más hablé, dándole a entender que no me inspiraba envidia sino compasión, y nos despedimos hasta la vuelta. «Yo no pienso salir de España -añadí-. No quiero hacer gastos. Necesito tapar ciertas brechas y reedificar ciertas ruinas...». Y como él se riera, concluí con esto: «Los convalecientes compadecemos a los enfermos... Adiós, adiós... Deje usted mandado... Divertirse.
Cuando Camila me dijo: «nosotros no tenemos dinero para veranear y nos quedamos en Madrid», sentí una gran aflicción ¿De qué trazas me valdría para costearles el viaje y llevármeles conmigo? Dije sencillamente a mi prima: «Tú no has estado nunca en París, ¿quieres ir a dar un vistazo?». Pero se escandalizó de mi proposición echándome mil injurias graciosas. Yo estaba dispuesto a pagarles el viaje a San Sebastián o a donde quisieran, y con más gusto lo habría hecho llevándomela a ella sola; pero como no había medio de separarla del antipático apéndice de su maridillo, los invité a los dos. «Gracias -me dijo Constantino-. Si mi mamá Piedad me manda lo que me ha prometido, nos iremos unos días a San Sebastián o a Santander en el tren de recreo.
-¡En el tren de recreo! ¿Pero estáis locos?
-Sí, en el tren de botijos -afirmó Camila batiendo palmas-. Así nos divertiremos más. ¿Qué importa la molestia? Tenemos salud. La mujer de Augusto vendrá también.
-¡Qué cosas se os ocurren! Iréis como sardinas en banasta. Eres una cursi...
-Di que somos pobres.
-Vaya... Me han ofrecido habitaciones en una magnífica casa en San Sebastián. Viviremos todos juntos en ella. Id en el tren que queráis, aunque sea en un tren de mercancías.
Yo me regocijaba secretamente con la perspectiva de aquel viaje. «Allí caerás -pensé-; no tienes más remedio que caer».
A la noche siguiente, el tontín de Constantino entró diciendo que irían a Pozuelo, lo que desconcertó mis planes. Marido y mujer discutieron, y yo combatí el proyecto con calor y hasta con elocuencia. Por fin, apelé a las aficiones taurómacas de Miquis, hablándole de las corridas de San Sebastián. ¡Ya vería él qué toros, qué animación! Vaciló, cayó al fin en la red. Quedó, pues, concertado el viaje; pero ellos no podían ir hasta Agosto; y yo, muerto de impaciencia, agobiado por los calores de Madrid, tuve que estarme en la Villa todo el mes de Junio, viendo defraudados cada día mis ardientes anhelos. Aquella dichosa mujer era una enviada de Satanás para martirizarme y conducirme a la perdición. Como el badulaque de Constantino seguía de reemplazo, casi nunca salía de la casa. Las pocas veces que encontraba sola a Camila, convertíase para mí en una verdadera ortiga, no se dejaba tocar, suspiraba por su marido ausente y acababa de helarme hablándome de aquel Belisario que no venía, que no quería venir, que se empeñaba en seguir en la mente de Dios.
«Si no vas a tener más chiquillos... -decíale yo-; y da gracias a Dios para que no perpetúe la raza de ese animal manchego.
Al oír esto me pegaba con lo que quiera que tuviese en la mano. Y no se crea... pegaba fuerte; tenía la mano pronta y dura. Me hizo un cardenal en la muñeca que me dolió muchos días.
«Si sigues haciéndome el amor -me chilló una tarde-, le canto todo al manchego para que te sacuda. Puede más que tú.
-Sí, ya sé que es un peón. Pero ven acá, ¿cómo es posible que le quieras tanto? ¿Qué hallas en él que te enamore?
-¡Qué risa!... que es mi marido, que me quiere... Y tú no vienes más que a divertirte conmigo y a hacer de mí una mujer mala.
Y no había medio de sacarla de este orden de argumentos. «¡Que me quiere, que es mi marido!».
Un día, que la encontré sola, llegose a mí con cierta oficiosidad, y dándome un billete de quinientas pesetas, me dijo:
«Ahí tienes lo que me prestaste. Puede que ya no te acuerdes.
-En efecto, ya no me acordaba. Chica, no me avergüences... Guarda esa porquería de billete, y perdonada la deuda. Por algo somos primos.
-No, no quiero tu dinero. He pasado mil apuritos para reunirlo, y ahí lo tienes. Antes te lo pensaba dar; pero tuve que renovar el abono de la barrera de Constantino... ¡Pobrecito mío! ¡Cuánto he penado por que no se prive de la diversión que más le gusta! Para esto, he tenido que dejar de comprarme algunas cosillas que me hacían falta, y no comer postre en muchos días. Me habrás oído decir que no tenía gana. Ganitas no me faltaban. Pero es preciso economizar. ¡Economizar! ¡Qué cosa más cargante! discurre por aquí, discurre por allá; aquí pongo, aquí quito... Créete que me hacía cosquillas el cerebro... Pero todo se aprende con voluntad... Con que ahí tienes tus cuartos, y gracias.
-Que no lo tomo. Quita allá.
-Te echaré de mi casa.
-No me marcharé... Mira, ya me devolverás los dos mil reales cuando estés más desahogada. Debes suponer que no me hacen falta.
-Eso ¿a mí qué...?
¡Pobrecilla! Toda mi terquedad fue inútil. Tan pesada se puso, que no tuve más remedio que tomar el dinero, temeroso de que se enojara de veras.
«Bien -le dije-, guardo el billete; pero lo guardo para ti. Soy tu caja de ahorros. Esto y todo lo que necesites está a tu disposición. No tienes más que abrir esa bocaza y... enseñarme esos dientazos tan feos... Todo lo que poseo es para ti, para ti sola, gitana negra, loba.
Lo dije con tanto ardor, alargando mis manos hacia ella, que me tuvo miedo, y de un salto se puso al otro lado de la mesa.
«Si no te callas, tísico pasado -gritó-, te tiro este plato a la cabeza. Mira que te lo tiro...
-Tíralo y descalábrame -le contesté fuera de mí-; pero descalabrado y chorreando sangre te diré que te idolatro, que todo lo que poseo es para ti, para esa bocaza, para la lumbre que tienes en esos ojos; todo para ti, fiera con más alma que Dios.
Sus carcajadas me desconcertaron. Se reía de mi entusiasmo poniéndolo en solfa y apabullándome con estas palabras: «Sí, para ti estaba. ¿Ves esta bocaza? No beberás en este jarro. ¿Ves estos faroles? (los ojos). Otro se encandila con ellos. Emborráchate tú con las tías de las calles, perdido. ¿Ves este cuerpecito? Es para que nazcan de él los hijos que voy a tener, para agasajarlos, para darles de mamar. ¡Y rabia, rabia, rabia... y púdrete y requémate!
Constantino entró. Su aborrecida cara me trajo a la realidad. Le habría dado de palos hasta matarle. Pero en mis secretos berrinches, decía siempre para mí con invariable constancia: «Caerá, caerá; no tiene más remedio que caer».
Otro día les hallé retozando con libertad enteramente pastoril. Ella, que tenía calor hasta en invierno, estaba vestida a la griega. Él andaba por allí con babuchas turcas, en mangas de camisa, alegre, respirando salud. Ambos se me representaban como la misma inocencia. Parecía aquello la Edad de Oro, o las sociedades primitivas. Camila se bañaba una o dos veces al día. Era fanática por el agua fresca, y salía del baño más ágil, más colorada, más hermosa y gitana. Él no era tan aficionado a las abluciones; pero su mujer, unas veces con suavidad, otras con rigor, le inculcaba sus preceptos higiénicos; asimilándole a su modo de ser de ella. ¡Una mañana presencié la escena más graciosa...! Me reí de veras. Mi prima, vestida como una ninfa, daba a su marido una lección de hidroterapia. Desnudo de medio cuerpo arriba, mostrando aquella potente musculatura de gladiador, estaba Miquis de rodillas, inclinado delante de una gran bañera de latón. Su actitud era la del reo que se inclina ante el tajo en que le han de cortar la cabeza. El verdugo era ella, toda remangada, con la falda cogida y sujeta entre las piernas para mojarse lo menos posible. El hacha que esgrimía era una regadera. Pero había que oírlos. Ella: «restrégate, cochino; frótate bien; toma el jabón». Él: «socorro, que me mata esta perra; que me hielo; que se me sube la sangre a la cabeza». Ella: «lo que se te sube es la mugre; ráspate bien, hasta que te despellejes. Grandísimo gorrino, lávate bien las orejas, que parecen... no se qué». Y no teniendo paciencia para aguardar a que él lo hiciese, soltaba la regadera, y con sus flexibles dedos le lavaba el pabellón auricular con tanta fuerza como si estuviera lavando una cosa muerta. «Que me duele, mujer»... «Lo que te duele es la porquería -respondía ella pegándole un sopapo. Parecía meterle los dedos hasta el cerebro.
Después le frotaba con jabón la cabeza, la cara, el pescuezo, y él, apretando los párpados cubiertos de jabón, gritaba como los chiquillos: «¡no más, no más!...». En seguida volvía Camila a tomar la regadera y a dejar caer la lluvia, y él a pedir socorro y a echar ternos y maldiciones. El agua invadía toda la habitación. Se formaban lagos y ríos que venían corriendo en busca de los pies de los que presenciábamos la escena (mi tía Pilar y yo). Era preciso andar a saltos.
«Hija -dijo mi tía-. Vas a inundar el piso y a pudrir las maderas. Mira qué cara pone este, porque le estropeas su casa.
-Para eso la pago.
Y salía sin esquivar los charcos, metiendo los pies en el agua. Llevaba zapatillas de baño, de esparto, bordadas con cintas de colores; pero a lo mejor se le caían, y seguía descalza como si tal cosa, sobre los fríos ladrillos.
Su mamá se reía como yo. Díjome después: «Es increíble cómo esta cabeza de chorlito ha transformado a su marido. En esto del aseo, ha hecho una verdadera doma. Era Constantino uno de los hombres más puercos que se podían ver. ¡Qué manos, qué orejas, qué cogote! Y míralo ahora. Da gusto estar a su lado. Parece un acero de limpio. Verdad que mi hija se toma todas las mañanas el trabajo de lavarlo como lavaba al Currí, cuando tenían perros en la casa.
Poco después, Camila se presentó más vestida. Miquis llegó al comedor, colorado, frescote, con los pelos tiesos, riendo como un niño grande y abrochándose los botones de la camisa. «Estas lejías no las aguanta nadie más que yo... ¿Ha visto usted qué hiena es mi mujer?». Corría Camila a hacer el almuerzo, pues estaban sin criada, pienso que por economizar. «Patrona, que tengo gana... que le como a usted un codo, si no me trae pronto el rancho». Y sentíamos rumor de fritangas en la cocina, y estrellamiento y batir de huevos. «Ahora -me dijo Miquis con beatitud-, nos pasamos con una tortillita y café. Hemos suprimido la carne como artículo de lujo. Y tan ricamente... A todo se jace uno. Esta Camila es el mismo demonio. ¿Pues no dice que va a reunir dinero para comprarme un caballo?... ¡No sé qué me da de sólo pensarlo!... ¿Será capaz?
Miré a Constantino y advertí en su rostro una emoción particular. O yo no entendía de rostros humanos o se humedecían con lágrimas sus ojos. «Dios mío, Dios mío -pensé en un paroxismo de aflicción-, ¿por qué no he de poseer yo una felicidad semejante a la de este par de fieras?
«Aquí tienes el pienso -dijo Camila trayendo la tortilla de jamón-. Esto de ser a un tiempo ayuda de cámara del señorito, señora y doncella de la señora, cocinera y criada es cargante, ¿verdad? ¡Ay! quién fuera rica, para estar todo el día abanicándome en mi butaca.
¡Y qué apetito, Dios inmortal! Los dos lo tenían bueno, y a mí se me iban los ojos tras los pedazos que metían en la boca. Observé que ella se reservaba para que a él le tocase más de la mitad de la tortilla. Él también, direlo en honor suyo porque es verdad, fingía estar harto para que a su mujer le tocase más. Por fin quedaba un pedazo que ninguno de los dos quería tomar. «Para ti, hija...». «No, para ti, nenito».
«Vamos -decía yo-, no se sabe cuál de los dos tiene más gana. Echar suertes... No, yo decidiré. Que se lo coma la hiena.
Y echándose a reír, se lo comía, y él se mostraba más feliz. Hacían el café en una maquinilla rusa. Al mismo tiempo devoraban pan a discreción y queso manchego, de que tenían repuesto abundante. Sin saber cómo, la conversación iba rodando a las esperanzas de prole. ¡Oh! Belisario vendría. Hacían proyectos, contando con él, como si lo tuvieran allí en una silla alta, con su babero al pescuezo. «Vendrá, vendrá el señor Belisario -decía ella encendiendo el alcohol-. Verán ustedes como con los baños de mar...
-Eso, eso, los baños de mar.
Para realizar aquel viaje, todo se volvía economías y arreglos. «Pero si os pago el viaje... dejaos de cálculos -les decía yo. Constantino se incomodaba cuando yo hablaba de pagar. No quería, por ningún caso.
¡Oh, cien mil veces dichoso! Lo poco que tenían lo disfrutaban y lo gozaban con inefables delicias. El día que recibieron ciertos dineros de doña Piedad, con los cuales contaban para ayuda del verano, estaban los dos como locos. Camila se había hecho ya su sombrero de viaje, comprando el casco y los avíos, y armándolo ella misma por un modelo que le prestó Eloísa. El vestido y el pardessus eran desechos de su hermana, arreglados por la misma Camila. Se vestía ¡ay dolor! aquella imponderable virtud con los despojos del vicio.
Mientras hacían ellos sus preparativos, yo no sabía cómo matar el aburrimiento. Fui algunos días a la Bolsa y al Bolsín, acompañado de Torres, y me entretuve haciendo operaciones de poca importancia. Consagraba también algunos ratos a mi tío, que estuvo todo el mes de Junio metido en casa, muy aplanado, con cierta propensión al silencio, síntoma funesto en el más grande hablador de la tierra. El pañuelo de hilo no se apartaba de sus ojos húmedos; el continuado suspirar producíale una especie de hipo. Pensando que se había metido en algún mal negocio, le supliqué que se clareara conmigo. No era mal negocio, pues hacía tiempo que estaba mi hombre retirado del trabajo. Ya no podía; le faltaban fuerzas; había dado un bajón muy grande. La causa de su trastorno era el mal de familia, que le atacaba en forma de un fenómeno de suspensión. Parecíale que le faltaba suelo, base; que se iba a caer... Pero pronto pasaría, ¡sí...! Procuraba vencer el achaque fingiéndose alegre. Sin saber por qué se me antojó que detrás del síntoma nervioso de la suspensión había otra causa. Estos jaleos espasmódicos suelen provenir de lo que menos se piensa, y lo difícil es descubrir el punto vulnerado y atacar allí el mal. Hablé a mi tío con cariño, incitándole a que tuviera franqueza, espontaneidad. ¡Pobre señor! Se aferraba en su misterio y no quería decirme la verdad. Pero con gancho se la saqué al fin. En una palabra, mi buen tío había tenido pérdidas considerables; no podía veranear y no sabía de qué fórmula valerse para decir a su esposa «por este año no hay viaje». Solicitar de Medina un anticipo era lo natural; mas él no se llevaba bien con su yerno, a causa de una cuestión de que me hablaría más adelante. «Pero tío, por Dios, ¿es posible que usted se ahogue en tan poca agua? ¡Estando yo aquí...! ¡Ni que fuéramos...!
Todo se arregló, y por la tarde estaba aquel excelente sujeto tan curado de su ruinera, como si en su vida la hubiera padecido.
A Raimundo se lo llevaron mis tíos consigo a Asturias, lo que agradecí mucho, pues cargar con aquel apéndice a San Sebastián me habría sabido muy mal. Al partir, me dijo con oficioso misterio que iba decidido a emprender un gran trabajo. Llevaba el plan de una obra, y en el sosiego y frescura de Gijón se pondría a trabajar en ella con ahínco. ¡Ya vería yo, vería el mundo absorto lo que iba a salir! No quiso decirme lo que era para darme la sorpresa hache. Francamente, experimenté vivísima satisfacción al perderle de vista.
Pensé marcharme yo también; pero tuve que detenerme una semana más en Madrid, porque acertaron a pasar por la corte dos señoras amigas mías, respetabilísimas, de casta mestiza anglo-hispana, como yo, y a las cuales no podía menos de tratar con las mayores consideraciones. Eran las de Morris, mejor dicho, una de ellas era Morris y Pastor, la otra Pastor y Morris, tía y sobrina, ambas solteronas, distinguidísimas y ricas. La de Morris debía de tener setenta años; pero se conservaba bien; era algo pariente de mi madre, y siempre me hablaba del tiempo en que me había tenido sobre sus rodillas, fajándome, limpiándome los mocos y dándome cucharadas de maizena. La Pastor, su sobrina, era más joven; ambas parecían de cera, pulcras como el armiño; sus ojos eran cuatro cuentas azules, enteramente iguales y simétricas. La concordancia de sus miradas y de sus movimientos era tal, que a veces parecía que la una movía las manos de la otra, y que la Morris estornudaba o tosía con la boca de la Pastor. La tía leía mucho, así en inglés como en español, y tenía sus puntas de literata; trataba a Spencer y a George Elliot. La sobrina pintaba, como pintan las inglesas, haciendo habilidades más bien que obras artísticas, embadurnando placas de porcelana, trozos de papel de arroz, y ahumando platos para rascarlos con un punzón. Sus acuarelas tenían frescura sosa, y siempre expresaba en ellas alguna idea moral. Aunque no pintara más que un riachuelo reflejando un álamo, yo no sé cómo se las componía que siempre salía la moral. Eran ambas las personas más agradables, más buenas, más finas, más delicadas que se podían ver en el mundo.
La cuna de la Morris había sido Gibraltar; la de la Pastor, Jerez. Fueron íntimas de Fernán Caballero, y por ella adoraban a Andalucía. Vivieron mucho tiempo en Londres; pero tuvieron desgracias de familia; se habían quedado casi solas, y su fortuna disminuyó con la quiebra del Scotland Bank. Total, que acordaron terminar sus nobles días en la tierra de María Santísima.
Detuviéronse en Madrid para verme, porque la Morris me quería mucho, me besaba como a un niño y lloraba acordándose de mi madre. «Si me parece que fue ayer cuando naciste... Me acuerdo muy bien. Fue una noche en que hubo muchos truenos y relámpagos. Tu madre se asustó, echose en la cama y... te tuvo. Paréceme que te estoy viendo ya grandecito, pero no tanto que levantes del suelo más que esta mesa. Eras humilde, delicadito de salud y caprichosillo».
Tuve, pues, que acompañarlas en Madrid, llevarlas al Museo y servirles de cicerone. Mary (la pintora), tenía locos deseos de verlo. ¡Había oído hablar tanto de él! Con muchísimo gusto desempeñé yo aquella noble misión. No me separé de ellas mientras estuvieron en Madrid, y había que verme a mí con mis Pastoras (Camila dio en llamarlas así) siempre a remolque, ambas forradas con sus luengos y severos sobretodos de dril, y ostentando en la cabeza unos sombrerotes no muy conformes con lo que por aquí se usa, anchos, ahuecados hacia dentro y con mucha espiga, mucha amapola y otras silvestres florecillas. Camila decía que no podían haber escogido sombreros más propios unas damas que se llamaban las Pastoras. Guardeme bien de presentarlas a mi prima, pues de seguro habría oído de personas tan recatadas el terrible shoking.
Para darme más que hacer, mis ilustres amigas me rogaron que me hiciera cargo de sus intereses. Tenían ciega confianza en mí. Endosáronme varias letras que traían, ordenáronme cobrar por cuenta suya ciertas sumas en casa de Weissweiller y Baüer, y se fueron. Despedilas en la estación del Mediodía, después de haber telegrafiado a Cádiz para que las fueran a recibir. Ambas lloraban cuando se separaron de mí.
Desempeñados con la mayor prontitud posible los encargos que me dejaron, pensé en salir de este horno. Estábamos a mitad de Julio. Los señores de Miquis no irían a San Sebastián hasta el 10 ó el 12 de Agosto. Los últimos días que vi a Camila estuve tan excitado, tan majadero, que dije muchas tonterías. Pintele mi desesperación en términos sombríos y románticos, porque me salía de dentro así. Le decía: «me mato, te juro que me mato si no me quieres». Y ella, riendo al principio, me miraba luego con un poco de lástima, exhortábame a ser razonable, y reía, reía siempre. También ella, en la edad del pavo, había querido matarse, y nada menos que con fósforos. ¡Cuánto se había reído de esto después!... ¿Acaso estaba yo en la edad del pavo? Seguramente así lo pensaba ella. Por fin vine a comprender que esta táctica era mala, porque no me daba buen resultado. En Camila no aparecían ni ligeros indicios de ser contaminada de mi romanticismo; al contrario, lo repelía, como rechaza el organismo las sustancias de imposible asimilación.
La mañana del último día que pasé en Madrid, hablamos Constantino y yo de esgrima, de caza y de caballos. Aquellas conversaciones de sport me entretenían, y a él le entusiasmaban. De repente, se me ocurrió decir: «Cuando volvamos de San Sebastián le voy a regalar a usted un buen caballo de paseo». Él se puso encarnado y miró a su cara mitad, como miran los niños a sus madres cuando temen que estas no les han de permitir aceptar un juguete.
«¡Un caballo! -repitió el manchego con éxtasis.
-¿Lo quiere usted andaluz, inglés o árabe?
-No, si no... ¿pero de verdad?... Usted...
La boca se le hacía agua. Camila le miraba con amor entrañable, y luego se dejó decir:
-Acéptalo, no seas tonto. Si te lo quiere regalar...
-Es que yo me enfadaría si no lo aceptara.
Constantino me dio un abrazo tan apretado, que creí que me ahogaba.
«Puesto que Camila no se opone, que sea andaluz, bravío, de estampa, de mucha cabezada, y que ande así... así...
Remedaba con la cabeza y las manos el empaque de uno de esos caballos petulantes, que cuando andan, parecen estar mirándose en un espejo. Luego imitaba el galope: tra-ca-trán, tra-ca-trán.
Poco después advertí en Camila sentimientos de la más pura gratitud por mi ofrecimiento del caballo. «¡Qué bueno eres! -me dijo, dejándose besar las manos, favor que hasta entonces no me había permitido. Y yo dije para mí: «Hola, hola, ¿qué es esto?». Francamente, era para maravillarme. Mil veces le hice ofertas valiosas sin conseguir que me las agradeciera. Habíale dicho: «Camila, te regalaré un hotel, te pondré coche, te pasaré seis mil duros de renta», y ella ¿cómo me contestaba? Riendo, injuriándome o tirando aquellas lindas coces de borriquita enojada, que eran mi encanto... En cambio, aceptaba y agradecía obsequios hechos a su marido. ¿Por qué? Ella se atormentaba con la idea fija de comprar un caballo a Constantino; pensaba en esto a todas horas, y tenía una hucha en la cual reunía dinero para aquel fin. ¡Pobrecilla! El regalo del caballo entrañaba una gran conquista para mí, la conquista del tiempo, porque Miquis se iría a pasear en él todas las tardes. Además, Camila se había entusiasmado con mi oferta, se había conmovido... A veces, por donde menos se piensa se abre una brecha. ¿Sería aquella la brecha de la inexpugnable plaza, la juntura invisible de una cota que parecía milagrosa?... Lo veríamos, lo veríamos. Me marché gozoso a San Sebastián, diciendo para mí: «Lo que es ahora, borriquita, no te escapas».
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XVII XVIII XIX