Lo prohibido: 16
I
editarUna tarde del mes de Mayo fui a ver a Eloísa con firme propósito de hablarle enérgicamente. No la encontré. Estaba en no sé qué iglesia, pues por aquel tiempo se le desarrolló la manía filantrópico-religioso-teatral, y se consagraba con mucha alma, en compañía de otras damas, a reunir fondos para las víctimas de la inundación. Lo mismo manipulaba funciones de ópera y zarzuela que lucidas festividades católicas, en las cuales las mesas de tapete rojo, sustentando la bandejona llena de monedas, hacían el principal papel. También inventaba rifas o tómbolas que producían mucho dinero. Se me figuró que había transmigrado a ella el ánima propagandista del desventurado Carrillo. Casi todos los días había en su casa junta de señoras para distribuir dinero y disponer nuevos arbitrios con que aliviar la suerte de las pobres víctimas. Por eso aquel día no la pude ver; de tarde porque estaba en el petitorio, de noche porque había junta, y francamente, no tenía yo maldita gana de asistir a un femenino congreso ni oír a las oradoras. La junta terminaba a las doce, y de esta hora en adelante bien podía ver a Eloísa; pero no me gustaba pasar allí la noche, y me iba con más gusto a la soledad de mi casa.
Al día siguiente creía no encontrarla tampoco; pero sí la encontré. Hízose la enojada por ausencias, púsome cara de mimos, de resentimiento y celos. ¡Desdichada! ¡Venirme a mí con tales músicas!... «Tengo que hablarte», le dije de buenas a primeras, encerrándome con ella en su gabinete, lleno de preciosidades, que valían una fortuna. Allí estaba escrito con caracteres de porcelana y seda el funesto caso de la disminución de mi capital.
Comprendió ella que yo estaba serio y que le llevaba aquel día las firmezas de carácter que rara vez le mostraba. Preparose al ataque con sentimientos favorables a mi persona, los cuales, según afirmó, rayaban en veneración, en idolatría. Cuando me tocó hablar, le presenté la cuestión descarnada y en seco. La reforma de vida que me prometiera no se había realizado sino en pequeña parte. Las ventas de cuadros y objetos de lujo continuaban en proyecto. No se quería convencer de que el estado de su casa era muy precario, y que no podía vivir en aquel pie de grandeza y lujo. Entre ella y su marido habían derrochado la fortuna que les dejó Angelita Caballero. Si no se variaba de sistema pronto no quedarían más que los escombros, y el inocente niño, destinado más adelante a poseer el título de marqués de Cícero, no tendría qué comer. Si ella se obstinaba en hundirse, hundiérase sola y no tratara de arrastrarme en su catástrofe. Yo, por sus locuras, había perdido una parte de mi fortuna. No perdería, no, lo que me restaba. No me cegaba la pasión hasta ese punto.
Sentándose junto a la ventana, díjome con tono displicente: «Te pones cargante cuando tratas cuestiones de dinero. Haz el favor de no hacer el inglés conmigo. Me enfadan los ingleses... de cualquier clase que sean».
Y luego, echándolo a broma: «Dejáme en paz, hombre prosaico, prendero. Todo lo que hay aquí te pertenece. Trae mercachifles, vende, malbarata, realiza, hártate de dinero. Cogeré a mi hijito por un brazo y me iré a vivir a una casa de huéspedes...
Con bromas no resolveremos nada. Si no quieres seguir el plan que te trace, dilo con nobleza, y yo sabré lo que debo hacer.
-Si lo que debes hacer es no quererme -respondió, sin abandonar las bromas-, humilla la cerviz... Te hablaré con franqueza. Dos cosas me gustan: tu individuo y mucho parné; tu señor individuo y mi casa tal como la tengo ahora. Si me dan a escoger no tengo más remedio que quedarme contigo. Dispón tú.
-Pues dispongo que busquemos en la medianía el arreglo de todas las cuestiones, la de amor y la de intereses.
Dio un salto hacia donde yo estaba, y cayendo sobre mí con impulso fogoso, me estrujó la cara con la suya, me hizo mil monerías, y luego, sujetándome por los hombros, mirome de hito en hito, sus ojos en mis ojos, increpándome así:
«¿Te casas conmigo, mala persona? ¿De esto no se habla? De esto, que es el caballo de batalla, ¿no se dice nada? Para ti no hay más que dinero; y el estado, la representación social no significan nada.
No sé qué medias palabras dije. Como yo no jugaba limpio; como lo que yo quería era romper con ella, no me esforzaba mucho por traerla a la razón.
«¡Ah! -exclamó seriamente, leyendo en mí-; tú no me quieres como antes. Te asusta el casarte conmigo, lo he conocido. El santo yugo te da miedo. No quieres tener por mujer a la que ya faltó a su primer marido y ha adquirido hábitos de lujo. Dudas de mí, dudas de poderme sujetar. La fiera está ya muy crecida, y no se presta a que la enjaulen. Dímelo, dímelo con sinceridad o te saco los ojos, pillo.
Su mano derecha estaba delante de mis ojos, amenazándolos como una garra. La obligué a sentarse a mi lado.
«Yo leo en ti -prosiguió-, me meto en tu interior y veo lo que en él pasa. Tú dices: «Esta mujer no puede ser la esposa de un hombre honrado; esta mujer no puede hacerme un hogar, una familia, que es lo que yo quiero. Esta tía...» porque así me llamarás, lo sé, caballero; esta tía no se somete, es demasiado autónoma... Dime si no es esta la pura verdad. Háblame con tanta franqueza como yo te hablo.
La verdad que ella descubría, desbordándose en mí, salió caudalosa a mis labios. No la pude contener, y le dije:
«Lo que has hablado es el Evangelio, mujer.
-¿Ves, ves cómo acerté?
Daba palmadas como si estuviéramos tratando de un asunto baladí. Yo me esforzaba en traerla a la seriedad, sin poderlo conseguir. Iba ella adquiriendo la costumbre de emplear a troche y moche expresiones de gusto dudoso, empleándolas también groseras, cuando hablaba con personas de toda confianza.
«¿Quieres que nos arreglemos? Pues escucha y tiembla. Dame palabra de casamiento y no seas sinvergüenza... Me parece que ya es hora. Prométeme que habrá coyunda en cuanto pase el luto, y yo empezaré mi reforma de vida, me haré cursi de golpe y porrazo. Si ya lo estoy deseando... Si no quiero otra cosa... Tú editor responsable; yo señora que ha venido a menos; toma y daca, negocio concluido. ¿Te conviene? ¿Aceptas?
-¿Qué he de aceptar tus disparates? Lo primero es que te pongas en disposición de ser mi mujer. Tal como eres, no te tomo, no te tomaría aunque me trajeras un Potosí en cada dedo.
Abalanzose a mí como una leona humorística. Su rodilla me oprimió la región del hígado, lastimándome, y sus brazos me acogotaron después de sacudirme con violencia. Con burlesco furor exclamaba:
«¿Pues no dice este mequetrefe que no me toma? ¿Soy acaso algún vomitivo? ¿Soy la ipecacuana? ¡Qué has de hacer sino tomarme, tomador!... Y sin regatear, ¿entiendes? Y sin hacer muequecitas. Aquí donde usted me ve, señor honrado, soy capaz de llegar a donde usted no llegaría con sus repulgos de última hora. Soy capaz de rayar en el heroísmo, de ponerme el hábito del Carmen, con su cordón y todo, de vivir en un sotabanco y de coser para fuera.
Mientras dijo esto y otras cosas, abarcaba yo con mi pensamiento, a saltos, el largo período de mis relaciones con ella, y notaba la enorme distancia recorrida desde que la conocí hasta aquel momento. ¡Cuán variada en dos años y medio! ¿Dónde habían ido a parar aquellas hermosuras morales que vi en ella? O era una hipócrita, o yo era un necio, un entusiasta sin juicio, de estos que no ven más que la superficie de las cosas. Asimismo pensaba que aquella transformación de su carácter era obra mía, pues yo fui el descarrilador de su vida. Sus tratos irregulares conmigo escuela fueron en que aprendió a hacer aquellas comedias de liviandad, de enredos, de palabras artificiosas y de sentimientos alambicados. ¿Por qué la admiré tanto en otro tiempo y después no? La inconsecuencia no estaba en ella, sino en mí, en ambos quizás, y si hubiéramos sido personajes de teatro, en vez de ser personas vivas, se nos habría tachado de falsos sin tener en cuenta la complexidad de los caracteres humanos. Yo la oía, la miraba, diciendo para mí: «¿Eres tú la que me pareció un ángel? ¡Qué cosas vemos los hombres cuando nos atonta y alumbra el amor! ¡Y qué verdad tan grande dice Fúcar cuando afirma que el mundo es un valle de equivocaciones!
Viendo que yo callaba, repitió, exagerándolo, lo del hábito del Carmen, el sotabanco y otras tonterías.
«Como no es eso lo que te pido -observé al fin-, como eso es un disparate, no hay que pensar en ello. Es un recurso estratégico tuyo. Te pido lo razonable y te escapas por lo absurdo. Si yo no quiero que seas cursi, sino que vivas con modestia, como vivo yo.
-¡Ah! -exclamó sosegada-, si no fuera este pícaro luto, pronto se resolvería la cuestión. La semana que entra nos casábamos, y el mismo día empezaba la reforma... Pero tú quieres invertir el orden, y yo, te lo diré clarito, temo que me engañes, temo que después de hacerme pasar por el sonrojo de una almoneda y de un cambio de posición, me des un lindo quiebro y me dejes plantada. Porque sí, detrás de ese entrecejo está escondida una traición, la estoy viendo... ¡Ah! no me la das a mí... yo veo mucho. Y si sale verdad lo que sospecho, ¿qué me hago yo? ¿Qué es de mí, con cuatro trastos, un pañuelito de batista, y sin otro porvenir que el de convertirme en patrona de huéspedes?
No pude menos de reírme, y ella, viéndome risueño se puso a cantar la tonadilla de la Mascotte con aquello de yo tus pavos cuidaré. Pasó la música, y sin saber cómo, nos hallamos frente a frente hablando con completa seriedad. Repitió entonces lo de «matrimonio es lo primero», y yo dije: «no, lo primero es lo otro». Puesta su mano amistosamente en la mía, y mirándome con aquella dulzura que me había esclavizado por tanto tiempo, hablome con el tono sincero y un poco doliente que había sido la música más cara a mi alma. «Chiquillo, si quieres sacar partido de mí, trátame con maña; quiéreme y dómame. Pero lo que es domarme sin quererme, no lo verás tú. Estoy muy encariñada ya con mi manera de vivir, muy hecha a ella para que en un día, en una hora puedas tú volverme del revés, poniéndome delante de un papelito con números. ¡Ah, los números! ¡Maldito sea quien los inventó!... Qué quieres, soy mujer enviciada ya en el lujo... No pongas esa cara de juez, después de haber sido mi Mefistófeles. Los placeres de la sociedad me son tan necesarios como el respirar. Un poco que yo tengo en mí desde que nací, y otro poco que me han enseñado... los amigos, tú, tú, tú; no vengas ahora haciéndote el apóstol... Sí, eres como los que todo lo quieren curar con agua... o con números, que es lo mismo. Aquí tenemos al Sr. D. Perfiles, que viene a que yo sea una santa, porque sí, porque él ha caído ahora en la cuenta de que la santidad es barata... Antes mucho amor, mucha idolatría, abrir mucho la mano para que yo gastara... Ahora todo lo contrario, y vengan economías. Ya no soy ángel, ya no se me dan nombres bonitos, ya no se me adora en un altar, ya no se me dice que por verme contenta se puede dar todo el dinero del mundo... Ahora se me dice que dos y tres no son más que cinco ¡demasiado lo sé! y se me impone el sacrificio de una pasión sin compensarme con otra. ¿Sabes lo que te digo muy formal? Que si quieres, todo se arregla, si te casas conmigo cedo; pero si no, no. ¿Me quitas el lujo? pues dame el nombre.
Después de echarme esta andanada, salió sin aguardar mi contestación, dejándome solo. Llamada por su doncella, pasó al guardarropa a probarse un vestido. Entre paréntesis, diré que vi con sorpresa en la persona de la sirviente la misma Quiquina, la italiana trapisondista a quien yo había despedido meses antes. ¡Y Eloísa la había admitido otra vez, contrariándome de un modo tan notorio! Era burlarse de mí, como cuando compraba perlas con el producto de los zafiros.
II
editarY en aquel rato que estuve solo hice mental comparación entre el proceder de mi prima y el mío. Sí, por muy censurable que yo quisiese suponer su conducta, aventajaba moralmente a la del narrador de estos verídicos sucesos. Porque ella, al menos, obraba con lealtad, declaraba que el sacrificio de su lujo le era penoso; pero que lo haría si yo le cumplía solemnes promesas. Yo, en cambio, pedía la reforma de vida, reservándome mi libertad de acción; más claro, yo no la quería ya o la quería muy poco, y al decirle «primero la mudanza de vida, después el casamiento», procedía con perfidia, porque ni sin economías ni con ellas pensaba casarme. Esta es la verdad pura; yo reconocí en mí esta falta de nobleza, pero ya no la pude remediar; no estaba en mis facultades ni en mis sentimientos obrar de otra manera. Deseaba el rompimiento a todo trance, y para que éste apareciese motivado por ella antes que por mí, gustábame verla en el camino de la obstinación.
Al reaparecer, abrochándose la bata, prosiguió desde la puerta el sermón interrumpido:
«No soy una fiera. Tú puedes domarme, pero no con el látigo de las cuentas. Amor a cambio de lujo. Pero si le quitas todo de una vez a esta infeliz, figúrate qué será de mí... Sigo en mis trece. ¿Me vas a dar tu blanca mano? ¿Te arrancas al fin, te arrancas?
-¿Qué estás diciendo ahí, loca? ¡Yo tu marido! -exclamé sin poder contenerme-. ¡Tu marido después de la confesión que acabas de hacerme... después que has dicho que cuatro trapos y cuatro cacharros te apasionan más que yo!
-Déjame concluir... Eres un egoísta.
-Egoísta tú.
-¿Sabes lo que pienso? -dijo poniéndose grave, pues colérica no se ponía nunca-. ¿Sabes lo que me ocurre? Pues como no me quieres ya... ¡Ah! no me engañas, no. Bien lo conozco. No quisiera más sino saber quién es el pendoncito que me ha robado el corazón que era todo mío... Pero yo lo averiguaré... Estate sin cuidado... Déjame seguir. Como no me quieres, todo tu afán por mis economías no tendrá quizás más objeto que salvar el anticipo que hiciste a la administración de mi casa, cuando perdimos al pobre Carrillo, que era un ángel, sí señor, un ángel, un santo... para que lo sepas... Déjame seguir: con la venta salvarás tu dinero; mi señor inglés se frotará las manos de gusto, y después yo... no te sulfures... yo me quedaré pobre, y me abandonarás. Podrá esto no ser la verdad; ¡pero qué verosímil es!
-Nunca hubiera creído en ti pensamientos tan viles -le dije.
Y la glacial mirada que advertí en ella irritome de tal modo, que estallé en frases de ira.
«Tú no eres ya la misma. Has variado mucho. ¿Es esto culpa mía? Quizás. Tienes ideas groseras y un positivismo brutal... ¡Valiente papel haría yo si me casara contigo! No, no seré yo esa víctima infeliz. Con los resabios que has adquirido, ¿qué confianza puedes inspirar? Porque si no me parece bien vender el honor de un marido por el amor de otro hombre, ¡cuánto peor es venderlo por un aderezo de brillantes!... Y a eso vas tú, no me lo niegues; a eso vas sin que tú misma te des cuenta de ello. Ahí has de parar. Reconozco que tengo una parte de culpa, pues te he enseñado a arrastrar tu fidelidad conyugal por los mostradores de las tiendas de lujo... Y para que veas que haces mal en juzgarme a mí por ti; para que veas que aunque hago números no estoy tan metalizado como tú, que no sabes hacerlos, te diré que puedes quedarte con lo que te anticipé a la administración de tu casa para que los usureros no profanaran el duelo del pobre Pepe, aquel ángel, aquel santo a quien no quiero parecerme, ¿sabes? a quien no quiero parecerme. Te regalo esos cuartos para que los gastes con tus nuevos amigos. Me felicito de esta nueva pérdida, que me libra de ti para siempre, lo dicho, para siempre (cogiendo mi sombrero.) En la vida más vuelvo a poner los pies en esta casa. Quédate con Dios.
Me levanté para salir. Contra lo que esperaba, Eloísa permaneció muda y fría. O creyó que mi determinación era fingimiento y táctica para volver luego más amante, o había perdido la ilusión de mí como yo la había perdido de ella. Salí al gabinete próximo, y mis pasos hacia la antesala fueron detenidos por una vocecita que siempre me llegaba al alma. Era la de Rafael, que montado en un caballo de palo, lo espoleaba con un furor inocente. No me era posible salir sin darle cuatro besos. ¡Pobrecito niño! De buena gana me le habría llevado conmigo... Fui a donde sonaba la voz, y... ¡otra interesante sorpresa!... Camila, con la mantilla puesta, como acabada de llegar de la calle, tiraba del caballo, que se movía al fin con rechinar áspero de sus mohosas ruedas. En el mismo instante entró Eloísa que dijo a su hermana: «Quédate a almorzar». Y a mí también me dijo con acento firme: «José María, quédate. Espero al Saca-mantecas y nos reiremos mucho». La idea de estar junto a Camila me hizo dudar. Por un instante mi debilidad andaluza estuvo a punto de dar al traste con mi entereza inglesa; pero venció esta y rehusé.
Camila se fue cantando. Iba a quitarse la mantilla y a dar un recado a Micaela. Nos quedamos solos Eloísa y yo con el pequeño, a quien besé con ardor.
«¡Pobre niño! -dije mientras él, apeándose, subía la silla que se había corrido a la barriga del caballo-. Aunque no nos hemos de ver más, me comprometo con juramento que hago sobre la cabeza de este clavileño, a hacerme cargo de su educación y a costearle una carrera cuando su desdichada mamá esté en la miseria.
Eloísa volvió al otro lado la cara y no dijo nada. Con inquieta presteza, se puso Rafael a horcajadas. Yo le volví a besar... Entonces su madre, ella misma, sí, ¡cuán presente tengo esto! llegose a él, y poniéndose de rodillas y rodeándole la cintura con sus brazos, le dijo: «Vamos a ver, Rafael; estate quieto un momento y contéstanos a lo que te vamos a preguntar. José María y yo nos vamos ahora de Madrid, nos vamos... él por un lado, y yo por otro. (El chico miraba a su madre con profunda atención, y después me miraba a mí.) Tú no puedes ir a un tiempo con él y conmigo, porque no te vamos a partir por la mitad. ¿Qué te parece a ti? ¿Debemos partirte con un cuchillo? Claro que no. Has de ir enterito con uno de los dos... Vamos a ver; decide tú con quién vas a ir, ¿con José María o conmigo?
Sin vacilar un instante, el niño me echó los brazos al cuello, hociqueándome primero y recostando después su cabeza en mi hombro como en una almohada. Cuando quise mirar a Eloísa, ya no estaba allí. Huyó la pícara. Oí el roce de su bata de seda, y nada más... Dejando al pequeñuelo en poder de Camila, que había vuelto a entrar, salí a la calle con vivísima opresión en el pecho.