Lo prohibido : XIV
Hielo

de Benito Pérez Galdós
Sentía imperiosa necesidad de estar solo. La tristeza reclamaba todo mi ser, y tenía que dárselo, aislándome. Conocí que venía sobre mí un ataque de aquel mal de familia que de tiempo en tiempo reclamaba su tributo en la forma de pasión de ánimo y de huraña soledad. Y lo que había visto y sentido en tales días era más que suficiente motivo para que el maldito achaque constitutivo se acordara de mí. En la soledad de aquella noche y de todo el día siguiente tuve un compañero, Carrillo, cuya imagen no me dejó dormir. El ruido de oídos, que me martirizaba, era su voz; y mi sombra, al pasearme por la habitación, su persona. Le sentía a mi lado y tras de mí, sin que me inspirara el temor que llevan consigo los aparecidos. Es más: me hacía compañía, y creo que sin tal obsesión habría estado más melancólico. Mi afán mayor, mi idea fija era querer penetrar, ya que antes no pude hacerlo, las propiedades íntimas de aquel carácter, y descifrar la increíble amistad que me mostró siempre, mayormente en sus últimos instantes. ¡Era para volverme estúpido! Cuando dicho afecto me parecía un sentimiento elevadísimo y sublime, comprendido dentro de la santidad, mi juicio daba un vuelco y venía a considerarlo como lo más deplorable de la miseria humana. Yo me secaba los sesos pensando en esto, traspasado de lástima por él, a veces sintiendo menosprecio, a ratos admiración.
Los días se sucedían lentos y tristes, sin que yo quebrantara mi clausura. No recibía a nadie, y si mis íntimos amigos o mi tío o Raimundo iban a acompañarme, hacía lo posible por que me dejasen solo lo más pronto posible. Pasados tres días, Carrillo se borraba poco a poco de mi pensamiento; le veía bajo tierra confundiéndose con esta y disolviéndose en el reino de la materia, como su memoria en el reino del olvido. Lo que en primer término ocupaba ya mi espíritu era la casa de Eloísa, todo lo material de ella. Los muebles, las paredes cargadas de objetos de lujo, el ambiente, el color, la luz que entraba por las ventanas del patio, componían un conjunto que me era horriblemente antipático y aborrecible. La idea de ser habitante de tal casa y de mandar en ella me producía el mismo terror angustioso que en otros ataques la idea de sentir un tren viniendo sobre mí. No, yo no quería ir allá, yo no iría allá por nada del mundo. El recuerdo solo de las afectadas pompas de aquellos jueves poníame en gran turbación, acompañada de un trastorno físico que me aceleraba el pulso y me revolvía el estómago... Pero lo que me confundía más y me llenaba de estupor, era notar en mí una mudanza extraordinaria en los sentimientos que fueron la base de mi vida toda en los últimos años. A veces creía que era ficción de mi cerebro, y para cerciorarme de ello, ahondaba, ahondaba en mí. Mientras más iba a lo profundo, mayor certidumbre adquiría de aquel increíble cambio. Sí, sí; la muerte de Pepe había sido como uno de esos giros de teatro que destruyen todo encanto y trastornan la magia de la escena. Lo que en vida de él me enorgullecía, ahora me hastiaba; lo que en vida de él era plenitud de amor propio, era ya recelos, suspicacia con vagos asomos de vergüenza. Si robarle fue mi vanidad y mi placer, heredarle era mi martirio. La idea de ser otro Carrillo me envenenaba la sangre. La desilusión, agrandándose y abriéndose como una caverna, hizo en mi alma un vacío espantoso. No era posible engañarme sobre esto.
Pero aún dudaba yo de la realidad del fenómeno, y decía: «Falta comprobarlo. No me fiaré de los lúgubres espejismos de mi tristeza. Vendrán días alegres, y la mujer que fue mi dicha, seguirá siéndolo hasta el fin de mi vida.
Dos semanas estuve encerrado. Eloísa me mandaba recados todos los días. Yo exageraba mi enfermedad, fundando en ella mil pretextos para no salir de casa. Por fin, una mañana la viuda de Carrillo fue a verme. Era la primera vez que salía después de la desgracia. Venía vestida con todo el rigor del luto y de la moda, más hermosa que nunca. Al verla, no sé lo que pasó en mí. Sentí un frío mortal, un miedo como el que inspiran los animales dañinos. Sus afectuosas caricias me dejaron yerto. Observé entonces la autenticidad del fenómeno de mi desilusión, pues mi alma, ante ella, estaba llena de una indiferencia que la anonadaba. La miré y la volví a mirar; hablamos y me asombraba de que sus encantos me hicieran menos efecto que otras veces, aunque no me parecieran vulgares. Era un doble hastío, un empacho moral y físico lo que se había metido en mí; arte del demonio sin duda, pues yo no lo podía explicar. «Será la enfermedad -me decía yo para consolarme-. Esto pasará. Cierto que yo venía sintiendo cansancio; pero ella me interesaba el corazón. ¿Cómo ya no me hiere adentro? ¿De qué modo la quería yo? ¿Qué casta de locura era la mía?... Nada, nada; esto tiene que pasar.
Seguíamos hablando, ella muy cariñosa, yo muy frío. Nuestra conversación, que al principio versó sobre temas de salud, recayó en cuestiones de arreglo doméstico. Sin saber cómo, fue a parar al funeral de su marido. Ella quería que fuese de lo más espléndido, con muchos cantores, orquesta y un túmulo que llegase hasta el techo. Yo me opuse resueltamente a esta dispendiosa estupidez. Sin saber cómo me irrité, corriome un calofrío por la espalda, subíame calor a la cabeza, y palabra tras palabra, me salió de la boca una sarta de recriminaciones por su afán de gastar lo que no tenía. «Te has empeñado en arruinarte, y lo conseguirás. No cuentes conmigo. Ahógate tú sola, y déjame a mí. Si crees que voy a tolerarte y a mimarte, te equivocas... No puedo más...
Ella se quedó lívida oyéndome. Jamás la había tratado yo con tanta dureza. En vez de contestarme con otras palabras igualmente duras, pidiome perdón; le faltó la voz; empezó a llorar. Sus lágrimas espontáneas hicieron efecto en mí. Reconocí que había estado ridículamente brutal. Pero no me excusé, pues en mi interior había una ira secreta que me aconsejaba no ceder. Eloísa me miraba con sus ojos llenos de lágrimas, y en tono de víctima me dijo: «¿Yo qué he hecho para que me trates así?».
Empecé a pasearme por la habitación. Sentía un vivísimo, inexplicable anhelo de contradecirla, y de sostener que era blanco lo que ella decía que era negro.
-Es que estoy notando en ti una cosa rara -prosiguió-. ¿Tienes alguna queja de mí? ¿En qué te he ofendido? Porque desde que entré apenas me has mirado, y tienes un ceño que da miedo... Hoy esperaba encontrarte más cariñoso que nunca, y estás hecho una fiera. Eres un ingrato. ¡Así me pagas lo mucho que te he querido, los disparates que he hecho por ti y el haber arrojado a la calle mi honor por ti, por ti...! Algo te pasa, confiésalo, y no me mates con medias palabras. ¿Me habrá calumniado alguien...?
Con un gesto expresivo le di a entender que no había calumnia. Secó ella sus lágrimas y en tono más sereno me dijo: «Estas noches he soñado que ya no me querías. Figúrate si habré estado triste».
Comprendí que mi conducta era poco noble, y me dulcifiqué. Hice esfuerzos por aparecer más contento de lo que estaba, y le rogué que no hiciera caso de palabras dictadas por mi tristeza, por el mal de familia. Insistí, no obstante, en que el funeral fuera modesto, y ella convino razonablemente en que así había de ser. No quiso dejarme hasta que no le prometí ir todos los días a su casa, desde el siguiente, para arreglar las cuentas, ordenar papeles y ver los recursos ciertos con que contaba. Cuando se fue, halleme más sereno, la veía con ojos de amistad y cariño; pero no encontraba ya en mí el interés profundo que antes me inspiraba. ¿Qué me había pasado? ¿Qué era aquello? ¿Acaso las raíces de aquel amor no eran hondas? Sin duda no, y él mismo se me arrancaba sin remover lo íntimo de mi ser. Era pasión de sentidos, pasión de vanidad, pasión de fantasía la que me había tenido cautivo por espacio de dos años largos; y alimentada por la ilegalidad, se debilitaba desde que la ilegalidad desaparecía. ¿Es tan perversa la naturaleza humana que no desea sino lo que le niegan y desdeña lo que le permiten poseer? Después de dar mil vueltas a estos raciocinios, me consolaba otra vez atribuyendo mi desvarío a los pícaros nervios y a la diátesis de familia... Volverían, pues, mis afectos a ser lo que fueron, cuando se restableciese mi equilibrio.
Era mi deber ir a casa de Eloísa, y fui desde el día siguiente. Ocupando en el despacho de Carrillo el mismo lugar que él ocupó, con el propio escribiente cerca de mí, rodeado de papeles y objetos que me recordaban la persona del difunto, di principio a mi tarea. Para penetrar hasta donde estaba lo importante, tuve que desmontar una capa enorme de apuntes y notas sobre la Sociedad de niños y otros asuntos que no venían al caso. Todo lo que había sobre la administración de la casa era incompleto. Gracias que el amanuense, conocedor de los hábitos de su antiguo señor, me esclarecía sobre puntos muy oscuros. Poco a poco fuimos allegando datos, y por fin llegué a dominar el enredo, que era ciertamente aterrador. La casa estaba desquiciada, y al declararme Eloísa dos meses antes sus apuros, no había dicho más que la mitad de la verdad. Me había ocultado algunos detalles sumamente graves, como, por ejemplo, que el administrador de Navalagamella les había adelantado dos años de las rentas de esta finca, descontándose el 20 por 100; que había una deuda que yo no conocía, importante unos seis mil duros; que se tomaron, para atender a necesidades de la casa, parte de unos fondos pertenecientes a la Sociedad de niños, y era forzoso restituirlos.
Sin rodeos pinté a mi prima la situación. «Estás arruinada -dije-. Si no se acude pronto a salvar lo poco que aún queda a tu hijo, este no tendrá con qué seguir una carrera, como alguien no se la dé por caridad.
Ella me oyó atónita. Su poca práctica en el manejo de la hacienda propia disculpaba el error en que estaba. Después de meditar mucho, díjome entre suspiros:
«Viviremos con la mayor economía, con pobreza si es preciso. Dispón tú lo que quieras.
Empecé a desarrollar mi plan. Se suprimirían todos los coches; se despedirían casi todos los criados que quedaban; se procuraría alquilar la casa, lo cual era difícil como no la tomase alguna embajada. Se venderían los cuadros de primera, los de segunda, y todas las porcelanas y objetos de arte, las joyas, los encajes ricos, aunque fuera por el tercio de su valor, o por lo que quisieran dar; y como fin de fiesta, la familia se sometería a un presupuesto de sesenta o setenta mil reales todo lo más.
«¡Almoneda total! -exclamó la viuda con su mirar hosco clavado en el suelo.
No necesito decir que una parte de este presupuesto recaería sobre mí, pues la testamentaría, tal como estaba, no podía contar con nada en un período de tres o cuatro años, necesario para desempeñar las rentas. Y seguí trabajando, para desenredar por completo la madeja económica. ¡Cuántas noches pasé en aquel triste despacho! Me causaba hastío y pesadumbre el verme allí. Iba notando no sé qué extraña semejanza entre mi ser y el de Carrillo, y cuando vagaba de noche por los vacíos salones para ir al cuarto de Eloísa, donde estaban de tertulia Camila y María Juana, parecíame que mis pasos eran los del pobre Pepe, y que los criados, al verme pasar, recibían la misma impresión que si yo fuera su difunto amo.
Para remachar la bancarrota, el médico nos presentó una cuenta horrorosa. No había curado al enfermo, ni había hecho más que ensayar en él diferentes sistemas terapéuticos, sin que ninguno diese resultado; pero pretendía cobrar quince mil duros por su asistencia de un año. ¡Escándalo mayor...! Yo estaba volado. Le escribí en nombre de Eloísa negándome a pagarle. Él se encabritó y amenazó con los tribunales. Por fin, después de pensarlo mucho y de consultar el caso con personas prácticas, llegamos a una transacción. Se le darían ocho mil duros y en paz. Esta cantidad, y otras que fueron necesarias para que la casa pudiera hacer su transformación, pues hasta el economizar cuesta dinero, tuve que abonarlas yo. Pero lo hice en calidad de adelanto sin interés, para reintegrarme conforme entrara en orden la testamentaría.
Y Eloísa me decía con efusión: «En tus manos me pongo. Sálvame y salva a mi hijo de la ruina». ¿Cómo resistirme a este deseo, cuando ella había sacrificado su honor a mi orgullo? Y su honor valía bastante más que mis auxilios administrativos y pecuniarios. Al mismo tiempo, yo quería tanto al pequeño, que por él solo habría hecho tal sacrificio aunque no estuviese de por medio su madre.
Obligáronme, pues, mis quehaceres en la casa a una intimidad que verdaderamente no me era ya grata. Cada día surgían cuestiones y rozamientos... Mi prima y yo estábamos siempre de acuerdo en principio; pero en la práctica discrepábamos lastimosamente. Entonces vi más clara que nunca una de las notas fundamentales del carácter de Eloísa, y era que cuando se le proponía algo, contestaba con dulzura conformándose; pero después hacía lo que le daba la gana. Sus palabras eran siempre dóciles, y sus acciones tercas. Sin oponer nunca resistencia directa, ni dar la cara en su sistemática autonomía, llevaba adelante el cumplimiento de su voluntad con acción lenta, sorda, astuta, resbaladiza. Esto se vio en aquel caso importantísimo de las economías. Cuando se trataba de ellas verbalmente, todo era conformidad, palabras suaves y zalameras. «¡Oh! sí, es preciso... Estoy a tus órdenes... Me haré un vestido de hábito para todo el año...». Pero en la práctica, todo esto era un mito, y las economías se quedaban en veremos... Siempre había aplazamientos; surgían dificultades inesperadas... Ni la casa se desocupaba para alquilarla, ni se reducía el gasto doméstico a la mínima expresión. No parecía comprador para los cuadros. Al fin se vendieron los zafiros; pero con el producto de ellos, Eloísa adquiría perlas. Lo supe por una casualidad, y cambiamos palabras duras. Ella me dio la razón... ¡siempre lo mismo! pero las perlas, compradas se quedaron... «El mes que entra dejo la casa, y se hará la almoneda. Seré obediente... soy tu esclava». Tantas veces había oído esto, que ya no lo creía.
Ya no se invitaba a nadie a comer; pero poco a poco iba naciendo un poquito de tertulia de confianza en el gabinete de Eloísa, a la cual concurrían Peña, Fúcar y Carlos Chapa. Entre tanto, los aflojados lazos se apretaron, trayéndome la triste evidencia de que mi frialdad no era obra de los malditos nervios, sino que tenía su origen en regiones más profundas de mi ser. Se manifestaba principalmente en la falta de estimación, y en que mis entusiasmos eran breves, siempre seguidos de aburrimiento y de amargores indefinidos. Por algún tiempo llegué a creer que este fenómeno mío se repetiría en ella; pero no fue así. La viudita me mostraba el cariño de siempre; hasta se me figuró advertir en aquel cariño pretensiones de depuración, de hacerse más fino, más ideal, por lo mismo que se acercaba la ocasión de legitimarlo. Esto me daba pena. Diferentes veces había hecho ella referencia a nuestro casamiento, dándolo por cosa corriente. No se hablaba de él en términos concretos, como no se habla de lo que es seguro e inevitable. Yo ¡ay de mí! pasaba sobre este asunto como sobre ascuas, y cuando Eloísa aludía al tal matrimonio, hacíame el tonto; no comprendía una palabra. Me entusiasmaba poco aquella idea; mejor dicho, no me entusiasmaba nada; quiero decirlo más claro, me repugnaba, porque bien podían mis apetitos y mi vanidad inducirme a conquistar lo prohibido; pero ser yo la prohibición... ¡jamás!
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