Lo prohibido: 05
I
editarMi enfermedad había empezado en Noviembre, cuando los alcarreños vestidos de paño pardo pregonaban por Madrid buena castaña, buena nuez. No estuve en situación de salir de casa hasta los días precursores de la Pascua, cuando el mazapán atarugaba las tiendas y andaban ya los niños tocando tambores por las calles. Navidad, la familiar, alegre y cristiana fiesta se acercaba. Pasé buenos ratos discurriendo los regalos que haría. Hice tantos, que sólo en dulces y vinos gasté un dineral. Yo quería que todos participasen de la dicha de mi restablecimiento, y la mejor manera de conseguirlo era hacer emisarios de mi buena nueva a los respetables pavos, enviándolos a todas partes para que los sacrificaran en honor mío. María Juana nos dio una excelente cena en la noche del 25. Éramos unos quince, todos de la familia de Bueno de Guzmán y de Medina. Los dueños de la casa estuvieron muy amables conmigo, prodigándome los cuidados que mi endeble estómago exigía. Todo lo que sirvieron pareciome excelente; pero Eloísa, que era un tanto criticona, me habló en confianza al día siguiente de la abundancia ordinaria que reinaba en la mesa y de las maneras excesivamente campechanas de Cristóbal Medina, en quien ella no podía menos de ver el tipo de castellano viejo que puso Larra en uno de sus admirables artículos de costumbres. Nada ocurrió en la cena digno de contarse, como no sea que Carrillo se puso malo y tuvo su mujer que llevársele a casa antes de concluir. Venía padeciendo el infeliz de una enfermedad no bien diagnosticada por los médicos. Debía de ser alguna perturbación nutritiva, algo como albuminuria, diabetes o cosa tal. Sufría horribles cólicos nefríticos. Al día siguiente, cuando fui a verle, ya estaba mejor, y me dio un solo de política sobre la feliz aproximación de la democracia a la monarquía, cosa que en verdad, como otras muchas de este jaez, me tenían a mí sin cuidado. Carrillo parecía vivir en cuerpo y alma para fin tan glorioso; había entrado en relaciones estrechas con diferentes hombres políticos de medianas vitolas, y probablemente sería senador muy pronto. Gustaba de trabajar y de leer autores ingleses, traducidos al francés, porque era de los que se entusiasman con las instituciones británicas, creyendo que las vamos a imitar de sopetón y a implantarlas aquí en menos que canta un gallo.
Eloísa, en confianza, me había manifestado cierto disgusto pocos días antes, porque lo primerito que se le había ocurrido a su marido, al tener dinero, era contribuir a la fundación de un periodicazo que iba a salir pronto. ¿No era esto una tontería? Las cosas que Carrillo me hablaba, su manía anglo-política, la creación del diario destinado a casamentar la Democracia con el Trono y fundir en el molde de las ideas lo tradicional y lo revolucionario, hiciéronme comprender que tenía ambición. Confieso que lo sentí. Parece que la ambición implica facultades, y siempre que Pepe me manifestaba tenerlas, bien por su conversación, bien por sus acciones, yo me entristecía. Habría deseado que aquel hombre careciese de mérito. Y sin embargo, este anhelo mío era defraudado a cada instante, porque el marido de Eloísa me revelaba un día y otro, al mostrarme sus pensamientos, calidades que yo no creía tener. Cuando hablaba de asuntos políticos; cuando diagnosticaba las lepras de nuestra Nación, y los remedios (ingleses se entiende) que a gritos pide nuestra sociedad política, hallábale yo tan elocuente, tan razonable, tan talentudo, que me llenaba de tristeza. ¿Valía o no valía? Severiano sostenía que no. Yo, triste, me figuraba que sí. En mi mente le daba valor, sólo por el hecho de envidiarle, y razonaba así: «Es imposible que el dueño de Eloísa haya llegado a la posesión de ella sin merecerla».
Yo... ¿para qué andar con rodeos? válgame mi sinceridad... yo estaba enamorado de mi prima. Entrome aquella desazón del espíritu, aquella enfermedad terrible, no sé cómo, por su belleza, por su gracia, por mi flaqueza; ello es que me atacó de firme, embargándome de tal modo, que no me dejaba vivir. Se apoderó de mis sentidos, de mi espíritu y de mis pensamientos con fuerza irresistible. No había razón ni voluntad contra mal tan grande. Lo hacían doblemente grave lo criminal del objeto y lo divino del origen. Diré las cosas claras, así es mejor. Aquella prima mía me gustaba tanto, tanto, que por el simple hecho de gustarme extraordinariamente la consideraba mía. El ser de otro era un desafuero, una equivocación de los hombres, nacida de una trastada del tiempo. ¿Por qué no vine yo a Madrid dos años antes? ¿Por qué no se podía deshacer lo hecho atropellada y neciamente? Con este modo de razonar cohonestaba yo mi criminal inclinación, apoyándola en el fuero de la Naturaleza y dando de lado a las leyes sociales y eclesiásticas.
Desde que el diente aquel invisible empezó a roerme las entrañas, el objeto principal de mis cavilaciones era el siguiente: «¿Valía Carrillo más que yo? ¿Valía yo más que él?». Para mayor desgracia mía, cuando movido de un cierto espíritu de reparación, le consideraba yo adornado de grandes méritos, y por ende superior a mí por los cuatro costados, los demás se inclinaban a la opinión contraria; de lo que resultaba que enalteciendo mi bondad, estimulaban mi maldad. ¡Qué espantosa confusión!
Y debo decirlo sin inmodestia. La opinión de la familia era unánime en favor mío. La misma Eloísa, hablando conmigo una noche, me había llenado el alma de fatuidad. Medio en serio, medio en burla, tratábamos del carácter de diversas personas, y el mío no se quedó en el tintero. Parecía que había un empeño particular en acribillarme con chanzas inocentes. Por fin, en un tonillo de broma, de esa broma que es la quinta esencia de la seriedad, Eloísa me dijo: «Pues mira, si hubiera en casa una hermana soltera, te la endosaríamos... no tendrías más remedio que cargar con ella.
Mi tía Pilar, sin faltar a la discreción, me había hecho comprender varias veces, hablando conmigo de asuntos de familia, que el casamiento de su hija con Carrillo había sido una precipitación, uno de esos desaciertos que no se explican. La herencia era una mezquindad, y Eloísa merecía más. Mi tío había sido, como se recordará, algo más explícito, y echaba la culpa de tal precipitación a su mujer. En resumen: la opinión más favorable a Carrillo en aquella casa era siempre la mía.
Lo que no estorbaba que yo estuviese prendado de mi prima con una vehemencia romántica, con una ilusión de mozalbete y de principiante que decía mal con mis treinta y siete años. Yo pensaba lo que es de cajón pensar en tales casos, es decir, que ella y yo éramos el uno para el otro, que habíamos nacido para unirnos, para ser dos piezas inseparables de un solo instrumento, y que la disgregación fatal en que vivíamos era uno de los mayores absurdos del Universo, un tropiezo en la marcha de la sociedad. Y al mismo tiempo que esto pensaba, la idea de tener relaciones ilícitas con ella me causaba pena, porque de este modo habría descendido del trono de nubes en que mi loca imaginación la ponía. Si yo hubiera manifestado estos escrúpulos a cualquiera de mis amigos, a Severiano Rodríguez, por ejemplo, se habría estado riendo de mí dos semanas seguidas, pues no merecía otra cosa un quijotismo tan contrario a mi época y al medio ambiente en que vivíamos. Mi ilusión era vivir con ella en vida regular, legal y religiosa. De otra manera, tanto ella como yo valdríamos menos de lo que valíamos. Por esto se verá que yo tenía buenas ideas, o lo que es lo mismo, que yo era moral en principio. Serlo de hecho es lo difícil, que teóricamente todos lo somos.
Este quijotismo, esta moral de catecismo había sido uno de los principales ornatos de mi juventud, cuando la vida serena, regular, pacífica no me había presentado ocasiones de desplegar mis energías iniciales propias. Yo era, pues, como un soldado que ha estado sirviendo mucho tiempo sin ver jamás un campo de batalla, y para quien el valor es aún fórmula consignada en la hoja de servicios, persuasión vaga de la dignidad, no comprobada aún por los hechos. Por fin, cuando menos lo pensaba, el humo de la batalla me envolvía. Pronto se vería quién era yo y cuál era el valor de mi valor, o dejando a un lado el símil, qué realidad tenían mis convicciones.
Para mejor inteligencia de estas páginas, dictadas por la sinceridad, quiero referir ciertos antecedentes de mi persona. Alguno de los que esto leen los habrá echado de menos, y no quiero que se diga que no me manifiesto de cuerpo entero, tal cual soy en todas mis partes y tiempos.
II
editarNací en Cádiz. Mi madre era inglesa, católica, perteneciente a una de esas familias anglomalagueñas, tan conocidas en el comercio de vinos, de pasas, y en la importación de hilados y de hierros. El apellido de mi madre había sido una de las primeras firmas de Gibraltar, plaza inglesa con tierra y luz españolas, donde se hermanan y confunden, aunque parezca imposible, el cecear andaluz y los chicheos de la pronunciación inglesa. Pasé mi niñez en un colegio de Gibraltar dirigido por el obispo católico. Después me llevaron a otro en las inmediaciones de Londres. Cuando vine a España, a los quince años, tuve que aprender el castellano, que había olvidado completamente. Más tarde volví a Inglaterra con mi madre y viví con la familia de esta en un sitio muy ameno que llaman Forest Hill, a poca distancia de Sydenham y del Palacio de Cristal. La familia de mi madre era muy rigorista. A donde quiera que volvía yo los ojos, lo mismo dentro de la casa que en nuestras relaciones, no hallaba más que ejemplos de intachable rectitud, la propiedad más pura en todas las acciones, la regularidad, la urbanidad y las buenas formas casi erigidas en religión. El que no conozca la vida inglesa apenas entenderá esto. Murió mi buena madre cuando yo tenía veinticinco años, y entonces me vine a Jerez, donde estaba establecido mi padre.
Era yo, pues, intachable en cuanto a principios. Los ejemplos que había visto en Inglaterra, aquella rigidez sajona que se traduce en los escrúpulos de la conversación y en los repulgos de un idioma riquísimo, cual ninguno, en fórmulas de buena crianza; aquel puritanismo en las costumbres, la sencillez cultísima, la libertad basada en el respeto mutuo, hicieron de mí uno de los jóvenes más juiciosos y comedidos que era posible hallar. Tenía yo cierta timidez, que en España era tomada por hipocresía.
Mi padre era un hombre de pasiones caprichosas, todo sinceridad, indiscreto a veces, de genio vivísimo y bastante opuesto a lo que él llamaba los remilgos británicos. Se reía de la perífrasis de la conversación inglesa, y hacía alarde de soltar las franquezas crudas del idioma español en medio de una tertulia de gente de Albión. A veces sus palabras eran como un petardo, y las señoras salían despavoridas. Al poco tiempo de vivir con él, noté que sus costumbres distaban mucho de acomodarse a mis principios. Mi padre tenía una querida en la propia vivienda. Un año después tenía tres, una en casa, otra en la ciudad y la tercera en Cádiz, a donde iba dos veces por semana. Debo decir que en vida de mi madre había sido muy hábil y decoroso mi padre en sus trapicheos, y por esta razón los disgustos que dio a su señora no fueron extremados.
Sin faltarle al respeto, emprendí una campaña contra aquellos desafueros paternos. Si no logré todo lo que pretendía, al menos conseguí que rindiera culto a las apariencias. La mujer que vivía en su casa se trasladó a otra parte. Esto era un principio de reforma. Lo demás lo trajeron la vejez del delincuente y su invalidez para la galantería. En tanto yo daba viajes a Inglaterra, haciendo allí vida de soltero por espacio de tres o cuatro meses. Sólo dos veces por semana iba a comer a Forest Hill, donde seguían viviendo las hermanas y sobrinas de mi madre, y el resto del tiempo lo pasaba bonitamente entre los amigos que tenía en el City y en el West. Me alojaba en Langham Hotel y pasaba los días y noches muy entretenido. Frecuentaba la sociedad ligera sin abandonar la regular, y al volver a mi patria, notaba en mí síntomas de decadencia física que me alarmaban. Puesto que mis ideas eran siempre buenas, hacía propósito firme de practicarlas fundando una familia y volviendo la hoja a aquella soltería estéril, infructuosa y malsana.
Cuando mi padre se retiró de los negocios, dejando todo a mi cargo, mis viajes a Inglaterra fueron menos frecuentes y muy breves. En quince días o veinte entraba por Dover y salía por Liverpool o viceversa. Murió repentinamente mi padre cuando ya empezaba a curarse de sus funestas manías mujeriegas, y entonces, falto de todo calor en Jerez, sin familia, con pocos amigos, y viendo también que entraba en un período de gran decadencia el tráfico de vinos, realicé, como he dicho al principio, y me establecí en Madrid.
Pero aún falta un dato que, por ser muy principal, he dejado para lo último. Tuve una novia. Acaeció esto en la época en que, por cansancio de mi padre, estaba yo al frente de la casa. Era también de raza mestiza, como yo; española por el lado materno, inglesa católica por su padre, el cual había tenido comercio en Tánger y a la sazón era dueño de los grandes depósitos de carbón de Gibraltar. Además recibía órdenes de casas de Málaga y trabajaba en la banca. Llamábase mi novia Catalina. Le decían Kitty. Habíase criado en Inglaterra, con lo cual dicho se está que su educación era perfecta, sus maneras distinguidísimas. Prendeme de ella rápida y calurosamente un día en que, hallándome de paso en Gibraltar, me convidó a comer su padre. Su belleza no era notable; pero tenía una dulzura, una tristeza angelical que me enamoraban. La pedí y me la concedieron. Mi padre y el suyo se congratulaban de nuestra unión...
¡Maldita sea mi suerte! Aquel verano, cuando Kitty volvió con su padre de una breve excursión a Londres, la encontré desmejorada. La pobrecilla luchaba con un mal profundo que el régimen y la ciencia disimulaban sin curarlo. Octubre la vio decaer día por día. Noviembre la llamaba a la fría tierra con susurro de hojas caídas y secas. Yo iba todas las semanas a Gibraltar. Un lunes, cuando más descuidado estaba, porque el viernes precedente la había visto mejor, recibí un telegrama alarmante. Corrí a Cádiz; el vapor había salido; fleté uno y cuando me dirigía al muelle para embarcarme, un amigo de la casa saliome al encuentro en Puerta de Mar y echándome su brazo por encima del hombro, me dijo con mucho cariño y tono muy lúgubre que no fuera a Gibraltar. Comprendí que la pobre Kitty había muerto. Se me representó fría y marmórea, su mirar triste, apagado para siempre. Mi dolor fue inmenso. Tuve horribles tristezas, dolencias que me agobiaron, ruidos de oídos que me enloquecieron. El tiempo me fue curando con la pausada sucesión de los días, con el rodar de las ocupaciones y de los negocios. Cuando vine a Madrid habían pasado cinco años de esta desgracia que truncó mis soberbios planes domésticos, dio a mi vida giros inesperados y a mi conciencia direcciones nuevas.
Eloísa no se parecía nada a Kitty. La pobre inglesa difunta era graciosa, modesta, descolorida, de voz tenue y ojos claros que revelaban ingenuidad y delicadeza; mi prima era arrogante, hermosa, tenía coloración enérgica de la tez y el cabello, y sus ojos quemaban. No obstante esta radical diferencia, yo había dado en creer que el alma de Kitty se había colado en el cuerpo de Eloísa y se asomaba a los ojos de esta para mirarme. ¡Qué simpleza la mía! Era esto quizás una nueva manifestación de las manías de nuestra raza, tan bien monografiadas por mi tío, porque bien me sabía yo que las almas no juegan a la gallina ciega, y mis ideas respecto a la transmigración eran tan juiciosas como las de cualquier contemporáneo. Pero no lo podía remediar. Echaba la vista sobre Eloísa y veía en sus ojos el cariño apacible y confiado de Kitty. Era ella, la mismísima, reencarnada, como las diosas a quien los antiguos suponían persiguiendo un fin humano entre los mortales; y asomada a la expresión de aquel semblante y de aquellos ojos, me decía: «Aquí estoy otra vez; soy yo, tu pobrecita Kitty. Pero ahora tampoco me tendrás. Antes te lo vedó la muerte, ahora la ley».