Lo de Cuba
Se confirma la noticia de que el Caballero de Rodas va a la Habana a relevar al general Dulce.
Algo significa la marcha a la isla de Cuba del pacificador de Cádiz y Málaga, para mayor tranquilidad de los peninsulares que tienen todavía algunos cuartos que perder en aquellas regiones.
Pero significa y vale mucho más la venida del general Dulce.
La lástima es que con este relevo no se concluye de exterminar a los insurrectos y que, si ustedes me apuran un poco, con la ida del Caballero de Rodas queda la cuestión en el punto en que se hallaba con la presencia en Cuba del general Dulce.
Para que los peninsulares residentes en la isla de Cuba respiraran tranquilos era preciso que a la salida del general vicalvarista y a la entrada del Caballero de Rodas acompañase el relevo de otros muchos jefes militares y civiles que, a pesar de sus incesantes desvelos en pro de la causa española, han tenido la desgracia de parecer más simpáticos a los rebeldes que a los leales de Cuba.
Ello no pasa de ser una casualidad desdichada para los desfavorecidos; pero es lo cierto que los heroicos voluntarios peninsulares que allí se baten como leones, y que parecen ser el único sostén de la isla, se empeñan en no pronunciar con entera confianza otros nombres que los de Valmaseda, La Torre, Espinar y Clavijo, callando los de una multitud de brigadieres y coroneles, amén de varios capitanes, a quienes están encomendados los puestos y cargos más comprometidos de la empresa.
Ellos sabrán por qué hacer esas distinciones tan graves. Yo sólo sé que la insurrección, que al decir del Gobierno es cosa nuestra, colea aún muy viva en las jurisdicciones de Cinco Villas, Puerto Príncipe y Nuevitas y en otros muchos puntos del departamento oriental, donde no operan Valmaseda y La Torre, que, por lo visto, son más temibles para el enemigo que otros muchos jefes de la confianza del general Dulce, y, por consiguiente, de la más completa desconfianza de los voluntarios y demás peninsulares interesados en la conservación de la isla.
A propósito de los voluntarios de Cuba. Sin contar la sangre que han vertido, en ocho meses de campaña llevan gastados de su propio peculio los de la Habana solamente un millón de pesos.
Sin duda en agradecimiento a estos actos de patriotismo, tan raros en la Península, deben aquellos héroes las atenciones que les ha dispensado el general Dulce en el reglamento con que acaba de organizarlos.
Verdad es que entre los insurrectos y los voluntarios que los van destruyendo no puede haber nada de común, ni a los dos se les puede medir con un mismo rasero; y, por consiguiente, nada más natural en el hombre que protege la retirada de ciertos jefes de los primeros con salvoconductos especiales que la conducta desdeñosa que observa con los segundos, aun cuando éstos peleen bajo su bandera.
Y cuenta que no inculpo con esto al general Dulce, pues bien me consta que en ello se separa de la táctica que observa el Gobierno de la metrópoli, su inmediato jefe, en el propio asunto.
Sólo los que quieren ignorarlo no saben que una de las esperanzas más halagüeñas de los rebeldes es que el desaliento llegue a enervar los bríos de los voluntarios, sus implacables perseguidores, y no es el hecho que menos se la alimenta la semi amnistía que se ha dado a los desterrados a Fernando Poo con la fundada presunción de que mañana esa amnistía será completa y general.
Por eso decía yo que al presentarse el marqués de Castelflorite tan blando con la insurrección, no tenía nada que echarle en cara el Gobierno que le nombró para desempeñar tan comprometido cargo.
Y, si no, apelo al testimonio del señor Pérez Calvo, que, con el doble carácter de consejero privado e inspirador del general Dulce, y conocedor de todos los intríngulis de la insurrección, apenas sabe a qué palo quedarse, en su buen deseo de sacar toda la leña, posible de aquella guerra para el mayor bien o el menor mal de la madre patria o de sus gobernantes, que a ella le mandaron con un destino civil de los más morrocotudos.
A propósito de civiles: insisten los obcecados propietarios peninsulares de la Habana en que otra de las plagas que están devorando el producto de sus afanes es la nube que, a virtud de una plumada del señor Ayala, descargó sobre aquella Hacienda pública, de manera, según ellos, que desde septiembre acá el menor enemigo de la isla de Cuba ha sido la insurrección.
Por eso decía yo al empezar que muy bueno era el relevo del general Dulce por un hombre tan ejecutivo como el Caballero de Rodas, pero que no bastaba esto para tranquilizar a los españoles en Cuba, que se empeñan en no reconocer los sacrificios que en pro de sus intereses están haciendo otros muchos funcionarios de recién emisión, en cuyas manos, más que en las del capitán general, puede decirse que están las llaves de la isla.
No he citado a humo de pajas los sacrificios personales y pecuniarios de los peninsulares de Cuba en la campaña que vienen sosteniendo nueve meses hace. Creo que bien valen la pena de que el Gobierno se los remunere con un poco de tranquilidad y de confianza.
A este fin, me permito aconsejarle que los oiga con entera fe, y que cuando le digan: «Ese es sospechoso; ése es un traidor», ponga fuera de combate al uno y al otro, y en su lugar otros dos hombres sin tacha en su fama ni tilde en su conducta.
Para poder obrar así debe el Caballero de Rodas llevar el necesario repuesto de funcionarios aptos y honrados.
Pero si, como se lee en los periódicos, no lleva más que sus ayudantes, los españoles de Cuba volverán a sus trece, crecerá la esperanza consabida de los rebeldes, y los afanes de Miláns del Bosch se verán satisfechos al cabo.
Por si tal sucede, me apresuro a enviar la enhorabuena al segundo cubano, ya que el primero quiere serlo el general Dulce, según propia confesión en su inolvidable brindis de antaño, al hallarse entre la gente a quien su posición, más tal vez que sus ideas, obliga a perseguir con las balas de sus batallones y los salvoconductos de su puño y letra.
(De El Tío Cayetano, núm. 29.)
6 de junio de 1869.