Tradiciones peruanas - Novena serie
Lluvia de cuernos​
 de Ricardo Palma


Veame en las congojas del zampabodigos Poncio Pilatos si no es verdad que en la imperial villa de Potosí, allá por los años do 1647, llovieron cuernos.

Fué el caso que en 1671 vino de España a América, con nombramiento real de Gobernador de Potosí, el hidálgo don Luis Antonio de Oviedo, Herrera y Rueda, natural de Madrid y caballero de Santiago, el cual con el correr de los tiempos y por sus personales merecimientos, obtuvo de la corona ei nobiliario titulo de conde de la Granja. Es don Luis Antonio de Oviedo autor del celebrado poema, en octavas, Vida de Santa Rosa, y de otro, en romance, titulado Pasión de Cristo. El conde poeta murió en Lima en 1717, a los ochenta años de edad.

Muy popular y querido en Potosi era su señoría, porque, a fuerza de sagacidad y no de garrote, alcanzó á poner término a las sangrientas querellas de criollos y vascongados, y porque fué tan generoso amparador de los indios que forzó a los ricachos mineros a remunerar el rudo trabajo de los peones., con un pequeño aumento de salario.

El excelentísimo señor, conde de Lemos, virrey del Perú, que era un gallego con cabeza de cocobolo, desaprobó el procedimiento de su señoría el Gobernador y le ordenó que, en el término de la distancia, se presentase en Lima á dar cuenta de sus actos, entregando el gobierno de la villa á don Diego de Ulloa, del hábito de Santiago, y tan gallego como su excelencia.

Era el de Ulloa un viejo escuchimizado y carantamaula, el cual, según la voz pública, andaba muy bien de capitales, como que tenía los siete pecados.

En cuanto a talento administrativo parece que no tenía muchos sesos en la sesera, y sí mucho aserrín y virutas.

Llevaba don Diego casi dos años de gobierno en Potosí, donde por sus arbitrariedades, codIcia y corrupción se había conquistado universal odiosidad, cuando por correo de brujas se supo que á Lima había llegado una real orden desaprobando la destitución de Oviedo, y disponiendo que volviese al gobierno de la imperial villa. El mismo correo de brujas trajo también la nueva de que el virrey conde de Lemos era ya alma de la otra vida.

Oficialmente no se tenía por la autoridad la menor noticia, ni nadie había recibido en Potosí carta en que ambas novedades se comunicasen; pero el pueblo creía tan á pie puntillas en la veracidad del correo de brujas que una noche se echaron grupos a recorrer las calles, quemando cohetes y dando vítores á Oviedo.

Asomóse don Diego de Ulloa al balcón para informarse de lo que motivaba tamaño alboroto, é instruido de la causa echó un valecuatro, y continuó:

— Ya pueden ustedes, grandísimos borrachos, dejarse de bullanga y largarse á sus casas, antes que me atufe y haga una gallegada como mía. Esperen ustedes á su mentecato Oviedo como esperan los judies al Mesías, que ese mamarracho volverá de Gobernador el día que lluevan cuernos sobre mi cabeza. (Nota bene.— Su señoría militaba en el gremio de los solterones y era pescador de anchovetas en playa mansa). A su casa todo el mundo he dicho, y largó otro valecuatro.

Y sin más estrépito se disolvió la manifestación, como ahora decimos.

Corrieron dos semanas sin avanzar en noticias. Entre tanto los partidarios de Oviedo, que eran casi todos los vecinos, se echaron á comprar cuernos de carneros, ovejas y toros, en el rastro ó matadero de Potosí, y una mañana, á la hora del apelde matinal, volvió la turba populachera á presentarse bajo los balcones del Gobernador.

Este brincó del lecho y, á medio vestir, se presentó con ánimo de echar á la muchitanga un par de bravatas y cuatro barbaridades; pero los manifestantes, apenas vislumbraron la silueta de don Diego, empezaron á rasguear charangos y guitarras, acompañando á un andaluz de voz potentísima que cantó esta copla:


Viejo archipámpano y loco,

puedes ya irte á los infiernos,

¿de cuernos pediste lluvia?

pues toma lluvia de cuernos.


Y sin, más llovieron cornamentas sobre su señoría, forzándolo á refugiarse en el salón para no ser descalabrado.

Pocas horas después entró en Potosí, bajo arcos triunfales y pisando sobre barras de plata, el futuro conde de la Granja.

Don Diego siguió como vecino en la imperial villa, en la condición de san Alejo, es decir, cornudo y conforme, méritos por los que éste alcanzó el cielo y la santidad.