Liliana/V
V
Al día siguiente proseguimos el viaje. Extendíase ante nosotros una landa todavía más dilatada, más llana y más agreste; una región que en aquel tiempo apenas había sido hollada por el pie de los blancos; en una palabra, nos hallábamos en la Nebraska.
Durante los primeros días avanzamos con bastante rapidez con los parajes despoblados de árboles; pero no sin dificultad, a causa de la carencia absoluta de leña. Las riberas del Platte, que corta en toda su longitud aquellas inmensas llanuras, están cubiertas por densos matorrales y sauces; pero veíamonos obligados a permanecer alejados del cauce plano de aquel río, que, como de costumbre en primavera, iba crecido. Pasábamos, pues, las noches alrededor de menguados fuegos de estiércol de búfalo, que, por no estar bien seco, más que quemar, ardía con tenue llama cerúlea.
De esta suerte avanzábamos con gran penuria hacia el Big Blue River, donde podríamos hallar combustible en abundancia. Tenía aquel país todos—los caracteres de la tierra primitiva; de cuando en cuando, al pasar la caravana, que ahora avanzaba formando una cadena más compacta, huían piaras de antílopes de pelo bermejo con el vientre blanco, o a veces, por entre el oleaje de la hierba, aparecía una monstruosa y velluda cabeza de búfalo, de ojos sanguinosos y narices humeantes, y en las lejanías de la estepa surgían, cual puntos negros, numerosas bandadas de otros animales.
A trechos hallábamos también por el camino, semejando pequeñas ciudades, unos montones de tierra, puestos unos junto a otros, formados por el trabajo de innumerables alimañas subterráneas.
Al principio ningún indio nos salió al paso, y sólo ocho días después apercibimos a tres jinetes indígenas, adornados con plumas, que inmediatamente, cual si fueran fantasmas, desaparecieron de nuestros ojos.
Supe más tarde que la sangrienta lección dada a los indios de las riberas del Misurí había hecho muy pronto famoso el nombre de Big—ar (que así habían transformado el de Rig Ralf) entre las tribus de bandidos de la estepa, y que, además, la magnanimidad de que habíamos dado prueba para con los prisioneros había conmovido a aque—llos hombres nómadas y malvados, no desprovistos, sin embargo, de caballerescos sentimientos.
Llegados al Big Blue River, decidí detenernos durante ocho días en aquellas márgenes frondosas.
Lo que aun nos faltaba de viaje constituía la parte más ardua y escabrosa, porque más allá de las estepas comenzaban las Montañas Rocosas, y tras de ellas las maléficas tierras del Utah y de la Nevada. A pesar de la abundancia de pastos, los mulos y los caballos estaban extenuados, enflaquecidos, y era menester un descanso más prolongado para hacerles recuperar fuerzas.
Nos situamos, pues, en el triángulo que forman el río Big Blue y el Beaver Creek, Torrente de los Castores. Aquella abigarrada posición, defendida por dos lados por las corrientes de los dos ríos, y por el otro por la mole de los carros, era casi inexpugnable, tanto más cuanto que había en aquel sitio agua y leña suficientes. Como no era menester una gran vigilancia, el trabajo en el campamento resultaba casi nulo; de suerte que podía la gente entregarse con entera libertad a los goces de aquel paraíso.
Fueron aquéllos los días más venturosos de nuestro viaje: el cielo se mantuvo siempre sereno y las noches tan tibias, que se podía dormir al aire libre.
Salían los hombres de caza por la mañana y regresaban por la tarde cargados de antílopes y de aves de las estepas, que se encontraban a millones por las cercanías. El resto del día lo pasaban comiendo, durmiendo, cantando o tirando, por puro pasatiempo, a las ocas silvestres que en bandadas estrechas y larguísimas cruzaban el campamento.
Aquellos diez días fueron también los mejores y los más felices de toda mi vida. Desde por la mañana hasta el anochecer no me separaba un momento de Liliana, y de aquel constante trato que, empezando por fugaces entrevistas, había acabado por convertirse casi en verdadero consorcio de mi vida, adquirí el convencimiento absoluto de que mi amor por aquella suave y bondadosa niña había de ser eterno. Pude entonces conocerla más de cerca ya fondo. Muchas veces, durante la noche, en vez de dormir pensaba en qué fuese lo que me la hacía tan querida y tan necesaria a mi vida como el aire a mis pulmones. Dios lo sabe; estaba enamorado, enamoradísimo de su semblante encantador, de sus doradas trenzas, de sus ojos cerúleos, como el ciclo de la Nebraska, y de su talle flexible y esbelto, que parecía decirme: «Ayúdame y protéjeme siempre, porque sin ti no sabría vivir.» Dios lo sabe: amaba yo todo lo que le pertenecía, el más insignificante de sus pobres vestidos y adornos, y sentía hacia ella tan potente, tan fatal atracción, que todavía hoy no me sería posible, ni remotamente, explicarla.
Pero había en Liliana otro poderoso encanto: su suavidad y su ternura. Muchas mujeres había hallado yo en mi camino; pero un ángel semejante no lo encontró jamás, ni volveré nunca a encontrarlo, y cuando lo pienso me siento invadido por una tristeza infinita. Era su alma sensible, como la flor que cierra su corola cuando alguien se aproxima.
Conmovíanla fácilmente mis palabras y sabía asimilárselo todo; sabía reflejar todo pensamiento de igual manera que refleja el agua transparente lo que pasa junto a la orilla. Era el corazón de Liliana tan puro, era tanto su recato, que al abandonarse como lo hacía a mis caricias, comprendía yo muy bien la grandeza de su amor. Entonces, todo cuanto mi alma viril contenía de noble y honrado convertíase en gratitud hacia ella. Era Liliana mi consuelo y mi esperanza, la única persona, la que más quería yo en este mundo; y tan púdica, que yo había de esforzarme mucho para convencerla de que el amar no es un pecado.
Así, bajo tan suaves emociones, transcurrieron en las márgenes del río aquellos diez días inolvidables, en que, por fin, pude gozar de la mayor felicidad de mi vida.
Una vez, al amanecer, fuimos a pasear por la orilla del Beaver Creek; quería yo enseñarle á Liliana los castores que tenían sentados sus reales en un paraje distante apenas media milla de nuestro tabor. Andando con cautela por entre zarzas y matorrales, llegamos pronto al sitio aquel. Alrededor de una especie de golfo o lago formado por el torrente alzábanse dos corpulentos hickorys o nogales americanos, y en los bordes crecían numerosos sauces, con las ramas medio sumergidas en el agua. Un malecón, construído por los castores para contener la corriente, mantenía siempre en el mismo nivel el agua del pequeño lago, en cuya superficie surgían redondas, formando diminutas cúpulas, las moradas de aquellos industriosos animalitos.
El pie humano, ciertamente, jamás había hollado aquel paraje cubierto de árboles. Apartando cautamente las delgadas ramillas de los sauces, nos asomamos ambos al agua, que era azul y lisa como un espejo. Aun no estaban los castores en su trabajo; la ciudad acuática dormía aún tranquila, y tanta era la quietud que en el lago reinaba, que oía yo la respiración de Liliana, cuya cabecita dorada, asomada junto a la mía por entre el ramaje, rozaba mi frente. Rodeé el talle de mi niña con un brazo, a fin de sostenerla sobre el borde del declive, y pacientemente aguardamos, embriagándonos con lo que nuestros ojos descubrían. Avezado a vivir en los desiertos, amaba a la Naturaleza como a mi misma madre, y, aunque rudamente, sentía que hay en ella una felicidad divina para el mundo.
Era todavía muy temprano; la aurora, apenas nacida, coloreaba de rojo la copa de los corpulentos hickorys; las gotas del rocío resbalaban chorreando por las hojas de los sauces, y todo en derredor volvíase cada vez más luminoso. En la otra orilla, las gallinas silvestres, grises, con el cuello negro y la cabeza empenachada, bebían el agua levantando el pico.
—¡Oh Ralf, y qué bien se está aquí! —cuchicheábame Liliana al oído.
Y yo estaba imaginando una cabaña en algún paraje apartado, con ella, viviendo una serie interminable de días apacibles, que nos llevarían a los dos suavemente hacia el último reposo, hacia la eternidad. Parecíanos a los dos contribuir a aquella alegría de la Naturaleza con nuestra propia alegría; a aquella quietud, con la quietud nuestra; a aquella aurora, con la aurora de felicidad que irradiaba de nuestras almas.
Mientras tanto, la lisa superficie comenzó a moverse en círculos concéntricos, y salió luego del agua, lentamente, una cabeza de castor, bigotuda, chorreante, coloreada por la luz matutina, y luego otra; y aquellos dos animalitos corrieron hacia el dique, hendiendo el puro cristal de las aguas con sus hociquillos y moviendo los labios. Subidos al malecón y sentados sobre sus patitas traseras, pusiéronse a chillar, y al chillido aquel empezaron a surgir, como por ensalmo, cabezas grandes y chicas, y por todo el lago cundió un gran vocerío. El pequeño ejército parecía al principio divertirse chapuzándose y lanzando extraños gritos de alegría; pero la primera pareja aquella, mirando desde el malecón, dió de repente con las narices un silbido prolongado, y en un santiamén la mitad del ejército estuvo sobre el dique, mientras la otra, dirigiéndose a la orilla, desaparecía bajo las ramas de los sauces, junto a los cuales empezó el agua a borbotar. Un ruido, como si aserraran un árbol, nos dió a entender que aquellos animalitos trabajaban en partir las ramas y la corteza.
Mucho tiempo estuvimos Liliana y yo contemplando el alegre tráfago de aquellas bestezuelas, que ni remotamente podían presumir nuestra presencia. Pero de pronto, al querer Liliana cambiar de postura, sacudió impensadamente las ramas, y en un abrir y cerrar de ojos todo desapareció; movióse todavía unos momentos el agua, alisóse luego, y otra vez todo quedó sumido en el mayor silencio, sólo interrumpido por el golpear de los picos sobre la dura corteza de los hickorys.
Entretanto habíase levantado el sol por encima de los árboles y empezaba a caldear la atmósfera.
Como Liliana no estaba cansada, decidimos continuar nuestro paseo costeando el pequeño lago; pero al poco rato otro torrente, que cruzaba el bosque y desembocaba allí, cortó nuestro camino.
Liliana no podía pasarle, y entonces yo, cogióndola en brazos, a pesar de su resistencia, entré en el agua. Era aquél, en verdad, un torrente de tentaciones.
Temía Liliana que me ahogase, y, rodeándome el torso con sus brazos, apretábase a mí con todas sus fuerzas y ocultaba el rostro contra mi hombro, mientras yo, apretando fuertemente mis labios, no cesaba de murmurarle: —¡Liliana, Liliana mía!
Atravesado de este modo el torrente y llegados a la otra orilla, quise llevarla aún más lejos; mas ella desasióse casi con violencia de mis brazos.
Entonces nos sobrecogió a ambos cierta zozobra, y empezó Liliana a mirar en derredor suyo, como si tuviera miedo, con el semblante, ora pálido, ora rojo como una amapola. Cogile la mano y la estreché contra mi corazón: también sentía yo en aquel instante como un miedo de mí mismo.
La mañana se iba poniendo calurosísima; caía del cielo sobre la tierra verdadero fuego; no soplaba un hálito de viento; las hojas de los hickorys pendían inmóviles; sólo los picos continuaban escarbando en la corteza de los árboles; pero todo parecía sumido en profundo sueño y aletargado por el calor. Y yo me preguntaba si no habría algún hechizo difundido en el ambiente; pero pensaba luego que Liliana estaba junto a mí y que estábamos solos.
El cansancio la venció por fin, y su respiración se hizo cada vez más breve, más anhelosa, y su rostro, de ordinario pálido, púsose encendido como la grana. Preguntéle si estaba cansada y si deseaba descansar. ¡No, no!, contestó inmediatamente, cual si quisiera inclusive ahuyentar aquella idea; pero a los pocos pasos vaciló, susurrando: —¡No; realmente, no puedo, no puedo más!
Entonces volví a tomarla en brazos, y con aquel dulce peso volví al borde del torrente, donde el ramaje de los sauces, bajando hasta tierra, formaba umbrosos pasadizos. En una de aquellas verdes alcobas, sobre el mullido césped, la coloqué, arrodillándome luego a su lado; pero al contemplarla, el corazón se me encogió: tenía la cara pálida como la cera, y sus ojos, desencajados, me miraban llenos de miedo.
—¡Liliana!, ¡qué tienes?—exclamé—. ¡Estoy a tu lado, niña mía!
Y así diciendo, me acerqué a sus pies y los cubrí de besos.
—¡Oh Liliana continué—, predilecta, escogida entre todas, esposa mía!
Apenas hube pronunciado estas palabras, un estremecimiento la sacudió de los pies a la cabeza, y de improviso, como en el delirio de la fiebre, echóme los brazos al cuello con fuerza inaudita y exclamó: —My dear!, my dear!, my husband! (1).
Luego todo desapareció ante mis ojos, y se me antojó que la esfera terrestre había volado con nosotros lejos, lejos...
Todavía hoy no podría explicar cómo fué que al despertar de aquella embriaguez y recobrar mis sentidos, entre las negras ramas de los hickorys, brillase otra vez la aurora; pero no la de la mañana, sino la vespertina. Los picos habían cesado de golpetear en la corteza; en el agua reflejábanse los rojos celajes del ocaso, y los moradores del lago habíanse ido a dormir; llegaba el anochecer, hermosísimo, apacible, impregnado de luz rojiza y cálida. Era ya tiempo de volver al campamento, y al salir del interior del laberinto que formaban los sauces llorones contemplé a Liliana. Nada había de triste ni de inquieto en su semblante; pero en sus ojos, alzados hacia el firmamento, ardía una (1) Querido míol, ¡querido miol, Jesposo mío!—(N. del T.) dulce resignación, y su cabeza divina estaba como rodeada de una aureola de sacrificio. Al darle la mano apoyó dulcemente la cabecita sobre mi hombro y, sin apartar sus ojos del cielo, díjome: —Ralf, repíteme que soy tu esposa; repítemelo a menudo.
En los desiertos y en las estepas no eran posibles otros desposorios que los del corazón; por tanto, me arrodillé en aquel bosque, y cuando la niña mía se hubo también arrodillado junto a mí, dije: — En presencia del cielo, de la tierra y de Dios, declaro, Liliana Moris, que te tomo por esposa.
Amén.
Y ella añadió: —Soy tuya para siempre y hasta la muerte; soy tu mujer, Ralf.
Desde aquel instante éramos casados; ya no era Liliana mi amante, sino mi legítima esposa; y esta idea nos llenó a ambos de sosiego y de suavidad; suavidad y sosiego que penetraron en lo más hondo de mi corazón, donde surgió un nuevo sentimiento, un sentimiento de respeto santo hacia Liliana, y para conmigo mismo, una honradez y una seriedad grandísimas, bajo cuyo influjo se ennoblecía y santificaba mi amor.
Cogidos de la mano, alta la cabeza y serena la mirada, llegamos al tabor, donde la gente estaba inquieta por nosotros. Algunos de nuestros hombres habían partido por todos los lados para buscarnos, y con gran sorpresa supe más tarde que alguno había llegado hasta el pequeño lago; pero que no nos había visto ni habíamos oído nosotros sus voces. Y para evitar malévolas suposiciones llamé a los compañeros, y así que los tuve a todos reunidos formando círculo, entré en el centro con Liliana cogida de la mano, y dije con voz grave: — Gentlemen! Sed testigos de que en vuestra presencia yo doy a la mujer que aquí veis el nombre de esposa, y sedme testigos ante los tribunales, ante la ley y ante quienquiera que en Oriente o en Occidente por ello os preguntara.
—All rigth!, and hurra for you both! (1)—contestaron a coro.
Luego el viejo Smith, según era costumbre, preguntó a Liliana si consentía en tomarme por marido, y cuando ella hubo contestado sí, fuimos considerados por toda aquella gente como legítimos esposos.
En las lejanas estepas del Occidente y en todas las regiones donde no existen ciudades, jueces e iglesias no se verifican nunca de otro modo los esponsales; y todavía hoy en los Estados Unidos, si alguien da a una mujer que vive bajo el mismo techo el nombre de esposa, tiene su declaración la misma fuerza legal que los documentos.
Ninguno, pues, de los emigrantes manifestó sorpresa alguna, ni consideró nuestras bodas desde otro aspecto que el de la seriedad que le daba la costumbre. Todos se mostraron regocijados, por.
(1) Perfectamentel y ¡Hurra por los dos!—(N. del T.) que, a pesar de tenerlos yo, como ningún otro capitán, bajo una férrea disciplina, sabían que obraba siempre con franqueza, abiertamente, y cada día me tenían más cariño. En cuanto a mi mujer, amábanla como a las niñas de sus ojos.
Inmediatamente después empezó la algazara y los regocijos: encendieron hogueras, sacaron los escoceses de sus carros sus viejas gaitas, cuyos sones, despertando en Liliana y en mí dulces recuerdos, nos colmaban de placer y de melancolía; los norteamericanos tocaban las castañuelas, hechas con costillas de buey, y entre cantos y gritos y disparos pasamos una noche deliciosa.
La señora Atkins abrazaba a cada momento a Liliana, riendo, llorando, encendiendo de vez en cuando su pipa, que se le apagaba. Pero lo que más me emocionó fué la siguiente ceremonia, muy en uso entre las poblaciones nómadas de los Estados, que pasan la mayor parte de su vida en los carros. Cuando la Luna se hubo escondido detrás del horizonte, pusieron los hombres en las baquetas de los fusiles unos tizones de sauce encendidos, y, siguiendo en procesión al viejo Smith, que les servía de guía, nos llevaron de carro en carro, e hiciéronme preguntar delante de cada uno a Liliana: — Is this your home? (1).
A lo que mi adorada respondía: —¡No!
Y proseguíamos la ronda. Al llegar junto al ca(1) ¿Es ésta tu casa?—(N. del T.) rro de la señora Atkins sintieron todos un gran enternecimiento, porque en él había viajado Liliana hasta entonces, y al contestar también aquí en voz baja «¡No!», rugió la señora Atkins como un búfalo y abrazada con furia a Liliana: —My little, my sweet! (1)—repetía a cada instante sollozando, llorando a lágrima viva.
También Liliana sollozaba, y al contemplarla, todos aquellos corazones endurecidos se sentían emocionados, y no había entre ellos ojos que no estuvieran arrasados de lágrimas. Cuando estuvimos junto a mi carro, apenas lo reconocí; tan cubierto estaba de follaje y adornado con flores.
En aquel momento alzaron los hombres las ascuas encendidas, y Smith preguntó con voz alta y grave: —Is this your home?
—That's it!, that's it! (2)—contestó Liliana.
Entonces todos se descubrieron la cabeza, y se produjo un silencio tan profundo, que se oía el crepitar de los tizones y el ruido de los trozos inflamados al caer por tierra. Y el viejo emigrante de cabellos blancos extendió por encima de nosotros sus secos y robustos brazos, exclamando: —¡Dios os colme de bendiciones y bendiga también vuestra casa! Amén.
Tres entusiásticos hurras contestaron a esta bendición, después de lo cual fuéronse todos, dejándome solo con mi mujercita.
(1) ¡Pequeña mia!, Idulzura míal—(N. del T.) (2) ¡Esta es, ésta esl—(N. del T.) Cuando la última persona estuvo ya lejana, apoyó Liliana su cabeza sobre mi pecho, exclamando: —¡Por siempre, por siempre jamás!
Y en aquel instante había en nuestras almas más estrellas que en el cielo.