Ligeia (de Verneuil tr.)
LIGEIA
A
fe mía no puedo recordar cómo y cuándo, ni siquiera dónde, conocí por primera vez á la señorita Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces, y dolorosos padecimientos han debilitado mi memoria; ó tal vez no pueda recordar ahora estos puntos porque, á decir verdad, el carácter de mi amada, su rara instrucción, su género de belleza, tan singular y plácida, y la subyugadora y penetrante elocuencia de su profunda palabra musical, se han infiltrado en mi corazón tan poco á poco, pero de una manera tan furtiva y con tal constancia, que no paré mientes en ello.Sin embargo, creo que la encontré por primera vez, y otras varias más tarde, en una vetusta ciudad algo ruinosa, situada en las orillas del Rhin. En cuanto á su familia, seguramente me habló de ella, y no dudo que era de antiguo linaje.— Ligeia, Ligeia!—Entregado á estudios que por su naturaleza son más propios que todos los demás para amortiguar las impresiones del mundo exterior, bástame recordar el dulce nombre de Ligeia para que se presente ante los ojos de mi pensamiento la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora que escribo, comienzo á tener como una vaga reminiscencia de que jamás he sabido el nombre de familia de aquella que fué mi amiga y prometida, que llegó á ser mi compañera de estudio y por último la esposa de mi corazón. No sé si dejé de informarme sobre este punto á causa de alguna loca indicación de mi Ligeia, ó por efecto de la, fuerza de mi cariño; ó tal vez fué por un capricho, extraña y poética ofrenda en el altar del culto más apasionado. Sólo recuerdo el hecho confusamente, y por lo tanto no se ha de extrañar que haya olvidado del todo las circunstancias que le dieron origen ó que le acompañaron. A decir verdad, si alguna vez el espíritu novelesco, si alguna vez el pálido Ashtophet de la idólatra Egipto, de tenebrosas alas, han presidido, como se asegura, los enlaces de siniestro augurio, seguramente presidieron el mío.
En un punto, sin embargo, muy apreciable para mí, no me es infiel la memoria: me refiero á la persona de Ligeia. Era alta, un poco delgada; y en los últimos días había enflaquecido mucho. Inútilmente trataré de describir su aire majestuoso, su sereno continente, su incomprensible ligereza y la soltura de su paso.
Iba y venía como una sombra; de modo que nunca echaba de ver su entrada en mi despacho sino por su dulce voz musical. En cuanto á la belleza de su rostro, ninguna mujer la igualó jamás; era la imagen de un sueño producido por el opio, una visión aérea y seductora; pero sus facciones no se habían vaciado en ese molde regular que falsamente se nos ha enseñado á reverenciar en las obras clásicas del paganismo. «No hay belleza exquisita, dice lord Verulam, hablando con mucha exactitud de todas las formas y de todos los géneros de hermosura, sin cierta extrañeza en las proporciones. Sin embargo, aunque yo viera que el rostro de Ligeia no se distinguía por una regularidad clásica, y aunque comprendiese que su belleza era verdaderamente exquisita, penetrándome de su extrañeza, inútilmente me esforcé por descubrir un conjunto irregular y reconocer lo extraño. Examiné el contorno de la frente, alta y pálida—frente irreprochable¡qué fría es la palabra, aplicada á una majestad tan divina!—El cutis rivalizaba con el más puro marfil, la anchura, la expresión serena, la graciosa prominencia de la región de las sienes, la cabellera negra como el azabache, lustrosa, abundante, rizada naturalmente y mostrando todo el vigor de la expresión homérica, cabellera de jacinto; tal era el conjunto admirable de la cabeza. Al contemplar las líneas delicadas de la nariz, no recordé haber visto semejante perfección sino en los graciosos medallones hebraicos: presentaban el mismo tipo, la misma superficie tersa y uniforme, igual tendencia á lo aguileño, casi imperceptible, idénticas fosas nasales armoniosamente redondeadas, que revelaban un espíritu libre. En cuanto á la boca, verdaderamente encantadora, era el triunfo de todas las cosas celestes; la vuelta graciosa del labio superior, algo corto, la expresión voluptuosamente tranquila del inferior, los hoyuelos y el color, por demás expresivos; y los dientes, en que iban á reflejarse, como una especie de brillo, los rayos de la suave luz producida por las sonrisas serenas y plácidas, pero siempre triunfantes. Analicé la forma de la barbay en ella observé también la gracia, los suaves contornos, la majestad, la plenitud y el espiritualismo griegos; ese contorno que el dios Apolo solamente reveló en sueños á Cleomenes, hijo de Cleómenes de Atenas Por lo que hace á los ojos, no encuentro modelo en la más lejana antigüedad: tal vez en ellos se ocultaba el misterio de que nos habla lord de Verulam; creo que eran más grandes que los del resto de la humanidad, más rasgados que los hermosos ojos de gacela de la tribu del Valle de Nourjahad; pero sólo á intervalos, en momentos de excesiva animación, notabase singularmente esta particularidad. En tales instantes, su belleza era, ó por lo menos así parecía á mi espiritu enardecido, la belleza de la fabulosa Huri de los turcos. Las pupilas eran de un negro brillante y las pestañas muy largas; las cejas, de un dibujo ligeramente irregular, tenían el mismo color; pero la extrañeza que yo observaba en los ojos no dependía de su tinte, de su forma, ni de su brillo, y por lo tanto debia atribuirse á la expresión. ¡Ah! ¡palabra sin sentido, vasta latitud en que se concentra toda nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia! ¡Cuántas largas horas he meditado sobre ella!
¡Cuántas veces, durante toda una noche de verano, me esforcé para sondearla! ¿Qué era ese no sé qué, esa cosa más profunda que el pozo de Demócrito, que estaba en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Estaba ansioso por descubrirlo. ¡Aquellos ojos, aquellas grandes y brillantes pupilas habían llegado a ser para mi las estrellas gemelas de Leda, y para ellas era yo el más ferviente astrónomo!
Entre las numerosas é incomprensibles anomalías de la ciencia psicológica, no hay caso alguno más excitante, por más que de él no se hable en las escuelas, según creo, que aquel en que, al esforzarnos para traer á la memoria una cosa olvidada hace largo tiempo, nos hallamos á menudo en el borde mismo del recuerdo, sin poder acordarnos. ¡Cuántas veces en mi ardiente análisis de los ojos de Ligeia creí estar próximo al completo conocimiento de su expresión, sin poder obtenerle, porque lo perdí al fin! Y joh extraño misterio! he hallado en los objetos más comunes del mundo una serie de analogias para explicarme esa expresión. Quiero decir que en la época en que la belleza de Ligeia pasó á mi espíritu instalándose en él como en un relicario, obtuve de diversos seres del, mundo material una sensación análoga á la que se producía en mi bajo la influencia de aquellas grandes y luminosas pupilas. Sin embargo, no soy incapaz de definir ese sentimiento, de analizarle y hasta de tener una percepción clara. Le he reconocido algunas veces, lo repito, en el aspecto de una vid que se desarrollaba rápidamente, en la contemplación de un faleno, de una mariposa, de una crisálida, de una rápida corriente de agua; le he hallado en el Océano, en la caída de un meteoro; y hasta le he sentido en las miradas de algunas personas de avanzada edad. Hay en el cielo una ó dos estrellas, más particularmente una de sexta magnitud, doble y cambiante, que se verá cerca de la estrella de la Lira, y que miradas con el telescopio, me han producido una impresión analoga. Lo mismo me sucedió con ciertos instrumentos de cuerda, y á veces también al estudiar algunos pasajes en mis lecturas.
Entre innumerables ejemplos, recuerdo muy bien alguna cosa de un libro de José Glanvill, que tal vez simplemente á causa de su extrañeza, me inspiró casi el mismo sentimiento. «Hay en el fondo de eso la voluntad que no muere. ¿Quién conoce sus misterios, así como su vigor? Dios no es más que una gran voluntad que penetra en todas las cosas por la intensidad que le es propia. El hombre no cede á los ángeles ni se rinde del todo á la muerte sino por el achaque de su propia voluntad.» Con el tiempo, y después de varias reflexiones, he llegado á determinar cierta relación lejana entre este pasaje del filósofo inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una intensidad singular en el pensamiento, en la acción y en la palabra, eran tal vez en ella resultado, ó por lo menos indicio, de esa gigantesca fuerza de voluntad de la que, durante nuestras largas relaciones, pudo dar otras pruebas más positivas de su existencia.
De todas las mujeres que he conocido, la plácida Ligeia, á pesar de su aspecto de serenidad, era la presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía evaluar esta última sino por la dilatación milagrosa de aquellos ojos que me seducian y asustaban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación y dulzura de su voz, y por la salvaje energía de las extrañas palabras que solía pronunciar, cuyo efecto redoblaba por el contraste con su número.
He hablado de la instrucción de Ligeia: era inmensa, tal como no la había observado en ninguna otra mujer. Conocía á fondo las lenguas clásicas, y juzgando por mis propios conocimientos en las modernas de Europa, jamás la cogi en falta. Fuera cual fuese el tema de la erudición académica, tan elogiada y admirada sólo porque es más abstrusa, Ligeia no se equivocó nunca. ¡Cuánto me admiró y subyugó mi atención este conocimiento admirable en mi esposa! He dicho que su instrucción aventajaba á la de cuantas mujeres había conocido; pero ¿quién es el hombre que ha recorrido con buen éxito todo el inmenso campo de las ciencias morales, fisicas y matemáticas? Yo no había observado entonces lo que ahora veo claramente, y es que los conocimientos de Ligeia eran vastísimos, prodigiosos; pero comprendía lo bastante su infinita superioridad para resignarme, con la confianza de un colegial, dejándome guiar por ella á través del mundo de las investigaciones metafisicas de que me ocupaba con ardimiento en los primeros años de nuestra unión.
¡Con qué expresión de triunfo, con qué inefable delicia, con qué vivas esperanzas sentía yo—cuando mi Ligeia se inclinaba sobre mí durante mis estudios tan áridos y poco conocidos—cómo se ensanchaba gradualmente esa admirable perspectiva, ese magnifico campo virgen por donde habia de llegar finalmente al término de una sabiduría demasiado preciosa para no ser prohibida!
¡Cuán horrorosa fué por lo tanto mi angustia cuando al cabo de algunos años ví que mis bien fundadas esperanzas se desvanecian para siempre! Sin Ligeia yo no era más que un niño que andaba á tientas en la oscuridad; sólo su presencia y sus lecciones podían iluminar con viva luz los misterios del trascendentalismo en que estábamos sumidos; sin el brillo radiante de sus ojos, toda aquella dorada literatura de otro tiempo convertíase en fastidiosa, saturniana y pesada como el plomo, porque aquellos ojos hermosisimos iluminaban cada vez menos las páginas que yo descifraba.
Ligeia enfermó; sus extraños ojos fulguraron, despidiendo un brillo espléndido; los pálidos dedos tomaron el color de la muerte, el de la cera transparente; las azuladas venas de sus sienes palpitaron impetuosas bajo la corriente de la más dulce emoción; vi que iba a morir, y luché desesperadamente contra el espantoso Azrael.
Y los esfuerzos de aquella mujer apasionada fueron más enérgicos aún que los míos y me asombraron, pues dado su carácter grave, había motivos para creer que la muerte vendría para ella sin su mundo de terrores; mas no fué así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la salvaje energía que desplegó para resistirse en su lucha contra la Sombra. Yo hubiera querido calmarla, hacerla entrar en razón; pero en su ardiente deseo de vivir, sólo de vivir, los consuelos y las reflexiones hubieran sido el colmo de la locura.
Sin embargo, hasta el último instante, en medio de los tormentos y de las convulsiones de su salvaje espíritu, la aparente placidez de su conducta no se desmintió. Su voz se hacia más dulce, era más profunda; mas yo no queria fijarme en el sentido extraño de las palabras que pronunciaba con tanta serenidad; embriagábame cuando escuchaba con éxtasis aquella melodía sobrehumana, cuando la oía hablar de aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta entonces.
Que me amaba, yo no podía dudarlo, y érame fácil adivinar que en un pecho como el suyo el amor no debía ser una pasión ordinaria; pero sólo en la muerte comprendí toda la fuerza y extensión de su cariño.
Durante largas horas, con su mano en la mía, confiabame todo cuanto se encerraba en su corazón, cuyos generosos sentimientos, más que apasionados, rayaban en idolatría. ¿Cómo había merecido yo semejantes confesiones? ¿Por qué se me habría condenado á perder mi adorada Ligeia, precisamente en la hora en que más feliz me hacía? No me es permitido extenderme sobre este punto: sólo diré que en el abandono más que femenino de Ligeia á un amor concedido ¡ay de mi! del todo gratuitamente, pude reconocer al fin el principio de su ardiente, de su desesperado sentimiento al abandonar esta vida, que tan rápidamente se alejaba. No puedo describir ese ardimiento desordenado, esa vehemencia en su deseo de vivir, y sólo vivir, pues me faltarían las palabras para expresarme.A las altas horas de la noche en que murió, llamóme imperiosamente para que me sentara á su lado, é hizome repetir algunos versos compuestos por ella pocos días antes; obedecila y satisfice al punto su deseo: era una composición en que se pintaba al Hombre como una tragedia y al Gusano como un héroe conquistador, predominando en ella un espíritu lugubre y sombrío.
—¡Oh, Dios mío!—exclamó Ligeia poniéndose en pie y tendiendo los brazos hacia el cielo con un movimiento espasmódico, apenas acabé de recitar los versos. Oh, Padre celestial! ¿Se habrán de realizar esas cosas irremisiblemente? No será jamás vencido ese Gusano conquistador? No somos una parte y una partícula de Ti? ¿Quién conoce, pues, los misterios de la voluntad y de su vigor? El hombre no cede á los ángeles ni se rinde enteramente á la muerte sino por el achaque de su pobre voluntad.
Y desfallecida por la emoción, Ligeia dejó caer sus blancos brazos y volvió con aire solemne á su lecho de muerte. Y cuando exhalaba los últimos suspiros, deslizóse en sus labios como un confuso murmullo; presté atento oido, y reconoci de nuevo la conclusión del pasaje de Glanvill: «El hombre no cede á los ángeles ni se rinde enteramente á la muerte sino por el achaque de su pobre voluntad.» Ligeia murió; y yo, aniquilado, pulverizado por el dolor, no pude resistir más largo tiempo la desolación espantosa de mi morada en aquella sombría y vetusta ciudad de las orillas del Rhin. No carecía de lo que el mundo llama fortuna; de Ligeia habia recibido más, mucho más de lo que el destino suele conceder de ordinario á los mortales; y así es que al cabo de algunos meses, durante los cuales anduve errante sin objeto ni fin determinado, refugiéme en una especie de retiro, cuya propiedad pude adquirir, una abadia de la que no diré el nombre, situada en una de las partes más incultas y menos frecuentadas de la hermosa Inglaterra. La sombria y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje de la región, los melancólicos y venerables recuerdos que evocaba; todo se avenía con el sentimiento de completo abandono que me indujera á desterrarme en aquel solitario retiro.
No obstante, respetando en el exterior de la abadía su carácter primitivo, casi intacto, y el verdoso tapiz que cubría sus muros agrietados por la acción del tiempo, empeñéme con infantil perversidad, y tal vez con una ligera esperanza de distraer mis penas, en llenar el interior de magnificencias casi regias. Desde la infancia había sido aficionado á estas locuras, que ahora se despertaban en mí como una herencia del dolor. ¡Ay!
creo que se hubiera podido reconocer un principio de enagenación mental en los espléndidos y fantásticos tapices, en las soberbias esculturas egipcias, en los extravagantes muebles, y en los ricos arabescos con que yo engalané mi retiro. Habiame convertido en esclavo del opio, que me tenía en sus redes; y todos mis trabajos y mis planes tomaban el color de mis sueños; pero no me detendré en detallar estos absurdos; hablaré sólo de aquella habitación maldita donde, en un momento de extravío, conduje al altar y tomé por esposa—i después de la inolvidable Ligeia!—á la señorita Rowena Trevanion de Tremaine, la de la blonda cabellera y de los ojos azules.
Ni un solo detalle de la arquitectura ó del decorado de aquella cámara nupcial deja de estar presente á mi vista. ¿Dónde tenía el espíritu la orgullosa familia de la desposada, cuando movida por la sed del oro permitió á una hija tan tiernamente querida traspasar el umbral de una habitación decorada de una manera tan extravagante? He dicho que recordaba minuciosamente los detalles de aquella habitación, aunque mi triste memoria pierde á menudo cosas de rara importancia. Y sin embargo, no habia en aquel lujo fantástico sistema ó armonía que pudiera imponerse al recuerdo.
La cámara formaba parte de una alta torre de aquella abadia, fortificada como un castillo; tenía la forma pentagonal y grandes dimensiones. Todo el lado sud del pentágono estaba ocupado por una ventana única, formada con un inmenso cristal de Venecia, de un solo pedazo y de color oscuro; de modo que los rayos de la luna difundían sobre todos los objetos interiores una luz siniestra al atravesarle. Sobre aquella enorme ventana prolongábase el enrejado de una antigua parra, cuyas hojas trepaban por las macizas paredes de la torre. El techo, de encina casi negra, era sumamente alto, afectaba la forma de bóveda, y tenia adornos de los más fantásticos, de un estilo que participaba á la vez del gótico y del druidico. En el fondo de esta bóveda melancólica, exactamente en el centro, hallábase suspendida de una sola cadena de oro, de largos anillos, una inmensa lámpara del mismo metal en forma de incensario, que parecía de estilo sarraceno por sus caprichosos calados, á través de los cuales veíanse correr y enroscarse con la viveza de una serpiente los fulgores continuos de un fuego versicolor.
Algunas raras otomanas y candelabros de forma oriental ocupaban diferentes sitios, y el lecho nupcial era también de estilo indio, bajo, esculpido en madera de ébano macizo, y sobrepuesto de un dosel que parecía un paño mortuorio. En cada uno de los ángulos de la cámara elevábase un gigantesco sarcófago de granito negro, extraido de las tumbas de los reyes frente á Luxor, con su antigua cubierta sobrecargada de esculturas inmemoriales; pero en los tapices de la habitación era donde se veía ¡ay de mi! el más extraño capricho. Las paredes, prodigiosamente altas, más allá de toda ponderación, estaban cubiertas de arriba abajo de una pesada tapicería de aspecto macizo, hecha con el mismo material empleado para la alfombra, las otomanas, el lecho de ébano, el dosel y las suntuosas cortinas que ocultaban en parte la ventana. Este material era un tejido de oro de los más ricos, adornado á intervalos irregulares con figuras arabescas, de.un pie de diámetro, que tomaban del fondo sus dibujos de un negro de azabache; pero esas figuras no tenian el carácter arabesco sino cuando se examinaban bajo un solo punto de vista. Por un procedimiento, muy común hoy, y cuyos vestigios se encuentran en la más remota antigüedad, estaban hechas de modo que cambiasen de aspecto; para la persona que entrase en la habitación parecían simples monstruosidades; pero a medida que se avanzaba, este carácter desaparecia gradualmente, y paso a paso, el visitante, cambiando de sitio, veíase rodeado de una procesión continua de formas espantosas, como las que nacieron de la superstición del Norte, ó las que se producen en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran manera por la introducción artificial de una fuerte corriente de aire continuo detrás del tapiz, lo cual comunicaba al todo una hedionda é inquieta animación.
Tal era la morada, tal era la cámara nupcial donde pasé con la dama de Tremaine las horas impías del primer mes de nuestro enlace; y las pasé sin mucha inquietud.
No podia ocultarme que mi esposa temía mi carácter adusto, y que evitaba mi presencia porque me amaba poco; pero casi me complacía esto, pues yo la aborrecia con una aversión más propia del demonio que del hombre. ¡Con qué profundo sentimiento volaba mi memoria hacia Ligeia, la mujer adorada, augusta y hermosa, la difunta! Embriagabame en los recuerdos; me deleitaba en su pureza, en su sabiduría, en su naturaleza vaporosa, en su amor apasionado é idolatra.
Mi espíritu ardía entonces en una llama más devoradora que lo había sido la suya; en el entusiasmo de mis sueños opiáceos, pues generalmente me hallaba bajo el imperio del veneno, pronunciaba su nombre en alta voz durante el silencio de la noche; y de día en los valles cubiertos de sombra, como si por la energía salvaje, la pasión solemne y el ardimiento devorador que la difunta me había inspirado, pudiera resucitarla en los senderos de esta vida, que ella abandonó para siempre... ¿Para siempre? ¿Era esto verdaderamente posible?
En los primeros días del segundo mes de nuestro casamiento, Rowena se sintió atacada de un mal repentino, del cual se restableció muy lentamente. La fiebre que la devoraba hacía en extremo penosas sus noches; y en la inquietud de sus pesadillas hablaba de sonidos y de movimientos que se producían en la cámara de la torre, y que yo no podía atribuir en rigor sino al desorden de sus ideas, ó tal vez á las influencias fantasmagóricas de la habitación. Al fin entró en convalecencia, y por último se restableció.
Sin embargo, al cabo de muy poco tiempo sufrió un nuevo ataque que la obligó á volver al lecho del dolor, y desde entonces, su constitución, que siempre había sido débil, no pudo recobrarse nunca del todo. Su enfermedad presentó, á partir de aquella época, un carácter alarmante, con recaídas que lo eran más aún, sin que la ciencia ni todos los esfuerzos de los médicos bastasen para remediar el mal. A medida que aumentaba esta dolencia crónica, arraigada sin duda ya demasiado para que la arrancasen manos humanas, no pude menos de observar una creciente irritación nerviosa en el temperamento de Rowena, y una sobreexcitación tal, que las causas más vulgares le infundían miedo. Entonces habló con mayor frecuencia y tenacidad de los ruidos, de los ligeros rumores, y de los insólitos movimientos en los cortinajes, que, según dijo, habíanla moléstado ya mucho.
Cierta noche, hacia fines de Setiembre, llamó mi atención sobre este triste asunto con una energía más viva que de costumbre. Precisamente acababa de despertar de un sueño agitado, y yo veía con un sentimiento de ansiedad, casi de vago terror, la expresión de su rostro enflaquecido. Estaba sentado junto á la cabecera del lecho de ébano, en uno de los divanes indios; Rowena se incorporó á medias y hablóme en voz baja, con una especie de cuchicheo ansioso, de los sonidos que acababa de percibir, sin que yo oyese nada, y de los movimientos que había observado, invisibles para mi. El viento circulaba activamente detrás de las tapicerías, y yo me esforcé para demostrar á mi esposa, aunque no lo creyese del todo—debo confesarlo así que aquellos suspiros apenas articulados, aquellos cambios casi insensibles en las figuras de las paredes, no eran otra cosa sino los efectos naturales de la corriente de aire habitual. Sin embargo, la livida palidez que cubrió el rostro de Rowena demostróme que mis esfuerzos para tranquilizarla serían inútiles.
Parecióme de pronto que se desmayaba, y como no había criado alguno cerca, fui yo mismo á buscar un frasco de cierto vino ligero recetado por los médicos, recordando muy bien dónde lo habian puesto. Al cruzar la cámara, y en el momento de pasar por debajo de la lámpara, dos circunstancias de carácter muy singular me llamaron la atención; senti alguna cosa palpable, aunque invisible, que rozó ligeramente mi persona; y vi, en la dorada alfombra, en el centro mismo de la radiación proyectada por el incensario, una sombra, vaga, indefinida, de aspecto angélico, tal como podríamos figurarnos la sombra de una Sombra; pero como me hallaba bajo la influencia de una considerable dosis de opio, me fijé poco en aquellas cosas y no hablé de ellas á Rowena.
Encontré el vino, atravesé de nuevo la habitación, y llenando un vaso, acerquéle á los labios de mi desfallecida esposa. Habíase recobrado un poco, y tomó el vaso ella misma, mientras que yo me dejaba caer en la otomana con los ojos fijos en su persona.
Entonces fué cuando oi claramente un ligero ruido de pasos en la alfombra y cerca del lecho; y un segundo después, cuando Rowena aproximaba el vino á sus labios, vi—tal vez lo soñara—vi caer en el vaso como de alguna fuente invisible suspendida en la atmósfera de la habitación, tres ó cuatro gruesas gotas de un fluido brillante, de color de rubí. Yo lo observé; pero Rowena no vió nada; apuró el vino sin vacilar, y yo me guardé muy bien de hablarle de una circunstancia que, bien mirado, sólo debía considerar como una alucinación de mi espíritu, cuya actividad morbosa se acrecentaba por todo, por los terrores de Rowena, el opio y la hora.
Sin embargo, no pude menos de reconocer que después de la caida de las gotas rojizas verificabase un rápido cambio que agravó la dolencia de mi esposa, tanto que á las tres noches las manos de sus servidores la preparaban para la tumba; mientras que yo estaba sentado solo ante su cadáver envuelto en el sudario, en aquella fantástica habitación, donde recibiera á la joven esposa. Extrañas visiones engendradas por el opio revoloteaban alrededor de mi como sombras; y maquinalmente comencé á pasear una inquieta mirada desde los sarcófagos que ocupaban los ángulos de la habitación, hasta las figuras movibles del tapiz y los fulgores cambiantes de la lámpara del techo. Mis miradas se fijaron de pronto, cuando trataba de recordar las circunstancias de la noche anterior, en el mismo punto del círculo luminoso donde vi las ligeras huellas de una sombra; pero ya no estaba; y entonces, respirando más libremente, miré la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Al punto evoqué mil recuerdos de Ligeia, y á mi corazón afluyó, con la tumultuosa violencia de una marea, el intenso dolor que había sentido cuando la vi, á ella también, en su sombra. La noche avanzaba, y siempre con el corazón lleno de los tristes pensamientos de que ella era objeto, ella, mi único y supremo amor, permanecí con la vista fija en el cadáver de Rowena.
Podía ser la media noche, tal vez más, quizás menos, pues no me había fijado en el tiempo, cuando me sobresaltó en medio de mi meditaciún un sollozo muy ligero, pero bien distinto; senti que provenía del lecho de ébano, del lecho de muerte, y apliqué el oído con angustia y supersticioso terror; pero el sollozo no se repitió. Entonces quise obligar á mis ojos á reconocer un movimiento cualquiera en el cuerpo; mas no observé nada. Sin embargo, era imposible que yo me hubiese engañado; yo había oído el sollozo, aunque muy ligero, y mi espíritu estaba bien despierto en aquel instante. Por lo mismo fijé resuelta y tenazmente mi atención en el cadáver; transcurrieron algunos minutos sin el menor incidente que arrojase alguna luz sobre aquel misterio; pero al fin me convencí de que una ligera coloración, apenas sensible, invadia las mejillas y se infiltraba á lo largo de las pequeñas venas deprimidas de los párpados. Bajo la presión de un horror y espanto indecibles, que el lenguaje humano no es bastante enérgico para expresar, parecióme que los latidos de mi corazón cesaban de pronto, y que mis miembros quedaban rígidos.
Sin embargo, el sentimiento del deber me devolvió al fin mi sangre fría; no podía dudar más tiempo que habíamos hecho prematuramente los preparativos fúnebres. Rowena vivía aún; era necesario practicar al punto un reconocimiento; pero como la torre estaba completamente separada de la parte de la abadía habitada por los criados y no habia nadie al alcance de mi voz, no podía llamar á ninguno á menos de abandonar la habitación, á lo cual no me atrevía. Esforcéme pues para volver de nuevo á la vida aquel cuerpo que parecía luchar aún con la muerte; pero al cabo de un rato muy breve prodújose una marcada recaida; el color desapareció de las mejillas y de los párpados, dejando una palidez más que marmorea; los labios se oprimieron con más fuerza en la impresión espectral de la muerte; una frialdad y una viscosidad repulsivas se extendieron al punto por toda la superficie del cuerpo, é inmediatamente sobrevino la completa rigidez cadavérica; entonces dejéme caer estremecido sobre el lecho de reposo, y me entregué de nuevo á mis apasionadas contemplaciones y á mis sueños sobre Ligeia.
Asi transcurrió una hora, cuando de pronto—1 seria esto posible, gran Dios!—percibi de nuevo un ruido confuso que partía de la región del lecho. Escuché, poseido de horror, y el sonido se repitió; era un suspiro. Precipitéme hacia el cuerpo, y observé con toda claridad un temblor en los labios; un minuto después entreabriéronse éstos, dejando ver una línea brillante de dientes de nácar. La estupefacción se mezcló entonces en mi espíritu con el terror profundo que hasta entonces me había dominado; sentí que mi vista se oscurecía, que perdía la razón; y sólo por un violento esfuerzo recobré el valor suficiente para desempeñar el deber que se me imponía de nuevo. Observaba ahora una coloración imperfecta en la frente de Rowena, en las mejillas y en el cuello; mientras que un calor sensible penetraba en todo el cuerpo, notándose hasta un ligero latido, casi imperceptible, en la región del corazón.
Mi esposa vivia, y redoblando mi ardimiento, dispuseme á resucitarla: practiqué fricciones en el vientre, en las sienes y en las manos, y probé todos los procedimientos que la experiencia y mis numerosas lecturas en libros de medicina me habían dado á conocer...
Sin embargo, todo fué inútil: de repente, el calor desapareció, los latidos cesaron, la expresión de la muerte volvió á los labios, y un instante después todo el cuerpo recobró su rigidez glacial, completa, su tinte lívido, su color amortiguado, con todo el hediondo aspecto de lo que habita la tumba varios días.
Recai en mis reflexiones, volviendo á pensar en Ligeia; y de nuevo—se extrañará que me estremezca al escribir estas líneas?—de nuevo hirió mi oído un sollozo ahogado que llegaba de la región del lecho de ébano.
Pero ¿á qué detallar minuciosamente los indecibles ho rrores de aquella noche? ¿Referiré cuántas veces, una tras otra, se repitió casi hasta el amanecer aquel hediondo drama de la resurreción? ¿Diré cómo cada espantosa recaída se cambiaba en una muerte más rígida é irremediable; cómo cada nueva agonía se asemejaba á una lucha contra un adversario invisible; y cómo estas agonías iban acompañadas de no sé qué extraña alteración en el aspecto del cuerpo? Me apresuro á concluir.
Había pasado la mayor parte de aquella noche terrible, y la muerta se movió de nuevo, pero esta vez con mayor energia que nunca, aunque despertando de una muerte más espantosa é irreparable. Hacia largo tiempo que yo no me movia, manteniéndome clavado en la otomana, poseído de violentas emociones, de las cuales la menos terrible tal vez, la menos devoradora, era un supremo espanto. Repito que el cuerpo se movía, y entonces con más energía que antes; los colores de la vida subían al rostro con una fuerza singular; los miembros se aflojaban; sólo que los párpados seguían cerrados pesadamente, y si los paños fúnebres no hubieran comunicado al semblante su carácter sepulcral, habría podido creer que Rowena sacudía del todo las cadenas de la Muerte. Pero si entonces no admiti del todo esta idea, ya no pude dudar más tiempo cuando la difunta, levantándose del lecho, avanzó con paso vacilante y los ojos cerrados, á la manera de una persona perdida en un sueño, y adelantose audazmente hasta el centro de la habitación.
No temblé ni me movi, pues una infinidad de pensamientos indefinibles, producidos por el aspecto, la estatura y el movimiento del fantasma, agolpáronse de pronto en mi cerebro y me paralizaron, petrificandome. Sin moverme contemplé la aparición; en mis ideas reinaba un desorden que no podía reprimir. ¿Era la vizcondesa Rowena la que estaba frente á mí; podia ser verdaderamente Rowena, la dama Rówena Trevanion de Tremaine, la de la blonda cabellera y de los ojos azules? ¿Por qué, sí, por qué lo dudaba? La pesada venda oprimía la boca; pero ¿por qué no había de ser aquella la fresca boca de la dama de Tremaine?—¿Y las mejillas?—Sí, eran las rosas del mediodía de su vida; sí, podían ser las sonrosadas mejillas de la dama de Tremaine en vida. ¿Y la barba con sus hoyuelos? ¿no podía ser la suya?—Pero ¿habia crecido mi esposa durante su enfermedad? ¡Qué indefinible delirio se apoderó de mí al concebir esta idea! De un salto caí á sus pies, pero ella se retiró á mi contacto; desprendió su cabeza del horrible sudario que la rodeaba; y entonces se desbordó en la atmósfera de la habitación una masa enorme de largos cabellos desordenados: ¡eran más negros que las alas de la noche, más que el plumaje del cuervo! Y vi que los ojos de aquel rostro livido se abrían lentamente.
—¡Al fin!—exclamé con voz sonora.—¿Podría engañarme yo jamás? ¡He ahí los ojos admirablemente rasgados, los ojos negros, los extraños ojos de mi amor perdido, de mi adorada Ligeia!