Libro primero de la consolación de la filosofía

Libro primero de La Consolación de la Filosofía
de Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio
traducción de Wikisource

Lamento inicial editar


«Un poema antaño iniciado con una floreciente pasión,
me veo obligado, ay, a llevarlo a un ritmo triste y plañidero.
Unas musas mutiladas me dictan lo que debo escribir
y empapan mi rostro con el llanto de una vera elegía.
A ellas ningún temor las ha podido derrotar nunca,
para evitar que nos acompañen en nuestro camino.
Ellas, la gloria de una juventud antes feliz y vigorosa,
son el solaz frente al hado de este triste anciano.
Ha llegado, veloz e inesperada, mi vejez con sus males
y el dolor me impuso sus tiempos.
Unas prematuras canas se derraman sobre mis sienes
y tremola sobre un cuerpo agotado mi laxa tez.
¡En buena hora llega a los hombres la muerte que no interrumpe
los dulces años sino a los desolados que la invocan una y otra vez!
Ay, con qué sordera aparta sus oídos de los miserables y
con qué crueldad se niega a cerrar los ojos de los llorosos.
Cuando la poco fiable fortuna me favorecía con vanas bondades,
apenas fue una sola triste hora que anegó mi persona;
ahora, que enseñó, neblinosa, su mendaz rostro
extiende mi desdichada vida con ingratas demoras.
¿Por qué tanto me elogiasteis, amigos, cuando era afortunado?

Aquel hombre cayó, no tenía un firme asiento.»



Aparición de Filosofía editar

Mientras meditaba esto en silencio con mi sola compañía y escribía mi quejoso lamento con ayuda de una pluma, me pareció ver que había sobre mi cabeza una mujer de rostro especialmente venerable, con unos ojos ardientes y más perspicaces de lo habitual entre los hombres. Sus facciones eran vivaces, con una fuerza inagotada, aunque se mostraba tan repleta de experiencia que no pensarías que pertenecía a nuestra época. Su estatura era difícil de calibrar: un momento dado su estatura se asemejaba a la habitual entre los hombres y, al siguiente, parecía que con su cabeza tocaba el cielo; cada vez que alzaba su cabeza, atravesaba los cielos y hacía imposible que los hombres la mirasen. Una delicada mano había tejido sus ropajes con un finísimo y tupido hilo (como después supe por su propia boca, esa mano había sido la suya); su figura, como suele suceder con las imágenes recubiertas de humo [1], la envolvía una neblina de descuidada antigüedad. En el borde inferior se podía leer, bordada, una Π en griego y en el superior una Θ[2]; entre ambas letras se veían algunos escalones dibujados, como si se tratara de una escalera que llevase de la inferior a la superior. Sin embargo, unas manos violentas habían desgarrado este vestido, y se habían llevado las partes que habían podido. En su derecha portaba algunos libros; en su izquierda, un cetro.

Cuando vio a las musas de la poesía a alrededor de mi lecho, dictándome sus palabras entre mis lamentos, mudó su rostro unos segundos y con una mirada acusadora, torva, preguntó: “¿Quién ha permitido que se acerquen a este enfermo esas despreciables cortesanas, solo dignas de un teatro? No solo no mejorarán sus dolores con vanos remedios, sino que además los alentarán con dulce ponzoña. Ellas son las que asesinan la fértil cosecha de los frutos de la razón con las yermas espinas de los afectos y no libran a las mentes de la enfermedad sino que las acostumbran. Con todo, si vuestros halagos sedujeran a alguien vulgar, como suele serlo el populacho, apenas me molestaría (al final, su opinión en nada perjudica mis actos); pero ¿a este, que se ha nutrido con sus estudios sobre los filósofos de Elea y de la Academia? Mejor que os vayáis bien lejos con vuestros cantos de sirena, dulces hasta la perdición, y que le dejéis su cuidado y sanación a mis musas.”

Aquel coro recibió estos reproches con gran tristeza mientras miraba al suelo y, tristes, abandonaron la sala ruborizadas de vergüenza. Sin embargo, yo, que tenía mis ojos anegados de lágrimas y no era capaz de reconocer quién era esa mujer de tan dictatorial autoridad, me quedé estupefacto, clavé mi mirada en el suelo y empecé a aguardar su siguiente acción. Entonces ella se acercó a mi lecho y, tras sentarse en un extremo, observó mi rostro, hinchado de pena, hundido de tristeza, y lamentó el estado de mi alma turbada con estos versos:


«¡Ay, en qué escarpado abismo, embotada,
se ha hundido tu mente que, abandonada
su propia luz, se encamina hacia ajenas tinieblas,
mientras crecen dañosas tus cuitas,
hasta la enormidad aumentadas por terrenales vientos!
Este, antaño un cielo despejado, habituado
a recorrer los caminos del éter[3],
libre contemplaba las luces del sol rosado,
examinaba las noches de la gélida luna
y capturó triunfal con sus números
cuantas errantes órbitas las estrellas
recorren por esferas diversas[4],
así como las causas por las que los sonoros
vientos revuelven los llanos del mar.
¿Qué brisa sobrevuela el mundo firme?
¿Por qué el astro que se eleva de una rutilante
aurora se ha de hundir en las aguas hesperias[5]?
¿Por qué se templan las horas de la plácida primavera
para engalanar la tierra de rosadas flores?
¿Quién hizo que el feraz otoño, completo
el año, se derrame en repletas uvas?
Este acostumbraba a hozar las causas,
variadas y ocultas, de la naturaleza, a exponerlas.
Ahora, agotado el brillo de su mente, yace,
ahogado por pesadas cadenas que ciñen su cuello,
y se ve obligado a estudiar, ay, la tosca tierra

por el peso que abate su cabeza.»

«Pero es el momento de la cura, no del lamento» dijo mientras fijaba en mi sus pupilas. «¿No eres tú, criado por mis yantares, el niño al que la leche que amamantaste de mí llevó hasta el vigor de un hombre adulto? ¿No te ofrecí unas armas que, si no las hubieses depuesto, te habrían ofrecido una invencible protección? ¿Me reconoces? ¿Por qué estás en silencio? ¿Te silenció la vergüenza o el asombro? Preferiría la vergüenza pero, por lo que veo, es el asombro.» Al verme no ya callado, sino incluso mudo y sin lengua, acercó suavemente la mano a mi pecho: «No hay ningún peligro. Sufre de letargo, una afección habitual de las mentes engañadas, y se ha olvidado de sí mismo poco a poco. Será más fácil que se acuerde si antes nos reconoce; para que pueda, vamos a limpiar sus ojos de la bruma de asuntos pasajeros que los oscurecen.» Así habló y arrugó una parte de su manto para secar mis ojos inundados de llanto.


Apartada entonces la noche, me abandonaron las tinieblas
y volvió a mis ojos su antigua fuerza,
como cuando el precipitado Coro[6]amontona las nubes
y la bóveda celestial queda por encima de nubosas lluvias,
el sol se oculta y, aunque la noche se derrame abajo hacia
la tierra, las estrellas no vienen al cielo;
pero si el Bóreas[7], brotando desde su cueva tracia,
la azota y desencapota el día cubierto,
brilla entonces Febo de repente, vibrante de luz,

y con sus rayos hiere los sorprendidos ojos.

Boecio vuelve en sí y se queja de su amarga fortuna editar

Como si se hubiera disipado la neblina de la tristeza, bebí del cielo y pude parar mientes a reconocer la faz de mi cuidadora. Así, dirigí mis ojos, clavé la mirada en ella… y reconozco a mi nodriza, Filosofía, en cuya casa me críe desde joven. -¿Por qué, maestra de todas las virtudes -pregunté-, has descendido de las supremas alturas para acercarte a la soledad de mi exilio?¿Es que tú también te has visto acusada de falsos crímenes? -¿Acaso -respondió ella- te abandonaría, pupilo mío?¿Podría no compartir el peso que el odio hacia mi nombre te ha hecho a duras penas soportar? A la Filosofía no le está permitido dejar al inocente abandonado en un solitario camino. ¿Voy a tener miedo, a horrorizarme por algo así? ¡Como si fuera algo inusitado! ¿Es que no tuvimos que librar grandes combates ya en la Antigüedad, antes de la época de nuestro Platón, contra los miedos de la ignorancia? Aunque él sobrevivió, Sócrates, su maestro, obtuvo la victoria de una injusta muerte conmigo a su vera. Cuando luego el populacho epicúreo, estoico y los demás intentaron, cada uno por su cuenta, robar su herencia y me llevaron a rastras, a pesar de mis gritos y negaciones, como el fruto de un saqueo, rasgaron el manto que había tejido con mis propias manos y se alejaron con los jirones que me habían arrancado, pensando que toda yo les acompañaba: puesto que parecían poseer algunos restos de mi vestimenta, la inculta multitud, imprudente, los consideró mis allegados, cayendo algunos en ese error. Si no conoces la huida de Anaxágoras, el suicidio de Sócrates o la tortura de Zenón[8], porque son extranjeros, seguro que habrás aprendido sobre el destino de los Canios, Sénecas y Soranos[9], que no son ni muy antiguos ni desconocidos. El único motivo que los arrastró a su desgracia fue que a ellos, instruidos en nuestros hábitos, los malvados los veían como personas alejadísimas de sus vicios.

Así las cosas, no tienes que sorprenderte porque en la alta mar de la vida nos zarandeen vientos tempestuosos a quienes nos hemos propuesto como mayor objetivo disgustar los de peor calaña. En efecto, aunque su número sea el de un ejército, no importa, porque carecen de dirección y tan solo los agita un ciego y totalmente insano error. Y en el caso de que alguno de estos ejércitos reúna el suficiente valor como para enfrentarse a nosotros, nuestra líder solamente retirará sus tropas a la fortaleza, mientras que ellos se entretendrán destruyendo las inútiles y despreciables posesiones que haya alrededor. Entretanto, nosotros nos burlaremos desde la seguridad de nuestras murallas de esa multitud furiosa que saquea todo lo de menor valor, protegidos por una muralla que a la destructiva estupidez no le es lícito ni siquiera aspirar a alcanzar.


A todo aquel que, sereno, a una edad considerable,
ha pisoteado el soberbio destino
y ha podido sostener la mirada invicto,
sin apartarla de ambas fortunas[10],
a él no lo alterarán ni las amenazas de un mar
al que la tempestad ha alterado desde el fondo
ni los humeantes fuegos que el errático Vesuvio
expulsa cada vez que estallan sus hornos
ni el recorrido del ardiente rayo que acostumbra
a golpear las descollantes torres.
¿Por qué, desgraciados, nos amilanamos tanto
ante unos crueles tiranos que sin fuerza se enfurecen?
Ni esperes nada ni lo temas:
así habrás desarmado la ira del hombre débil.
Por contra, el que, agitado, siente miedo o anhelo,
como no es firme ni independiente
ha abandonado su escudo y su puesto; se ata

a una cadena con la que pueden arrastrarlo.

¿Sientes cómo entran estas palabras en tu espíritu o eres como el asno y la lira?[11] ¿Por qué lloras, por qué brotan tus lágrimas? Habla, no lo guardes en tu mente[12]. Si esperas que la medicina actúe, primero hay que limpiar la herida.

–¿Es necesario– respondí tras recobrar mis fuerzas y ánimo– ese consejo? ¿No es lo bastante evidente por sí solo que la fortuna se ha ensañado conmigo? ¿No te conmueve el simple aspecto de este lugar? ¡Esta es la biblioteca, la que tú misma habías escogido como tu más fiable sede en nuestra casa, en la que a menudo debatíamos para conocer los asuntos humanos y divinos[13]! ¡Vaya aspecto, vaya rostro tenía entonces, cuando escrutaba contigo los secretos de la naturaleza, cuando me dibujabas con tu bastón las órbitas de las estrellas, cuando, según los modelos de los cuerpos celestes, dabas forma a mis costumbres y modo de vida! ¿Esta es la recompensa que recibimos tus seguidores? Tú, en efecto, aprobaste la idea que pronunció Platón de que los Estados serían felices si las gobernasen los amantes de la sabiduría o, al menos, si los gobernantes acaban por amarla. Apoyándote en las palabras de este hombre, me aconsejaste que, por este motivo, los sabios debían tener el control sobre el Estado, para que no gobiernen los malvados y desvergonzados y traigan el perjuicio y la desgracia sobre los buenos. Obedeciendo tu autoridad, intenté por tanto aplicar al gobierno público lo que había aprendido de ti en nuestros ratos privados. Tanto tú como el dios que te introdujo en la mente de los sabios bien sabéis que mi única motivación para entrar en política fue el bien común: mi libertad de conciencia me trajo graves e inevitables conflictos con los malvados y el odio de los poderosos, que se sentían despreciados por mi defensa de la ley.

¡Cuántas veces impedí que Conigasto se abalanzase sobre las riquezas de cualquier desamparado, cuántas veces aparté a Triguila, oficial del palacio, de las malas acciones que había concebido y de las que ya directamente había cometido, cuántas veces interpuse mi autoridad ante los peligros para defender a los desdichados a los que la impune avaricia de los bárbaros y sus innumerable calumnias siempre perjudicaban! Nadie nunca me apartó de la ley para llevarme a la ilegalidad; me dolía la destrucción de la riqueza de las provincias a manos de la rapiña privada y de los impuestos estatales tanto como a quienes lo sufrían. Cuando parecía, en tiempos de una cruel hambruna, que un inexplicable y gravoso impuesto especial iba a reducir a la miseria a la provincia de Campania, me denuncié al prefecto del pretorio[14] en aras del bien común, me enfrenté a él en una audiencia ante el rey y conseguí que no se aplicase ese impuesto. A Paulino, un hombre de rango consular[15], lo rescaté de las fauces ya abiertas de los perros del Palacio que ambicionaban y esperaban devorar todas sus riquezas; para que Albino, otro hombre consular, no sufriera un castigo por una falsa acusación, me opuse a los odios de Cipriano el delator. Me parece que provoqué bastantes odios contra mi persona… Por mi amor a la justicia, no me gané ninguna estima por parte de los cortesanos, entre los que debería haber estado más seguro, y debí haberme sentido más seguro entre los ajenos a ese mundo... ¿Qué delatores me llevaron a la ruina? Basilio, tiempo atrás apartado de la administración real, fue llevado a delatarme obligado por las deudas; a Opilión y a Gaudencio el propio rey los había condenado al exilio por sus incontables y muy variados engaños y, cuando el rey descubrió que se negaban a cumplir la sentencia acogiéndose a asilo en una sede sagrada, decretó que, si no abandonaban Rávena en el plazo dado, se les marcaría la frente con un hierro ardiente. Ante unos hechos tan graves, ¿qué confianza se les podía otorgar? Y, sin embargo, se aceptó su acusación el mismo día que estas mismas personas me delataron. ¿Es que mi talante merecía tal castigo o es que una condena determinada de antemano convirtió a estos acusadores en hombres justos? ¿Es que no siente vergüenza Fortuna, si no por una acusación a un inocente, al menos por la ralea de los acusadores?

¿Me pides un resumen de los cargos en mi contra? Se me dijo que había deseado que el Senado estuviera a salvo. ¿Quieres saber por qué? Se me acusó de impedir que el delator aportase unos documentos con los que el Senado sería culpable de traición. ¿Qué te parece, maestra? ¿Lo debería negar, para no avergonzarte? Pero es cierto que he deseado su seguridad y nunca he dejado de hacerlo. ¿Debería admitirlo? Entonces no habría hecho falta impedir al delator sus actos. ¿O es que debería reconocer que es un crimen haber deseado el bienestar de esa institución? El propio Senado, en las disposiciones que tratan de mi persona, ha dictaminado que eso es un crimen. La imprudencia suele engañarse, pero no puede cambiar las consecuencias de las acciones y yo, un seguidor de Sócrates, creo que no debo ocultar la verdad o aceptar las mentiras. Con todo, dejo el juicio de mis actos, sea cual sea, en tus manos y las de los sabios; yo he puesto por escrito el origen y la verdad de todo esto, para que su recuerdo no se oculte a la posteridad. Porque… ¿qué importa lo que diga de esas cartas que se me atribuyen, en las que afirmo que deseo la libertad de Roma? La falsedad de estas cartas se mostraría evidente si se me permitiera acceder a la declaración de los delatores, ya que esas palabras tienen tanta importancia en todo este asunto. ¿Qué libertad, siquiera una poca, puede esperarse? ¡Ojalá tuviera alguna! Le respondería con las mismas palabras que se dice que Canio, cuando supo que había un complot en su contra, respondió a Calígula: “Si yo la conociera, tú no”.

La tristeza no ha embotado tanto mis sentidos que vaya a lamentar que los malvados se esfuercen en atentar contra la virtud, pero me sorprende que esperan tener éxito: quizá sea un defecto común desear cometer algún mal acto, pero que cualquier malvado pueda cometer todo desmán que se le ocurra contra un inocente es, a ojos de dios, como una aberración. Por esto no es ofensiva la pregunta de uno de tus seguidores: “Si existe dios, ¿de dónde procede el mal?¿Y de dónde el bien, si no existe?”. Acepto, con todo, que sea lícito que unos hombres malignos, que persiguen la sangre de cualquier hombre bueno y del senado, deseen mi perdición, porque veían que los combatía en defensa de la virtud y del Senado, pero ¿por qué he merecido el mismo trato a manos del Senado? Recuerdas, creo… Como siempre estas presente para dirigir mis palabras o actos, creo que recuerdas con qué firmeza, a pesar del peligro, defendí la inocencia de todo el Senado cuando en Verona el rey, que deseaba el mal común, se esforzó por transferir al conjunto de esta institución la acusación de traición pronunciada contra Albino. Sabes que digo la verdad, no por ensalzarme a mí mismo: en cierto modo, cada vez que alguien busca el reconocimiento público por sus acciones disminuye la autonomía de su conciencia, que es quien debe aprobar los actos. Aunque ya ves qué destino ha tenido mi inocencia: sufrimos el castigo por un falso delito en vez del reconocimiento por la verdadera virtud. ¿Alguna vez algún crimen confeso ha tenido unos jueces tan unánimamente severos que ni un fallo en el carácter humano ni la incertidumbre inherente a todos los humanos ha alterado la opinión de algún juez? Aunque hubiesen afirmado que deseaba incendiar los recintos sagrados, degollar a los sacerdotes con cruel espada, organizar el asesinato de todos los nobles, aunque fuera culpable confeso de esos crímenes, tendría que haber estado presente en el momento que se me condenó. En cambio, a casi 500 millas de distancia debido a mi apasionada entrega a la defensa del Senado, ellos, mudo e indefenso, me condenan a muerte y proscripción. ¡No merecéis que haya otra persona a la que se pueda acusar de un crimen similar!

Incluso los que me delataron vieron que era un acusado demasiado digno para eso; para tiznar mi dignidad, añadieron falsamente la acusación de que había ensuciado mi conciencia con el crimen de conseguir delictivamente un cargo. Pero tú, que resides en mi interior, expulsas de mi mente toda ansia de bienes mortales; bajo tu mirada, no ha lugar para un sacrilegio tal. Gota a gota, introducías cada día en mis oídos, en mis pensamientos aquella máxima pitagórica de “sigue lo divino”[16]. Y para mí, al que tú formabas para aspirar a un excelencia similar a la de la divinidad, no era conveniente solicitar la ayuda de aquellos espíritus tan viles. Además, el refugio de una casa inocente, la compañía de los amigos más honrados y también un suegro tan respetable[17] como tú misma nos defienden de toda sospecha de este crimen. ¡Qué horror! Tu presencia la toman como señal de grandes crímenes y, por esto mismo, les parece que estoy hechizado porque estoy imbuido de tus enseñanzas, educado en tus costumbres. Así, no es suficiente conque mi reverencia hacia ti no me haya aprovechado en nada, es que además tú misma has sido herida por esta ofensiva en mi contra. En verdad, se amontonan nuestros males, porque la gente no aprecia los actos sino la fortuna: creen que lo que la buena fortuna ha entregado es el resultado de la prudencia y, por tanto, lo primero que abandona a los desafortunados es la estima de los demás. Me molesta recordar cuáles son ahora los rumores y las múltiples y discordantes opiniones que corren sobre mi persona. Solamente me gustaría decir esto: la adversidad añade una última carga a los desafortunados a los que se les acusa de un crimen falso, la creencia generalizada de que esas personas se merecían lo que les ha pasado.

A mí, desde luego, me han apartado de mis bienes, me han privado de mis cargos, me han afeado la reputación, y todo este castigo lo he sufrido por mi bondad. Me parece que puedo ver a los malvados en sus nefastos talleres, rebosando gozo y alegría, a las más viles personas planeando nuevas falsas delaciones, a los buenos hombres postrados de terror ante el resultado de mi juicio, a los perversos atreviéndose a acometer cualquier crimen no ya con impunidad sino con el aliciente de una recompensa, a los inocentes privados no solo de su seguridad sino incluso de defensa. Así pues, tengo que clamar lo siguiente:


Oh, fundador del estrellado mundo,
quien, reposando desde tu eterno trono,
revuelves el cielo en un veloz torbellino
y obligas a cumplir la ley a las estrellas,
para que relumbrante en cuarto repleto,
al paso de todas las llamas de su hermano,
ora la luna oculte las estrellas menores,
ora pálida, en cuarto oscuro,
más cerca de Febo, pierda su luz;
para que, en el primer tiempo de la noche,
el lucero del atardecer guíe los helados amaneceres
y, luego, en la pálida alba, para el nacimiento
del Sol cambie sus riendas.
Tú, en el frío de las brumas hojicaducas[18],
limitas la luz a un tiempo menor;
tú, cuando ha llegado el fervoroso verano,
ágiles[19] divides las horas de la noche.
Tu fuerza templa el varioso año,
para que el follaje, que el soplo del Bóreas
priva, el dulce Céfiro lo devuelva;
para que los altos campos que Arturo
vio como semillas Sirio los calcine[20].
Nada se libra de esta antigua ley
ni abandona su propio puesto.
Tú, que todo lo timoneas con un determinado fin,
tú, gobernante, solamente rechazas coartar
acordes a una merecida ley los actos de los hombres.
¿Por qué, pues, tantas veces la resbaladiza
fortuna se enrevesa? Oprime a los inocentes
el dañoso castigo debido al crimen,
mientras las perversas costumbres reposan
en un elevado trono; perjudican, pisotean
injustamente los cuellos de los respetuosos.
Se oculta, escondida, en oscuras tinieblas
la ilustre virtud y el justo soporta
el crimen del injusto.
En nada los menoscaba la perfidia, en nada
el engaño, disimulado con mendaz artimaña.
Y cuando les apetece usar la fuerza,
se complacen en derrocar a poderosos reyes
a los que innumerables pueblos temen.
Quien seas que entretejes los pactos de la naturaleza,
¡observa ya la mísera tierra!
A los hombres, una parte no pequeña de tan magna obra,
zarandea la alta mar de la fortuna.
Director, controla estas rápidas mareas
y asienta y reafirma las tierras con la ley

con la que riges el inmenso cielo.»

Filosofía inicia la sanación de Boecio editar

Mientras me desgañitaba con este incesante dolor, ella me contemplaba con apacible rostro, sin conmoverse por mis lamentos: -Cuando te vi triste y lloroso, enseguida reconocí a un triste exiliado; pero hasta que no oí tus palabras, no sabía cuán largo había sido. Pero tú no has sido expulsado lejos de tu patria, sino que te alejaste por error o, si prefieres pensar que fuiste expulsado, no fuiste sino tú mismo el que te echó: nadie nunca tendrá ese poder sobre ti. Si recuerdas cuál es tu patria originaria, verás que no es gobernada por el poder de la multitud como la Atenas de antaño, sino que “uno solo es el señor, uno solo el rey[21]”, que se alegra por el número, no por la expulsión de sus ciudadanos: la verdadera libertad es dejarte llevar por sus riendas y obedecer su justicia. ¿No te acuerdas de aquella antiquísima ley de tu ciudad por la que se aprueba que no se pueda expulsar a quien quiera tener su hogar en ella? Pues no hay temor de que merezca el exilio aquel a quien sus murallas y protecciones alberguen; de igual manera, quien deje de desear vivir en ella, al mismo tiempo dejará de merecerlo. Así las cosas, no me conmueve tanto el aspecto de este lugar como el tuyo propio y, antes que alojarme en una biblioteca de paredes decoradas con marfil y vidrio, prefiero residir en tu mente, donde he dispuesto no los libros sino lo que hace mis antiguos libros sean valiosos: sus enseñanzas.

Dijiste la verdad sobre tus meritorias acciones en defensa del bien común, pero poco hablaste de tus acciones en defensa de la multitud. Has recordado lo que todos saben sobre la verdad o mentira de tus acusaciones; has pensado, correctamente, en tocar superficialmente los crímenes y engaños de tus delatores, ya que todos ellos son la comidilla, con todo lujo de detalles, del pueblo. También has increpado con vehemencia la injusticia que cometió el Senado contra ti, te lamentaste por nuestra incriminación y lloraste el perjuicio al que sometieron mi nombre. Al final, tu dolor se encendió contra la fortuna, de la que te quejaste porque no compensa según lo merecido, y al final de tu rabiosa diatriba formulaste el deseo de que reinara sobre las tierras la misma paz que rige los cielos. Sin embargo, como todavía incubas una tumultuosa multitud de pasiones en tu interior y el dolor y la ira dividen tu atención, en tu actual estado mental todavía no te convienen remedios más fuertes. Así pues, empezaremos poco a poco, por lo más flojo, como cuando una parte del cuerpo enferma se hincha y endurece y es necesario, con cuidado, reblandecerla para que pueda recibir un tratamiento más fuerte.


Cuando la estrella de Cáncer,
afectada por los rayos del Sol, se quema[22],
el que su longeva simiente
confió a los vedados campos,
engañado en su fe en Ceres,
se debe alimentar de bellotas.
Si vas a coger violetas, nunca
busques la purpúrea floresta
mientras silba por los campos erizados
el cruel Aquilón.
No quieras podar, ávido,
los primaverales zarcillos,
si deseas disfrutar de las uvas:
ya en otoño, Baco
ofrecerá sus dones.
Un dios ajusta y señala los tiempos
apropiados para cada tarea;
tal y como él los acotó,
no tolera que nadie los mezcle.
Así, si algo por un escarpada vía
abandonó el certero orden,

no tendrá un final feliz.

¿Me permitirás que averigüe tu estado mental con unas pocas preguntas, para que entienda cómo debe ser tu cura? -Te lo suplico-respondí-, pregunta lo que quieras a tu albedrío. -¿Piensas que este mundo lo maneja el casual y fortuito azar o crees que hay un orden racional en él? -No, de ninguna manera podría pensar que el casual azar puede moverlo todo con tal precisión; creo que un dios creador preside su obra y no hay forma de que deje de pensar que esta es la verdad. -Así es, pues esto poco antes lo declamaste: incluso mientras deplorabas que la divinidad no se preocupe por la fortuna de los hombres, no tenías dudas de que el resto del mundo lo rige la razón. Vaya, vaya… me sorprende que, con una opinión tan saludable, estés enfermo. Profundicemos más: no sé qué se me escapa. Dime: dado que no dudas de que un dios gobierna el mundo, ¿sabes de qué formas lo controla? -A duras penas entiendo tu pregunta, así que difícilmente puedo responderte. -¿Me engañé al pensar que se me escapaba algo, por donde, como una brecha en una muralla, la enfermedad se introdujo y perturbó tu espíritu? Pero, dime, ¿recuerdas cuál es el fin de todas las cosas o a dónde tiende a dirigirse toda la naturaleza? -Lo sabía, pero mi tristeza me embotó la memoria. -¿Pero sabes de dónde procede todo? -Lo sé, te dije que de un dios. -¿Y cómo puede ser que conozcas el origen de todo pero no su final? Pero tal es la forma de actuar de esta turbación, tal es su fuerza que pueden cambiar a un hombre de lugar pero no son capaces de arrebatarle su ser, de arrancarlo de su raíz. Quisiera que me respondieras a esto: ¿recuerdas que eres un hombre? -¿Cómo puedo no recordarlo? -¿Podrías decirme qué es un hombre? -¿Me preguntas si sé que soy un animal racional y mortal? Lo sé y veo que lo soy. -¿Y no sabes si eres alguna otra cosa? -No, nada. -Ya sé cuál es otro de los motivos de tu enfermedad, quizá el mayor: has dejado de saber qué eres. He encontrado, de pleno, cuál es el motivo de tu enfermedad y la forma de recuperar tu salud: dado que el olvido de tu ser te confunde, te duele el exilio y expolio de tus posesiones; dado que desconoces el final de todo, piensas que solo los hombres malvados y perversos son poderosos y afortunados; dado que has olvidado por qué medios se rige el mundo, crees que los giros de la fortuna fluyen sin control. Todo esto podría causar no ya una importante enfermedad sino incluso de la muerte. Pero dale las gracias al creador de tu salud, porque la naturaleza todavía no te ha abandonado del todo. Todavía tenemos una gran ascua para reavivar tu salvación: tu acertada opinión sobre cómo se rige el mundo, ya que crees que lo gobierna no el azar casual sino la razón divina. Así pues, no temas, pues de esa pequeña chispita brillará de nuevo el calor de la vida. Con todo, todavía no es el momento para servirnos de remedios más severos: es evidente que las mentes tienen tal naturaleza que se visten con falsas opiniones cada vez que se quitan una verdad y que de esas falsas opiniones surge una perturbación que nubla y confunde la mirada verdadera. Por tanto, intentaré atenuar esa neblina con curas suaves y mesuradas, para que, una vez apartadas las tinieblas de esas afecciones falaces, puedas reconocer el esplendor de la verdadera luz.


Por nubes negras
ocultos, ninguna luz
pueden derramar
los astros.
Si revolviendo la mar
el turbulento Austro
agita las mareas,
la hace poco lúcida
y también serena
ola durante días,
ahora, disuelto el
fango, se muestra
sucia a la vista
Si el descendente río,
errabundo desde
altas montañas,
a menudo se frena
ante la barrera de unas rocas
caídas de un risco;
si deseas tú también
con luz clara
divisar la verdad,
con recto sendero
tomar el camino,
aparta el gozo,
el temor aparta,
la esperanza rehúye
y que no haya dolor:
nublada y refrenada
está la mente, donde

esas pasiones reinan.

Notas editar

  1. Referencia a las imágenes de cera de los antepasados, que las familias aristócratas romanas solían tener en el atrio de sus casas.
  2. De πράξις (praxis) y θεωρία (theoria)
  3. Referido a las órbitas de los cuerpos celestiales.
  4. Boecio tradujo del griego un tratado de Ptolomeo sobre astronomía, así que está aprovechando para tirarse flores.
  5. Hesperia era un nombre poético en latín para referirse al occidente.
  6. Coro (también llamado Cauro y, en versiones más helenizantes, Euro) era el nombre del viento del noroeste que, como se ve en este pasaje, tenía fama de venir acompañado de gran nubosidad.
  7. Bóreas (también llamado en latín Aquilón) era el nombre del viento del norte, un viento violento que despejaba los cielos. Precisamente por su violencia, se solía vincular a la Tracia, cuyos habitantes tenían fama de fieros y salvajes en la mentalidad griega.
  8. Según la tradición, Anaxágoras se vio obligado a huir de Atenas por acusaciones de impiedad (principalmente, por afirmar que el sol era una bola incandescente; el caso de Sócrates y su enfrentamiento con la ciudad de Atenas es de sobra conocido y Zenón se vio implicado en una conjura contra el tirano de su ciudad pero, según se dice, tras múltiples torturas no solo no reveló el nombre de ninguno de los conjurados sino que mordió la oreja de su torturador cuando se le acercó, engañado porque pensaba que Zenón iba a confesar.
  9. Canio Julio fue un filósofo ejecutado por Calígula; Séneca, el más conocido de los tres, se vio obligado a suicidarse por las presiones de Nerón y, al igual que Sorano. Nótese que los tres eran estoicos pero, en este caso, entendemos que Boecio no los considera parte del “populacho estoico” al que se refería antes.
  10. La buena y la mala, se entiende. Todo el poema recuerda mucho a la Oda 2,10 de Horacio
  11. Se refiere a una fábula atribuida a Fedro (nº13 del libro de las "nuevas fábulas") en la que un asno se encuentra una lira y la toca, pero se lamenta al ver que no tiene la suficiente habilidad para tocarla bien. En griego en el orignal.
  12. Ilíada, 1, 363 (en griego en el original)
  13. Referencia a Cicerón, De officiis, cuando dice que “la sabiduría es conocer los asuntos humanos y divinos” (sapientia est rerum humanarum et divinarum scientia).
  14. El prefecto del pretorio era, en época tardoimperial, una especie de gran ministro, que dirigía todas las ramas del gobierno en varias provincias, excepto la parte militar.
  15. Por rango consular, se refiere a que había desempeñado el cargo de cónsul en Roma. Aunque en época imperial este cargo fue perdiendo más y más prestigio y poder, seguía marcando el culmen de la carrera política senatorial.
  16. En griego en el original.
  17. El suegro de Boecio fue el notable Símaco, importante político de la anterior generación.
  18. Se refiere al invierno. La palabra hojicaduca (frondifluus), que hace caer las hojas, no está atestiguada en ningún otro autor latino, así que posiblemente sea una creación de Boecio.
  19. Este adjetivo se explica porque las horas tenían una duración variable en la Antigua Roma, en función de la duración del día/noche. Así, las horas diarias duraban más en verano que en invierno y viceversa con las nocturnas.
  20. Arturo es la estrella más brillante de la constelación Bootes (el Boyero), que suele verse en los cielos a inicios de la primavera; Sirio es la estrella más brillante de la constelación del Can Mayor (y la más brillante del cielo), que se divisaba en los cielos antes de la llegada de los días más cálidos del verano, llamados precisamente por esta coincidencia “canícula”. Los antiguos creían, además, que la luz de algunas estrellas era lo bastante fuerte como para quemar los cultivos.
  21. Ilíada, 2,204. En griego en el original.
  22. Esto sucedía en la primera parte del verano, una época demasiado cálida para la siembra y, por tanto, obliga al que siembra en esa época a sobrevivir con alimentos de peor calidad, como bellotas. Por “se quema” se refiere a que había demasiadas horas luz como para verse.