Las vocaciones
En un hermoso jardín, donde los rayos del sol otoño parecían rezagarse a gusto, bajo un cielo verdoso ya, con nubes de oro flotantes como continentes viajeros, cuatro bellos niños, cuatro muchachos, cansados sin duda del juego, hablaban entre sí.
Uno decía: «Ayer me llevaron al teatro. En palacios grandes y tristes, al fondo de los cuales se ve el mar y el cielo, unos hombres y unas mujeres, serios y tristes también, pero más hermosos y mucho mejor vestidos que los que solemos ver, hablan con voz que es un cantar. Amenázanse, suplican, se angustian y se llevan la mano con frecuencia a un puñal atravesado en el cinto. ¡Ay, qué bonito es! Las mujeres son mucho más guapas y más altas que las que vienen a casa a vernos, y, por terrible que sea el aspecto que les den sus ojazos hundidos y sus mejillas arrebatadas, nadie puede por menos de quedarse encantado al verlas. Infunden miedo, ganas de llorar, y, sin embargo, se goza tanto... Y lo más singular es que entran ganas de ir vestido como ellos, de hacer y decir lo mismo, de hablar con la misma voz...»
Uno de aquellos cuatro niños, que desde hacía unos segundos no escuchaba ya el discurso de su compañero y observaba con fijeza asombrosa no sé qué parte del cielo, dijo de repente: «¡Mirad, mirad... allá lejos! ¿Le veis? Está sentado en aquella nubecilla sola, en aquella nubecilla de color de fuego, que anda despacito. Él también parece que nos mira.»
«Pero ¿quién?» -preguntaron los demás.
«¡Dios! -contestó con acento de convicción entera-. ¡Ay! Ya está muy lejos; dentro de poco no podréis verle ya. Está sin duda de viaje, visitando todos los países. Mirad, va a pasar por detrás de aquella hilera de árboles que está casi en el horizonte..., y ahora baja por detrás del campanario... ¡Ay, ya no se le ve!»
Y el niño permaneció mucho tiempo vuelto del mismo lado, fijos en la línea que separa la tierra del cielo los ojos, en que brillaba una inefable expresión de éxtasis y de pesar.
«¡Será tonto, con ese Dios que nadie más que él ha visto! -dijo entonces el tercero, cuya personilla se señalaba por una vivacidad y una vitalidad singulares-. Yo voy a contaros cómo me pasó una cosa que no os ha pasado nunca a vosotros, y que tiene mayor interés que vuestro teatro y vuestras nubes. Hace unos días, mis padres me llevaron consigo a viajar, y como en la posada donde hicimos alto no había cama bastantes para todos, resolvieron que yo durmiese en el mismo lecho de mi criada.»
Llamó más cerca de sí a sus compañeros, y habló con voz más baja:
«Es curioso el efecto que causa no estar acostado solo y hallarse en un lecho con la criada, en tinieblas. Como no me dormía, me entretuve, mientras dormía ella, en pasarle las manos por los brazos, por el cuello y por los hombros. Tiene los brazos y el cuello mucho más gruesos que todas las demás mujeres, y la piel tan suave, tan suave, que parece papel de cartas o papel de seda. Tanto gusto me daba, que hubiera seguido por mucho tiempo, si no me hubiese dado miedo; lo primero, miedo de despertarla, y, después, miedo de no sé qué. Metí en seguida la cabeza entre sus cabellos, que le caían por la espalda, espesos como una crin, y olían tan bien, os lo aseguro, como las flores del jardín a estas horas. ¡Probad, cuando podáis, a hacer lo mismo, y ya veréis!»
El joven autor de tan prodigioso relato tenía, durante la narración, desencajados los ojos por una especie de estupor ante lo que aún sentía, y los rayos del sol poniente, deslizándose a través de los bucles rojizos de su cabellera enmarañada, encendían en derredor de ella como una aureola sulfúrea de pasión. Fácil era de adivinar que aquel no había de pasarse la vida buscando a la Divinidad en las nubes, y que la encontraría a menudo en otras partes.
Por último, el cuarto dijo: «Ya sabéis que yo en casa no suelo divertirme; al teatro nunca me llevan; mi tutor es avaro en demasía; Dios no se ocupa de mí ni de mi aburrimiento, y no tengo criada guapa que me duerma. Muchas veces he creído que encontraría gusto en andar siempre adelante, en línea recta, sin saber adónde, sin que a nadie le cause inquietud, y en ver siempre nuevos países. Nunca estoy bien en ninguna parte, y siempre creo que estaría mejor en otra parte que no allí donde estoy. Pues, bueno; en la última feria del pueblo vecino, vi tres hombres que viven como yo querría vivir. Vosotros no reparasteis en ellos. Eran altos, casi negros y muy altivos, aunque harapientos, con trazas de no necesitar de nadie. Sus ojazos sombríos se volvieron todo brillantez mientras tocaban música, una música tan sorprendente que da gana ya de bailar, ya de llorar o de las dos cosas al mismo tiempo; se volvería uno como loco si lo escuchara mucho rato. Uno, arrastrando el arco sobre el violín, parecía cantar una pena, y otro, haciendo saltar el martillito sobre las cuerdas de un piano corto colgado a su cuello de una correa, parecía burlarse del lamento de su vecino, en tanto que el tercero juntaba de vez en cuando los platillos con violencia extraordinaria. Tan contentos estaban de sí mismos, que siguieron tocando su música de salvajes aun después que se hubo dispersado la muchedumbre. Recogieron, por último, sus cuartos, se echaron los bártulos a la espalda y se fueron. Yo, por saber dónde vivían, los seguí de lejos hasta el lindero del bosque; sólo allí llegué a comprender que no vivían en ninguna parte.
«Entonces dijo uno: «¿Hay que abrir la tienda?»
«No, nada de eso -contestó otro- ¡Está la noche tan hermosa!»
El tercero contaba lo recaudado, y decía: «Esa gente no siente la música, y sus mujeres bailan como los osos. Por fortuna, antes de un mes estaremos en Austria, donde hallaremos un pueblo más amable.»
«Más valdría quizá que fuésemos a España, porque ya se va pasando la estación; huyamos antes de las lluvias y no nos mojemos más el gaznate» -dijo uno de los otros.
«Todo lo recuerdo, como veis. En seguida se bebió cada cual una taza de aguardiente y se durmieron, vuelta la frente a las estrellas. Al principio me entró deseo de pedirles que me llevaran consigo y me enseñaran a tocar sus instrumentos; pero no me atreví, sin duda porque siempre es muy difícil decidirse por cualquier cosa, y también porque temía que me volviesen a coger antes de haber salido de Francia.»
El aspecto poco interesado de los otros tres compañeros me llevó a pensar que aquel muchacho era ya un incomprendido. Le miraba con atención; tenía en los ojos y en la frente ese no sé qué precozmente fatal que suele alejar a la simpatía, y que, no sé por qué, excitaba la que hay en mí, hasta tal punto, que se me ocurrió por un instante la extraña idea de que podía yo tener un hermano que yo mismo no conocía.
Habíase puesto el Sol. La noche solemne ocupaba ya su lugar. Separáronse los niños, yéndose cada cual, sin saberlo, según las circunstancias y los azares, a madurar su destino, a escandalizar al prójimo y a gravitar hacia la gloria o hacia el deshonor.