Las veladas del tropero/Vivir como un conde
Vivir como un conde
Don Sebastián, como tantos otros, vivía en la pampa holgadamente y sin trabajar mucho, con su numerosa familia y sus pocos bienes. Ignorante de las mil necesidades con que complican su vida el hombre rico y el habitante de las ciudades, estaba muy conforme con lo que tenía, ni atinaba a pensar cómo podría uno estar mucho mejor, en este mundo. Con su buena majada, su rodeíto de vacas, una buena tropilla y la manada de yeguas, nunca faltaban en su casa carne gorda para comer, sebo para hacer velas, un cuero para huascas, ni leña para el fuego; y si no siempre alcanzaba la platita de la lana y de los cueros para saldar del todo la libreta en la pulpería, con vender algunos animales gordos, pronto se completaba el importe, sin contar que con algunos días de trabajo en las hierras o en los arreos, todavía podía la patrona pasarse el capricho de comprar al mercachifle algún trapo o algún cachivache, y el mismo don Sebastián el gusto de arriesgar algunos pesitos al truco, su juego favorito. Y feliz entre sus animalitos que le daban poco que hacer y sus muchos hijos, sanos y fuertes, que le ayudaban en sus sencillas tareas, se deleitaba en contestar, cuando le preguntaban cómo andaban las cosas:
-Yo, amigo, vivo como un conde.
Un día llegó a su casa, a pie, un extranjero, obrero despedido de una estancia vecina y que andaba buscando trabajo. Don Sebastián le hizo entrar, lo convidó con el hospitalario mate, lo agasajó lo mejor que pudo y conversó con él. El hombre parecía tener ideas extrañas y las expresaba con vehemencia, en castellano chapurrado, dejando correr sin cesar, del tosco envase de su jerga, el sutil veneno del odio y de la envidia. Y cuando don Sebastián le aseguró, como con todos acostumbraba, que él vivía «como un conde», el huésped se burló de él, haciéndole ver que, comparada con la de otros, su vida era miserable: que su casa era un pobre rancho, sin más muebles casi que un asador y una pava, que sus hijos andaban vestidos de harapos, que sus animales eran ordinarios y pocos, y que del campo que arrendaba lo podían echar cualquier día.
No le dijo que si trabajase un poco más podría fácilmente mejorar su vida y la de los suyos; pero le pintó con vivos colores la felicidad de estos ricachos, podridos en plata, decía, que viven en palacios, rodeados de mil comodidades, atendidos por una multitud de sirvientes que se adelantan a sus menores deseos; para quienes los millones son como para él los billetes de a diez; que poseen toros y carneros de tanto precio que vale uno solo por toda su hacienda.
-Esto sí -exclamó- es vivir «como un conde»; usted vive como un pobre, nada más.
Después de haberse ido el extranjero, don Sebastián ya no se hubiera atrevido a decir que vivía «como un conde».
Experimentó tal desprecio por los modestos bienes que hasta entonces habían sido su gloria y su dicha, que poco faltó para que se considerase como el último y el más desgraciado de los menesterosos.
Por primera vez le pareció injusto que algunos tuvieran tanto y otros tan poco, y pensó que sólo los ricos, los que tenían millones, podían vivir «como condes».
Y no hubiera tenido consuelo si algún tiempo después no le llega por fortuna otra visita.
Era un gaucho elegante y ricamente vestido de paño negro, montado en brioso corcel enjaezado con puros aperos de plata y de oro. Se apeó, sin pedir licencia, y acercándose con aire de patrón a don Sebastián, le dijo:
-Conozco tus deseos; sé que quieres ser rico para vivir «como un conde», y como eres un buen gaucho, he resuelto hacerte el gusto. Aquí tienes -dijo, tendiéndole un tirador grande lleno hasta reventar de billetes de Banco- un millón de pesos. Disfrútalo a tu antojo: pero acuérdate de que mermará de cien mil pesos cada vez que tú mismo o algún miembro de tu familia reniegue, por tener tanta plata.
-¡Pues señor! -exclamó don Sebastián-, renegar por tener mucho; seríamos más que zonzos.
Y tomando el tirador, iba a dar al forastero las gracias por su generosidad, cuando vio que ya había desaparecido.
La señora de don Sebastián entraba justamente en ese momento y frunció las narices, preguntando:
-¿Por qué quemaste azufre?
-¿Yo? -dijo don Sebastián, ocultando la prenda en los dobleces del chiripá... ¡Ah!, sí, estaba curando un cordero de la lombriz.
No insistió la señora, y pasó para la cocina.
Don Sebastián, sólo entonces, miró bien el tirador y vio que tenía diez bolsillos, y que cada bolsillo contenía cien mil pesos; y empezó a buscar en el cuarto un rincón a propósito para esconder este tesoro. Pero no encontraba sitio en ninguna parte; los pocos muebles estaban llenos, los cajones no tenían llave, cuando, por casualidad, tenían cerradura; colgarlo a la vista no se podía, por supuesto, y tanto se cansó de buscar, que, renegando, exclamó:
-¡Al diablo con la plata!
Y en el acto oyó un ruidito: ¡Zuit!, y vio que uno de los bolsillos estaba vacío.
¡Hizo una cara!... Por fin, se consoló con pensar que todavía le quedaban novecientos mil pesos, con lo que cualquier pobre puede vivir «como un conde», murmuró sonriéndose. Asimismo, algo inquieto, llamó a su mujer, le enseñó el tirador y se lo contó todo.
La señora, en el acto, encontró en un baúl donde tenía sus cosas y que sólo ella abría, un excelente sitio para esconder el tirador, y se sentaron para conversar de lo que debían hacer con esa plata.
Pero revolvieron entre ambos muchas ideas, sin poder llegar a resolver nada; lo que a uno le gustaba, al otro le parecía mal.
-Comprar campo y hacienda -decía la mujer.
-Sí -contestaba don Sebastián-, y el trabajo será para mí.
-Vayamos a vivir en la ciudad.
-¡Cómo no! Encerrarme en ese chiquero y comer carne cansada.
-Confiemos la plata a don José, el pulpero, y poco a poco la iremos gastando.
-Sí, para que se nos vaya con ella, el día menos pensado.
Y de repente, don Sebastián, que no era muy paciente, exclamó:
-¡Para dolores de cabeza, no más, nos habrá regalado esa plata!
En el acto, notaron un ruidito en el baúl: ¡Zuit! Y levantándose ambos, con inquietud, fueron a revisar el tirador. Otro bolsillito había quedado vacío. ¡Se miraron con una jeta...!
-Bueno, basta -dijo don Sebastián-. Ni pensar ya en la plata; de no, se nos va toda.
Y salió, por el campo, cavilando en muchas cosas: contento, naturalmente, por un lado, de tener semejante capital, ¡ochocientos mil pesos todavía!, pero desconsolado a la vez, por no saber qué hacer con él, y poseído del miedo de perderlo todo.
Ese temor de quedarse sin nada, tanto se iba apoderando de él, que cuando al volver a su casa, oyó que su mujer le pedía mil pesos para ir al pueblito a comprar muchas cosas que hacían falta para la familia, le contestó con impaciencia:
-Sí, gastemos, no más, que ya pronto vamos a quedar sin nada.
Al oír semejante disparate, no pudo menos que decir la señora, con rabia:
-Pues si porque tienes plata, te vas a volver avaro, mejor es no tenerla.
En seguida se sintió, dentro del baúl, el ruidito que ya conocían; y pudieron, aterrados, comprobar que no quedaban más en el tirador que setecientos mil pesos.
Cuando llegó la noche, don Sebastián, por supuesto, se negó a dormir en otra parte que cerca de su tesoro, pues a medida que éste disminuía, más precioso se volvía, y tendió su recado contra el mismo baúl. Durmió mal; más bien dicho, no durmió. Cualquier ruido le parecía sospechoso; las lauchas eran ladrones, y dos gatos enamorados le hicieron levantar con el facón en la mano. Iba por fin amodorrándose, a la madrugada, cuando dos cachorros que jugaban en el patio, vinieron, persiguiéndose, a caer juntos contra la puerta del rancho, con un ruido que le hizo creer que un escuadrón de caballería la volteaba a pechadas. Se incorporó, asustado; pero, conociendo su error, volvió a acostarse, y medio dormido, dijo:
-¡Qué noche perra me ha hecho pasar esa maldita plata!
¡Zuit! hicieron en el baúl, cien mil pesos más, al irse del tirador.
Don Sebastián se arrancó un mechón de cabellos, mandó traer su tropilla, y con el tirador en la cintura, se fue para la ciudad. Quería depositar en el Banco de la Nación los seiscientos mil pesos que todavía le quedaban para no pensar ya en ellos sino con toda calma y tranquilidad.
Pero el pobre no sabía nada de la ciudad; nunca había oído hablar de esas aves de rapiña que les toman el olor a los pesos de los campesinos desprevenidos, a través de los bolsillos, como los chimangos a la osamenta escondida entre las pajas; y antes de haber llegado a la fonda, ya había comprado, tirado -por mil pesos- el premio mayor de la última lotería, en un billete adulterado; le habían sacado del bolsillo del saco la cartera con otros mil, y le habían vendido por doscientos pesos un magnífico reloj de cinco cincuenta, bien pagado.
Y cuando conoció su candidez, renegó de tal modo, no contra sí mismo, por supuesto, sino contra ese dinero que a nadie, al fin, había pedido y que, de seguir así, lo volvería loco, que no tardó en oír el ¡zuit! acostumbrado.
-¡Adiós mi plata! -dijo- ya no me quedan más que quinientos mil. A este paso, pronto me quedo como antes.
Pero en este momento se le acercó un señor muy decente que le ofreció sus servicios para el caso que tuviera algunos fondos disponibles que colocar en valores que le darían una buena renta, sin trabajo.
Don Sebastián, esta vez, se dio por salvado y le dijo que efectivamente tenía para colocar así, en cosas que no le diesen trabajo y le permitiesen darse buena vida -no se atrevió a decir: de vivir «como un conde»- unos doscientos mil pesos.
El corredor -por tal se daba-, disimulando su inmenso júbilo, salió en seguida y no tardó en volver con otro que traía un gran atado de cédulas hipotecarias de la provincia de Buenos Aires, y explicándole a don Sebastián que cada una valía cien pesos y le daría, sin que se moviera, ocho pesos por año, le entregó, en cambio de sus doscientos mil pesos, dos mil papeles con figuritas.
Convencido don Sebastián, de haber dado con el clavo -como efectivamente, sin que lo supiese, le había acontecido-, se fue a comer, pensando en comprar más de esas «cédulas boticarias», como ya las llamaba, tan cómodas para vivir sin hacer nada.
Tuvo de vecino, en la mesa de la fonda, a un buen vasco que también había venido del campo para sus negocios y entablaron conversación. Se le ocurrió a don Sebastián preguntar al compañero lo que haría si tuviese dinero que emplear.
-Hombre -le dijo el vasco- comprar ovejas.
-¿Y si tuviese mucho dinero?
-Comprar más ovejas -dijo el vasco.
-¿Pero si tuviese más todavía?
-Entonces ya, comprar campo.
-Y de estas cosas, ¿no compraría? -le preguntó enseñándole las cédulas.
El vasco sabía lo que eran esos papeles y echó a reír. Pero don Sebastián, inquieto, insistió y quiso saber la verdad; el vasco se la explicó; le dijo que sus doscientos mil pesos podían valer treinta mil, y que no debía, antes de muchos años contar con renta alguna.
Se sulfuró don Sebastián, y mandó a los mil demonios al corredor ese que le había engañado, y la plata, que más trabajo y más rabietas le había dado que provecho... y ¡zuit! hizo el tirador, vaciándose otro de los bolsillos.
-¡Mejor! -exclamó don Sebastián-, ¡andate al diablo! ¡Plata zonza!
Y obedeciéndole, cien mil pesos más se le fueron...
Don Sebastián, esta vez, se sosegó. Tanteó, ansioso, el tirador y se dio cuenta de que ya uno solo de los bolsillos contenía todavía algo. Eran los últimos cien mil pesos del millón que tan generosamente le regalara el forastero, pero algo mermados por los cuentos del tío que había sufrido.
Pensó que si con semejante cantidad todavía se podía hacer algo, ya era tiempo de seguir el consejo del vasco y de comprar campo y ovejas, que era, al fin y al cabo, lo único de que entendía. El vasco era honrado y conocía la ciudad; le facilitó la venta de sus cédulas y lo acompañó hasta su salida para el campo, evitándole otros tropiezos y trampas.
Don Sebastián regresó a su casa con un entrevero formidable de ideas nuevas en la cabeza.
El pobre nunca había tenido mucha ocasión de tomarse el trabajo de pensar y no dejó de encontrar algo difícil la cosa; pero tenía cierta viveza natural, como cualquier gaucho, y no tardó en vislumbrar unas cuantas verdades que, antes, le habrían parecido mentiras.
Sabía ya, por ejemplo, que es más trabajoso de lo que a primera vista parece, emplear de modo sensato mucho dinero; que una suerte por demás inesperada puede traer consigo en la vida más trastornos que gozos; y que, aunque sea menos penoso, lo mismo tiene el hombre que acostumbrarse a la buena fortuna como a la mala.
Al ver la prudencia y la vigilancia continua que requiere la sola conservación de los bienes, adquiridos, a veces, sin esfuerzo, dejó de tener envidia a los ricos; y volvió a apreciar en su justo valor lo que poseía, comprendiendo que con lo que uno tiene siempre puede ser feliz, si a ello limita sus deseos.
Cuando llegó a su casa, tenía ya calculado lo que iba a hacer con lo que le quedaba; empezó por dar a su señora los mil pesos que antes le había pedido, ofreciéndole más, si necesitaba, diciéndole que ya se había curado de la codicia y que debían hacer como antes: gastar en proporción de lo que tenían, sin derroche, ni avaricia.
Después, con toda franqueza, le confesó las barbaridades que, en su ignorancia, había cometido; los dolores de cabeza que le había valido el regalo del forastero; sus reniegos injustos contra el dinero y el castigo de ellos.
Ahora se había vuelto juicioso: no tardó en encontrar, por una parte de lo que le habían dejado sus numerosas chapetonadas, un buen retazo de campo, y lo fue poblando con haciendas bien elegidas y compradas con cuidado.
Todo esto, por supuesto, no se hizo sin trabajo. Tuvo que andar mucho, galopar días enteros, arrear tropas, pasar días y noches a la intemperie, rondar, cuidar, vigilar, lidiar con peones y animales, y, montada la estancia, tuvo mucho trabajo para dirigirla, muchísimo más trabajo que lo que había tenido jamás, en otros tiempos, con su majada única, su rodeíto de tamberas y su manada, cuando vivía, indolente y feliz, sin necesidades y sin plata, «como un conde».