Las veladas del tropero/Las huascas de Timoteo

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

LAS HUASCAS DE TIMOTEO

Don Miguel había vuelto del corral, hecho un tigre se le había cortado el lazo chileno, un lazo hecho por él mismo con todo esmero, y no podía comprender que apenas tres meses le hubiera durado. Se desahogó, entre dos mates, aconsejando á su hijo Timoteo que nunca hiciera lazo, ni huasca, para trabajos fuertes, con el cuerito maula de todas estas vacas mestizas con que ahora se había apestado la pampa.

—No sirven, amigo—decía;—no sirven para huascas. Puede ser que para botincitos de puebleros valgan, pero cortar en ellas un lazo ó un maneador, es exponerse á muchas cosas. ¡Ah! ¡quién tuviera—suspiraba,—un cuero de las vacas de Mandinga!

Y Timoteo empezó á preguntarle al viejo cómo se podría conseguir. Don Miguel, para decir la verdad, pocos datos tenía al respecto, pero había viajado mucho por la pampa; había estado en trato con los indios, y algo sabía, aunque muy vago, sobre Mandinga, sobre su existencia—muy cierta,—sus haciendas y el lugar donde las cuida. Timoteo todo lo apuntó en su memoria, y se mandó mudar una mañana, con su tropilla, sin decir nada á nadie.

Don Miguel, al momento, sospechó la verdad: sabía quién era Timoteo, valiente como ninguno y firme en sus resoluciones; pero, ¿qué se iba á hacer?

Timoteo, por su parte, no ignoraba que su empresa era más que atrevida, pero era fuerte, diestro y sufrido, y sabía templar el arrojo con la astucia. Llevaba entre los animales de su tropilla, todos elegidos, guapos y mansos, un parejero sin igual; alzó su mejor lazo y un cuchillo que, lo mismo que su valor, había sido probado.

Y marchó: marchó tanto, que ya no contaba los días que se había pasado tragando leguas, cuando dió con un arroyo cuyas aguas corrían tan impetuosas y tan hondas, entre barrancas tan altas, que era casi imposible vadearlas, y tan turbias que daba miedo meterse en ellas.

Timoteo no vaciló: hizo despeñarse de la barranca la tropilla, y para seguirla, se dejó resbalar; los caballos lucharon un gran rato para vencer la corriente y trepar la barranca, pero, arañando, llegaron, al fin, á la orilla.

Y después del arroyo, fueron cañadones interminables y traicioneros, sembrados de pantanos pegajosos, en cuyo barro blanco quedaban, á veces, en peligro de muerte los caballos; y también fueron arenales pesados en que entraban casi hasta el encuentro, y montes espinosos, de esos que no dan sombra, pero que detienen al viajero, y por los cuales vagan toda clase de bichos.

A medida que iba avanzando, conservando por instinto el rumbo, los arroyos eran más hondos y más rápidos, las barrancas más altas, los cañadones más extensos y más cenagosos, los médanos más pesados, los montes más impenetrables y las fieras más temibles, y cualquiera otro hubiera renunciado á la empresa; pero Timoteo calculaba que eran señas de que se iba acercando á los dominios de Mandinga y sentía su corazón ensancharse con las ganas de lograr, aun con peligro de la vida, lo que venía buscando.

Un día, al cruzar un pajonal, de tal modo se le espantó el montado que, á pesar de ser el jinete que era, casi se fué al suelo, y vió centellear entre dos matas de paja los ojos de oro de un tigre enorme, encogido ya para saltar, como resorte armado. Timoteo ya estaba de pie; el poncho en la mano izquierda, el cuchillo en la diestra, esperaba temible adversario. No tardó la embestida; el amor á la carne humana embravece al tigre cebado, y alzándose en las patas traseras, parado en su colosal estatura, la fiera iba a dejarse caer en la presa, cuando, tapándole Timoteo los ojos con el poncho, le abrió la panza en canal, con el cuchillo cortador, hasta el pecho. Con un ronquido aterrador, se desplomó el tigre, mientras que, de un salto, se ponía en salvo Timoteo, huyendo de las mortales caricias con que todavía, en los últimos estertores de la muerte, lo hubieran podido favorecer esas uñas envueltas en terciopelo.

Desolló con toda tranquilidad el magnífico animal, estaqueó el cuero, sacó con cuidado la grasa de los riñones y, después de sobar con ella un lazo, puso aparte el resto, pues es un remedio inmejorable para toda clase de dolores; y descansó en ese mismo sitio hasta que, el cuero estando bien seco, pudo cortar en él un elegante sobrepuesto y una linda pechera que se puso debajo del saco.

Pudo ver, desde entonces, que todos los pumas y tigres, aun los cebados, que encontró á su paso—y numerosos fueron,—disparaban asustados. Pero otros peligros peores lo esperaban, pues se aproximaba á los campos de Mandinga, guardados por gauchos malos que, si á veces dejan penetrar en ellos á algún incauto, á nadie dejan salir.

Casi de noche llegó á la portada de un alambrado; llamó, y de un rancho cercano á la, tranquera, vino á pie un gaucho. Al hombre desprevenido hubiera parecido un paisano cualquiera; pero Timoteo bien sabía con quién se las iba á tener, y dispuesto á todo, lo esperó. Alto y morrudo, en toda la fuerza de sus años, el gaucho llevaba en la cintura un tremendo facón; su larga melena y su barba renegrida, en la cual resaltaban los labios colorados como sangre, le daban cara de pocos amigos, y bajo las alas del chambergo relumbraban unos ojos tan negros y tan punzantes, que cualquier otro que Timoteo no hubiera podido sostener su mirada. Al llegar á la tranquera, preguntó al viajero lo que quería.

—Pasar no más—contestó Timoteo.

Pero el gaucho, volviendo á cerrar la tranquera, lo convidó á pasar la noche en el puesto, diciéndole que quizá no le iban á abrir del otro lado. El muchacho aceptó, pensando que, al fin, afrontar los peligros es el mejor modo de vencerlos; maneó, cerca de las casas, la yegua madrina, y apeándose en el palenque, entró en la cocina con el puestero.

Allí, pronto supo que ya estaba de veras en la estancia de Mandinga: sentados alrededor del fogón, churrasqueando y tomando mate, estaban tres hombres; conversaban, y mientras el puestero volvía á colgar, en un rincón de la pieza, la llave de la tranquera, oyó Timoteo que decían:

—¿De dónde sacaste estas botas, che?

—Del cuero de aquel que vino, el otro día, á pedir rodeo.

—Mire, venir á pedir rodeo al patrón, ¡qué ocurrencia!

—No sabría.

—¡Qué no iba á saber, un hombre viejo!

—Creo que era gringo.

—Será. ¿Y también será gringo el lampiño aquel que le dije?

—No parece. Pero no importa; el patrón necesita un cuero de potrillo para tientos.

Las alusiones eran claras y poco tranquilizadoras; y siguieron así mucho rato, entendiéndolo todo, por supuesto, Timoteo, como buen hijo de la pampa, acostumbrado desde chico á usar y oir el lenguaje pintoresco, lleno de imágenes y de indirectas, propias de sus moradores, y también porque de ningún modo ignoraba él dónde estaba, ni lo que era esta gente.

Volvieron á hablar, diciendo uno de ellos:

—Con todo, amigo, vea que hay tigres dormilones.

—La verdad, que para centinelas...

—¡Vaya! más vale así; de otro modo se nos hubiera podido enmohecer la capadora.

—Les habrá parecido muy tierno.

—No crea, amigo; si ya no es tan vacaray.

—Entonces, ¿cómo puede haber sido?

—Ha sido—interrumpió, con voz altiva Timoteo, quien había quedado parado, recostado contra el marco de la puerta,—que hay tigres que quieren comer hierro sin mascarlo y que se rajan las tripas.

—¡Esa maula!—dijo el puestero;—guapa había sido la criatura.

Y todos, levantándose, lo miraban á Timoteo, extrañando que semejante muchacho se les irguiese así. Sin inmutarse, los consideraba Timoteo con mirada tan serena, que ninguno de los cuatro se atrevió á hacer un ademán de provocación, y el modesto cuchillo del joven, aun en la vaina, bastaba, al parecer, para mantener envainados los cuatro facones de los bandidos. También les hacía vacilar la sospecha de que algo cierto hubiera en lo que decía, y cuando, de repente, uno, atónito, señaló á los compañeros lo que se le alcanzaba á ver de la pechera de piel de tigre, empezaron todos á mirar al muchacho con ojos de terror; y sabiendo Timoteo que cuando se junta el miedo de un cobarde con el de otros cobardes, se multiplica y se vuelve irresistible pánico, adrede, les dejó libre la puerta, y todos dispararon.

Timoteo se apoderó de la llave de la tranquera, la guardó en el tirador, y montando en su caballo, arreó la tropilla y se perdió entre las sombras de la noche.

Los campos de Mandinga tienen, nadie lo ignora, ciertas peculiaridades de ahí vienen, en años de crecidas, todas las semillas de abrojo grande, de cepacaballo, de chamico y otras plantas espinosas que invaden los campos cultivados de adentro.

Pero Timoteo se metió, sin cejar, entre el fachinal, confiado en el caballo que montaba, de pie tan firme que no sabía lo que era tropezar, y galopó hasta encontrar una puntita de hacienda, diez ó doce animales vacunos que pacían juntos. El corazón le latía, no de miedo, sino por la emocionante inquietud que da el éxito ya cercaño, pero no logrado todavía ; confiaba que, vencidos los peligros del camino, también salvaría los que todavía le esperaban, pero, ¿quién, en ese trance, no hubiera tenido recelos?

La noche era regularmente clara, aunque sin luna; Timoteo distinguía bastante los animales para poder elegir entre ellos, á su gusto, antes de enlazar, y si hubieran sido mansos, habría sido la cosa más fácil.

Pero mansos no podían ser, y antes de acercarse más á ellos, se apeó, compuso el recado, apretó la cincha, se cercioró de que el cuchillo corría bien en la vaina, acomodó bien el lazo, palmoteó el caballo, le habló, lo acarició fuertemente con las dos manos, y saltó, por fin, en él.

Al tranco, dió algunos pasos hacia el grupo de hacienda, fijándose en todos y en cada uno de los animales, con mayor atención que el resero más delicado, ó que el criador que ha comprado hacienda á rebenque, hasta que echó los puntos á un novillo de tres á cuatro años, blanco, no muy gordo pero de gran estatura, que le pareció tener todas las condiciones necesarias para proveerlo de las huascas soñadas, espesas y flexibles, elásticas y fuertes.

Desató el lazo, lo arrolló, dejándole una armada regular, como para agarrar bien las astas y nada más, y resuelto, se fué galopando despacio, derecho hacia el animal, hasta ponerlo á tiro. Ya iba revoleando el lazo, cuando se dió vuelta, bufando, el novillo blanco; se abalanzó con furia contra el jinete, las astas agachadas, terribles, enormes, agudas, y, con un ruido de trueno y una rapidez indecible, se le vino encima. Si dispara, Timoteo, en este momento, si vacila, está perdido. Jamás, aunque recorriera como relámpago todo el campo, le dará tiempo el novillo para usar el lazo; lo perseguirá en todas sus vueltas, más ligero para correr que el caballo, y acabará por voltear el flete con el jinete y hacer de ambos con las astas y las patas picadillo como para carbonada.

Bien lo sabe Timoteo; y llamando á sí toda su atávica ligereza de indio, toda su serena pericia de gaucho, toda su perspicaz cautela de criollo, se le abre por un movimiento de riendas apenas sensible. La fiera, burlada, pasa de largo; pero pronto se para y vuelve; y cuando, esta vez, volviendo á errar la embestida furiosa, corre, se va con la armada del lazo en las astas, y el lazo se desarrolla, se desarrolla, silbando como una víbora. ¡Oh! Timoteo sabe; sabe con qué clase de bicho lidia; sabe que si se para de golpe en la punta del lazo, se corta la cincha, ó se cae el mancarrón, y todo se vuelve desastre; y por esto le pega un chirlo al flete, lo apura, lo apura, siguiendo al novillo hasta que se para éste, deteniéndose, más bien que detenido, para preparar otra embestida. Lo tiene ahora Timoteo á punta de lazo, pero medio flojo, y le sigue con atención los movimientos: el novillo, de repente, con la cabeza agachada, se viene; pero, por un movimiento rápido del caballo, antes que haya tomado vuelo, el lazo se le estira de costado, como cuerda de guitarra; tiene que cambiar de rumbo para la próxima, y cada vez que empieza á trotear, cimbra el lazo y da vuelta el cogote. Ya tomó otra decisión: se para, clava las manos en el suelo, y tira.

—Tirá, no más, que está bien sobado—susurra Timoteo,—tirá, ¡hijo de la gran barrosa!

Y se resbala del pingo, le palmotea el pescuezo, y silencioso, rápido, se acerca al animal y le planta, entrando toda la mano, el cuchillo en la garganta. La sangre sale á borbotones, y Timoteo se sonríe.

Muge tristemente el novillo blanco, estira el pescuezo, se arrodilla, cae.

Sin perder un minuto, Timoteo, á la luz débil de las estrellas, empieza á desollar el animal. Se apura, porque bien comprende que las bandidos del rancho han de haber dado aviso al amo terrible, y que si lo pillan, la venganza será cruel; pero asimismo, cuerea con cuidado, pues tampoco sería cosa de haber trabajado tanto y pasado tantos malos ratos, para tener un cuero todo retazado.

Ya que hubo acabado recogió la tropilla para mudar caballo, ensillando, esta vez, por si acaso, el parejero y arreglando el cuero en un carguero. Llegó con toda felicidad á la tranquera, la abrió, la volvió á cerrar, se guardó la llave, como recuerdo, y emprendió la vuelta á sus pagos.

No hacía una hora que andaba marchando, cuando oyó un lejano ruido de galope, y pronto pudo ver que los que así venían eran los cuatro gauchos del rancho de la tranquera. Maneando la yegua madrina en un bosquecillo espinoso y tupido que allí había, empezó á correr en campo raso, á vista de ellos. En seguida, todos emprendieron la carrera; pero el parejero de Timoteo era de tiro largo y se empezaron á desgranar por la cancha. Cuando estuvieron todos á buena distancia uno de otro, se dió vuelta, y llegando cerca del primero, lo mató de un tajo, antes de darle tiempo siquiera de sacar el facón. Esperó al segundo, y también lo mató; el tercero llegaba, algo marchito; pero como Mandinga, que por el relato que le habían hecho de las proezas de Timoteo, lo quería guardar de capataz, les había mandado, con pena de muerte, que no volvieran sin él, creyó mejor arriesgar una muerte, al fin dudosa, que volver á la estancia para ser degollado, después de estaqueado ó molido á palos, ó deshecho por los perros; y sacó el facón.

Hecho guapo por el miedo, peleó con valor, pero, ¿qué iba á hacer el pobre con Timoteo? Un revés, un quite, un puntazo, y se fué al otro mundo, dejando las tripas al sol.

El último se quedó lejos, y dándose vuelta, fué á parar quién sabe á dónde.

El viaje para volver le pareció á Timoteo más corto y menos penoso que la primera vez, pues venía para la querencia. Asimismo, le habría sido imposible calcular la cantidad enorme de leguas que, tanto á la ida como á la vuelta, había tenido que galopar.

Cuando llegó á su casa, fué grande la alegría de don Miguel, pues había creído á su hijo perdido para siempre; y empezaron en seguida á trabajar con toda prolijidad el cuero del novillo blanco.

Don Miguel, hombre experto en el oficio, lo supo aprovechar sin desperdicio y en la mejor forma posible. Pudo sacar del cuero un buen lazo chileno, una cincha como para darse corte, sin una falla y sin una mancha; maneas y cabestros en bastante cantidad, un cinchón doble, un bozal y un gran maneador, y todavía le alcanzó para un par de riendas y para la trenza de sus boleadoras. Era grande, el cuero, y de un espesor increíble; pero la gran maravilla fué cuando empezó Timoteo á trabajar con sus huascas.

Si bien todos habían oído hablar de los cueros de Mandinga y de las huascas que de ellos se sacaban, nadie, hasta entonces, los había podido ver.

Muchos dudaban, por supuesto; hasta reían unos cuantos.

—¡Qué Mandinga, ni qué Mandinga!—decían;—¡si no existe! Todo lo que cuentan de él, son mentiras.

Pronto tuvieron los más incrédulos que confesar que debía de ser cierto todo, pues lo vieron á Timoteo atar con el cabestro más delgado un redomón medio loco que, á pesar de los tirones que dió, nunca lo pudo cortar. Por lo que toca al maneador, se estiraba de tal modo, que el animal atado con él podía comer ocho días en el mismo sitio, sin que lo mudaran; y lo más curioso quizá fué que nunca nadie pudo robar á Timoteo, ni siquiera una manea.

Las enlazadas de Timoteo se habían hecho célebres en todo el pago. Nunca erraba; nunca el animal más ligero pudo escapar de la armada certera, y el más furioso tenía que sujetarse cuando llegaba á la punta del lazo, detenido en el acto, por más fuerza que hiciera.

Lo mismo sus boleadoras, nunca dejaban de inmovilizar al potro alzado, y sus riendas, aunque se hubiera dormido galopando, manejaban solas el caballo mas duro de boca.

Timoteo con todo aquello se lucía en cualquier parte, aun entre los más hábiles; y por la fama que había conquistado y los aplausos que le dispensaban era realmente un gaucho feliz. Dinero, no tenía más que los pesitos que se ganaba trabajando por día en los rodeos ó en arreo de tropas, pero no era avariento, y con tal que ganara para los vicios, no pedía más, y prefería su libertad.

Algunos estancieros ricos, seducidos por su valor personal y sus grandes cualidades, lo mismo que por el admirable trabajo que con sus huascas hacía, quisieron, varias veces, emplearlo en sus establecimientos, y llegó uno de ellos—era poderoso,—á quererlo conchabar de capataz de sus haciendas, con un sueldo de cincuenta pesos. Rechazó todas las ofertas y se contentó con ser siempre el gaucho Timoteo, el de las huascas seguras, que no aflojan, ni se cortan.