Las veladas del tropero/El buey corneta
El buey corneta
«Nunca falta -dice el refrán- un buey corneta»; y la verdad es que, tanto entre la gente como entre la hacienda, nunca falta quien trate de llamar sobre sí la atención, aunque no sea más, muchas veces, que por un defecto.
A pesar del refrán, don Cirilo, en su numeroso rodeo de vacas, y entre los muchos bueyes que siempre tenía para los trabajos de su estancia, o para vender a los chacareros, no tenía, ni había tenido jamás, ningún buey de esa laya. Tenía para con ellos antipatía instintiva, y cuando, por un capricho de la naturaleza o por algún accidente, uno de esos animales salía o se volvía corneta, en la primera oportunidad lo vendía o lo hacía carnear.
Y por esto fue que, una mañana, al revisar su rodeo, extrañó ver entre sus animales un magnífico buey negro, con una asta torcida. «¿De dónde habrá salido éste?» -pensó-, y aproximándose a él, para mirarle la marca, se quedó estupefacto al conocer la suya propia, admirablemente estampada y con toda nitidez en el pelo renegrido y lustroso del animal.
Y la señal, de horqueta en una oreja y muesca de atrás en la otra, confirmaba la propiedad.
Quedó don Cirilo caviloso, tratando de acordarse en qué circunstancias podría haberlo perdido, y sobre todo, de adivinar por qué casualidad podía haber vuelto a la querencia un buey de esa edad, que seguramente faltaba del rodeo desde ternero. No pudo hallar solución y quedó con la pesadilla; pesadilla, al fin, fácil de sobrellevar.
Y siguió ocupándose de lo que tenía que hacer en el rodeo, es decir, de «agarrar carne», lo que para don Cirilo significaba carnear alguna res bien gorda, vaca, vaquillona o novillo, poco importaba, con tal que no fuera de su marca. Y como los campos todavía no estaban en ninguna parte alambrados, nunca dejaban de ofrecerse al lazo animales de la vecindad.
Echó pronto los puntos a una vaquillona gorda, en la cual ya, dos o tres veces, se había fijado, y desprendiendo el lazo -pues le gustaba operar él mismo-, la anduvo apurando con un peón para que saliera del rodeo. Ya estaban en la orilla, cuando la vaquillona, dándose vuelta de repente, se vino a arrimar al buey corneta que, lo más pacíficamente, estaba allí rumiando y mirando con sus grandes ojos indiferentes y plácidos.
Al dar vuelta para seguirla, el caballo de don Cirilo resbaló y pegó una costalada tan rápida, que, si no hubiera sido éste buen jinete, sale seguramente apretado.
Volvió a montar y a perseguir; pero sólo fue después de unas chambonadas, como nunca le había sucedido hacerlas, que logró enlazarla; y ya se iba acercando el capataz para degollarla, cuando reventó el lazo, haciendo bambolear el caballo, mientras que la vaquillona, muy fresca, se mandaba mudar trotando, con la cola parada en señal de triunfo, llevándose la armada en las aspitas, y la mitad del lazo a la rastra.
Derechito se fue, adonde estaba parado el buey corneta, como para contarle las peripecias por que acababa de pasar, y el buey parecía escucharla con interés, mirando con sus grandes ojos indiferentes por el lado de don Cirilo, quien, apeado en medio de los peones, contemplaba con rabia los restos de su lazo trenzado, sin poder explicar cómo se había podido cortar semejante huasca con el esfuerzo de un animal tan pequeño.
Renunció por ese día a carnear la vaquillona, y volviendo a las casas, entró en el corral de las ovejas, las que todavía no se habían soltado por el mucho rocío; arrinconó la majada en una esquina del corral, y con el cinchón quiso enlazar un animal cuya señal cantaba claramente que era de un vecino. Pero era día de tan mala suerte, que el cinchón, no se sabe cómo, detuvo por el pescuezo un capón de propiedad del mismo don Cirilo, mientras el otro disparaba brincando.
Don Cirilo, ya disgustado por demás, se contentó con lo que, sin querer, había agarrado, y sacando afuera del corral el capón de su señal, lo degolló, renegando.
Al levantar la cabeza, vio a cien metros de él al buey corneta, que, mirándolo con sus grandes ojos indiferentes, comía, con mil precauciones para no pincharse, y con toda la atención de un goloso que prueba un bocado elegido, la alcachofa de uno de los pocos cardos de Castilla que, todavía escasos, crecían cerca de las poblaciones.
Don Cirilo, al ver el animal, volvió a pensar que presentaba éste un caso singular de vuelta a la querencia, sobre todo, que, estando gordo, y siendo, como parecía, muy manso, era extraordinario que no hubiese encontrado por allá quien lo aprovechase para toda una rica serie de pucheros. Pero de ahí no pasó en sus reflexiones, y se fue para su casa, dejando que los peones desollasen la res sacrificada.
Al día siguiente, don Cirilo, apenas en el rodeo, vio, detrás del buey corneta, la vaquillona que le había valido una rodada y la pérdida de un lazo.
No tuvo necesidad esa vez de echarla del rodeo para poderla enlazar, pues ella le ganó el tirón, y mientras el buey corneta miraba a don Cirilo con sus grandes ojos plácidos, éste echó a correr con dos peones para alcanzarla. Pero el animal parecía galgo; en su vida don Cirilo había visto disparar tan ligero, correr tanto tiempo y dar tantas vueltas, ningún animal vacuno; sin contar que ya que iba cerniéndose en su cabeza la armada traidora, como relámpago, daba media vuelta, cayendo el lazo en el vacío, o bien se paraba de golpe, dejando que pasase por delante. Nunca, ninguno de los gauchos allí presentes había visto cosa igual, y no dejaba de empezar a cundir entre ellos cierta sospecha que les hacía a veces errar el tiro adrede. Don Cirilo, sin embargo, acabó por meterle lazo, y la pudieron degollar. Pero era carne tan cansada, que durante cuatro días todo el personal de la estancia -menos un peón viejo que prefirió no comer más que galleta- y toda la familia de don Cirilo, incluso él por supuesto, que había comido más que ninguno, todos anduvieron enfermísimos y como envenenados.
Para desquitarse, don Cirilo cortó el cuero de la vaquillona, y aunque fuera algo delgado, pudo sacar de él muchos cabestros buenos, que hacían justamente mucha falta en la estancia. Pero salió tan fofo el cuero, que bastaba que se atase un caballo con uno de los dichosos cabestros para que lo cortase y se mandase mudar; y costó esto tres o cuatro recados, desparramados entre los cañadones por caballos que dispararon ensillados. Iba saliendo cara la vaquillona
El buey corneta, él, seguía comiendo con precaución alrededor de las casas las alcachofas espinosas de los cardos de Castilla, mirando con sus grandes ojos indiferentes a don Cirilo, cada vez que con él se encontraba.
Una mañana de neblina cerrada, que don Cirilo había salido solo, no se sabe a qué diligencia misteriosa, de repente dio con el buey corneta. Entre la espesa gasa de la cerrazón, le pareció enorme el animal; y su silenciosa masa, sus grandes ojos indiferentes clavados en los suyos, hicieron sobre don Cirilo, emparedado a solas con él entre la flotante humedad de la neblina, una impresión de tan invencible inquietud, casi de terror, que por poco le hubiera dado explicaciones, como a un juez, para excusarse, y demostrarle que tampoco los vecinos eran santos, pues a menudo le pegaban malones, comiéndole las mejores vacas y los capones más gordos.
Al tranco, pasó cerca del buey corneta, sin que éste se moviera ni dejara de mirarlo con sus ojos, que, de grandes, parecían los de la conciencia; hasta que, enojándose contra sí mismo, contra el buey, y contra las ideas locas que éste le había hecho brotar en la cabeza, quiso don Cirilo emprender otra vez la carrera hacia el punto de cita que había indicado a su gente para llevar a cabo la diligencia misteriosa a que iba. Pero en este momento, el caballo hundió la mano de modo tan terrible en una cueva de peludo, que antes que pudiera pensarlo estaba tendido en el suelo don Cirilo, como cualquier maturrango, y con la muñeca recalcada.
Tuvo a la fuerza que descansar unos cuantos días, durante los cuales, más de una vez, pasó por su memoria la figura del buey corneta, enorme, renegrido, con su mirada fatídica. Y como, justamente, mientras se estaba acordando de él, le viniera el capataz a avisar que, desde dos días, faltaban del campo, sin que se les pudiera encontrar en ninguna parte, unos caballos ajenos que, desde mucho tiempo ya, se tenían para los trabajos más penosos, don Cirilo no pudo dejar de exclamar que ya, para él, sin duda alguna, el buey era algún mandado de Mandinga.
-De otro modo -dijo-, ¿cómo será que desde que anda por mi campo, sin que se sepa de dónde ha salido, no se puede carnear a gusto ni utilizar un ajeno?
Y entre sí resolvió que no pasarían muchos días sin que le viera el cuero al revés al maldito animal, y esto, a pesar de ser de su marca.
Mientras tanto, y como las malas mañas nunca se van así no más, en un abrir y cerrar de ojos, ya que se le compuso la mano lo bastante para poder trabajar, pensó en contraseñalar unas diez o doce ovejas ajenas que, desde días atrás, andaban mixturadas con su majada. Eran de una vecina, viuda, con bastantes hijos y comadre de don Cirilo: de una mujer que, si le hubiera pedido cualquier servicio, se lo hubiera prestado, no sólo con gusto, sino hasta sacrificándose, pero la tentación de apropiarse animales ajenos era para don Cirilo tan fuerte, que ni en este caso la resistió.
Y mientras trataba de modificar artísticamente la señal de la primera oveja que encontró a mano, se le resbaló el pie, no se sabe cómo; el animal sacudió la cabeza y don Cirilo se plantó la punta del cuchillito de señalar en la mano izquierda. Se levantó, echando pestes, y al aproximarse a la puerta del corral para ir a las casas a hacerse curar la herida, casi tuvo, para pasar, que hacer retirar al buey corneta, que, plácidamente, se rascaba la paleta contra un poste.
No dijo nada don Cirilo, pero miró al buey como para matarlo con los ojos.
Y con todo, no se atrevió a dar orden de carnearlo; y, cosa quizá más rara, durante ocho días, pareció no acordarse que hubiera ajenos en el rodeo y en la majada, y mandó carnear de la marca del establecimiento. El capataz y los peones extrañaban, por supuesto, pero no tanto como se hubiera podido creer, porque también ellos le tenían singular recelo al corneta negro.
La carne le pareció algo dura a don Cirilo durante una temporada, y vigiló -lo que antes nunca había soñado en hacer-, que su señora no la dejase malgastar en la cocina, lo que le valió el excelente resultado de acostumbrarla a evitar desde entonces todo derroche.
No hubiera sido muy prudente, en esos días, de parte del capataz, el pedirle huascas nuevas, pues lo mismo que la carne, parecía que los cueros hubieran tomado un valor extraordinario.
Cuando se le hubo sanado la herida, y pudo volver al rodeo, lo primero que buscó fue, por supuesto, al buey corneta; pero tuvo, para verlo, que mirar lejos en el campo. Andaba solo entre las pajas y parecía tener pocas ganas de acercarse.
Don Cirilo lo contempló largo rato, y el fruto de sus reflexiones fue, sin duda, que, estando tan retirado el testigo indiscreto de sus hazañas, se podía, sin inconveniente, carnear algún ajeno, pues empezó a buscar la presilla del lazo. No la pudo desprender; parecía endurecido el cuero, y ya, mirándolo con sus grandes ojos indiferentes, estaba a su lado el buey corneta.
-¡Brujo maldito! -rezongó don Cirilo; pero enlazó una vaca vieja de su marca.
De vuelta a las casas, despachó un chasque a su comadre, avisándole que en su majada tenía algunas ovejas de ella; y pasaron días y días sin que le viniera la idea -por lo menos al parecer- de carnear ningún animal que no fuera de él. Durante todo este tiempo, dio la casualidad que ni una sola vez se encontrara con el buey corneta, ni en el campo, ni en el rodeo. ¡Qué cosa particular!, y aunque fuera suyo, no tenía gana alguna de volverlo a encontrar. No le tenía miedo, por supuesto, pero se encontraba, como quien dice, más a gusto sin él.
-Mejor, hombre, mejor; que no haces falta ninguna por aquí -decía entre sí don Cirilo.
Pero una mañana que, justamente iba a acabarse la carne en casa, como andaba cruzando por el campo en un fachinal espeso, salió disparando delante de él una vaquillona gorda de la hacienda de su vecino don Braulio. Desató el lazo, y apurando el caballo, ya la iba a alcanzar, cuando, pesadamente, entre dos cortaderas, se levantó, como un monumento, el enorme buey corneta, renegrido e impasible.
-¡Al diablo! -exclamó don Cirilo- con el intruso -y recogiendo el lazo, se volvió para su casa. Nada dijo a nadie, pero desde ese día, nunca permitió que se carnease sino de su marca, y aseguran que, desde entonces, no volvió a ver al buey corneta en su campo.
Y pasaron así unos meses, firme don Cirilo en su buena resolución, pero renegando siempre de los vecinos que seguían, ellos, aprovechando las ocasiones. Particularmente, su antigua víctima, don Braulio, quien parecía mantenerse únicamente de la hacienda de don Cirilo.
Un día que había mandado pedir rodeo a ese vecino, para ver si apartaba los animales de su propiedad antes que se los comiese todos, le llamó inmediatamente la atención al entrar entre la hacienda, un buey corneta renegrido, metido entre ella. No tuvo la menor duda que fuera el famoso buey de su marca que tan buenos y contundentes consejos le había dado; pero quedó muy perplejo. ¿Lo llevaría, ya que era de su marca, o lo dejaría, no más, como olvidado? Y pensándolo, se aproximó al animal, mirándole maquinalmente el anca. Se quedó profundamente sorprendido: el buey llevaba, perfectamente pintada, la marca de don Braulio.
Como quien no quiere la cosa, le dijo entonces a éste don Cirilo:
-¡Qué lindo buey oscuro! Lástima que sea corneta.
-¡Hombre! -exclamó don Braulio-, me pasa con ese animal una cosa singular. Lo he visto aparecer de repente en mi rodeo, sin poder averiguar hasta el día de hoy, de dónde me sale ese buey con mi marca y mi señal, y sin que me pueda acordar cuándo ni cómo lo habré perdido. No me acuerdo haber tenido jamás un animal de esa laya.
Fingió admirarse don Cirilo, pero guardó para sí sus reflexiones.
Como un mes después, ni quizá tanto, recibió de don Braulio un chasque, avisándole que en su rodeo había una punta de animales que se habían mixturado con los suyos y que haría bien de venirlos a apartar.
Si don Cirilo no hubiera visto el buey corneta en la hacienda de don Braulio, quizá se hubiera muerto de admiración en presencia del caso tan inaudito; ¡mire quién, para semejante aviso!, pero la presencia del buey corneta en el campo de don Braulio todo se lo explicaba. «Le habrá sucedido lo mismo que a mí -pensó-; y habrá tenido que acabar por rendirse.»
Había acertado. Don Braulio, cansado de pegar rodadas, de reventar lazos, de cortarse con el cuchillo, de enfermarse con carne cansada, y todo, siempre con anuencia, al parecer, del buey cometa, se había convencido de que no había más remedio, para no verlo más, que dejar de carnear ajenos.
Y así lo había hecho, y ya se iba retirando el buey, alejándose cada vez más del rodeo y de las casas, hasta que desapareció del campo.
Cuentan que así fue pasando de estancia en estancia, durante largo tiempo, el buey corneta renegrido, siempre cambiando de marca, sin que se le pudieran conocer las anteriores; admirándose los dueños de ver de repente aparecer en su hacienda este extraño animal tan desconocido, a pesar de ser de su propiedad, y poco a poco se volvieron todos los vecinos de aquellos pagos tan delicados para la carne ajena como si hubieran vivido en las costas del Gualichú, en tiempo de Rosas.
No hay duda que el mismo buey corneta sigue en alguna parte, haciendo de las suyas. Muchos creen que anda ahora muy cerca de la cordillera; otros dicen que en la pampa; no falta quien lo haya visto en el Sur, ni tampoco quien haya oído hablar de él en el Norte. ¡Vaya uno a saber por dónde anda!... Pero lo mejor es evitar su presencia y no hay cosa más fácil.