Las veladas del tropero/El alambrado de don Cornelio
EL ALAMBRADO DE DON CORNELIO
Apuradísimo, arreaba Celedonio la tropilla, rumbo al Sur; y para alguna diligencia muy urgente debía de ser, por la prisa con que iba. Era ya casi de noche; noche serena y clara de verano, propicia para galopar, y bien se comprendía que la aprovechara. Iba cortando campo y cruzando caminos, pero dejando á un lado, como si los evitara, los mismos que hubiera podido seguir, y dando vuelta á los alambrados que encontraba por delante. Había dejado ya muy atrás el pueblo de Guaminí, y galopaba en un bajo, casi hundido ya en la sombra creciente, cuando divisó, parados en la cima de un médano y envueltos en los últimos resplandores del sol poniente, tres jinetes á quienes, al momento, conoció por una comisión de policía. Detuvo la tropilla en el fachinal, se apeó, le quitó á la madrina el cencerro, y apuró la marcha, en silencio, alejándose más y más de la incómoda aparición. Al rato, se encontró frente á la tranquera de un alambrado que, á pesar de no ser nuevo, no se acordaba haber visto jamás; la tranquera, abierta, no tenía quien la cuidara, y á pesar de gustarle poco meterse en campos cercados, entró, como si hubiera sido el cerco, esta vez, amparo contra la indiscreción posible de aquellos milicos allá parados, en el médano. Y siguió, rumbo al Sur.
A pesar de no tener campanilla la madrina, iban bien los caballos y troteaban amontonados alrededor de la yegua, sin cortarse ninguno. Apuraba la marcha Celedonio, en busca del lado opuesto del alambrado, que pronto encontró, y siguió, orillándolo.
La noche era clara, y pudo ver que el alambrado era de construcción poco esmerada, con sólo cinco alambres, sin ninguno de púa, medios postes algo delgados y bastante torcidos, con torniquetes mal apretados; y como no aparecía ninguna tranquera, después de galopar un gran rato, detuvo otra vez la tropilla, se apeó, y sacando el cuchillo, trató de cortar los alambres contra un poste. No pudo, y sin embargo, el cuchillo era cortador, de acero bien templado, de gavilán probado y pesado; el gaucho era baqueano de oficio, y hasta entonces nunca había dado con alambrado que le resistiera, y no alambrados de mala muerte como éste, sino cercos hechos á todo costo, con siete y ocho hilos gruesos y galvanizados, sin que ninguno hubiera sido capaz de atajarle el paso, jamás; lo podían atestiguar las numerosas tropillas llevadas por él, en rápido malón, á los campos de afuera, donde siempre hacen tanta falta caballos buenos y baratos, ó á las colonias donde se venden tan bien, en el momento de las aradas.
Galopó algo más, y en un trecho donde el alambrado le parecía mejor estirado, probó otra vez con el cuchillo. Fué fatal la tentativa, y voló la hoja en dos pedazos, sin que el alambre quedase siquiera sentido. Con rabia, Celedonio arreó ligero la tropilla otra vez, orillando siempre, buscando tranqueras, ya que no había forma de salir de otro modo. Pero pasaron las horas de la noche toda, sin que apareciese tranquera alguna, ni falla en el alambrado, y debía de ser inmenso ese campo para que ni siquiera hubiese dado con el esquinero. Y los postes parecían mirar al gaucho con sonrisa de burla, cuando, al salir el sol, lo vieron, galopando siempre, arreando la tropilla extenuada, sin haber podido encontrar la buscada tranquera.
Celedonio estaba cansado y tenía hambre; los caballos necesitaban descanso; dejó la tropilla en un pajal, retirado bastante del alambrado, y se dirigió, medio triste, hacia una población que se veía, no muy lejos.
Llegó al palenque; llamó, y salió del rancho un gaucho entrado en años, de chambergo y de chiripá listado, bastante descolorido, con el mate en la mano, y en la cara, esa sonrisa indulgente de los hombres buenos que han visto muchas cosas; preguntó al forastero con marcado interés qué se le ofrecía. Celedonio, medio cortado, le pidió un jarro de agua. Necesitaba, por cierto, tomar agua, pero necesitaba también otras cosas más sólidas, y al devolver el jarro, preguntó por la estancia principal.
—Aquí no más, es, amigo—contestó el hombre.
—La casa está á su disposición.
—Gracias, señor—dijo Celedonio;—pero, ¿dónde está la tranquera por este costado? Me metí anoche por una que encontré abierta, y no pude dar con la salida.
—¡Qué cosa rara!—dijo el viejo.—¿Y por qué no cortó el alambrado, hombre? De todos modos...
—No me hubiera atrevido, señor—contestó Celedonio haciéndose el inocente.—Y, dígame, señor, ¿es muy grande su campo?
—Pequeño, amigo, pequeño; media legua escasa; la tranquera que busca está allí enfrente. Pronto la va á encontrar. Pero, puede descansar un rato, si gusta, tomar unos mates, comer un churrasco, ya que le fué tan mal...
—Por chambón habrá sido, señor—dijo el gaucho; habré dejado sin verla la tranquera que usted dice, y como voy medio de prisa, le pediré permiso para seguir viaje.
—A su gusto, amigo, á su gusto; usted es dueño. Vaya no más.
Y Celedonio, dando las gracias, sin haberse atrevido, quién sabe por qué, á aceptar la hospitalidad ofrecida, fué á juntarse con la tropilla. La encontró cerca de una lagunita; habían comido bien los animales y habían tomado agua; mudó caballo, volvió á prenderle el cencerro á la yegua y enderezó hacia el alambrado en la dirección indicada por el viejo.
Galopaba, arreando con ahinco los animales, deseoso de salir cuanto antes de ese cerco en que se había metido, y postergando el desayuno hasta mejor oportunidad.
Galopó, y galopó hasta cansar el flete que había ensillado. Agarró otro y siguió galopando, y las horas pasaban el rocío se había secado, las sombras se iban achicando, el sol se hacía ardiente, y el hambre molesta, y no veía Celedonio por delante alambrado ninguno ni tranquera.
Dejó resollar la tropilla, tomó agua en un charco, pues no se veía población alguna, fumó, para engañar el hambre, unos cuantos cigarros que le quedaban, y, después de dormir la siesta volvió á ensillar, pero sin ganas ya, pues andaba perdido, sin saber qué pensar y medio enojado con ese viejo que le hablaba de tranquera cuando no había siquiera alambrado. Pero, ¿el de esta mañana, dónde estaba? Había uno, lo había visto, no había sido sueño.
Al caer el sol, sin saber cómo, volvió á dar con él; y no había duda posible, era el mismo, pobremente construído, con sus cinco hilos flojos y sus postes endebles; ¿estaría la tranquera? La buscó, galopó, cansó caballos y se cansó él también. Nada. Y de repente divisó, no muy retirado, el rancho, la población, donde, por la mañana, había estado con el viejo.
No supo si debía alegrarse ó patalear de rabia. Pero, ¿qué iba á hacer? estaba medio muerto de hambre y de cansancio. Arrolló la tropilla en el mismo sitio donde, por la mañana, la había dejado, y cabizbajo, se acercó al palenque. Lo recibió el viejito, siempre risueño y hospitalario.
—¡Ya de vuelta, amigo!—exclamó.—No iba muy lejos, según parece. ¿Cómo le fué?
—Bien, señor, no más—contestó Celedonio, conteniendo las ganas que tenía de atropellarlo.
—¿Estará cansado, amigo? váyase á la cocina que allí encontrará gente; vaya no más y desensille, que le darán de comer.
Fué Celedonio hacia la cocina, desensilló, entró y se encontro con varios hombres que rodeaban el fogón, tomando mate, fumando y cambiando, á ratos, algunas palabras, esperando que el asado estuviera listo para cenar é irse á dormir. Poca alegría reinaba entre esa gente, y todos parecían rendidos, como después de algún trabajo largo y fuerte.
Saludó Celedonio y se sentó, y sintió en la mirada con que lo filiaron todos, cierta compasión burlona, como si hubieran podido saber los presentes en qué situación humillante se hallaba. Pero se tranquilizó pronto; ¿cómo hubieran podido adivinar? nadie lo había visto en todo el día, mientras galopaba: de esto estaba bien seguro.
Le alcanzaron el mate. ¡Qué rico le pareció! y después de tan largo ayuno, también se le hacía agua la boca, al mirar el asado. ¡Sabroso debía de ser! ¿Habría calumniado á ese viejo tan servicial? El que hacía de capataz, al parar el asador, le tendió un cuchillo.
—Tome, compañero, que quizá no tenga—le dijo, sin mirarlo; y en su voz había esa misma ironía compasiva que Celedonio había creído notar en la mirada de los demás.
Dió las gracias, tomó el cuchillo, se sirvió y comió con el apetito que se puede suponer. Poco á poco, la conversación se animó. Empezó el capataz á hablar de los trabajos que se habían hecho en el día, y éstos eran tantos, que Celedonio pensó que era mentira lo que contaba, ó que eran muchas las cuadrillas de peones en la estancia.
Y así lo preguntó; pero le dijeron que no, que por ahora no había más que los diez ó doce que allí estaban, y que, si bien duraba poco la gente en la estancia de don Cornelio, y siempre se renovaba, no aumentaba casi nunca el personal.
—Nunca faltan peones aquí—agregaron;—aunque cuando uno ha estado una vez, es raro que vuelva á conchabarse.
—¿Es malo ese viejito?—preguntó Celedonio.—No parece.
—Usted verá mañana, cuando esté trabajando.
—Pero si no he venido á trabajar. Voy de paso.
—Sí, sí, ya sabemos. También veníamos de paso nosotros. Mire, amigo, cuando uno cae aquí, ya se sabe por qué cae. Déjese de historias, que son inútiles. Usted, lo mismo que nosotros, quedó encerrado en la trampa y el que no encuentra la tranquera para salir, es que tiene alguna deuda que pagar... y la paga.
—¡A ver, el cuchillo!—dijo el capataz, con una guiñada.
—¡Hombre! no tengo —contestó Celedonio;—¿no se lo dije?
—¿Y ese cabo que le sale de la cintura?
—Se me quebró la hoja.
—¿Quiere que le diga cómo?—y como Celedonio se callaba, el otro le contó punto por punto de qué manera había quebrado el cuchillo.
—¡Si á todos nos ha pasado igual, hombre! menos á éste—y designó á uno de los compañeros,—porque él había entrado de á pie, por encima del alambrado, dejando el caballo del otro lado. Es que quería agarrar un capón. en la rinconada, y cuando quiso volver á salir, no pudo; el alambrado se había vuelto de veinte metros de alto y lleno de púas; tampoco pudo pasar entre los alambres, pues metió la cabeza y se volvieron los hilos tan tirantes, que no la pudo sacar: allí quedó preso hasta que vino el viejo, y... lo conchabó.
Celedonio no dejaba de estar muy inquieto, y trató de indagar ciertos detalles sobre don Cornelio y su modo de ser; pero no pudo saber gran cosa, sino que el que quedaba conchabado en la estancia, tenía que salir buen peón á la fuerza y acostumbrado al trabajo. Supo también que tres de los compañeros habían entrado en el alambrado, cortándolo con la mayor facilidad, para sacar robadas una punta de vacas, y que no habiendo podido salir, habían tenido que conchabarse con don Cornelio; que se le habían querido alzar, y que en el acto, habían recibido tan linda paliza, sin saber de dónde llovía, que no habían insistido; y hacía tiempo que los tenía trabajando fuerte, seguido y de arriba, pues nunca daba un peso á nadie.
—Sí, señor—confirmó uno de los tres;—y le aseguro que el día que me suelte don Cornelio, iré á trabajar por allá lejos y por cualquier precio, pero que ya no me meteré más á querer robar, por no quedar encerrado en otro alambrado como éste.
—Y yo, ¿qué diré?—contó con voz lastimera otro de los peones;—yo que andaba tan bien con mi haciendita. ¿Qué pensará mi familia que no sabe de mí hace más de un mes? El amor á la carne ajena, ¡señor! He quedado encerrado en ese maldito alambrado, al acarrear una vaquillona que acababa de descuartizar, y ahora, cada día, don Cornelio me hace sacar de su rodeo una vaca ó un novillo de mi propia marca, que no sé cómo los puede tener, y me los hace carnear, y no se come otra carne en la estancia. Cuando salga de aquí, estaré fundido.
Y casi lloraba el pobre.
Cansados, se fueron por fin á dormir, y á la madrugada, los despertó el capataz. Y pudo ver Celedonio que en la estancia de don Cornelio no se perdía mucho tiempo en tomar mate y en ensillar; pero no entendía él todavía de conchabarse, y habló de despedirse y de ir en busca de su tropilla.
—¿Qué tropilla? amigo—pregunto don Cornelio.
—La mía, señor; la que traje ayer.
—¿Y era suya esa tropilla? ¡gaucho lindo que no conoce su marca! A ver, pinte la marca de su tropilla.
Y Celedonio, con el dedo, dibujó en la arena, la marca de la tropilla que había venido arreando con tanto afán y tan mal éxito; y resultó que la marca era la misma de don Cornelio, quien en seguida se lo probó, sacando del tirador el boleto en debida forma.
—¿Y de dónde sacó esa tropilla?—le preguntó éste.—¿Y con qué guía venía? ¿Y á dónde la llevaba?
El pobre Celedonio quedó completamente abombado, no supo qué contestar, y cuando, con aire severo, le mandó don Cornelio que ensillara y se viniera con los otros al rodeo, á trabajar, obedeció, no más, como un carnerito.
No era de convite el trabajo, en esa estancia. En el rodeo tuvieron que lidiar con unos toros bravísimos que todo se lo llevaban por delante, y, más de una vez, Celedonio creyó llegada su hora; pero, al fin, no era mal gaucho, y á fuerza de empeñarse en evitar golpes, atinaba, como nunca lo había hecho, en enlazar sin errar, en abrirse ligero, en disparar con toda furia para, en una vuelta repentina, dejar correr sola la fiera, en una palabra, en trabajar como es debido.
Y después de comer un churrasco y de dormir una hora, tuvo que rondar á su turno la hacienda así trabajada, lo que no era cosa de andar muy descansado.
El día siguiente, hubo que trabajar una manada, tuzar unos potros más malos que baguales, y tuvo Celedonio que empezar á entablarlos en una tropilla que le encomendó don Cornelio que le formara y amansara.
Y Celedonio obedeció, aunque encontrara que era mucho más fácil robarse una tronilla hecha que lidiar para hacerla. Pasó una porción de días domando, rondando, cuidando, como en la vida lo había hecho, y se tuvo que dar maña para hacer un trabajo bueno, pues don Cornelio, á cada rato, estaba encima de sus hombres, mirándolo á uno de tal modo, cuando el trabajo no estaba del todo á su gusto, que pocas ganas le dejaba de llegar á merecer un reto formal.
El día que había entrado Celedonio á trabajar en el alambrado de don Cornelio, éste, no necesitando más al que había querido robarle un capón, lo había despachado. El hombre no se lo hizo decir dos veces, y con el mismo caballo que tenía atado fuera del alambrado, cuando lo pillaron y que había entrado en el cerco—nunca supo cómo,—se fué hasta la tranquera que le indicó don Cornelio, y salió del campo, disparando.
Días después, cayó otro parroquiano que iba arreando, solito, entre los. cañadones, una puntita de ovejas que se había cortado por allá y que resultaron, por supuesto, de la señal de don Cornelio. Este despachó entonces al hacendado que carneaba de noche, y que por la misma tranquera que el anterior se fué para su casa, donde encontró á toda su familia desconsolada por su ausencia, y su hacienda bastante mermada, como bien lo suponía.
Celedonio, cuando salió ése, se fijó bien en la ubicación de la tranquera que le indicó don Cornelio, y á la siesta, rumbeó, sin decir nada, hacia ella. La vió abierta de par en par—el otro no iba á tomar, naturalmente, el trabajo de cerrarla.—Se acercó despacio á ella y de repente espoleó el caballo y se lanzó al galope para salir del alambrado; pero al llegar á la tranquera, se cerró ésta tan ligero y tan bruscamente, que el pobre Celedonio recibió un tremendo golpe, rodando con el caballo, sin poder salir parado; y, restregándose las costillas, volvió á las casas, donde no llamó á nadie para contar su hazaña.
Pasaron así muchos días, durante los cuales entabló, domó y amansó la tropilla nueva de don Cornelio, haciéndose un peón de mi flor en cualquier trabajo de estancia. Hasta que, un domingo, por la mañana, don Cornelio, habiendo cazado á otro matrero, lo llamó y le dijo que ya le había tocado el turno y que se fuera á las elecciones, á votar, y no volviera, que no necesitaba ya de sus servicios.
—¿Por quién votaré, patrón?—preguntó Celedonio.
—Por quien le parezca mejor, amigo; que el voto es libre—le contestó el viejito.
Celedonio no pidió más, ni reclamó sueldo, y pasó por la tranquera, no sin cierto recelo de que se le cerrara de golpe otra vez, en dirección al pueblo, para obedecer á don Cornelio, de miedo que le fuera á suceder algún otro chasco.
Al alejarse del alambrado, divisó, encerrados en él y orillándolo, como en busca de tranquera, á cuatro jinetes que se acordó haber visto ya al anochecer, el día anterior, empeñados en la misma tarea. Era lo más fácil ver quiénes eran, pues relampagueaban los sables y coloreaban los quepíes; era el señor comisario, con un sargento y dos milicos, apurados para llegar antes de las elecciones que debían... vigilar.
Al llegar al pueblo, supo Celedonio que por falta de dicho señor, cada uno, ese día, era libre de votar como quería, y votó por don Cornelio, pensando que, al fin y al cabo, el viejito del alambrado no era del todo malo.