Las vacas
de Práxedis G. Guerrero

Había llovido tenazmente durante la noche; las ropas empapadas de agua y la insistencia del barro que se pegaba a los zapatos, dificultaban la marcha.

Amanecía; el sol del 26 de Junio de 1908 se anunciaba tiñendo el horizonte con gasas color de sangre. La Revolución velaba con el puño levantado. El Despotismo velaba también con el arma liberticida empuñada nerviosamente y el ojo azorado escrutando la maleza, donde flotaban aún las sombras indecisas de la noche.

El grupo de rebeldes hizo alto, a un kilómetro escaso del pueblo de Las Vacas. Se pasó lista. No llegaban a cuarenta los combatientes. Se tomaron las disposiciones iniciales para el ataque, organizando tres guerrillas: la del centro dirigida por Benjamín Canales, la de la derecha por Encarnación Díaz Guerra y José M. Rangel, y la de la izquierda por Basilio Ramírez; se indicó el cuartel como punto de reunión, barriendo con el enemigo que se encontraba en el trayecto.

El insomnio y la brega de largas horas con la tempestad y el fango del camino, no habían quebrantado los ánimos de los voluntarios de la libertad; en cada pupila brillaba un rayo de heroísmo, en cada frente resplandecía la conciencia del hombre emancipado. En el ligero viento del amanecer se aspiraba un ambiente de gloria. El sol nacía y la epopeya iba a escribirse con caracteres más rojos que el tinte fugaz de las gasas que se desvanecían en el espacio.

¡Compañeros!, dijo una voz, la hora tan largamente ansiada ha llegado por fin. ¡Vamos a morir o a conquistar la libertad!

¡Vamos a combatir por la Justicia de nuestra causa!

En aquel momento un pintor épico habría podido copiar un cuadro admirable. ¡Qué de rostros interesantes! ¡Qué de actitudes expresivas y resueltas ...!

En marcha las tres diminutas columnas, con dirección al pueblo, llegaron al borde de un arroyo. De repente alguien, que iba a la cabeza, gritó: ¡Aquí están estos mochos! Y el arroyo fue atravesado rápidamente, con el agua a la cintura. Los soldados que estaban tendidos pecho a tierra entre los matorrales, se levantaron en desorden ante la acometida de los rebeldes, buscando, unos, abrigo en las casas, mientras otros desertaban pasando el río a nado para internarse a los Estados Unidos.

Las calles de Las Vacas fueron recorridas en pocos minutos, trabándose combates a quemarropa con el resto de la guarnición, que dividida en varias secciones y protegida por los edificios, pretendió detener a los libertarios. Canales, al frente de la guerrilla del centro, llegó el primero a pocos pasos del cuartel; las balas rodeaban su altiva figura; sus grandes y bellos ojos, normalmente plácidos como los de un niño, brillaban intensamente; su clásico perfil se destacaba puro, viril, magnífico, en medio de la lluvia de acero; mas su lucha fue breve: disparando su carabina y dando vivas a la libertad, se acercaba a la puerta del cuartel, cuando recibió una infame bala en medio de su frente, de aquella frente suya tan hermosa, donde hicieron su hogar tantas aspiraciones justicieras, tantos sueños de libertad, donde tomaron alas tantos pensamientos nobles. Benjamín quedó muerto, con el cráneo deshecho y los brazos extendidos. No pudo ver lo que tanto deseaba: la libertad de México.

Desalojados repetidas veces, los defensores de la tiranía buscaban una posición que pudiera librarlos del ímpetu de los libertarios, que inferiores en número y armamento, se imponían por su temerario arrojo y su terrible precisión de tiradores. Al principiar el combate, los tiranistas llegaban a muy cerca de cien, entre soldados de línea y guardias fiscales; al cabo de dos horas su efectivo había descendido considerablemente por las deserciones y las balas. En ese primer periodo, en el cual muchas veces se dispararon las armas chamuscando la ropa del contrario, fue en el que cayó el mayor número de los nuestros.

El primero de todos, Pedro Miranda, el revolucionario por idiosincrasia a la vez que por convicción, el Pedro Miranda cuyos dichos mordaces se repiten todavía por los compañeros que lo trataron; el que era la acción y la firmeza encarnadas en un cuerpo hecho a las luchas con la naturaleza y con los hombres de la injusticia; el mismo que pasaba los años trabajando sin descanso y dedicando a la Revolución cada centavo que salvaba de la rapiña burguesa. Sus carabinas, un arsenal siempre con perspectiva de aumento, se hallaban a toda hora listas para entrar en acción por la libertad. Entre los compañeros ha venido a ser proverbial esta condición invariable de las armas de Pedro; cuando se quiere significar que una persona o una cosa está en muy buenas condiciones, se dice: Está como las carabinas de Pedro Miranda. Sus palabras postreras fueron: Ya no puedo ... sigan ustedes ...

Néstor López, el activo y sincero propagandista, admirable para encontrar recursos para la causa, quedó con una pierna rota a una cuadra del cuartel.

El valiente Modesto G. Ramírez, autor de una carta llena de consciente heroísmo, escrita la víspera del combate y publicada más tarde por la prensa norteamericana, cayó junto a una cerca de ramas, al lado de dos bravos, muertos minutos antes en aquel sitio fatal. Pasaba un compañero, y Modesto en la agonía le dijo: Hermano, ¿cómo vamos? ... Dame agua ... y ... sigue ... adelante ...

Juan Maldonado encontró la muerte cuando osadamente avanzaba a desalojar al enemigo.

Emilio Munguía, un joven fríamente temerario, pereció también.

Antonio Martínez Peña, viejo y constante obrero de la causa, acabó allí su vida de sacrificios al exponer su cuerpo a muy corta distancia de la boca de los máusers.

Pedro Arreola, revolucionario y perseguido desde los tiempos de Garza, y por largos años uno de los hombres más temidos por los esbirros de la frontera de Coahuila y Tamaulipas, murió con la frase burlesca en los labios y el gesto del indomable en el semblante. Atravesado por una bala que le rompió la columna vertebral, arriba de la cintura, se esforzaba por alcanzar su carabina que había saltado lejos de él al tiempo de caer; un camarada se acercó y puso el arma en sus manos desfallecientes; sonrió, quiso, sin conseguido, colocar nuevo cartucho en la recámara de su carabina; interrogó sobre el aspecto que llevaba la lucha y en medio de su trágica sonrisa deslizó lentamente la última frase de su áspera filosofía: La causa triunfará; no hagan caso de mí;, no porque muere un chivo se acabará el ganado.

Manuel V. Velis, a menos de veinte metros del enemigo disparaba con asombrosa tranquilidad apoyándose en un delgado arbusto; contestando con mucha flema todas las instancias que se le hacían para que abandonase aquel sitio barrido por las fusiladas, permaneció sirviendo de blanco hasta que casi agotada su cartuchera fue a reunirse a sus compañeros. Una bala salida de una casa dejó tendido a este sereno luchador, a quien nadie vio reñir nunca; a este hombre de hábitos apacibles y laboriosos, de convicciones profundas de libertario, en quien la conciencia dominaba al temperamento.

Hubo otros muertos cuyos nombres no he podido recoger; ya en los momentos del combate se unieron a los nuestros. Se dice que uno era de Zaragoza; el otro vivía en Las Vacas, y al sentir el ruido de la pelea y oír las exclamaciones de los combatientes se despertó en él la solidaridad de oprimido; ciñose la cartuchera, tomó su carabina, se echó a la calle al grito de ¡Viva el Partido Liberal! se lanzó a pecho descubierto sobre los soldados del despotismo. Una fusilada lo dejó en medio de la calle.

Por largas cinco horas se prolongó el combate. Pero después de las dos primeras ya no fueron mortales los disparos de los tiranistas; su pulso se había alterado notablemente, no obstante que algunos tiraban a cubierta. Las carabinas libertarias hablaban elocuentes. Asomaba el cañón de un máuser y en diez segundos la madera de la caja saltaba echa astillas por las balas de Winchester. Aparecía un chacó por alguna parte y presto volaba convertido en criba por los 30-30. Los libertarios estaban diezmados; había muchos heridos; pero su empuje era poderoso, su valor muy grande. Díaz Guerra se batía en primera fila con su revólver; sus viejos años pasados en el destierro, se habían vuelto de repente los ligeros y audaces del guerrillero de la Intervención. Un fragmento de bala le hirió en la mejilla; otra bala disparada sobre él a quemarropa desde una ventana le atravesó un brazo. Esa herida costó el incendio de una casa. Se avisó que salieran de ella los no combatientes y se le prendió fuego. Rangel sostenía una lucha desigual; solo en un extremo tenía en jaque a un grupo de soldados, mandados por un sargento, que recortaba su figura de león enfurecido con el acero silbante de sus fusiles.

Por todas partes se desarrollaban escenas de heroísmo entre los voluntarios de la libertad. Cada hombre era un héroe; cada héroe un cuadro épico animado por el soplo de la epopeya.

Un joven, rubio como un escandinavo, corría de un peligro a otro con el traje desgarrado y sangriento; una bala le había tocado un hombro, otra una pierna, abajo de la rodilla; otra en un muslo y una cuarta fue a pagarle en un costado sobre la cartuchera; el choque lo derribó; el proyectil liberticida había encontrado en su camino el acero de los proyectiles libertarios y saltó dejando intacta la vida del valiente, que, puesto de nuevo en pie, continuó el combate.

Calixto Guerra, herido como estaba, se mantuvo en su puesto con bravura y energía admirables.

Los enemigos tuvieron también sus grandes hechos; los defensores de la tiranía y la esclavitud se revelaron en sus actos.

Un grupo de ocho soldados y un sargento se vieron cortados de sus compañeros y acometidos de flanco por el fuego de los rebeldes; junto a ellos estaba el cuartel, pero tenían para llegar a él que cruzar la calle que estaba en poder de cuatro rebeldes.

Apurado el sargento por salir de la falsa posición en que lo había metido una de las bruscas acometidas de los libertarios, apareció en la calle agitando un pañuelo blanco en señal de paz, seguido de los soldados llevando los fusiles con las culatas hacia arriba; los rebeldes creyeron que se rendían y los dejaron avanzar; pero de pronto, cuando los traidores esbirros se hallaban próximos a la puerta del cuartel, volvieron los fusiles e hicieron fuego sobre los que les habían perdonado la vida.

Hicieron fuego sin efecto y corrieron a meterse al cuartel, menos tres, que no pudieron llegar. Las balas de 30-30 les evitaron para siempre la repetición de su cobarde estratagema.

En el cuartel había un montón de cadáveres; otros se veían en las calles. Las huellas de las balas se encontraban por todas partes. Las casas presentaban un aspecto desolador. Era después de las diez; el parque de los libertarios estaba agotado; los soldados de la tiranía no llegaban a quince, guarecidos en las casas donde había familias; el resto eran muertos o desertores. El capitán, jefe de la guarnición, se defendió tenazmente con el triste valor de la fidelidad del siervo. Aquello habría concluido en un triunfo completo para los revolucionarios, pero ... ya no había parque ... Rangel hizo un esfuerzo más; con cuatro tiros en el revólver y algunos compañeros con él, intentó un ataque decisivo; avanzó algo y recibió un balazo en un muslo: la última sangre de libertarios de aquella jornada tremenda.

Se inició la retirada; paso a paso fueron reuniéndose los supervivientes y abandonando el pueblo. Nadie quería dejar, con los cuerpos de tantos camaradas, una victoria que ya era suya. Pero ... ya no había parque ... Un rebelde se negó a salir; tenía algunos cartuchos; no iría con ellos sin completar el triunfo; escogió un lugar y él solo permaneció frente al enemigo hasta las tres de la tarde.

La carabina vacía, la cartuchera desierta, se alejó, intocable para las balas, a continuar la lucha por la emancipación. Más tarde el nombre de este héroe, y los de todos los que tomaron parte en la acción de Las Vacas, se oirá cuando de sacrificios y grandezas se hable.

Fracaso, murmuran algunas voces.

Ejemplo, enseñanza, estímulo, episodio inmortal de una revolución que triunfará, dice la lógica.

Práxedis G. Guerrero


Publicado en Regeneración, No. 2, 10 de septiembre de 1910. Los Angeles, California.