Nota: Se respeta la ortografía original de la época

I

LAS TRAQUINENSES

Deyanira.
Una esclava.
Hilo.
Coro de doncellas
traquinenses.

Un mensajero.
Licas.
La nodriza.
Un anciano.
Heracles.

Es una sentencia antigua y muchas veces puesta en boca de los hombres, que no se puede decir, antes de que cada uno haya muerto, si su vida ha sido buena ó mala. Pero yo sé, antes de marchar al Hades, que mi vida ha sido desgraciada y lamentable, yo que, viviendo todavía en Pleurón, en la morada paterna de Eneo, he sufrido, más que ninguna doncella etolia, una cruelísima angustia por causa de mi boda. En efecto, mi pretendiente era un río, Aqueloo, que, revestido de una triple forma, me pedía á mi padre. Unas veces venía en figura de un toro; otras, en la de un dragón flexible y veleidoso; otras, en la de un hombre con cabeza de toro, fluyendo de su peludo mentón el agua como de una fuente. Con la perspectiva de semejante esposo, yo, desgraciada, deseaba siempre morir antes que entrar en su lecho; pero, con alegría por mi parte, vino más tarde el ilustre hijo de Zeus de Alcmena, que luchó con Aqueloo y me libertó. No referiré las peripecias de aquel combate; las ignoro, en efecto. Que las refiera él, que asistió sin temor al espectáculo. En cuanto á mí, estaba sentada, despavorida, temiendo que mi hermosura me acarrease la desgracia. En fin, Zeus, que regula los combates, dió á éste un término feliz, si yo puedo llamarlo feliz, porque, desde el día en que fuí escogida para entrar en el lecho de Heracles, voy de terror en terror, siempre ansiosa por su suerte, y la noche que disipa mis angustias me trae otras nuevas. Hemos procreado hijos, pero él no los ha visto sino raras veces, al modo que un labrador que posee un campo lejano no lo ve sino cuando lo siembra ó recoge la cosecha. Tal es el destino que trae á Heracles á su morada y le hace salir de ella, siempre al servicio de algún amo. Y ahora que ha llevado á cabo sus trabajos, estoy atormentada por más grandes terrores. En efecto, desde que ha matado á la Fuerza de Ifito, habiendo sido arrojados, vivimos aquí, hospedados en la morada de un traquinense; pero nadie sabe dónde está Heracles. Ha partido, dejándome amargas inquietudes, y temo que le haya ocurrido alguna desgracia; porque no hace poco tiempo, sino que hace quince meses, que ha partido y no me ha enviado ningún mensaje. Ha ocurrido sin duda alguna gran desgracia, si he de juzgar por estas tablillas que me dejó al marchar, y pido á los Dioses que no sean ellas para mí una causa de miseria.

Ama Deyanira, te he visto ya, con lamentaciones y abundantes lágrimas, deplorar la partida de Heracles; pero, si está permitido á los esclavos aconsejar á las personas libres, puedo decirte algunas palabras. Teniendo tantos hijos, ¿por qué no enviar alguno de ellos en busca de tu esposo, y sobre todo á Hilo, que debe desearlo, si le tiene con algún cuidado la salud de su padre? Hele ahí, que entra en la morada con rápido paso. Por lo tanto, si mis palabras son oportunas, puedes hacer uso de su ayuda y de mis consejos.

¡Oh hijo! Los de vil nacimiento pueden decir prudentes palabras. Esta mujer, en efecto, aunque sea esclava, ha hablado como una persona libre.

¿Qué es esto? Haz que yo lo sepa, madre, si me está permitido saberlo.

Dice que es vergonzoso que no te informes de dónde está tu padre, ausente desde hace tanto tiempo.

Pero lo sé, si ha de creerse el rumor general.

¿Y en qué lugar de la tierra, hijo, has llegado á saber que se ha detenido?

Se dice que, en estos últimos tiempos, durante todo un año, ha servido á una mujer lidia.

¡Si ha sufrido eso, qué no puede haber sufrido!

Pero he averiguado que había salido de esa esclavitud.

¿Dónde se dice que está ahora vivo ó muerto?

Se dice que marcha ó que va á marchar hacia la tierra euboica, contra la ciudad de Eurito.

¿Sabes, hijo, que me ha dejado oráculos ciertos sobre ese país?

¿Cuáles, madre? Los ignoro.

Allí encontrará su día postrero, ó bien, terminado ese último combate, deberá pasar el resto de su vida pacífica y dichosamente. Así, pues, hijo, puesto que se encuentra en semejante peligro, ¿no irás en su ayuda? De ese modo, si él salva la vida, salvos seremos nosotros, y si no, pereceremos de la misma muerte.

Iré, madre. Si hubiera conocido las palabras de ese oráculo, largo tiempo haría que me hubiera unido á él. Ahora, el destino conocido de mi padre no me permite temer ni vacilar ya.

Ve, pues, ¡oh hijo! porque, hasta al que llega demasiado tarde, una buena noticia proporciona un seguro provecho.

Estrofa I

¡Tú, á quien la noche llena de astros hace, desapareciendo, nacer, ó adormece en su lecho, Helios, flamígero Helios, yo te suplico, ¡oh ardiente de espléndido fulgor! á fin de que me digas dónde habita el hijo de Alcmena! ¿Está retenido en las gargantas del mar ó sobre uno de los dos continentes? Di, ¡oh tú que sobresales por los ojos!

Antistrofa I

Veo, en efecto, que Deyanira, á quien se han disputado dos rivales, triste su alma, y semejando al ave desventurada, no cierra ya jamás sus párpados afligidos, que no cesan de derramar lágrimas; sino que, turbada por el recuerdo y el cuidado del esposo ausente, inquieta, se consume sobre su lecho viudo, previendo algún destino funesto y lamentable.

Estrofa II
Porque, así como se ve, en alta mar, bajo el infatigable Noto ó el Bóreas, las olas innumerables suceder á las olas, del mismo modo, semejante al mar Crético, el Cadmógeno prosigue y aumenta los trabajos de su vida, pero algún dios le salva siempre y le aparta de las moradas de Ades.
Antistrofa II

Así, censurándote por eso, te contradiré y te agradaré á la vez. Digo que no debes desechar una esperanza favorable. En efecto, el Cronida, el moderador universal, no ha dado á los mortales una vida sin dolor, sino que las miserias y las alegrías turnan para todos, como los caminos circulares de la Osa.

Épodo

Ni la noche llena de astros, ni la miseria, ni las riquezas, duran siempre para los mortales, sino que se van prontamente, y le llega á cada uno regocijarse y sufrir. Por esto, Reina, quiero que conserves la esperanza, porque ¿quién ha visto jamás á Zeus no preocuparse de sus hijos?

Pienso que vienes á mí al rumor de mi desdicha. Ojalá no sepas nunca, sufriendo males parecidos, cuán desgarrado está mi corazón; porque, ahora, no lo sabes. La juventud crece segura y vive una vida tranquila; ni el ardor del dios, ni la lluvia, ni los vientos, la turban, sino que acrece su vida en las delicias, hasta que la virgen se hace mujer, y en el espacio de una noche toma su parte de nuestras penas. Entonces sabrá, conociendo su propio mal, á qué males estoy expuesta. En verdad, me he lamentado ya respecto á numerosos dolores, pero hay uno más amargo que todos y que voy á decir. Cuando el rey Heracles abandonó su morada, en su última partida, dejó antiguas tablillas sobre las cuales estaban escritas palabras que no había jamás tenido, en su espíritu, el cuidado de dirigirme hasta entonces; porque acostumbraba á partir seguro de llevar á cabo su obra y cierto de no morir. Y ahora, como si no viviese ya, ha hecho mi parte de los bienes nupciales y señalado para cada uno de sus hijos una porción de la tierra paterna. Si sigue ausente quince meses enteros desde su partida de este país, es preciso que se le tenga por muerto en el intervalo; pero si escapa felizmente de ese término, vivirá tranquilamente en lo sucesivo. Tal es el fin que los Dioses han marcado á los trabajos de Heracles, como la antigua Encina dodonea lo ha declarado en otro tiempo por la voz de las dos Palomas. Y ahora, la verdad de esas cosas va á ser probada por lo que va á pasar. Por eso, ¡oh queridas! mientras reposo en un dulce sueño, salto, despavorida, temiendo sobrevivir al más grande de los hombres.

Espera mejor ahora. Veo venir á un hombre adornado con una corona como un portador de buenas nuevas.

Ama Deyanira, yo seré el primer mensajero que te libre de inquietud. Sabe que el hijo de Alcmena, vivo y victorioso, trae del combate las primicias de la victoria para los Dioses de esta tierra.

¿Qué es esto? ¿Qué me dices, anciano?

Que el esposo llamado por tantos votos va á volver á su morada, llevando las señales de la victoria.

¿Has oído lo que anuncias á un ciudadano ó á un extranjero?

En un pasto de bueyes, el heraldo Licas lo refería á la multitud. En cuanto lo hube oído, eché á correr á fin de ser el primero en anunciártelo y merecer una recompensa.

¿Y por qué el mismo Licas no está aquí, puesto que todo es para el mayor bien?

Es que se le obstruye el camino, mujer. Todo el pueblo melio le rodea y le oprime, y no puede pasar adelante. Cada uno, queriendo saberlo todo, no le dejará escapar fácilmente antes de haberlo todo oído. Así es que cede á sus deseos á pesar de su voluntad; pero bien pronto le verás á él mismo.

¡Oh Zeus, que habitas la no segada pradera del Eta! Tú nos has dado esta alegría, aunque tardíamente. Elevad la voz, ¡oh mujeres! las unas en la morada y las otras fuera, porque ved que nos regocijamos con esta noticia cuya luz inesperada surge para mí.

¡Lanzad alegres gritos en torno á los altares, moradas que volveréis á ver al Esposo! ¡Que los jóvenes canten con voz unánime á Apolo tutelar el del bello carcax! ¡Oh doncellas, cantad ¡Peán! ¡Peán! ¡Cantad á Artemis, hermana de Apolo, la de Ortigia, matadora de ciervos y portadora de antorchas en una y otra mano! ¡Y cantad también á las Ninfas compañeras! Yo salto en el aire y no resisto á la flauta que regula mi alma. ¡Evoé! ¡Evoé! ¡La hiedra me turba y me arrastra al furor báquico! ¡Io! ¡Io! ¡Peán! ¡Peán! Ve, ¡oh la más querida de las mujeres! lo que se ofrece á ti.

Ya veo, queridas mujeres. La vigilancia de mis ojos no me engaña de suerte que no vea esta multitud. Yo deseo que prospere ese heraldo esperado tan largo tiempo, si me trae alguna cosa de bueno.

Ciertamente, volvemos con felicidad, y somos bien acogidos, mujer, por las cosas que hemos hecho. Es justo recompensar con buenas palabras al hombre que ha combatido victoriosamente.

¡Oh el más querido de los hombres! Ante todo, dime lo que yo deseo saber: ¿volveré á ver vivo á Heracles?

Verdaderamente yo le he dejado lleno de fuerza, vivo, floreciente, y no atacado de enfermedad.

¿Dónde? ¿En tierra de la patria ó en tierra bárbara? Di.

En la ribera de Eubea, donde consagra altares y racimos de frutos á Zeus Ceneo.

¿Cumple votos prometidos, ú obedece á un oráculo?

Cumple los votos hechos mientras sitiaba y devastaba con la lanza la ciudad de esas mujeres que ves delante de ti.

¿Y ellas? ¡Por los Dioses! ¿Quiénes son ellas? Son dignas de compasión, si su miseria no me engaña.

Heracles, habiendo destruído la ciudad de Eurito, las ha hecho sus esclavas y ofrecido á los Dioses.

¿Es ante esa ciudad donde ha consumido ese número increíble de días?

No, porque ha sido retenido la mayor parte del tiempo entre los lídios, y como dice él mismo, no libre, sino vendido. Sin embargo, mujer, no puede ser censurado por lo que Zeus ha querido y llevado á cabo. Entregado como esclavo á Onfalia la Bárbara, la ha servido un año, como él lo refiere. Pero esta ignominia le mordió de tal modo en el corazón, que se obligó él mismo con juramento á reducir á servidumbre, con su mujer y su hijo, á quien le había infligido esta desdicha. Y no fué ello dicho en vano, porque, habiendo sufrido la expiación, reunió un ejército y marchó contra la ciudad de Eurito, afirmando que éste era el único de todos los mortales, causa de sus desdichas. En efecto, cuando vino á sentarse como un antiguo huésped en la morada de Eurito, este último le llenó de ultrajes numerosos y urdió contra él numerosos ardides, diciendo que, á pesar de las flechas inevitables que llevaba en la mano, era inferior á los Euritidas como arquero, y que se había envilecido llegando á ser esclavo de un hombre libre. En fin, estando harto de vino en una comida, Eurito le arrojó de su morada. Inflamado de cólera á causa de estos ultrajes, Heracles, habiendo encontrado á Ifito en la colina de Tirinto buscando las huellas de yeguas vagabundas, y viendo que tenía el espíritu y los ojos distraídos, le precipitó desde la cima de la altura. Por eso fué por lo que Zeus Olímpico, padre de todas las cosas, agitado de cólera, y no pudiendo tolerar que Heracles hubiese usado de ardides contra un hombre solo, le hizo vender como esclavo. Si se hubiera vengado abiertamente de sus injurias, Zeus le hubiese perdonado, porque tampoco los Dioses gustan de sufrir la injuria. Pues todos los que se envanecían de una lengua insolente habitan ahora en el Hades, y su ciudad está reducida á servidumbre. Estas que tú ves vienen á ti arrancadas de su felicidad por un triste destino. Tu esposo lo ordena así, y yo, fiel servidor, obedezco sus órdenes. El mismo, en cuanto haya sacrificado víctimas irreprochables á su padre Zeus, á causa de esta ciudad tomada, vendrá, está segura. Y esto es lo más grato de oir entre todo lo que ya te he dicho.

Reina, lo que ves y oyes te permite ahora manifestar toda tu alegría.

¿Por qué no me he de regocijar, en efecto, y con justo título, habiendo sabido el feliz destino de mi esposo? Es preciso, puesto que estas noticias responden á mis deseos. Sin embargo, la prudencia me deja en el espíritu cierto temor de que esta buena fortuna no conduzca á alguna desgracia. ¡Oh queridas! Una fuerte piedad se apodera de mí cuando veo á estas infelices arrojadas de su morada en tierra extranjera, privadas de sus padres y faltas de asilo, ellas que nacieron quizá de hombres libres y ahora sufren una vida servil. ¡Oh Zeus compasivo, que jamás te vea procediendo así contra mi raza! ó si lo haces, ¡que no sea mientras yo viva! ¡Oh tú, tan desventurada! ¿qué clase de mujer eres? ¿Eres doncella? ¿eres madre? A juzgar por tu aspecto, no sabes nada de estas cosas; pero, sin embargo, eres bien nacida. Licas, ¿de quién procede esta joven extranjera? ¿Quién es su madre? ¿Qué padre la ha engendrado? Di. Me he apiadado de ella más que de ninguna cuando he visto que era la única que manifestaba una gran discreción.

¡Qué sé yo! ¿De qué me preguntas? Tal vez no ha nacido de una raza vil entre los habitantes del país.

¿Viene de los tiranos? ¿Tenía Eurito alguna hija?

No sé. No me he preocupado de ello.

¿Has oído su nombre á algún compañero de camino?

No. He cumplido mi misión en silencio.

Habla por tu propio impulso, ¡oh desdichada! porque es triste que no se sepa quién eres.

No lo hará más ahora que antes, no habiendo todavía pronunciado palabra alguna, ni grande ni pequeña. Sino que, gimiendo por su cruel desgracia, no ha cesado, la desventurada, de verter lágrimas desde que abandonó su patria azotada por los vientos. Ciertamente, sufre un destino adverso, y hay que perdonarla.

Dejémosla, pues, y que entre en la morada, si esto le agrada más. Que no se añada por mí un nuevo dolor á los que ya experimenta. Bastante es con su mal presente. Ahora, entremos todos en la morada. Tú ve adonde quieras; yo voy á hacer los preparativos interiores.

Espera al menos algunos instantes, á fin de que sepas, habiéndose alejado todos esos, quiénes son las que haces entrar en la morada. Es necesario que sepas lo que no sete ha dicho, porque yo tengo pleno conocimiento de esas cosas.

¿Por qué me impides avanzar?

Detente y escucha. Puesto que has oído sin pesar lo que ya te he dicho, espero que me escucharás lo mismo ahora.

¿Les hacemos volver, ó quieres hablar solamente para mí y para éstas?

Nada impide que yo hable para ti y para éstas, pero deja salir á las otras.

Ya se han marchado. Ahora, habla.

De todo lo que ese hombre ha dicho, nada es franco ni verdadero. O miente ahora, ó mentía antes.

¿Qué dices? Di claramente lo que piensas, porque no sé lo que dices.

He oído á ese hombre declarar ante muchos testigos que Eurito había sido muerto, y que Ecalia erizada de torres había sido tomada por Heracles á causa de esta doncella; que el único entre todos los Dioses, Eros, le había incitado á esta guerra, y no su permanencia entre los lidios, ni sus trabajos serviles infligidos por Onfalia, ni la muerte de Ifito precipitado de lo alto. Y he aquí que Licas no habla de este amor y se contradice. Porque, no habiendo podido persuadir al padre á darle su hija, á fin de que compartiese su lecho en secreto, ha invadido por una causa leve la patria de esta doncella, allí donde, decía, reinaba Eurito, muerto á este rey y devastado su ciudad. Y ahora, como ves, al volver á su morada, ha enviado esta joven por delante, no como una esclava, sino rodeada de solicitud. No tengas fe en él, mujer. ¿Cómo ha de ser verídico, cuando está abrasado de amor? Me ha parecido, señora, que debía revelarte todo lo que he oído á Licas. En el Agora le han oído, como yo, muchos traquinenses que pueden acusarle. Si he dicho cosas desagradables, no me regocijo por ello; pero, sin embargo, he dicho la verdad.

¡Ay! ¡Desgraciada! ¿En qué calamidad me he sumido? ¿Qué escondida peste he hecho entrar bajo mi techo? ¡Desgraciada! ¿No es, pues, ésta una desconocida, como juraba el que la ha traído?

Ella resplandece por su belleza y por su raza. Ha nacido de Eurito, y su nombre es Iole. Si Licas no ha revelado sus padres, es que no se había informado de ello.

No pido que todos los malos perezcan, pero sí, al menos, los que urden tramas para el mal.

¿Qué es preciso que haga, mujer? Estoy anonadada con lo que he oído.

Ve, é interroga al mismo Licas. El dirá la verdad, si tú aparentas querer obligarle por la fuerza.

Iré, porque es prudente lo que dices.

¿Nos quedamos aquí? ¿Qué hacer?

Quedaos. Ese hombre, sin que se le llame, sale espontáneamente de la morada.

¿Qué hace falta anunciar á Heracles, mujer? Dímelo, pues ya ves que parto.

Partes muy pronto, habiendo tardado tanto tiempo en venir, y antes de que hayamos reanudado la conversación.

Si quieres informarte de algo, heme aquí.

¿Dirás sinceramente la verdad?

¡Pongo al gran Zeus por testigo! Por lo menos, lo que me es conocido.

¿Quién es esa mujer que has traído aquí?

Viene de Eubea; pero no puedo decir de qué padres ha macido.

¡Hola! ¡Tú, mira aquí! ¿A quién crees hablar?

Y tú, ¿por qué me interrogas?

Atrévete á responder, si estás en tu juicio, á lo que te pregunto.

Hablo á la reina Deyanira, hija de Eneo, esposa de Heracles, y á menos que mis ojos no me engañen, á mi dueña.

Eso es lo que yo quería oir de ti. ¿Dices que es tu dueña?

Ciertamente, con justicia.

¿Qué suplicio no mereces, si es así, y si confiesas tu ini—quidad hacia ella?

¿Cómo inicuo? ¿Por qué me hablas encubiertamente?

Nada de eso. Tú eres quien obra así.

Me marcho. Verdaderamente, he sido un insensato en escucharte por tanto tiempo.

No te marches antes de responder brevemente á una pregunta.

Habla, si quieres. En efecto, no acostumbras á ser mudo..

¿Conoces á esa cautiva que has traído á esta morada?

No. ¿Por qué lo preguntas?

¿No has dicho que esa mujer, que finges no conocer, era Iole, hija de Eurito?

¿A quién entre los hombres? ¿Quién vendrá á afirmarte que he hablado así ante él?

Un gran número de ciudadanos. Una multitud de traquinenses, en medio del Agora, te ha oído decir eso.

Cierto, yo he repetido lo que he oído; pero es diferente referir una opinión y afirmar que una cosa es cierta.

¿Qué me hablas de opinión? ¿No has afirmado con juramento que la que traías era esposa de Heracles?

¿Su esposa? ¿Yo? Te conjuro por los Dioses, querida dueña, dime quién es este extranjero.

Un hombre que, presente, te ha oído decir que, á causa de ese deseo de Heracles, había sido destruída toda una ciudad; que no era una lidia, sino únicamente el amor quien había acarreado esa ruina.

¡Que salga este hombre, oh señora, te lo suplico! No es propio de un hombre prudente cuestionar con un insensato.

Conjúrote por Zeus que lanza el rayo en la elevada selva del Eta, no me ocultes la verdad. Esto no tiene lugar entre ti y una mujer malvada que desconoce la naturaleza de los hombres, los cuales no se alegran siempre con las mismas cosas. Ciertamente, quien pretende luchar contra Eros, como un atleta, no obra con cordura. Eros, en efecto, manda á los Dioses, cuando le place; y, puesto que me ha domeñado á mí misma, ¿por qué no ha de domeñar á otra mujer semejante á mí? Sería yo insensata acusando á mi esposo, si le ha alcanzado ese mal, ó á esa mujer, que no me ha hecho nada vergonzoso ni malo. No es así; y si Heracles te ha enseñado á mentir, no has recibido una lección buena; si mientes por tu propio impulso, queriendo ser bueno, haces un mal. Sé, pues, verídico; es vergonzoso mentir para un hombre libre. No tienes razón alguna para ocultarme nada, porque son numerosos los que me repetirían lo que has dicho. Si temes, no es justo tu temor. Me aflige más no saber la verdad, que me sería cruel conocerla. ¿No es Heracles el hombre que ha tomado por esposas el mayor número de mujeres? Ninguna de ellas ha recibido jamás de mí una mala palabra ni un ultraje. Lo mismo ésta, aun cuando Heracles se consumiera por ella, porque yo he experimentado una grandísima compasión al ver que su belleza había desolado su vida, y que, sin quererlo, la desgraciada había causado la ruina y la servidumbre de su patria. ¡Pero que estas cosas sigan su curso! En cuanto á ti, te lo advierto, cualquier cosa que hagas con los demás, conmigo es preciso que digas siempre la verdad.

Obedece las buenas palabras de esta mujer; no te lo reprocharás después, y tendrás mi gratitud.

¡Oh querida dueña! Puesto que te veo, mortal entre los mortales, prudente y llena de indulgencia, te diré toda la verdad y no te ocultaré nada. Todo es como éste ha dicho. Un violento deseo de esta virgen se ha apoderado de Heracles, y ella es quien ha causado la destrucción por la lanza de la desventurada Ecalia, su patria. Pero es justo decir, en favor de Heracles, que no me ha ordenado el silencio y que no ha negado su amor. Yo solo, ¡oh señora! por miedo de afligir tu alma con una noticia semejante, he incurrido en falta, si, á pesar de todo, lo crees así. Y ahora, puesto que lo sabes todo, es conveniente, para tu esposo y para ti misma, que soportes á esa mujer y no retires las palabras que le has dicho. Heracles, en efecto, vencedor en todos sus demás combates, ha sido vencido por este amor.

Ciertamente, yo pienso proceder así. No aumentaré mi desgracia resistiendo en vano á los Dioses. Pero entremos en la morada, para que lleves un mensaje y presentes á cambio de los que me han sido enviados. No es conveniente que partas sin nada, habiendo venido con ese numeroso cortejo.

Estrofa

Cipris manifiesta siempre su fuerza invencible. No referiré las derrotas de los Dioses, ni cómo ella engaña al Cronida y al sombrío Ades y á Poseidón que conmueve la tierra; pero sí diré qué adversarios se encontraron, antes de la boda, por esta esposa, y en qué combates levantaron torbellinos de polvo.

Antistrofa

Y el uno era un río dotado de una gran fuerza, bajo la forma de un toro de cuatro pies y armado de cuernos, Aqueloo, del país de los Eniadas. Y el otro había venido de Tebas la báquica, blandiendo en sus manos el arco, la lanza y la maza, y era el hijo de Zeus. Y ambos se encontraron, con todas sus fuerzas, deseando poseer ese lecho, y únicamente Cipris, que otorga las uniones nupciales, asistía y presidía el combate.

Épodo

Entonces se elevó el estrépito confuso de manos, arcos y cuernos de toro. Y se enlazaban, y se oía el choque horrible de sus frentes y los gemidos de ambos. Y la bella virgen delicada, sentada en la cumbre de la colina, esperaba al que fuera su esposo. Yo hablo tal como mi madre ha hablado. Los ojos de la ninfa deseada estaban llenos de ansiedad. Después se alejó de su madre como una ternerilla abandonada.

¡Oh queridas! Mientras el huésped habla, en la morada, con las jóvenes cautivas, y se dispone á partir, yo he traspasado secretamente el umbral, y he venido á vosotras para contaros el ardid que he preparado y gemir juntas por los males que sufro. ¡Pienso que he recibido aquí, no una virgen, sino una esposa, tal como la pesada carga de una nave, lamentable recompensa de mi alma! ¡Y ahora somos dos á esperar en un mismo lecho los abrazos de uno solo! ¡Así es cómo Heracles, que se decía dulce y fiel para mí, me recompensa de haber guardado por tanto tiempo su morada! Sin embargo, no puedo irritarme contra el que ha sufrido tantas veces parecido mal; pero ninguna mujer soportaría el habitar en la misma casa que otra, admitiéndola á compartir una misma unión. Yo veo que la flor de la juventud crece en ella y se marchita en mí. El hombre gusta de mirar y coger la una y se aparta de la otra. Temo, pues, que Heracles no tenga mas que el nombre de esposo mío para ser el amante de esa joven. Pero, como ya he dicho, no conviene que una mujer irreprochable se irrite. Yo os diré, queridas, cómo obraré para mi bien. Tengo, guardado en un vaso de bronce, un antiguo presente de un viejo Centauro. Lo recibí, siendo muchacha, de Neso, cuyo pecho era muy velludo. Transportaba en sus brazos, á precio de dinero, á los hombres á través del profundo río Eveno, hendiendo las aguas sin remos ni velas. Cuando, por orden de mi padre, seguí por primera vez á mi esposo Heracles, Neso, que me había puesto sobre sus hombros, al llegar al medio del río empezó á acariciarme con sus manos perversas. Pero yo grité, y en seguida, el Hijo de Zeus, habiéndose vuelto, le lanzó una flecha alada, que penetró con un silbido, á través del pecho, hasta el pulmón. Y el Cenauro, moribundo, me habló así: «Hija del anciano Eneo, si me obedeces, obtendrás un gran bien de ser la última que yo he transportado. En efecto, si recoges la sangre coagulada alrededor de este sitio de la herida en que el veneno de la Hidra de Lerna ha ennegrecido la flecha, poseerás un encanto poderoso sobre el alma de Heracles y no amará jamás á ninguna otra mujer mas que á ti.» ¡Oh queridas! Yo he recordado esto, y habiendo guardado bien en mi morada la sangre de Neso muerto, he empapado en ella esta túnica, con arreglo á lo que me dijo estando vivo todavía. Todo está hecho ahora. ¡Que yo no conozca jamás las tramas perversas, porque aborrezco á los que usan de ellas! Triunfar por ese filtro de esta joven, y reducir así á Heracles, es lo que yo quiero realizar, á menos que no os parezca que intento esfuerzos vanos, porque, entonces, renunciaré.

Ciertamente, si tienes fe en eso, nos parece que tu designio no es censurable.

Tengo fe, sin duda, pero solamente espero, no habiendo todavía hecho uso de ello.

Hace falta probar, porque, á lo que te parece, no tendrás certidumbre alguna de ello hasta que lo hayas experimentado.

Bien pronto lo sabremos, porque veo á ese hombre salir de la morada, y llegará prontamente. Pero guardemos silencio sobre esto, porque una acción vergonzosa llevada á cabo en la sombra no da vergüenza.

¿Qué quieres que haga? Ordena, hija de Eneo, porque me he detenido aquí demasiado tiempo.

En eso pensaba, Licas, mientras tú hablabas en la morada con esas mujeres extranjeras. Lleva en mi nombre á Heracles este peplo de bello tejido, como un don hecho con mis manos. Cuando se lo des, adviértele que ningún mortal debe vestirlo antes que él; que no lo muestre ni al ardor de Helios, ni al fuego sagrado, ni á la llama del hogar, antes de que lo lleve delante de todos ofreciendo á los Dioses un sacrificio de toros; porque yo he hecho el voto, en efecto, de que, si le volvía á ver, ó si oía decir que volvía sano y salvo a su casa, le adornaría con esta túnica, mostrando á los Dioses un sacrificador nuevo con un nuevo peplo. Y le llevarás esta señal que reconocerá fácilmente, el sello de este anillo. Pero ¡ve! y hazte una ley, como buen mensajero, de no hablar más de lo que debes decir. Ten, finalmente, el cuidado de hacerte acreedor á su gratitud y á la mía.

Habiendo usado siempre honradamente de la ciencia de Hermes, jamás incurriré en falta respecto de ti. Llevaré ese vaso y repetiré fielmente las palabras que has dicho.

Parte, pues, porque ya sabes cómo están las cosas en esta morada.

Lo sé, y diré que estás perfectamente.

Sabes igualmente que, habiendo acogido bien á la extranjera, la he recibido con mucha benevolencia en la morada.

De tal manera, que mi corazón se ha encontrado estupe—facto de alegría.

¿Qué más podrás decir? Temo, en efecto, que hables del deseo que tengo de él antes de que sepas si tiene el mismo deseo de mí.

Estrofa I

¡Oh vosotros que habitáis, cerca de las cálidas fuentes y de las cimas del Eta, entre las rocas, en el golfo Malíaco, la ribera de la diosa virgen adornada de flechas de oro, allí donde están las ágoras de los helenos!

Antistrofa I

La flauta de dulce sonido os dirá bien pronto, no un canto de tristeza, sino el concierto sagrado de la divina lira; porque el hijo de Zeus y de Alcmena se apresura hacia su morada, llevando los despojos debidos á su poderoso valor.

Estrofa II

Mientras erraba á lo lejos por el mar, le hemos esperado doce meses enteros, y no sabíamos nada de él. Y su querida y desgraciada esposa, ¡ay! con el corazón lleno de angustia, languidecía, insaciable de lágrimas. Pero he aquí que, aplacado, Ares la liberta de sus días dolorosos.

Antistrofa II

¡Que llegue, que llegue! ¡Que su nave, empujada por numerosos remos, no se detenga hasta que él haya entrado en esta ciudad, habiendo abandonado la isla en que prepara sacrificios! ¡Que llegue, anhelante, y penetrado del filtropersuasivo revelado por el Centauro!

Mujeres, ¡cuánto temo haber hecho más de lo que debía hacer!

¿Qué es eso, Deyanira, hija de Eneo?

No sé, pero estoy ansiosa, temiendo que se me acuse de haber causado un gran mal, á pesar de mi esperanza en contrario.

¿Lo dices por los presentes que has enviado á Heracles?

Ciertamente, y quisiera que nadie pudiese apresurarse á obrar, á no ser con certidumbre.

Dinos, si puede ser, la causa de tu temor.

Ha sucedido una cosa tal, mujeres, que, si la digo, oiréis referir una maravilla inesperada. El trozo de vellón blanco con el cual he untado el peplo ha desaparecido, sin que haya sido robado por ninguno de los servidores. Se ha consumido por sí mismo y ha desaparecido de encima de la piedra en que estaba colocado. Pero, para que sepas cómo han pasado las cosas, me explicaré más. En efecto, yo no he omitido nada de lo que me enseñó el salvaje Centauro, mientras sufría, atravesado el pecho por la punta aguda de la flecha; y he guardado de ello una memoria tan indeleble como lo que está grabado sobre tablillas de bronce. Yo debía guardar ese filtro, fuera del alcance, lejos del fuego y de los cálidos rayos del sol, en el fondo de mis habitaciones, hasta que fuese aplicado y extendido sobre algún objeto. Y así lo he hecho. Pero hoy, habiendo llegado el momento de usarlo me he encerrado, y he untado la túnica con ayuda de un pedazo del vellón de una oveja. Después, he plegado la túnica y la he puesto en un cofre, resguardada de los rayos solares, para ser entregada á Heracles, como habéis visto. Habiendo vuelto á casa, he visto una cosa extraordinaria, tal que el espíritu de nadie podría concebirla. Como había expuesto, arrojándolo al azar, el trozo de vellón á los rayos de Helios, en cuanto se calentó, se dispersó por tierra, semejante al polvo de la madera que corta la sierra. Así estaba extendido en tierra, y del paraje en que estaba se elevó una espuma que hervía, como, fermentado en el suelo, el espeso licor del racimo maduro desprendido de la viña de Baco. Por eso, no sé, desgraciada, en qué pensamiento detenerme, y veo que he cometido un gran crimen. ¿Cómo, en efecto, y por qué el Centauro moribundo habría sido benevolente para mí, que era causa de su muerte? ¡No! sino que me halagaba, deseando perder al que le había atravesado. He aquí lo que se me reveló demasiado tarde, cuando no puedo ya poner remedio á ello. Yo sola, si no me engaño, sola, habré sido la pérdida de Heracles. Porque yo sé que esa flecha hirió á Quirón, por más dios que era, y que mata á todos los animales que alcanza. ¿Por qué el negro veneno de la sangre que empapa esa flecha no había de matar á Heracles? Tal es mi pensamiento. Pero estoy resuelta, si muere, á morir al mismo tiempo que él; porque seguir viviendo, no honrada, es una cosa insoportable para una mujer bien nacida.

Es preciso, en verdad, temer terribles calamidades, pero no desesperar hasta el fin.

La esperanza de donde la confianza nace no reside en los malos designios.

Pero los que no han incurrido en falta voluntariamente deben ser perdonados, y tú mereces hacer la experiencia de ello.

Tales palabras convienen, no á quien ha hecho el mal, sino á quien no tiene que arrepentirse de ninguna mala acción.

Es tiempo de que calles, á menos que quieras decírselo todo á tu hijo. Había ido en busca de su padre, y he aquí que vuelve.

¡Oh madre! ¡Quisiera yo que se realizase una de estas tres cosas: ó que no estuvieses viva, ó que, viva, otro te llamase su madre, ó que hubieses formado en tu espíritu mejores designios!

¿Qué he hecho yo, ¡oh hijo! para merecer tanto odio?

Sabe que en este día, tu esposo, mi padre, ha perecido

por ti. ¡Ay! ¡oh hijo! ¿qué noticias traes?

La noticia de lo que no pueda ya no haber sucedido; porque nada puede hacer que una cosa realizada no lo sea.

¿Qué dices, ¡oh hijo!? ¿De dónde viene que estés cierto de que yo he cometido esa acción detestable?

Yo mismo, con mis ojos, he visto el mal cruel de mi padre. No lo he oído de la boca de ningún otro.

Habla; ¿dónde le has encontrado y te has acercado á él?

Si has de saberlo, es necesario que lo diga todo. Cuando partió, habiendo devastado la ilustre ciudad de Eurito, se Îlevó los trofeos y las primicias de su victoria. Llegado al promontorio de Eubea azotado por las olas, que se llama Ceneo, erigió altares á su padre Zeus y marcó los límites de un bosque sagrado. Allí fué donde volví á verle por última vez, después de haberlo deseado tan largo tiempo. Cuando se preparaba á sacrificar numerosas víctimas, llegó su heraldo familiar Licas, conduciendo tu presente, el peplo mortal. Habiéndoselo puesto como tú se lo recomendabas, degolló doce hermosos toros escogidos, primicias del botín, porque había llevado cien víctimas de especies diversas. Y, al principio, el desgraciado oraba con corazón alegre, y se regocijaba con su bello vestido; pero en cuanto la llama sangrienta del sacrificio hubo surgido de la madera resinosa, un sudor brotó de su piel, y la túnica ceñida á sus costados, como por un estatuario, se adhirió pegada á sus miembros. Y el dolor mordía y retorcía sus huesos, mientras le corroía el veneno de la hidra sanguinaria. Estonces gritó, llamando al desdichado Licas que no había tenido parte en tu crimen, y le preguntó por qué traición le había llevado aquel peplo. Pero no sabiendo nada, dijo que aquel presente procedía de ti sola y tal como había sido enviado. En cuanto Heracles lo hubo oído, y como un horrible dolor le devoraba las entrañas, le agarró por el pie, allí donde la pierna se dobla, y le lanzó contra una roca azotada por el mar. Y, por fuera de la cabeza aplastada, los sesos saltaron del cráneo cabelludo, mezclados con sangre. Y todo el pueblo profirió un inmenso gemido viendo á Heracles con delirio y á Licas muerto; pero nadie osaba acercarse á aquel hombre, porque se revolvía por tierra, después se levantaba aullando, y todo alrededor mugían resonando las rocas, y la cima de los montes Locrios y los promontorios de Eubea. Después de haber agotado sus fuerzas en retorcerse por tierra y en lanzar tantos aullidos, detestando sus bodas funestas contigo, desventurada, y la alianza de Eneo, de donde había procedido la desgracia de su vida, volvió entonces sus ojos extraviados, y me vió vertiendo lágrimas en medio de la multitud, y, habiéndome mirado me llamó: «Acércate, ¡oh hijo mío! No huyas de mi mal, aunque te sea preciso morir al mismo tiempo que yo que muero. Levántame, llévame de aquí y ocúltame allí donde ninguno de los mortales pueda verme. Si tienes piedad de mí, llévame con gran prontitud de esta isla, para que no muera en ella.» Conforme á esta orden, le pusimos en una nave, y le hemos conducido aquí con mucho trabajo, convulso y clamante. Bien pronto le veréis, vivo ó muerto. Tú has hecho eso contra mi padre, madre, habiéndolo meditado y llevado á cabo. ¡Puedan Dica vengadora y las Erinias castigarte! Yo lo deseo, si me está permitido desearlo. Pero tú mismo me has dado derecho para ello matando al más grande de los hombres que hay en la tierra, y tal que jamás verás otro semejante.

¿Por qué sales en silencio? ¿No comprendes que, callando, das la razón al acusador?

Dejadla salir. ¡Que un viento propicio pueda alejarla bien lejos de mis ojos! ¿Por qué ha de honrarse con el nombre de madre, ella que no obra como una madre debe obrar? ¡Que salga alegre! ¡Que experimente ella misma la alegría que ha dado á mi padre!

Estrofa I

Ved, ¡oh jóvenes! cuán prontamente se ha cumplido para vosotros la sentencia fatítica de la antigua profecía, que afirmaba que el fin del duodécimo mes pondría un término á los trabajos del hijo de Zeus. Todo se ha realizado como estaba dicho. ¿El que está privado de la luz puede, en efecto, sufrir, después de la muerte, la lamentable esclavitud?

Antistrofa I

Porque si la inevitable astucia mortal del Centauro ha mordido sus.costados con el veneno que la muerte engendró y que produjo el Dragón manchado, ¿cómo vivirá aún otro día, corroído como está ahora por el horrible veneno de la Hidra, y desgarrándole y abrasándole los aguijones crueles del monstruo adornado con una negra melena?

Estrofa II

Esta desgraciada, no sospechando nada de eso, y viendo la gran calamidad que, á causa de aquellas nuevas nupcias, amenazaba á su morada, no comprendió el sentido del consejo fatal, de donde ha procedido esta horrible desgracia. Y la mísera gime y vierte una lluvia de lágrimas.

Antistrofa II

Pero los destinos se desenvuelven y revelan un gran infortunio urdido con astucia. ¡Brota la fuente de las lágrimas; el mal se extiende, ¡oh Dioses! lamentable y tal como jamás sus enemigos lo habían infligido al ilustre hijo de Zeus! ¡Ah negra punta de la lanza guerrera! ¿por qué violentamente has traído esa doncella, de la alta Ecalia aquí? Ciertamente, es la clandestina Cipris la que ha causado todos estos males.

¿Me engaño? ¿No he oído lamentos salir de las moradas? ¿Diré verdad?

No es un lamento sordo el que se eleva en la morada, sino un doloroso gemido. Algo ocurre de nuevo bajo ese techo.

¡Ved, ved esa anciana que viene hacia nosotras con sombrío semblante y frunciendo las cejas! Va á darnos alguna noticia.

¡Oh jóvenes, qué de desgracias terribles nos ha causado el presente enviado á Heracles!

¿Qué noticia, ¡oh anciana! vienes á anunciarnos?

Deyanira ha hecho su último camino sin marchar.

¿Será eso, pues, que ha muerto?

Has entendido perfectamente.

¿Ha muerto la desgraciada?

Vuelves á oirlo.

¡Oh desventurada! ¿Cómo dices que ha perecido?

Muy tristemente, en realidad.

¡Di, mujer! ¿Qué destino se ha apoderado de ella?

Se ha dado muerte.

¿Qué cólera, qué demencia la ha impulsado á inferirse el golpe mortal? ¿Cómo ha podido, sola, añadir su muerte á otra muerte?

Con el filo del hierro lamentable.

¡Oh desdichada! ¿Has visto tú esa acción horrible?

La he visto. Estaba cerca de ella.

¡Qué! ¿Cómo? Vamos, habla.

Ha obrado con su propia mano.

¿Qué dices?

Lo que es cierto.

¡La nueva esposa ha hecho nacer una terrible Erinia en esta morada!

¡Ciertamente! Pero si hubieras visto de cerca lo que ha he cho, hubieras sentido una compasión más grande.

¿Y la mano de una mujer ha podido hacer eso?

De una manera horrible. Tú lo atestiguarás como yo cuando estés segura de ello. Después de haber vuelto á la morada, y cuando hubo visto á su hijo preparar un lecho hueco para volverse con su padre, habiéndose ocultado para que nadie la viese, se arrojó ante los altares, gritando horriblemente porque se había quedado viuda. ¡Y lloraba al tocar cada una de las cosas de que se había servido, la desgraciada! Y corriendo de aquí para allá por los aposentos, cuando veía á alguno de sus queridos servidores, la desventurada lloraba al mirarle, gimiendo por su propio Genio y por su morada abandonada en adelante por sus hijos. Y cuando hubo acabado, la vi precipitarse en la cámara nupcial de Heracles. Y estando yo mirándola oculta en la sombra, la vi cubrir el lecho de Heracles con tapices y vestiduras. Después, lanzándose en medio del lecho, dijo, vertiendo cálidos torrentes de lágrimas: «¡Oh lecho, oh cámara nupcial, yo me despido de vosotros para siempre, porque ya no me recibiréis más!» Habiendo hablado así, desprendió con mano rápida el broche de oro que sujetaba su peplo, y dejó al desnudo todo su costado y su brazo izquierdo. Y yo corrí tan de prisa como pude, y fuí á anunciar á su hijo lo que ella meditaba. Pero mientras corríamos de un lado á otro, la vimos que se hundía una espada de doble filo en el costado, por debajo del hígado. Viendo esto, su hijo clamó, pues comprendió el desdichado, instruído demasiado tarde por los que están en la morada, que ella había hecho esto irritada por él é impulsada por los consejos del Centauro. Entonces el desventurado joven, no avaro de gemidos, lamentándose sobre ella y abrazándola, echado y el costado apoyado contra su costado, se dolió de haberla falsamente acusado, y de vivir todavía, privado á la vez de su padre y de su madre. Así han sido las cosas. Es un insensato el que cuenta con dos ó varios días, porque no hay mañana hasta que el día presente ha pasado por completo.

Estrofa 1

¿De cuál de estos dos destinos debo dolerme primero? ¿Cuál es con mucho el más miserable?

Antistrofa 1

¡Qué calamidades tenemos ante los ojos en la morada, y cuánto debemos temer otras nuevas! Los males que se sufren y los que se esperan son un mismo dolor.

Estrofa II

¡Ojalá pudiera un viento soplar sobre esta morada y llevarme de aquí, para no morir de terror á la sola vista del bravo hijo de Zeus! ¡Porque dicen que se acerca á estos lugares, roído por un mal irremediable, horrible de ver!

Antistrofa II

Pero, semejante al ruiseñor plañidero, lloraba yo una desgracia que no estaba lejana. He aquí que viene, en efecto, una multitud desusada de extranjeros. ¡Cómo marchan, tristes y en silencio, á causa del amigo que conducen! ¡Ay! ¡ay! Permanece mudo. ¿Está muerto? ¿Duerme?

¡Oh padre, qué desgraciado me haces! ¿Qué haré? ¿Qué partido tomar? ¡Ay!

Cállate, hijo, no despierte el cruel dolor de tu padre. El vive, en efecto, aunque inclinado hacia la muerte. Cierra y muerde tus labios.

¿Qué has dicho, anciano? ¡Vive!

Ten cuidado con arrancarle del sueño que le domina y renovar así ¡oh hijo! su mal horrible.

Mi corazón no puede soportar el peso de mi dolor. ¡Qué desgraciado soy!

¡Oh Zeus! ¿En qué tierra estoy? ¿Entre qué mortales estoy postrado, consumido por dolores sin fin? ¡Ah! ¡Desgraciado! ¡Este mal horrible me roe de nuevo! ¡Ay!

¿No sabías cuánta falta hacía permanecer en silencio y no ahuyentar el sueño de sus párpados?

¿Cómo soportar con paciencia la vista de este mal?

¡Oh promontorio de los sagrados altares ceneos, qué recompensa por tantas víctimas ofrecidas! ¡Oh Zeus, qué suplicio me has impuesto! ¡Que no pueda yo, mísero, no haber visto jamás con mis ojos, no haber contemplado jamás esta flor irremediable de un furioso mal! ¿Qué encantador, qué médico de sabias manos, si no es Zeus, curará mi mal? Esosería un prodigio, si, por azar, yo lo entreviese de lejos. ¡Ah! ¡ah! ¡Dejad! ¡Dejadme reposar! ¡Qué desgraciado soy! Dejadme gustar el último sueño. ¿Dónde me has tocado? ¿Adónde me inclinas? ¡Me matarás, me matarás! Has despertado mi mal adormecido. ¡Se me agarra! ¡Ah! ¡ah! Vedle que vuelve. ¿De dónde venís vosotros, ¡oh los más inicuos de todos los helenos! por quienes yo iba, desafiándolo todo, á purgar el mar y los bosques? Y ahora, ninguno de vosotros me traerá, á mí que sufro de esta suerte, el fuego ó la espada que cura. ¡Ah! ¡ah! ¿Quién vendrá á cortarme la cabeza y quitarme una vida odiosa? ¡Ay!

¡Oh hijo de este hombre! Este trabajo es demasiado pesado y excede á mis fuerzas. Ayúdame. Tú verás mucho mejor que nosotros cómo puede ser salvado.

Yo lo toco y no puedo, ni por mí, ni por los que aquí están, proporcionarle el olvido de sus dolores. Sólo Zeus puede.

¡Oh hijo, hijo! ¿dónde estás? ¡Por aquí, coge por aquí, levántame! ¡Ah! ¡ah! ¡Oh Genio! ¡Vuelve de nuevo, vuelve, el mal miserable, inexorable, horrible, que me mata! ¡Oh Palas, Palas! ¡Me roe de nuevo! ¡Oh hijo, ten piedad de tu padre! Saca la espada y hiéreme bajo la clavícula. Nadie juzgará que es un crimen. Cura los dolores que me ha causado tu impía madre, ella á quien yo quisiera ver atacada del mal que me mata. ¡Oh dulce Ades, oh hermano de Zeus, adorméceme, adormece mis tormentos con una muerte rápida!

Amigas, siento horror de oir los lamentos del rey, y de ver los males de que un hombre como él está atormentado.

¡Oh, qué de males terribles de contar he soportado con la ayuda de mis manos y de mis hombros! Pero jamás, ni la esposa de Zeus, ni el odioso Euristeo, me han hecho tanto mal como la astuta hija de Eneo, ella que ha envenenado mis hombros con esta túnica tejida por las Erinias, y por la cual perezco. En efecto, adherida á mis riñones, ha corroído todas mis carnes, y, penetrando hasta las arterias del pulmón, ha bebido ya la sustancia de mi sangre, y todo mi cuerpo se pudre con esta ciega atadura. ¡Y esto no ha podido ser hecho ni por el hierro de la lanza en la llanura, ni por el ejército de los Gigantes nacidos de Gea, ni por el furor de las bestias salvajes, ni por Griego, ni por Bárbaro, ni por aquellos de quienes yo he purgado la tierra; pero una mujer débil, no viril, sola, me ha dominado sin la ayuda de la espada! ¡Oh hijo mío, muéstrate hijo mío solamente, y no pongas el nombre de tu madre por encima del mío! Arráncala de sus habitaciones, entrégala á mi mano, para que yo sepa claramente á cuál de nosotros dos llorarás más, al ver su cuerpo desgarrado por un castigo merecido. Ve, ¡oh hijo! ¡Atrévete! Ten piedad de mí, que soy tan desgraciado y que gimo como una doncella. Nadie dirá jamás que me ha visto tal antes de ahora, porque siempre he sufrido mis males sin quejarme; pero ahora, estoy miserablemente dominado como una mujer. Ven al lado de tu padre y mira lo que me abruma con tales males, porque yo te lo enseñaré sin velo alguno. Ved, mirad todos mi cuerpo desgarrado; contemplad mi miseria, ved el triste estado en que estoy. ¡Ah! ¡ah! ¡Desgraciado! ¡Ay! ¡ay! El ardor de este mal lamentable me abrasa de nuevo, y penetra otra vez en mi pecho, y el voraz veneno no parece haber de atenuarse. ¡Oh rey Ades, cógeme! ¡Refulge, brillo de Zeus! ¡Oh rey, oh padre, hiere, atraviésame con la flecha del rayo! El mal vuelve, abrasa, aumenta con violencia. ¡Oh manos! ¡manos, dedos, pecho! ¡Oh brazos preciados! ¡En qué estado os encontráis, vosotros que domasteis en otro tiempo al habitante de Nemea, al León funesto á los boyeros, horrible y monstruoso, y á la Hidra de Lerna, y á los salvajes Centauros de doble forma, de piernas de caballo, raza impudente, sin leyes, orgullosa de sus fuerzas, y al Jabalí de Erimanto, y al Perro subterráneo de Ades, de triple cabeza, ese monstruo no dominado nacido de la terrible Equidna, y al Dragón guardián de las Manzanas de oro, en los últimos límites del mundo! Y yo he soportado innumerables trabajos, y nadie ha erigido jamás trofeo por mi derrota. ¡Y ahora, rotos los brazos, las carnes desgarradas, estoy miserablemente roído por un ciego mal, yo, concebido por una noble madre, y á quien se llama hijo de Zeus que manda á los astros! Pero, ciertamente, sabedlo: aunque sin fuerza y no pudiendo andar, yo me vengaré, tal como estoy, de la que ha cometido este crimen. Que venga solamente, y su castigo probará á todos que, vivo ó muerto, yo he castigado siempre á los perversos.

¡Oh mísera Hélada, de qué duelo te veo amenazada si te ves privada de este hombre!

Puesto que me permites hablar, ¡oh padre! escucha en silencio, aunque estés atormentado por el mal. Yo te pediré, en efecto, una cosa que debes concederme. Consiente en calmar el furor que muerde tu alma, porque, sin eso, no podrás reconocer que la acción que te regocijas de llevar á cabo sería tan injusta como vana es tu cólera.

Di con brevedad lo que quieres decir. Roído por mi mal, no comprendo tus embrolladas palabras.

Quiero hablar de mi madre, decir lo que ha sido de ella, y que no ha incurrido en falta por su plena voluntad.

¡Oh qué malvado! ¡Así te atreves á evocarme el recuerdo de una madre que ha matado á tu padre!

Tales cosas pasan, que no conviene que yo las calle.

Tanto más preciso es callarte después de lo que ella ha hecho contra mí.

Pero no después de lo que ha hecho hoy.

Habla, pues, pero teme ser indigno de tu raza.

Hablo. Mi madre ha muerto, de muerte violenta.

¿Quién la ha matado? Tú me anuncias un siniestro prodigio.

Su propia mano, no otra alguna.

¡Oh Dioses! ¡Antes, como era debido, que pereciese por mi mano!

No pensarías así, si lo supieses todo.

Con extrañas palabras comienzas. ¿Qué quieres decir?

Helo aquí. Ella ha faltado, queriendo obrar bien.

¡Desgraciado! ¡Ha obrado bien la que ha muerto á tu padre!

Habiendo visto á tu nueva esposa en la morada, y queriendo asegurarse tu amor con un filtro, se ha equivocado.

Y, entre los traquinenses, ¿quién es ese gran encantador?

El centauro Neso la aconsejó en otro tiempo excitar tu amor con ayuda de ese filtro.

¡Ay! ¡ay! ¡Desgraciado! ¡Qué mísero soy, yo muero! ¡Muerto soy! ¡La luz no es ya más para mí! ¡Oh Dioses! Al fin comprendo á qué miseria estoy reducido. Ve, ¡oh hijo! porque tu padre no vive ya. Llama á todos tus hermanos; llama la desventurada Alcmena, vanamente llamada la esposa de Zeus, para que oigáis lo que yo sé de mis oráculos supremos.

Pero tu madre no está aquí. Reside ahora en la ribera de Tirinto, donde educa una parte de tus hijos que se ha llevado, y los demás habitan en la ciudad de Tebas. Nosotros, los aquí presentes, te escucharemos y haremos lo que haga falta hacer.

Escucha, pues. Este es el momento, efectivamente, de mostrarte digno de ser llamado hijo mío. Se me predijo en otro tiempo por mi padre que ningún viviente me mataría jamás, sino que la vida me sería arrebatada por un habitante del Hades. Así, con arreglo á la sentencia fatídica, aunque muerto, el salvaje Centauro me ha matado. Todavía te revelaré oráculos recientes, y semejantes á los antiguos, y que se cumplen para mí. Habiendo entrado en el sagrado bosque de las encinas que reposan sobre la tierra y pueblan las montañas, escribí sobre tablillas las palabras de la profética Encina paterna. Mi padre me anunciaba que este mismo tiempo presente vería el término de mis trabajos. Yo esperaba, pues, vivir en adelante felizmente; pero esto no significaba otra cosa sino que voy á morir, porque no hay ya trabajos para un muerto. Puesto que la verdad de estas sentencias brilla con lo que ha sucedido, es preciso, hijo, que me prestes tu ayuda, y que no esperes á que mi boca se ponga furiosa. Ayúdame de buen grado y dócilmente, sumiso á esa ley tan hermosa que quiere que obedezcas á tu padre.

¡Oh padre, estoy lleno de terror escuchando tales palabras! Sin embargo, ordenes lo que quieras, obedeceré.

Dame primero la mano derecha.

¿Por qué pides esa prenda de fe?

¿Vas á negármela y á resistírteme?

Te la tiendo, no te rehuso nada.

Jura ahora por la cabeza de Zeus que me ha engendrado.

¿Para qué? ¿Qué he de jurar?

Cumplir lo que yo ordenare.

Lo juro, y pongo por testigo á Zeus.

Si faltas á ello, encomiéndate á las imprecaciones.

No hay necesidad. Obedeceré. Sin embargo, hago esa imprecación.

¿Conoces la cima del Eta, consagrada á Zeus?

La nozco. He ofrecido con frecuencia sacrificios sobre esa cima.

Allí es donde tienes que llevar mi cuerpo, con tus manos y con ayuda de aquellos de tus amigos que quieras. Después de cortar un buen número de encinas robustas y de fuertes olivos, depositarás allí mi cuerpo, y prenderás fuego con una ardiente antorcha de pino. Nada de lágrimas ni de gemidos, si verdaderamente has nacido de mí. Ni gimas, ni llores. Si no, aunque esté entre los muertos, te enviaré misimprecaciones.

¡Ay! Padre, ¿qué dices? ¿Qué esperas de mí?

Lo que debes hacer. Si no, serás el hijo de cualquier otro padre, pero no el mío.

¡Ay! Padre, una vez todavía: ¿qué acción me pides? ¿ser parricida, ser tu matador?

No es eso, sino curarme, librarme de los males que me agobian.

¡Qué! ¿Si quemo tu cuerpo, lo curaré?

Si eso te inspira horror, haz por lo menos el resto.

No me niego, ciertamente, á llevarte.

¿Construirás la hoguera, tal como yo lo he dicho?

A condición de que no la toque con mis manos. Pero yo haré lo demás, y mis cuidados no te faltarán.

Con eso basta. Agrega á éstos un servicio más pequeño.

Aunque sea más grande, te lo prestaré.

¿Conoces á la hija de Eurito?

Quieres decir Yole, según creo.

Tú lo has dicho. Pues bien; hijo, yo te mando esto. Después que yo haya muerto, si quieres obrar piadosamente y acordarte del juramento hecho á tu padre, la tomarás por esposa y no me desobedecerás. ¡Que ningún otro hombre se una á aquella que ha dormido á mi lado! Pero tú, despósate con ella. Ya que me has obedecido en las cosas grandes, no desobedezcas en las menores, renunciando así á mi gratitud.

¡Oh Dioses! Está mal irritarse contra un moribundo, pero ¿quién podría soportar esto con calma?

Según eso, ¿no quieres hacer nada de lo que yo digo?

¿Quién, en efecto, tomaría por esposa, yo te conjuro, á la que ha sido la sola causa de la muerte de mi madre y te ha puesto en este estado? ¿Quién lo haría, á menos de haberse vuelto insensato por el castigo vengador del crimen? ¡Oh padre, yo quiero mejor morir que vivir con aquellos á quienes más odio!

¡Este hombre parece negarse á cumplir su deber con un moribundo como yo! Pero la execración de los Dioses caerá sobre ti si no me obedeces.

¡Ay! Bien pronto reconocerás que hablas atormentado por el mal que te devora.

Tú eres el que despierta mi mal adormecido.

¡Oh qué desgraciado soy! No sé qué resolver en medio de tantos temores.

¿Es que no te dignas escuchar al que te ha engendrado?

¡Oh padre! Yo te conjuro, ¿es preciso, pues, que obre como un impío?

Ninguna impiedad hay en hacer lo que agrada á mi corazón.

Entonces, ¿es justo lo que tú me ordenas hacer?

Muy justo. Pongo por testigos á los Dioses.

Lo haré, pues, y no me niego más, pero pongo por testigos á los Dioses de que ello es obra tuya. ¡No puedo ser culpable obedeciéndote, oh padre!

Terminas bien. Añade la prontitud al beneficio, ¡oh hijo mío! y llévame á la hoguera antes de que la convulsión de mi mal vuelva á apoderarse de mí. ¡Apresuraos! ¡Llevadme! ¡El fin de mis males será mi propio fin!

Todo va á cumplirse sin tardanza, puesto que tú lo mandas y nos obligas á ello, padre.

Vamos, ¡oh alma ruda! ¡Antes de que sufra de nuevo, sofoca mis gritos con un freno de acero en esta prueba que tú aceptas con alegría, bien que á pesar mío!

¡Alzad, compañeros! Perdonadme esta acción y no acuséis sino á la iniquidad de los Dioses que hacen esto y miran sin piedad los terribles dolores de aquellos que han engendrado, y de los que se dicen padres. Nadie prevé las cosas futuras; y las cosas presentes, amargas para nosotros, son vergonzosas para los Dioses. Pero son cruelísimas entre todas para el que sufre tales males. Y tú, no permanezcas en la morada, ¡oh doncella! Has visto grandes funerales, calamidades inauditas y sin número; ¡pero nada sucede sin la voluntad de Zeus!