XXX

6 de Junio.- Al reanudar hoy el cuento de mi vida, veo que la confesión última, con la cual debo empalmar la presente, es irrespetuosa y depresiva para mi futura compañera. Pero, atento a que la sinceridad resplandezca siempre en cuanto escribo, no borraré aquellos conceptos, impresión fiel de lo que entonces pensaba y sentía. Distintas son hoy mis impresiones, y puedo manifestar que en estos días no me ha parecido mi novia tan desgraciada de figura como la describí en otra ocasión. Sea porque le han puesto algún milagroso corsé, sea porque la naturaleza, por influjo de amor, tiende a enmendar sus propias imperfecciones, ello es que, viendo ayer a María Ignacia, antojóseme regularmente formada, y casi casi un poquito esbelta; y aún me dan tentaciones de creer que se le va corrigiendo la fealdad de la boca, o que se le reduce a un simple defecto que fácilmente se disimula con la seriedad: no veo yo que sea la risa el mejor adorno del rostro humano, y antes bien entiendo que la mujer casada no tiene por qué enseñar los dientes.

Pues la causa de que la última confesión quedase interrumpida fue que entraron como avalancha mis dos cuñadas, y Segismunda se precipitó a mí para abrazarme, diciendo que quedaban olvidadas nuestras querellas y que volvíamos a la cariñosa concordia entre hermanos, como mandan Dios, la Sociedad, la familia, y no sé quién más. A poco llegó Agustín, contándonos el buen acogimiento que habían dado los Emparanes a su mensaje matrimonial. La escena fue conmovedora: el regocijo bailaba en los ojos de D. Feliciano y de las señoras maduras. María Ignacia, cuando entendió que yo la pedía, estuvo si cae o no cae con el accidente. «En fin -dijo a su esposa-, para el domingo estamos todos convidados a comer... todos, y tú también, Segismunda... la familia en masa... No faltaremos... ¡Y qué casa, qué lujo, qué señorío a la antigua usanza! Vengo encantado...». Como un pavo cuando endereza el moco y se hincha rastreando las alas, salió Agustín hacia su habitación, y en apostura semejante, inflada como un globo, le siguió Sofía, dejándome solo con Segismunda (cosa convenida entre las dos), que al punto me dijo: «Ya puedes disponer, querido Pepe, de cuanto dinero necesites para quitarte esa roña indecente de tus deudas... Si quieres evitarte la molestia de tratar con esos tíos marrulleros, mándales a casa, y Gregorio se encargará de despacharles, recogiendo todo tu papelorio. De buena has escapado, hijo. Ya ves cómo tenía yo razón cuando te decía que ibas al abismo. Felizmente has hecho caso de mis consejos, y ya estás salvo. Ahora, cuando te entreguemos tus pagarés, nos firmas tú una obligación por la cantidad que resulte, y en paz. Ya nos pagarás cuando gustes...».

Parecíame bien discurrido el plan, y le di las gracias por su diligencia y el cuidado de mis asuntos. Y ella, sentándose junto a mí en el modesto canapé de Vitoria: «Pues ahora, ya que eres tú el grande, o lo serás, y nosotros chiquitos, obligado estás a mirar por tus hermanos. Tu posición de millonario y de marqués todo te lo facilita... Óyeme con atención un rato, querido Pepe. Ya ves que vamos subiendo, subiendo, no tanto como subirás tú; pero tampoco nos arrastraremos por la tierra. Agustín es el que no saldrá ya de la condición de empleado, y lo más a que podrá aspirar es a una plaza de director general en Hacienda... que es lo mismo que nada. Gregorio y yo... no digamos que somos ricos, pero vamos en camino de serlo si la Providencia sigue ayudándonos como hasta aquí. La semana pasada hemos comprado un terreno muy grande más allá de la Era del Mico, pagándolo como fanegadas de pan llevar, y dentro de algunos años, si Madrid crece y crece, como dicen que crecerá cuando haya ferro-carriles, lo venderemos a tanto el pie... Fuera de esto, es posible que nos quedemos con una finca muy buena en la Vega de Añover... Nos sale por una bicoca, y es tal que, poniéndole riego, será, según dicen, el Potosí del espárrago y la California del melón... Bueno, Pepe: vete un día por casa y verás qué muebles antiguos y modernos tengo allí, y qué espejos con marco de ébano, y qué tapices de Santa Bárbara... Nos hemos quedado con todo ello por un pedazo de pan, como quien dice. Te enseñaré además un magnífico collar de diamantes gordos montados en plata, y un par de esmeraldas espléndidas, procedentes de la casa de Ceriñola... Pues bien: a mí también se me suben los humos a la cabeza, y aspiro ¿cómo no? a darme un poco de lustre, no digo que hoy, no digo que mañana, porque es demasiado pronto, sino dentro de un par de años, o de tres... Eso lo dejo a tu buen juicio... No pretendo yo un título de Castilla, que eso me parece mucho para mis cortas ambiciones; pero un titulito de esos que da el Papa, y que cuestan poco dinero, sí que me convendrá, y tú, tú me lo vas a conseguir».

La sorpresa no me dejó expresarle ni conformidad ni reprobación. Debí de estar un rato con los ojos muy abiertos, espantados, porque Segismunda, sin acobardarse, prosiguió así: «¡No es para tanto asombro, vaya! Pues qué, ¿no somos todos hijos de Dios? Tú, que pronto serás influyente y poderoso, podrás hacer lo que te digo; y no te nos endioses ahora, ni desprecies a los humildes. Cristeta me ha dicho que tú, con ponerle una carta a tu amigo Antonelli, el Ministro del Papa, tendrás cuantos títulos se te antoje pedirle, y aun es fácil que el mío te lo dé libre de gastos, lo que sería miel sobre hojuelas. La oportunidad de la petición es cosa tuya... Otra cosa: de esto no debe enterarse Gregorio: quiero darle una sorpresa».

No tardé en volver sobre mí, respirando de lleno el ambiente social que tanto había contribuido a la evolución de mi conciencia y de mi carácter, y benévolo y sonriente le dije: «Sí, sí, querida Segismunda: lo que ambicionas paréceme muy razonable, y cuenta con que si de mí depende la concesión del título, ya puedes empezar a usarlo. ¿Y qué, piensas bautizar tu nobleza con el nombre de esa gran finca que pronto será vuestra por pacto de retro, o por embargo?... Sea por lo que fuere, ¿fundarás en ella tu ejecutoria de nobleza pontificia?

-En ello he pensado -respondió cavilosa-; pero el título de Condes de Titulcia, que es el nombre del lugar próximo, no me parece que suena bien... ¿A ti cómo te suena?

-¡Titulcia, Titulcia!... En efecto: como sonido es algo semejante al de la moneda falsa, o que tiene hoja... Suena también a título de sainete.

-Eso digo yo... Pues verás: devanándome los sesos, he inventado este otro título: Condes de la Vera de Tajo.

-¡Oh!, es admirable, como invención de tu caletre. Segismunda, tú pitarás, tú serás Condesa, y por mi parte, espero a que me señales el momento oportuno para escribir a Roma y empezar mis gestiones...

-Ya contaba yo contigo. Nadie como tú ha podido apreciar mis esfuerzos para engrandecer a la familia, y labrarnos una vida de comodidades: así lo hace todo el que sabe y puede... Gracias a mí, no es Gregorio un triste empleado, y mis hijos unos pobres lambiones... Ya ves qué flaca me estoy quedando de tanto como discurro para marcarle a Gregorio cada día lo que debe hacer... Y estas noches me ha quitado el sueño eso del maldito Socialismo, de que los periódicos hablan como si fuera el fin del mundo. Dice Gregorio que ese tremendo huracán que anda retumbando por las naciones quedará en agua de cerrajas; pero yo que pienso, yo que examino las cosas, veo que ello trae miga, y muy mala intención, Pepe, muy mala intención. ¡Vaya con la tecla de que todo ha de ser para todos, y de que se deben repartir por igual los bienes de la tierra! Ello será justo, pero imposible. ¿No crees tú lo mismo? ¿Quién es el guapo que nos quite lo que hemos ganado con el sudor de nuestra frente para dárselo a tanto vagabundo y a tanto perdido piojoso? ¿Y habrá por esto una revolución muy grande, la sublevación de los pobres contra los ricos, de los muchos contra los pocos? Tú que lo has estudiado en los libros, me dirás si debo tener mucho miedo, o tranquilizarme pensando que la catástrofe vendrá, sí, pero vendrá cuando los que hoy vivimos estemos ya gozando de Dios.

Díjele que por lo que he sacado de mis estudios y de la observación de lo presente, la revolución ha de venir; pero tardará un rato. Entre tanto, debemos vivir lo mejor que podamos, y criar a los hijos, el que los tenga, en la devoción de la buena vida, y enseñarles a que no humillen al pobre y a que le den cariñosamente las sobras de nuestras mesas, para que comiendo se curen de la manía de arrebatarnos lo que poseemos.

«Me parece muy bien -dijo Segismunda-: fomentemos también la religión, de la que nace la conformidad del pobre con la pobreza. ¿Para qué pagamos tanto clérigo, y tanto obispo y tanto capellán, si no es para que enseñen a los míseros la resignación, y les hagan ver que mientras más sufran aquí, más fácilmente ganarán el Cielo?

-Justo; y entre tanto ganemos nosotros la tierra...

-Que es lo más próximo... y lo más seguro».

Poco más hablamos, y se fue, dejándome en poder de Agustín y Sofía, que con el convite en la grandiosa casa de Emparán estaban como chiquillos con zapatos nuevos. Me consultaron si el frac de mi hermano sería bastante de moda para una solemnidad tan extraordinaria, y si Sofía haría mal papel llevando el vestido color de níspero con frunces y adorno de galones de seda. Respondile que mis presuntos suegros y las señoras mayores saben conciliar la opulencia noble con la llaneza, y no reparan en cortes de fracs ni en colorines de vestidos, con lo que quedaron tan satisfechos.

8 de Junio.- He vuelto al mundo, he reanudado mis relaciones. En ningún semblante he visto el menor rasgo de irónica burla por mi casamiento. He oído muchos plácemes. Alguien me ha mirado con asombro, alguien con envidia. Sólo en las caras de Virginia y Valeria encuentro una sombra de lástima mezclada de tristeza. No me hablan de mi boda, y aun noto en ellas algo como supremo esfuerzo de discreción tocante a este suceso. No pronuncian palabra alguna que suene a casorio, noviazgo, ni cosa tal. Pero su seriedad me causa pena; creería yo que me estiman menos, o que me miran como una amistad perdida para siempre. Ya no revolotean junto a mí, ya no me marean dulcemente con risueñas chanzas; ya soy para ellas un viejo... Anoche, en sueños, las he visto huir de mí, enlazadas de la mano, sin volver atrás los ojos, dejándome en una especie de dorada sepultura, amortajado en hielo...

Muchos días pasaron sin ver a Eufrasia, y la primera vez que a su lado me encontré después de la dulce entrevista del Casino, no pudo hablarme con confianza por estar presentes el Sr. de Roa, Cristeta y a ratos Don Saturno, que entraba y salía estorbándonos toda comunicación. Sólo pudo decirme que está contenta de mí, y que no me aparto de sus pensamientos. ¿Cuándo podré verla? Respondió a esto que al Casino no volvería... y que... ¡ay!, que acelerase mi boda todo lo que pudiese. Retireme sin comprender bien la intrincada psicología de aquella mujer, mas con esperanza de entenderla y desentrañarla pronto, algún día... Desde la sala próxima, volviéndome para mirarla, vi que en mí clavaba sus negros ojos, y en ellos se me reveló su soberano talento, su apasionado corazón... y su profunda inmoralidad...

Eran sus ojos el signo de los tiempos.