XXVIII

Sigo con mi historia de estos días, y de los hechos gratos paso a los menos placenteros, de las flores a los abrojos, y de lo perfumado a lo pestilente. ¿Qué cosa existe más fea y desagradable para nuestros sentidos, tacto, vista, olfato, que el vernos privados de los precisos dineros para las atenciones de la vida, ora sean éstas de las elementales, ora de las artificiosas y superfluas que crea y fomenta nuestra estúpida vanidad? Y no era lo peor que yo careciese de aquella materia vivificante, sino que me apretasen los usureros para el pago de lo que les debía, estrechándome con tal rigor de cerco militar, que se creería que el cielo los desataba en mi persecución, como aquellos vándalos que del Norte vinieron sobre estos infelices pueblos mediterráneos. Mi insolvencia, más marcada cada día, les irritaba, trocándoles en fieras. Contra su persecución no me valían ya ni escondites, ni esquinazos, ni artes escurridizas de ningún género. Y para colmo de infortunio, mi amigo Aransis, de quien yo ampararme solía en estas guerras contra la cobranza, se hallaba en situación más angustiosa, requerido y deshonrado ante tribunales, sin apoyo material de su noble familia. ¿De la mía qué podía yo esperar? Nada más que anatemas y malas caras. Mis hermanos no podían o no querían hacer nada por mí. Sofía llegó a proponerme que huyera, que me embarcara, y no volviese a parecer más por la Corte. Ya no había manera de enmendar tantos yerros míos, ni de poner puertas al campo de mi disipación. Ya serían inútiles todas las precauciones y disimulos para mantener en mi madre la ignorancia de estos graves desórdenes. Si no lo sabía ya, sabríalo mañana o la semana próxima. Ésta era para mí la más penosa de las aprensiones, y el terror que mayormente me turbaba. Y no podía dudar que algún indiscreto, o algún avieso amigo, le llevarían el cuento. Cuantos afanes y desazones pudiera traerme mi endiablada situación, parecíanme tolerables y llevaderos ante el conflicto inmenso de que mi buena madre despertara del engañoso ensueño en que vivía. La muerte sería su despertar...

Pasaron días en ansiedad terrible y en continuo bochorno. Yo no visitaba a nadie, no me presentaba de noche en ninguna casa conocida. Esperé salir de las apreturas con nuevos dogales; mas aunque volaba por Madrid en busca de un confiado judío que me atendiese, no pude encontrarle, y llegué a creer que a todos los logreros crédulos y candorosos se los había tragado la tierra. Y mientras esto ocurría, todo el mundo me abandonaba; nadie iba en mi busca; huían de mí los amigos; las amigas no me solicitaban. Sólo de Virginia y Valeria recibí, por Ramón Navarrete, un recado afectuoso que me endulzó un poquito el alma sin aliviarme de mi desazón. Segismunda iba de vez en cuando a mi casa, y como si yo fuese San Esteban, que había de lograr la palma del martirio con pedradas en el cráneo y el machacar de sesos, me decía: «Así estás porque quieres, gran mentecato. Pronuncia una palabra... muy chiquita por cierto, la palabra más chica, sólo compuesta de dos letras, y tendrás todo el dinero que necesites...». Pero no me convencía, y viendo cómo se enroscaban ante mí las serpientes de sus cabellos, y cómo sonaban con metálico timbre las voces que salían de su cuadrada boca de máscara griega, érame a cada instante más odiosa, y sus consejos me sonaban a horrible sugestión de los demonios.

Pero de pronto, hallándome en el culminante punto de mi desesperación, llegó a mí un consejo, un reclamo dulcísimo, una voz que me sacudió y volvió del revés... no puedo expresarlo de otro modo. Un rayo no me partiera como me partió y anonadó un billetito de Eufrasia, escrito en los términos más propios para destruirme y hacer de mis restos un hombre nuevo... El billete muy breve trazado con trémula mano, no decía más que esto: «Niño mío, pobre náufrago, ¿te ahogas, y aún dudas?» ¡Me tuteaba! El cariño encerrado en esta corta frase hizo explosión en mí... pudo más que mi conciencia y que todo lo del mundo... ¡Me tuteaba! Teníame por suyo... Salté de la silla, y empecé a dar vueltas por la habitación, gritando: «No dudo, ya no dudo...». Besé la carta, y me sometí como un pájaro atontado a la fascinación de los negros ojos, que en los trazos azules de la escritura me miraban... Movido de una valiente resolución salí a la puerta de mi cuarto, llamé a la criada para decirle que avisase a mi hermano, a quien yo tenía que comunicar algo muy urgente. Pero Agustín acababa de salir, y su mujer no había entrado aún... Sentime muy solo, y desconsoladísimo de no poder comunicar a la familia mis trascendentales pensamientos.

Volví a encerrarme, y caí en profundas meditaciones. Me sentí filósofo, me sentí pensador, como ahora se dice, y me dio por descender con mirada sutil hacia el fondo de las cosas. Y lo primero que en la profundidad vi fue la pingüe fortuna de D. Feliciano de Emparán, que por una combinación social de las más sencillas vendría pronto a mis manos pecadoras, y si no venía para el libre dominio, vendría para el prudente usufructo en una medida proporcionada a mis necesidades, apetitos y larguezas. Según datos que han llegado a mí sin que yo los busque, el ilustre señor disfruta un caudal diez veces, quizás veinte veces mayor que lo heredado de sus padres, y éstos fueron ricos. Se cuenta que Emparán retuvo, el cómo no lo sé, una gran parte de los valores públicos que poseían las monjas, y que anduvieron de mano en mano en la catástrofe de la desamortización. Con estos papeles, D. Feliciano y otros cuyos nombres suenan mucho, realizaron un negocio facilísimo, de esos que no exigen rudo trabajo ni quemazón de cejas... Bienes de frailes compró Emparán por mano ajena, y bienes de aristócratas, que en la continua liquidación del acervo histórico pasan, por pacto de retro, o por venta al contado rabioso, de las manos que llevaron guantelete a las desnudas y puercas manos de la usura. Del amigo Emparán son las tierras del Condado de Tarfe, que ocupan casi media provincia; las dehesas de Somolinos y de Doña Sancha, en las faldas de la sierra de Gredos, y la vega de Santillán, bañada por el Tajo de arenas de oro.

Añádanse a esto las tierras patrimoniales en Azpeitia, y otras adquiridas en el valle del Oria, en Durango, en Oñate, y se formará la cabal cuenta... ¡No, no, qué tonto yo! Falta una brillante partida. ¡Diecisiete casas en Madrid! De éstas, cuatro son de corredor, para gente pobre, y como toda industria que explota la indigencia, producen renta lucida. Entre las demás, las hay antiguas sin reforma, antiguas pintorreadas que no logran rejuvenecerse, como los viejos que se tiñen, y modernas de nueva planta, bien repartidas en cuartos bonitos para empleados y pensionistas. ¡Y de todo esto voy yo a participar! Llueven sobre mí estos bienes sin que yo haya hecho nada para merecerlos... Me tranquilizo recordando la idea que en la tarde del Casino, y antes de aquella dichosa tarde, expresó Eufrasia con la serenidad y aplomo que hacen de ella un oráculo infalible. Hela aquí: «Vivamos con todo el bienestar posible; rodeémonos de comodidades, vengan de donde vinieren; evitemos la penuria, las deudas; tengamos todo lo preciso para evitar afanes; y en el seno de la opulencia bien ordenada, seamos modestos, caritativos, religiosos y todo lo buenos que hay que ser...».

El examen de la gran riqueza que yo había de disfrutar me llevó al intento de inquirir las razones de que fuese yo el elegido para Coburgo de la poderosa dinastía de Emparán. Habiendo tantos jóvenes de excelentes condiciones para cargar con María Ignacia, ¿por qué se pensó en mí, y en ello se puso tan tenaz empeño; en mí, que por mis ideas desentono bastante de la noble familia; en mí, pobre, de muy dudosa moralidad, paseante en corte, sin carrera ni oficio ni más patrimonio que mi figura, mis modales finos, mi labia, mi saber ameno, hoy más social que científico? Éste es un misterio que yo quería desentrañar, y por Dios que lo he desentrañado, como verá el lector futuro, si tiene la paciencia de seguirme en estas meditaciones.

Mi hermana Catalina... lo diré con todo el respeto del mundo... Mi hermana Catalina es el demonio... No quiere decir esto que sea mala, ni que en su privada conducta y en sus relaciones con la sociedad emplee infernales artes, ni que haya hecho pacto con el Tartáreo Querub, como suelen llamar los poetas a Lucifer, ni que lleve consigo peste de azufre, ni nada de eso... Demonio quiere decir el arte sumo de la astucia, de la trastienda y de la diplomacia para lograr lo que nos proponemos; significa el empleo habilísimo de medios espirituales para nuestros materiales fines. Es indudable la comunicación, el visiteo y confraternidad de los Emparanes, señor y señoras mayores, con Sor Catalina de los Desposorios, y con otras monjas de La Latina que no conozco, y que son sin duda mujeres de grandísimo talento para establecer y afianzar el dominio de unas almas sobre otras, para someter, en suma, las voluntades seglares a las voluntades religiosas. Y aquí debe de existir un factor desconocido, una fuerza poderosa, que entre las monjas y los Emparanes actúa como eficacísimo instrumento de captación, para que aquéllas cojan a éstos, y los tengan en la garra y se los coman vivos cuando les venga en deseo.

Ahondando, ahondando, llego a ver en la idea de mi boda un caso inicial de conciencia. Ha llegado a persuadirse D. Feliciano de que una gran parte de sus bienes no son adquiridos cristianamente: cierto que no le trajo a tal convencimiento la simple acción mujeril, y que en ello hay de fijo obra de varón docto y que sabe su oficio. Pero si el docto varón y las monjitas están en espiritual connivencia, como Dios manda, resulta que, por la ley de predominio feminista, las franciscanas de la Concepción son las amas, y las que llevan y traen a mi futuro suegro y a las señoras mayores cogido y cogidas por una oreja. Veo también muy claro que mi bendita hermana, unida en apretada piña con sus compañeras, obtuvieron del opulento Emparán dones valiosos para su casa y Orden, y entre las concesiones a que se ha visto obligado D. Feliciano, no ha sido la más floja la mano de la niña para persona por la comunidad designada. Sin duda, Catalina se ha hecho lenguas de mí, marcando y enalteciendo mis cualidades, y haciendo ver quizás que el Cielo mismo me designa para perpetuar, en mi coyunda con María Ignacia, la noble raza y nombre de los Emparanes de Azpeitia. Fascinados éstos, míranme como el mejor modelo de caballeros y de maridos en lo espiritual, y en lo físico como el excelso tipo caballar para el cruzamiento y mejora de una casta que en su vástago último aparece un poco y un mucho degenerada... Esto he pensado, este lógico aparato he construido para penetrar en la sima profunda donde está la verdad, y creo haber dado con ella. ¿Lo que he sacado de la hondura es la verdad, y verdad respiran las páginas que acabo de escribir?... Tú me lo dirás, ¡oh tiempo!, eterno hijo y padre de ti mismo, que en lo que nos enseñas eres siempre el revelador infalible.