XVI

12 de Abril.- Hace días deserté de la casa y reunión de D. Saturno, prefiriendo las de su hermano D. Serafín. He querido probar el juego desdeñoso, y no sé por qué pienso que ha de marrarme. Allá lo veremos... Continúan las dos chiquillas Virginia y Valeria embelesándome con sus donaires, que ahora van trocando en agudísimas y a veces mortificantes burlas. Con tal confianza me tratan ya que hasta me tutean, sin que yo me atreva a rebajarles el tratamiento. Óigalas el que esto lea: «¡Ay, Pepito, qué lástima te tenemos!... Aunque ahora nos veas reír, puedes creer que por ti hemos llorado...». «Vaya, que no tienen mal fin tus picardías... Ya no más revoloteos, gavilancito. Ahora te ponen una calza como a los pollos, y te meten en un corral con las bardas muy altas, para que no puedas escabullirte...». «Esas bardas son la casa de los Emparanes. No te pongas afligido, Pepe, que la novia que te han buscado es tan buena que no te la mereces. A talento podrán ganarle otras, pero a hermosura no...». «Tiene una nariz muy mona, encorvadita sobre el labio como si quisiera averiguar lo que hay dentro de la boca...». «Y antes que ver los dientes, ve las encías. El talle, eso sí, es tan bien torneadito como el globo terráqueo, y lo mismo se redondea para los lados que de abajo arriba...». «Su habla es graciosa, sobre todo cuando tartamudea; pero esto no es todos los días, sino cuando hay viento de Toledo...». «Los ataques le suelen dar los días en que se saca ánima». «¡Ay, Pepito, qué feliz vas a ser, con una esposa lánguida aunque no sin carnes, con una esposa que tendrás que mecer en tus brazos cuando se te desmaye! Pero tú te harás la cuenta de que no la cargas a ella, sino a sus talegas...». «Anda, pícaro, y qué bien rebozada en millones te la dan... Tajadas como ésa no pasan de otro modo».

Yo me reía, queriendo seguir la broma. Oigan lo que les contesté: «¿Pero qué desatinos están ustedes diciendo ahí? ¿Y qué novia es esa que no conozco ni quiero conocer?... Yo no me caso más que con ustedes, con mis amiguitas Virginia y Valeria, con las dos, porque a las dos las quiero por igual, y ellas a mí me quieren lo mismo la una que la otra... Con las dos, con las dos, que ahora se reformará la ley de matrimonio, para que un hombre tenga dos mujeres.

-¡Ay, qué pillo, y qué poca vergüenza! ¡Vaya con las indecencias que dice! ¡Casarse con dos!

-Con una ya es mucho apechugar, cuanto más con dos.

-¡Si es un pilluelo de la calle! Si pudiéramos, le clavaríamos cada una un alfiler de los gordos para oírle chillar.

-Si le cogiéramos a solas, le daríamos una broma pesada: ofrecerle una yema llena de polvos de escribir, o echarle tinta del tintero en la taza de café.

-Nos vengaremos hablando pestes de él y sacándole los colores a la cara, ya que no podamos sacarle los ojos».

Río yo y me distraigo con estas burlas donosas; pero la procesión me anda por dentro. Lo diré sin ninguna reserva: Eufrasia me trae loco, respondiendo a mi juego de desdenes con una frialdad y displicencia que revelan la perfección de su histrionismo. Anoche no pude cambiar con ella dos palabras: diome con la puerta de su mal humor en los hocicos. Ya ni amigo siquiera. Y esa dulce amistad me hace ahora más falta que nunca, pues necesito consultar con la morisca dama puntos delicadísimos de conducta y aun de conciencia. Su marido, en cambio, me asedia con oficiosas amabilidades y una protección que me enfada sobremanera. Hoy me le encontré en casa del general Fulgosio, y se permitió reñirme con tonillo paternal. «Es muy extraño, Pepe -me dijo-, que no haya usted visitado a los Emparanes... ¿Apostamos a que tampoco ha ido usted a ver a su señora hermana? Vaya pronto, que algo tendrá que decirle Sor Catalina de los Desposorios; y luego prepárese a ir a vistas... Cada día que pasa está usted más en falta. Hoy me ha dicho mi esposa que usted no sabe apreciar el bien que se le hace, y con ello viene a demostrar que no lo merece».

Contesté con lugares comunes, sin pedir mayor claridad, porque la claridad en aquel asunto me causaba miedo, y llevé la conversación a la política, buscando los efectos emolientes y narcóticos. D. Saturno me dijo que si Narváez no mostraba más coraje, se le vendría encima todo el Progreso avanzado, con los demócratas, que conspiran descaradamente, protegidos por Bullwer, embajador de Inglaterra. «Yo no sé en qué está pensando lord Palmerston, no lo sé, no lo sé...». Yo tampoco sabía en qué estaba pensando lord Palmerston, ni me importaba.

14 de Abril.- Continúo indiferente a lo que piense o deje de pensar lord Palmerston. Y eso que esta noche, en casa de Alvear, he sido presentado a Bullwer, Ministro inglés, el cual no se ha cuidado de saber lo que opino de su cacareado metimiento en los asuntos de España. Me ha tomado por aristócrata, engañado de las apariencias, y de ello me huelgo muy mucho. Mañana iré por primera vez a casa de Montijo con Aransis. Anteanoche estuve en el Príncipe y vi dos actos de La Rueda de la Fortuna...Yo esperaba verla allí; pero no fue: brillaba por su ausencia, como dice Ramón Navarrete. A medida que avanza la estación, resplandece en los teatros de un modo fatídico el vacío de las señoras ausentes... He querido hacer una figura, y no me sale. Es que estoy tonto; así quiero hacerlo constar aquí, dejando correr desde la mente al papel el inagotable chorro de mis necedades; la tristeza que me consume agrava mi tontería y la hace insufrible. Soy un necio afligido y un fúnebre mentecato. Mas ahora caigo en que contra estado tan lastimoso hay un remedio, que es la divina sinceridad, medicina segura de las turbaciones del historiador. Salga, pues, de mi corazón ese bálsamo, y váyanse al demonio todos los reparos y las sofisterías del amor propio.

Sí, señores del venidero siglo: vedme restablecido en mi ser por la eficacia de las verdades que a revelaros voy. Mis murrias provienen del diferente y contrapuesto enfado que me causan dos hembras: la una, después de negarme su amor, resignada o convencida, no lo sé, me retira también la opaca dicha de su amistad; la otra se enciende en tan loca pasión por mí, y de tal modo me asedia y mortifica, que llega, ¡vive Dios!, a serme intolerable. Dos grandes anhelos llenan hoy mi alma: atar lazos de amor con la una, desatarlos con la otra. ¿Y esta otra quién es? Porque de ésta, si mal no recuerdo, no he dicho aún palabra, y ello ha sido por haber clasificado el presente enredillo entre los de puro pasatiempo, llamados a un facilísimo desenlace sin dejar rastro en la vida. Pero en su breve curso tomó inopinadamente tal vuelo, y dio margen a tales enojos míos, que es forzoso historiarlo... Pero ¿quién es?, dirán los señores y amigos cuando esto lean (ya habrá llovido para entonces). Pues una mujer del pueblo, una demócrata, que así debo llamarla por ser de lo más selecto y fino dentro del tipo plebeyo. Llámase Antoñita, y pertenece a una familia de cordoneros subdividida hoy en diferentes tiendas y portales de calles próximas a la plaza Mayor. Añado que es muy guapa y graciosa, el más delicado ejemplar de manola que puede imaginarse, y que tiene por esposo a un tal Trujillo, abominable truhán de Madrid, hijo de una honrada familia de comerciantes en peletería, hoy apartado de sus padres y de su mujer, viviendo en oscuros garitos y revolcándose en el más bajo cieno social.

Vino a mí la preciosa Antoñita por conquista de unas cuantas horas, realizada con jactancia y perfidia. Bringas la cortejaba y la tenía por suya; yo se la quité en los rápidos galanteos de una tarde. Cambió la esclava de dueño como si con unas cuantas monedas la comprara yo en un mercado de Oriente, y desde el primer instante se arrebató en tan loca pasión, que el cansancio mío hubo de venir más pronto de lo que pareciera justo, dadas la belleza y donaire de tal mujer. Era su amor tan absorbente que no dejaba respiro, y de un egoísmo tan bárbaro que en constante suplicio vivía por ella el objeto amado. Y no me han valido las ganas y la determinación de ruptura, pues apenas me separaba, venía la desolada mujer con tales asedios, persecuciones, súplicas y lloriqueos, que de nuevo me dejaba encadenar, compadecido de aquella violentísima fiebre, y de aquel amor inextinguible que para su defensa se amparaba del cielo y la tierra.

Y en otro orden muy distinto (todo se ha de decir), llévame Antoñita con el vértigo de su pasión a un cruel sacrificio, porque si ella no es en verdad un juguete caro, y sabe practicar el contigo pan y cebolla, en torno de ella viene contra mi peculio su insaciable familia, asediándome con brutalidad famélica. Un día es la pobre abuelita; otro la hermana perlática; sigue el primo que tiene taller de cordonería, y como padre de diez hijos se ve en fuertes apuros; arremete también contra mí la tía, que está medio ciega, y anda tras de que la operen; y por fin se presenta con infalible periodicidad el degradado esposo, que al despertar de sus borracheras viene a cobrar el alquiler, canon, peaje... o no sé cómo llamarlo. Estos repetidos golpes y socaliñas me traen a una situación pecuniaria de grande ahogo, porque no sé negarme al gemido del pobre, y aun cedo a las cobranzas de Sotero (que así se llama el vil marido), por evitar algún grave estropicio en la persona de Antoñita.

Quiero zafarme y no puedo, porque para ello tendría que obsequiar caballerosamente a toda la taifa postulante con una gorda suma de que no dispongo. Entre tanto, mis recursos bajan, mis deudas crecen como la espuma, y yo voy cayendo en sorda desesperación. Huyo de Antoñita, y ella va tras de mí; me la encuentro en la puerta de la Embajada inglesa cuando salgo, y su tétrica faz y ademanes de loca me infunden lástima; o bien me escribe lacrimosas cartas despidiéndose hasta el valle de Josafaz. Vienen a contarme que la han sorprendido encerrada en compañía de un braserillo de carbón, o tratando una pistola en casa del armero... En fin, no sigo, porque escribiendo esta desastrada historia me pongo malo, y huye de mí la alegría de vivir, que ha sido en días más venturosos mi sostén y mi encanto.

17 de abril.- Esta noche os doy cuenta de un caso extraordinario. ¿Cómo y por qué conductos ha llegado este romántico sainete a conocimiento de la sin par Eufrasia? No lo sé, ni ella me lo ha dicho al arrojarme a la cara el caso de Antoñita la cordonera con todos sus incidentes y perfiles. Pues sí: ayer, después de largo paréntesis en nuestra amistad, hablamos largamente. Me la encontré en la calle, saliendo ella de San Ginés en compañía de su amiga Rafaela Milagro, ambas en pergenio de devociones, vestidas modestísimamente. Ignoro si venían de confesar, o de alguna Novena o Manifiesto. Las detuve un instante, y obtenido permiso para acompañarlas, fui con ellas a la casa de Rafaela, esposa de mi amigo D. Federico Nieto, alias Don Frenético. La sequedad de la manchega, efectivo trasunto del hielo de su alma para conmigo, o un acabado modelo de simulación, me llevó a mayor abatimiento.

Hablamos extensamente delante de Rafaela, mejor dicho, habló la morisca dama todo lo que quiso, y yo la oí, defendiéndome en breves conceptos de las acusaciones que me dirigió, más en tono de maestro inflexible que de amiga. Díjome que, sabedora de mis desvaríos, había decidido privarme del apoyo de sus consejos; pero que a tal punto llegaban ya mis locuras, que a salvarme acudía, no por mí, sino por mi madre y hermanos, pues ya miraba próxima la catástrofe. Contome ce por be todo lo de Antonia y los ataques de su hambrienta familia, y me preguntó si había yo perdido en absoluto la vergüenza y el instinto de conservación. Como un pobre estudiante, cogido en graves deslices, le contesté que no son las rupturas de amores tan fáciles como ella supone, pues lo que en conversación de personas indiferentes se tiene por muy hacedero, en la realidad y en la situación particularísima de los interesados presenta dificultades y peligros enormes. A esto dijo que ella me propondría un plan de conducta enérgica, para conseguir en breve tiempo la liberación que me devolvería el honor y la paz. A no estar presente Rafaela, hubiérale espetado allí mismo nueva y más ardiente declaración de amor, echándole la culpa de mis desastres por causa del abandono en que me tiene.

Continuó la dama, en el resto del coloquio, tan frigorífica como en la primera parte: ni una sola vez vi la sonrisa en sus labios, ni en su faz morena el encendido tono que al acalorarse le daba singular encanto; sus negros ojos parecían haberse impuesto la obligación de atenuar la mirada con el amparo de sus admirables pestañas, y aquel rayo que herirme solía, a mí llegaba sin la acerada punta, tibio y ceniciento. Desdeñosa, siguió fustigándome: «Está usted de algún tiempo acá tan desatinado, que sin darse cuenta de ello, comete las mayores inconveniencias. Al demonio se le ocurre dejar en casa, para que yo las lea, esas novelas de los Balzaques, Suéses y Souliéses. Pero ¿está usted soñando? Ya creo haberle dicho que aunque traje de Roma licencia para leer obras prohibidas, no quiero hacer uso de ella, por conformarme con los gustos de mi esposo y no chocar con su familia y amigos. Yo no leo nada de eso, Pepe, bien lo sabe usted, pues en una casa como la mía no pueden entrar libros estimados como peligrosos por la moral depravada que encierran».

Tomando en este punto la palabra Rafaelita la Frenética, que hasta entonces poco menos que muda había permanecido, me dijo: «Yo no tengo licencia; pero si la tuviese, tampoco la usaría, porque de esos libros no se saca más que barullo en la cabeza y cosquillas en el corazón... Cuando una llega a cierta edad y ha encontrado su oasis, buena tonta sería si no se sentara a la sombra de las palmeras de Dios, esperando allí a ver pasar las caravanas... A mí me gusta ver pasar las caravanas, y me alegro de no ir en ellas.

-¡Dichosa usted que tiene oasis! -le respondí-. Dígame dónde está el mío, si lo sabe, para irme corriendo a él.

-El oasis de usted yo sé dónde está -me dijo Eufrasia-, y usted también lo sabe; sólo que, como es un pillo, se hace el distraído y el desmemoriado, porque le gusta más andar por el desierto, de Zeca en Meca... comiendo dátiles podridos...