VIII

6 de Febrero.- Debo consagrar una de estas hojas, o un par de ellas, a las reuniones que da cada martes y cada viernes mi cuñada Sofía, bajo un régimen de confianza que excluye toda etiqueta enfadosa, y que tiene por norma: amenidad, buen gusto y versificación. Suelen concurrir los compañeros de oficina de mi hermano, con señora y niñas el que las tiene. De hombres importantes no he visto a ninguno de los que hoy dan que hacer a la fama. Ni Pastor Díaz, ni Donoso, ni González Brabo, han pisado hasta hoy aquellos salones. De literatos he visto a Rubí, sólo una noche, y varias a Navarrete, a Larrañaga, Antonio Flores, Ariza y el gracioso Villergas. Con arte y rigores de corsé consigue Sofía meter en cintura su deslavazado cuerpo y tener a raya las exuberancias que por las mañanas hemos visto salidas de madre. Esto, y el esmerado lavatorio de sus manos y pescuezo, y la compostura de la carátula, con algún retoque de colorete y abundantes polvos, le dan cierta dignidad majestuosa, que ella sabe realzar con su trato fino y amable. Es justo decir que en sociedad tiene Sofía el tacto de olvidar sus mañas de marisabidilla, evitando así la ridiculez que caería seguramente sobre ella. Limítase a exigir de los jóvenes concurrentes que lean versos tristes o declamen alguna llorona leyenda en prosa sobre asunto caballeresco. Alaba desmesuradamente toda poesía de moco y baba, o narración fatídica, vaticinando a sus autores que eclipsarán las glorias de Zorrilla o de Tula (con este familiar laconismo suele designar a la señora Avellaneda), y luego toca la vez a las señoritas de piano y solfa: rara es la noche que no tenemos Fantasía sobre motivos... y Cavatina de Beatrice di Tenda o de María di Rudenz.

Pero nada me divierte tanto a mí como el rincón de personas serias que dignifica la tertulia de mi hermano, cotarro que tiene su asiento en un gabinetillo próximo a la sala, y del cual son figuras principales D. José del Milagro, Ferrer del Río, D. Gabino Tejado, un muchacho muy listo llamado Santa Ana, un viejo de la tanda del año 23, llamado Muñoz; un D. Basilio Andrés de la Caña, a quien solemos llamar el sesudo por la gravedad de sus juicios, y otros cuyos nombres no recuerdo ahora. Ante aquel discreto senado quiere Agustín hacer gala de suficiencia, y de hallarse muy al tanto de las ideas que en la actualidad agitan a los pensadores europeos, y como la idea del día es el liberalismo papal y la filosofía histórica de Gioberti y de Balbo, viene a mí por las tardes, un poquito antes de comer, a pedirme que en cuatro palotadas le dé una tintura de estas sabias doctrinas. No me cuesta trabajo complacerle. Llega la hora de la tertulia y cae mi hermano en el corro de las personas serias como un pedrisco de erudición. La lección que le di, y que lleva pegada con saliva, se produce en deshilvanados conceptos que van saliendo en tropel de la memoria, como avecillas prisioneras a las que se abre la jaula.

Sin dejar meter baza a nadie, Agustín desembucha: «Según expone Gioberti en su Primato, el redentor, el jefe, el príncipe de la nación italiana, en la esfera del pensamiento, debe ser el Papa, cabeza visible de la Iglesia católica...». «Tengan ustedes por cierto que se formará una confederación o liga de todos los pueblos y soberanos de Italia bajo la presidencia del gran Pío IX». Y recordando luego, no sin fatigas, lo más intrincado y sutil de la lección, dice: «Contra dos elementos tiene que luchar Gioberti para implantar su tesis. El primero es el filosofismo que niega la revelación cristiana, y por eso veis que truena contra Descartes y toda la tropa de filósofos alemanes. El segundo elemento enemigo es la intransigencia de los que niegan la libertad, la ciencia y el progreso humano, y por eso le veis revolverse contra los jesuitas. Entre la filosofía racionalista y la intolerancia inquisitorial está el término prudente y conciliador en que ha de fundarse la sana doctrina de la Libertad por el Pontificado, término que nuestro autor explana admirablemente en su Introducción al estudio de la filosofía...». Y cuando a mi hermano se le acaba la cuerda, van entrando en juego los demás, cada cual con su tesis, y oímos opiniones muy originales. Ninguno me hace tanta gracia como el sesudo, que luce su marrullero escepticismo cerrando las discusiones, al fin de la tertulia, con esta frase: «Y por último, señores, que lo veamos, que lo veamos... Yo voy más allá que Santo Tomás, y digo: ¿Papa liberal? Cuando lo vea... no lo creeré».

8 de Febrero.- Palabras sueltas que al vuelo cogí de un reservado coloquio entre Agustín y el sesudo, algo más que oí en el café de los Dos Amigos, arrojaron súbita y esplendente luz sobre la misteriosa granjería del hermano con quien vivo. Yo no sabía nada, y todo de improviso lo supe, penetrando con mirada sintética en la negra y pavorosa mina que explota Gregorio. Allí le ve mi pensamiento arrancando en mal alumbradas cavernas el rico filón, bajo el látigo de su esposa inflexible, y me tiemblan las carnes sintiéndome tan cerca de la región de dolor y tinieblas. Consisten estos negocios en agenciar préstamos con usura, sencillísimo y elemental arbitrio en todo país pobre, donde se disputan la vida dos fuerzas negativas: la holganza y la vanidad.

Al desilusionarse de la política, ocupose mi bendito hermano en la colocación de pequeñas cantidades a rédito subidísimo; no tardó en tomar el gusto a la carne, y poniéndose en relación con personas adineradas, trabajó en los préstamos con tal celo, finura de trato, y con tan escrupulosa puntualidad y honradez, relativa si se quiere, que en corto tiempo tuvo una clientela formidable de necesitados, y otra no menos fuerte de poderosos que sin quemarse las pestañas querían aumentar su peculio... En la red que Gregorio tiende han venido a caer propietarios y labradores de poco seso, señoritos de familia ilustre, que liquidan el pasado histórico entregando sus vestigios a una mesocracia insaciable; industriales y mercaderes demasiado atrevidos viudas y huérfanos predestinados a la mendicidad, y otros infelices a quienes habría que calificar entre la necedad y la locura, o en ambas a la vez.

A la fecha en que esto escribo, y trayendo a la memoria dichos y hechos del que antes no comprendía y ahora sí, tengo por cierto que mi hermano, sin dejar el manejo de capitales de incógnitos vampiros, opera también con dinero propio, ganado en tres años de jugadas pingües. Ahora me explico el sentido de un diálogo breve, a medias palabras, que oí a Segismunda y Gregorio a los pocos días de mi llegada. Mi hermano, cuyo corazón y buenos sentimientos no han acabado de atrofiarse, suele tener reblandecimientos de la voluntad, remusguillos de compasión. Si le dejara su mujer, alguna de sus víctimas le vería desmayar en el rigor usurario. Pero así como el intrépido caudillo, al ver los primeros síntomas de cobardía o desmoralización en el soldado, cae sobre él y a empujones o sablazos le endereza, le vigoriza y le restituye a la disciplina y al honor, del mismo modo la fiera Segismunda, de acerado temple, cae sobre el tímido logrero, y con iracundas voces le pone ante la vista el porvenir de sus niños nacidos y por nacer, engendrados y por engendrar; le pinta con brillantes colores el desquiciamiento que puede sobrevenir en la familia con tales flaquezas, y asienta dos grandes principios: que la suprema caridad es la que sobre nosotros mismos ejercemos, y que el verdadero prójimo es la familia; todos los demás prójimos son fraudulentos, apócrifos y mixtificados.

Mutatis mutandis, acabó diciéndole: «¿A qué vienen esas blanduras sabiendo que nadie las tendría contigo si en igual caso te vieras? Bueno que se dé una limosna o se haga un favor; pero siempre que no nos perjudiquemos, porque si ahora te enterneces, todos querrán lo mismo, y adiós tu negocio y nuestro porvenir. Ya te he dicho que el mundo que habitamos es como un gran campo de batalla, en que todos luchan por el pan, por la vida. Entre tantos que aquí combatimos, hay cobardes y menguados de una parte, valientes de otra. Aquéllos se contentan con un pedazo de pan: dignos de la victoria son los que van tras el pan de hoy y el de mañana, tras el bienestar, las comodidades y todo lo que constituye el decoro de nuestra existencia. El tesón ennoblece; la sensiblería degrada. ¿Qué vale más, comer o ser comido? Hay que optar entre estos dos papeles: el del cocinero, o el del pobre animal que cae en la cazuela». Esto dijo, y yo, sin variar a sus ideas ni un ápice, condimento la frase para quitarle su bárbara crudeza.

Esta tarde se reprodujo la cuestión que acabo de referir, y los términos del diálogo fueron aún más vivos. Oí desde mi cuarto el rumor de la disputa, y pasado un gran rato, cuando me llamaron a la mesa, vi a Segismunda que acababa de engalanarse para ir al teatro después de la comida; contemplé su belleza y la expresión dura de su rostro, que parecía verdaderamente trágico cuando mostraba de perfil sus líneas helénicas; me pareció una euménide, o la propia cabeza de Medusa con serpientes por cabellos.

16 de Febrero.- Ved aquí la lista de mis amigos: Bruno Carrasco, más joven que yo, aficionadísimo a Historia y Literatura, que encuentra en mí una viviente enciclopedia, y no me deja a sol ni a sombra; Donato Sarmiento, sobrino de mi cuñada Sofía, buen chico, ávido siempre de pasatiempos y muy descuidado en el estudio; Pascual Uhagón, bilbaíno, que estudia para ingeniero; un hermano de Segismunda, que se llama Leovigildo (en esa familia todos llevan nombres germánicos); un Bringas, un Pez, un Caballero, un Trujillo, un Arnáiz, un Moreno Isla, un Trastamara, un Aransis, y otros que irán saliendo en el curso de estas Memorias. Inmensamente vario es el jardín de mis amistades, y yo me trato con muchachos de todas las jerarquías. La confusión de clases, característica de España, tiene su principal fundamento en la fraternidad de las generaciones tiernas. Amigos tengo de familias del comercio, de familias vinculadas en la Administración Pública, de familias aristocráticas. Ricos y pobres alternan conmigo, y tontos y discretos; jóvenes estudiosos, de gran porvenir, y zotes que no sirven para nada. En mis preferencias no brilla una lógica sana: es común verme a distancia de los chicos aplicados, que como yo devoraron muchos libros; algunos que presumen de sabios porque ganaron laureles en las aulas, me son antipáticos; otros que hacen vida irregular y nocturna, con gracioso desenfado de galanes de comedia, me atraen y seducen; los hay reservaditos y juiciosos, aspirantes a empleados o catedráticos, que a mí se me sientan en la boca del estómago. Me agradan más los que brillan con luces naturales que los que las han adquirido en forzados estudios, y ejercen mayor influencia sobre mí los aristócratas, a quienes me gusta imitar, seducido por el no sé qué de sus modales y de su conducta.

Gracias a Segismunda, que con toda su dureza de euménide es una gran administradora y cuida de vestirme y engalanarme dignamente, poseo un fraquecito azul con botón dorado, obra de un buen sastre, y todas las demás prendas accesorias. Hablando con la Posteridad, que está tan lejos y no puede ni contradecirme ni burlarse de mí, me atrevo a consignar que mi figura es buena, que no desagrado al bello sexo... que algunos me toman por diplomático, y otros me lo llaman en broma sin saber que la cuchufleta encierra un elogio. Mis amigos me cuentan maravillas de los bailes de máscaras en Villahermosa, y yo, que no he podido asistir a ninguno por carecer de ropa elegante, ahora que la tengo no veo las santas horas de meter mis narices en aquella diversión, pues entiendo que el juego de máscaras es cifra de la poesía social.