IV

Majoral canamus. -Igualábame Della Genga en la admiración al nuevo Pontífice y en creerle como enviado del Cielo para devolver a Italia su grandeza, y dar a los pueblos fecundas y libres instituciones. Toda Roma creía lo mismo. Mastai Ferretti sería como un pastor de todas las naciones, que sabría conducirlas por el camino del bien eterno y de la terrestre felicidad. Cuantas disposiciones tomaba el Santo Padre eran motivo de festejos, y las iluminaciones con que fue celebrada la amnistía repetíanse luego por motivos de menos trascendencia. Siempre que a la calle salía Pío IX, se arremolinaba la multitud junto a su carruaje, y los vivas y aclamaciones, repitiéndose en ondas, conmovían a toda la ciudad. Por cualquier suceso dichoso, y a veces sin venir a cuento, se improvisaban procesiones y cabalgatas, y las sociedades que habían sido secretas y ya se habían hecho públicas, salían con sus abigarrados pendones entonando himnos. Pasado algún tiempo de esta patriótica efervescencia, el entusiasmo empezó a degenerar en delirio, y las demostraciones en vocerío y alborotos.

Era Della Genga devotísimo de las ideas de Gioberti, y yo no le iba en zaga. Habíamos leído y releído el Primato degli italiani, y soñábamos con la redención de Italia y su gloriosa unidad bajo la sacra bandera del Vicario de Cristo. Esto pensaba yo, y con inquebrantable fe pensándolo sigo y me creo portador de tan saludables ideas a mi querida patria. Pío IX, que en sus virtudes preclaras, en su poderoso entendimiento y hasta en su rostro plácido y expresivo, conquistador de voluntades, trae el sello de una misión divina, efectuará la restauración civil de la península itálica, inmensa obra que no ha podido ser realidad por no haberse empleado en ella el ligamento de las creencias comunes, de la enseñanza católica. Roma será, pues, la metrópoli de la Italia moral, y cabeza de la política, y creará un pueblo robusto, tan grande por la fuerza como por la fe. El báculo de San Pedro guiará en esta conquista a los italianos, enseñando a la Europa entera el camino de la fecunda libertad. De esta idea y de sus infinitas derivaciones hablábamos mi amigo y yo a todas horas, siempre que nuestra malicia o la frivolidad propia de muchachos no nos llevaban a conversaciones menos elevadas.

Y escribíamos sobre el mismo tema político sendas parrafadas ampulosas, que nos leíamosore alterno buscando el aplauso, y éste fácilmente coronaba nuestras lucubraciones. Por cierto que un día (pienso que por febrero de este año) mi orgullo me sugirió la idea de mostrar al Cardenal una enfática disertación que escribí sobre el magno asunto de la época, con el título de Risorgimento dell'Italia una e libera, y quedándose con mi mamotreto para leerlo en el primer rato que tuviera libre, a los ocho días me llamó para decirme que no estaba mal pensado ni escrito; pero que no robase tiempo a mis estudios para meterme a divagar sobre lo que ya habían tratado las mejores plumas italianas. Comprendiendo que ni mi discurso ni la materia de él eran de su agrado, salí de la presencia del grande hombre un tanto corrido.

Bien entrada ya la primavera, un ataquillo de malaria, que me cogió debilitado, interrumpió en mal hora mis estudios y hube de guardar cama, presentándose la calentura tan insidiosa que ni alivio ni recargo sentí en todo un mes. Por fin, el Cardenal me mandó a Subiacco, acompañado de la jorobadita y de una de las vejanconas. El puro aire de los montes Albanos me restableció en otro mes de régimen severo y de mental descanso; pero no pude asistir a exámenes ni pensar en nueva campaña escolar hasta el otoño próximo, lo que sentí de veras, porque en la Propaganda me iba encariñando con el hebreo y sánscrito, y en la Sapienza figuraba entre los más lúcidos estudiantes de Patrología y de Lugares teológicos, sin olvidar la Jurisprudencia, Concilios, etc.

Y heme de nuevo, apenas apuntaron los calores de julio, en la placentera residencia de Albano, libre y bien atendido, compartiendo mis horas entre los paseos por las alamedas que conducen a Castel Gandolfo, o por la nueva vía Apia, y el trajín de la biblioteca, que me recibió como un viejo amigo brindándome con todo el embeleso de sus mil libros interesantes, apetitosos, llenos de erudición los unos, de amenidad los otros. ¡Oh soledad dichosa, oh dulce presidio!

De un verano a otro, había cambiado el personal de la villa, pues dos ancianos murieron, otros dos se habían ido a Terracina, y en su lugar hallé un matrimonio de edad avanzada y dos mozas muy guapas: una de ellas, a poco de estar yo allí, fue conducida a Frascati, donde veraneaba el Cardenal con una noble familia polaca. La que en casa quedó no era jovenzuela, sino propiamente mujer y aun mujerona, de más que mediana talla, esbelta, gran figura, tipo romano de lo más selecto, cabello y ojos negros, la tez caldeada, con tono de barro cocido. Su trato pareciome un poco salvaje, como recién cogida con lazo en los campos de Terracina; vestía poco, despreciando las modas y prefiriendo los trajes de su pueblo. ¿Era casada o viuda? Nunca lo supe, pues de sus palabras a veces se colegía que el esposo había fenecido en la plenitud de sus hazañas bandoleras, a veces que se había marchado a Buenos Aires. Esta doble versión podía explicarse por el hecho de que no fuese un marido, sino dos los que ya contaba en su martirologio. No insistí yo mucho en inquirirlo, pues noté en la buena moza marcada repugnancia de los estudios biográficos. Llamábanla Bárbara o Barberina, nombre que le cuadraba maravillosamente, porque leía muy mal y apenas sabía escribir; mas con su natural despejo disimulaba tan graciosamente la ignorancia, que valía más su conversación que la de veinte sabios. Gustaba yo de charlar con ella, mas que por la rudeza de sus dichos, por verle los blanquísimos dientes que al sonreír mostraba, y admirar el encendido color de su rostro iluminado por la elocuencia de mujer burlona.

Pero no se crea que las burlas, a que tan aficionada era, escondían un carácter avieso y malicioso, no. Era muy buena la salvaje Barberina, y a mí me tomó decididamente bajo su amparo y protección, y me cuidaba como a hermano. Viéndome tan endeblucho, se desvivía por reparar mi quebrantado organismo, dándome calditos o infusiones entre horas, y haciéndome el plato en las comidas con propósito de llenarme el buche de cosas sustanciosas y bien digeribles. Guardaba en sus bolsillos golosinas para obsequiarme, de sorpresa, cuando paseábamos junto al lago con la jorobadita y otras muchachas, y atendía también singularmente a mi descanso nocturno, evitando todo ruido en la villa, y alejando de mi aposento la caterva de gatos y perros que en la casa tenían su albergue.

Agradecido a tantas bondades, se me ocurrió la felicísima idea de pagarle sus beneficios con otros no menos valiosos. Cualquiera, por egoísta que fuese, habría pensado lo mismo, ¿verdad? Ella cuidaba de mi corporal existencia, dándome salud y robustez; pues yo cuidaría de embellecer su espíritu, dándole el jugo de la ilustración, de que se alimentan los seres escogidos, etcétera... En fin, que si ella me nutría, yo la educaba, le devolvía sus obsequios perfeccionándola en la lectura y enseñándola a escribir correctamente. Cuánto se holgó Barberina de mi plan de recíproca beneficencia, no hay por qué decirlo. Al punto empezamos la campaña, brindándonos a ello el tiempo que en aquel apacible retiro nos sobraba, y el sosiego de la retirada y fresca biblioteca. La hice leer I Promessi Sposi, y advirtiendo su predilección por lo que más hería su sensibilidad, nos metimos con los poetas, prefiriendo los modernos, para huir del estorbo de los arcaísmos. Con tal cariño tomó estas lecturas, que al fin se me hizo largo el espacio de sus lecciones. Y yo no volvía de mi sorpresa viendo que todo lo comprendía, que ninguna delicadeza de sentimiento, ni alegórica ficción, ni gallardía de estilo se le escapaba. Y cuando nos poníamos a comentar, ¡qué claro juicio en aquella salvaje! Lloraba con las ternezas religiosas de Manzoni, se entusiasmaba con el fiero nacionalismo de Monti y de Alfieri, y Leopardi la dejaba no pocas veces silenciosa y cejijunta.

Menos afortunado era el maestro en la escritura, porque los dedos de la cerril discípula no conservaban la flexibilidad y sutileza de su virgen entendimiento. Gustábame guiar aquella dura y fuerte mano, tan bien modelada que parecía la mano de Minerva o de Ceres. Pero los adelantos no correspondían a los esfuerzos de ella, acompañados de hociquitos y muecas con sus carnosos labios, ni a la paciencia y esmero que yo ponía en mis lecciones. Acababan éstas con los dedos de ambos manchados de tinta, y con la exclamación de ella lamentando su torpeza. Hecha su mano al rastrillo, al bielgo, a la pala y a otros rústicos instrumentos, se avenía mal con la pluma. Por consolar a mi educanda, decíale yo que trocaría mi buen manejo de escritura por la fuerza y la paz que da la vida del campo, y que un labrador inteligente es el primero de los sabios, que con el arado escribe en la tierra el gran libro de la felicidad humana. Pero estas pedanterías no la curaban de su desconsuelo, y a la siguiente lección volvía con más empeño a la faena.

Corriendo con lenta placidez los días, Barberina progresaba en la instrucción, y ambos en la confianza mutua, sin el menor detrimento de la honestidad. Pedíame ella que le hablase de mi familia y de mi pueblo, y que le contara cuanto de mi infancia recordaba. De la suya y de su parentela, así como de su matrimonio, nada me contaba ella, creyendo, sin duda, que su historia no podía interesarme. Cada día se inquietaba más por mi salud, y a sus cuidados del orden doméstico añadía discretas exhortaciones referentes a la vida moral. En sus sermones me incitaba a la pureza de costumbres, y afeaba mi ardorosa afición a las cosas paganas. De tiempo en tiempo hacía yo veloces escapadas a Roma, volviendo con algunos libros o cualquier objeto, cuya compra, según yo decía, me precisaba. Recibíame Barberina, al regreso, con dolorida severidad, afirmando que mi salud y aun mi decoro estaban en peligro, si no me penetraba del respeto que debemos a nosotros mismos y a la sociedad. Más sutil moralista no he visto nunca. No pude menos de rendirme a tan sabios consejos, bendiciendo la boca que me amonestaba y declarando que a cuanto me ordenase había de someterme. Todo el afán de mi amiga era preservarme de los peligros que en el mundo cercan a una juventud delicada, y yo, considerando la inmensa valía de esta tutela, me abrasaba en admiración y reconocimiento.

No disminuía con esto nuestra afición a las lecturas, y si ella leía por ejercitarse, hacíalo yo por darle el modelo de la entonación y por entretenerla y deleitarla con útiles pasatiempos. Observé que las cosas serias la interesaban más que las jocosas, y las humanas, construidas con elementos de verdad, más que las imaginativas. Después del Jacopo Ortis y de las Prisiones, leí parte de la Eloísa de Rousseau, y de aquí saltamos a las Confesiones, cuyos primeros capítulos fueron el encanto de Barberina. Burla burlando llegamos a la presentación de Juan Jacobo en la casa de Madame Warens, al carácter y figura de ésta, a la maternal protección que dispensó al joven ginebrino, y por fin, al ingenioso arbitrio de la dama para preservar a su amiguito de los riesgos que corre un jovenzuelo impresionable si se le deja solo ante el torbellino del mundo y las asechanzas del vicio. Admirable nos pareció a entrambos aquel pasaje, que Barberina alabó con vivos encarecimientos... Mi amor a la verdad me obliga a terminar este relato repitiendo el famosísimo quel giorno più non vi leggemmo avanti.