II

Molina de Aragón, 27 de Octubre.- Vedme aquí alojado y asistido a cuerpo de rey, en casa de unos primos de mi padre, los Ximénez de Corduente, labradores ricos, hechos a la vida oscura y fácil de estos tristes pueblos, con las orejas enteramente insensibles a todo mundanal ruido. Para obsequiarme a sus anchas, hácenme comer cinco veces más de lo que soporta mi estomago, y como no valen protestas ni excusas contra tan desmedido agasajo, me resigno a reventar una de estas noches. Adiós Memorias, adiós Confesiones mías: ya no podré continuaros: mi fin se acerca. Muero de la enfermedad contraria al hambre... Luego, estos azarantes primos de mis pecados, curioseando de continuo en derredor de mí, me privan del sosiego necesario para escribir. Pongo punto... Quédese para mejor ocasión, si escapo con vida de estos atracones.

Anguita, 29.- Aquí paso la noche, y en la soledad de mi alojamiento angosto y frío, me dedico a escribir lo que me dejé en los tinteros de Molina. Y ahora que estoy, por la gracia de Dios, a nueve leguas largas de los Ximénez de Corduente, y no pueden refitolear lo que escribo, voy a vengarme de los hartazgos con que me pusieron al borde de la apoplejía, y en la libertad de mis Confidencias declaro y afirmo que no hay mayores brutos en toda la redondez de la Alcarria, si alcarreña es la tierra de Molina. Respecto a los padres atenuaré la calificación, consignando que por sus prendas morales se les puede perdonar su estolidez; pero en cuanto a los hijos, no retiro nada de lo dicho: nunca he visto señoritos de pueblo más arrimados a la cola de la barbarie, ni gaznápiros más enfadosos con sus alardes de fuerza fruta y su desprecio de toda ilustración. Y no tomen esto a mala parte los demás chicos de Molina, que allí los hay tan listos y cortesanos como los mejores de cualquiera otra ciudad. Sólo contra mis primos va esta flagelación, porque son ellos raro ejemplo de incultura en su patria. Ni una chispa de conocimientos ha penetrado en tan duras molleras, y alardean de ignorantes, orgullosos de poder tirar del arado en competencia con las pujantes mulas. Mirábanme como a un bicho raro, y viendo la mezquindad de mi equipaje al volver de Italia, zaherían mi saber de latín y griego. Ellos son ricos, yo pobre. No les envidio; deme Dios todas las desdichas antes que convertirme en mojón con figura humana, y príveme de todos los bienes materiales conservándome el pensamiento y la palabra que me distinguen de las bestias...

Y sigo con mi historia. ¿Queréis saber por qué me retiró su confianza D. Matías? Ved aquí las causas diferentes de mi desgracia: la inclinación vivísima que a las cosas paganas sentía yo sin cuidarme de disimularla; mis preferencias de poesía y arte, manifestadas con un calor y desparpajo enteramente nuevos en mí; la soltura de modales y flexibilidad de ideas que repentinamente adquirí, como se coge una enfermedad epidémica o se inicia un cambio fisiológico en las evoluciones de la edad; mi despego de los estudios teológicos, exegéticos y patrológicos, en los cuales mi entendimiento desmentía ya su anterior capacidad; la insistencia con que volvía los cien ojos de mi atención a historiadores y filósofos vitandos, y aun a poetas que mi protector creía sensuales, frívolos y de poco fuste, pues él, por una aberración muy propia de la monomanía humanista, no quería más que clásicos latinos, sin poner pero a los que más cultivaron la sensualidad. Presumo yo que en esta displicencia del bondadoso D. Matías no tenía poca parte su grande amigo y mecenas el embajador de España, D. José del Castillo, el cual nunca se mostró benévolo conmigo, y opinaba por que se me sometiera a un régimen más riguroso, resueltamente eclesiástico.

Si no me quería bien D. José del Castillo y Ayenza, yo le pagaba en la moneda de mi antipatía. Aquel señor chiquitín y enteco, desapacible y regañón, consumado helenista, mas tan celoso guardador de su conocimiento que a nadie quería transmitirlo, no fue entonces ni después santo de mi devoción. Cuando llegué a Roma, examinome de poetas griegos, y hallándome no mal instruido, pero poco fuerte en la lengua, me indicó los ejercicios que debía practicar, se jactó de la constancia de sus estudios y me cantó el versate mane; mas no añadió aquel día ni después ninguna advertencia o nuevo examen por donde yo le debiera gratitud de discípulo o maestro. Tengo por seguro que él fue quien sugirió a D. Matías la idea de encerrarme, porque mi buen paisano no veía más que por los ojos del traductor de Anacreonte, ni apartarse sabía de la órbita de pensamientos que su amigo le trazaba. Ningún día dejaba Rebollo de meter sus narices en el Palazzo di Spagna, y ambos se entretenían en dirigir con el cocinero guisos españoles, o en chismorrear de cuanto en el Vaticano y Quirinal ocurría. En aquellas merendonas y comistrajes de arroz con mariscos, nació sin duda la resolución de mi encierro, para lo cual se escogió el colegio de San Apolinar, regido por los frailes del inmediato convento de San Agustín. Entre uno y otro instituto, próximos a la plaza Navona, corre la torcida via Pinellari, de interesante memoria para el que esto escribe.

Duro fue el paso de la relativa libertad a la prisión, y mis ojos, habituados a la plena luz, penosamente se acomodaban a la oscuridad de tan estrecha vida, con disciplina entre militar y frailesca. Debo declarar que los agustinos no eran tiranos en el régimen escolar ni en el trato de los alumnos, y entre ellos los había tan ilustrados como bondadosos. Gracias a esto, mi pobre alma pudo entrar por los caminos de la resignación. Pero mi mayor consuelo fue la amistad que desde los primeros días contraje y estreché con dos mozuelos de mi edad, reducidos a la sujeción del colegio con un fin penitenciario. Llamábase el uno Della Genga, perteneciente a la ilustre familia de León XII, antecesor del que entonces regía la Iglesia; el otro, Fornasari, milanés, de una familia de ricos mercaderes. Ambos eran muy despiertos y de gentil presencia. Della Genga sentía inclinación ardiente a la política y a la poesía, dos artes que allí no rabiaban de verse juntas, y con sutil ingenio daba romántico esplendor a las ideas subversivas; Fornasari, revolucionario en música, nos repetía los alientos vigorosos de Verdi y sus guerreras estrofas, que hacían estremecer los muros viejos, como las trompetas de Jericó. Su aspiración era dedicarse a cantante de ópera, y creía poseer una voz de bajo de las más cavernosas. Pero su familia le queda clérigo, y le sentenció al internado como expiación de travesuras graves. Fogoso y sanguíneo, el milanés contrastaba con nuestro compañero y conmigo, pues ambos éramos de complexión delicada, nerviosa y fina. Della Genga tenía semejanza con Bellini y con Silvio Pellico.

Si yo había entrado en San Apolinar con fama de inteligente y aplicado, no tardé en adquirirla de negligente y díscolo, mereciendo no pocas admoniciones de los maestros y del Rector. No había fuerza humana que me hiciera mirar con interés el estudio de la Escolástica y de la Teología, y aunque a veces, cediendo a la obligación, intentaba encasillar estos conocimientos en mi magín, salían ellos bufando, aterrados de lo que encontraban allí. Fue que, impensadamente, había yo hecho en mi cerebro una limpia o despejo total, repoblándolo con las ideas que Roma y mis nuevas lecturas me sugirieron. Ya no tomaba tanto gusto de las Humanidades puras, ni encerraba la belleza poética dentro de los áureos linderos del griego y del latín; ya la filosofía que aprendí en Sigüenza se me salía del entendimiento en jirones deshilachados, y no sabía yo cómo podría recogerla y apelmazarla en las cavidades donde estuvo; ya las nociones primarias de la sociedad y de la política, de la vida y de los afectos, ante mí yacían rotas y olvidadas, como los juguetes que nos divierten cuando niños, y de hombres nos enfadan por la ridiculez de sus formas groseras.

Los tres que nos habíamos unido en estrecho pandillaje ofensivo y defensivo leíamos a escondidas libros vitandos, y los comentábamos en nuestras horas de recreo. Della Genga introdujo de contrabando las Ideas sobre la Historia de la humanidad, de Herder, y Fornasari guardaba bajo llave, entre su ropa, el libro de Pierre Leroux De l'humanité, de son Principe et de son avenir. Con grandes embarazos leíamos trozos de ambas obras, que cada cual explicaba luego a los dos compañeros. El hábito de la ocultación, del misterio, nos llevó a sigilosas prácticas inspiradas en el masonismo, y no tardamos en inventar signos y fórmulas con las cuales nos entendíamos, burlando la curiosidad de nuestros compañeros. Estaban de moda entonces la masonería y el carbonarismo, y Fornasari, que era el mismo demonio y se había instruido no sé cómo en los ritos y garatusas de aquellas sectas, estableció entre nosotros un remedo de ellas, poniéndonos al tanto de los sistemas y artes de la conspiración. Nos teníamos por representantes de la Joven Italia dentro de aquellos muros, y con infantil inocencia creíamos que nuestra misión no había de ser enteramente ilusoria.

D. Matías, que en los comienzos de mi encierro me visitaba con frecuencia, reprendiéndome por mi desaplicación, iba después muy de tarde en tarde, y la última vez que le vi me sorprendió por la demacración de su rostro y por el ningún caso que hacía de mis estudios. Otra particularidad muy extraña en él me causó pena y asombro: habíame hablado siempre mi buen protector en castellano neto, sin que empañara la majestad del idioma con extranjero vocablo. Pues aquel día mascullaba un italiano callejero que era verdadera irrisión en su limpia boca española, y cortando a menudo el rápido discurso cual si su entendimiento trepidara con interrupciones rítmicas y la memoria se le escapara, decía: «Ho perso il boccino», y esto lo repetía sin cesar, dando vueltas por la sala-locutorio con una inquietud impropia de su grave carácter. Despidiose bruscamente sonriendo, y en la puerta me saludó con la mano como a los niños, y se fue agitando las dos junto a su cráneo, sin dejar el estribillo ho perso il boccino... (se me va la cabeza).

Grandemente me alarmó la extraordinaria novedad en las maneras y lenguaje de mi protector, y en ello pensé algunos días, hasta que absorbieron mi atención sucesos que a mí y a mis caros compañeros nos afectaban profundamente. La imposición de un fuerte castigo al bravo Fornasari fue parte a que nos declarásemos en rebeldía franca. Mientras nuestro amigo gemía en estrecho calabozo, discurríamos Della Genga y yo las fechorías más audaces, sin otros móviles que el escándalo y la venganza; y por fin, adoptando y desechando diferentes planes sediciosos, concluimos por escoger el más humano y atrevido; sacar de su prisión a Fornasari y escaparnos los tres, aventura novelesca cuyos peligros nos ocultaba el entusiasmo que nos poseía y la jactanciosa confianza en nosotros mismos. Lo que de fuerza física nos faltaba lo suplía la astucia, y en aquel trance me revelé yo de revolucionario y violador de cárceles, porque todo lo urdí con admirable precisión y picardía, ayudado del claro juicio de mi compañero. La suerte nos favoreció, y la Naturaleza coadyuvó al éxito de la empresa, desatando aquella noche sobre Roma una tempestad que nos hizo dueños de los tejados, pues ni aun los gatos se atrevían a andar por ellos. Amparados de la oscuridad y del ruido con que los furiosos elementos asustaban a todos los moradores de San Apolinar, violentamos la prisión de Fornasari; provistos de sogas escalamos las techumbres, y envalentonados por la libertad que de fuera nos llamaba, así como por el miedo que de dentro nos expelía, saltamos al techo de las capillas bajas, de allí a la sacristía y baptisterio anexo, y por fin a la via Pinellari, donde ni alma viviente podía vernos, pues hasta los búhos se guarecían en sus covachas, y el viento y la lluvia eran encubridores de nuestra juvenil empresa.

Ya teníamos concertado refugiarnos en el Trastévere y plantar allí nuestros reales, por ser aquel arrabal propicio al escondite, y además muy del caso para el vivir económico a que nos obligaba la flaqueza de nuestro peculio. Della Genga tenía algún oro, yo un poco de plata, y Fornasari piezas de cobre. Reunidos en común acervo los tres metales y nombrado yo tesorero, nos aposentamos cerca de la Puerta de San Pancracio en una casa modestísima, donde fuimos recibidos con desconfianza por no llevar más ropa que la puesta. En el aprieto de nuestra fuga, que no nos permitía ninguna clase de impedimenta, harto hicimos con procuramos el vestido seglar que había de cubrir nuestras carnes al despojarnos de la sotana. Fue primera y necesaria diligencia, apenas instalados, comprar algunas camisas, para que viesen nuestras locandieras que no éramos descamisados; pero no nos valió este alarde de dignidad, porque la desconfianza patronil no disminuyó, y en cambio creció nuestro miedo al reparar que nos habíamos metido en una cueva de ladrones y desalmada gentuza de ambos sexos. Salimos de allí con nuestras ansias, y rodando por la gran ciudad dimos con nuestros cuerpos en un casucho situado en la Bocca della Verità, donde hallamos acomodo entre gente pobrísima.

Indudablemente, nuestro destino nos llevaba a situaciones arriesgadas, pues sin pensarlo nos habíamos ido a vivir en el cráter de un volcán: debajo de nuestro aposento, en lugar oscuro y soterrado, había una logia. Lejos de contrariarnos esta peligrosa vecindad, fue para los tres motivo de contento, y Della Genga, que era tan antojadizo como tenaz, no paró hasta procurarnos entrada en aquel antro, donde podíamos satisfacer nuestro candoroso anhelo de masonismo. Lo que allí vi y escuché no correspondió al concepto que de los sectarios habíamos formado los tres en nuestras íntimas conversaciones. Mi desilusión fue, sin duda, mayor que la de mis amigos. Fornasari largó una noche un discurso lleno de hinchados disparates; pero su espléndida voz triunfó de los desvaríos de su lógica, y le aplaudieron a rabiar.

Hubiera yo querido que durante el día nos ocupáramos en algo que nos trajese medios de sustento, y que destináramos las noches a cosas distintas del vagar por calles y plazuelas, o del servir de coro trágico en la logia; pero la desmayada voluntad de Della Genga no me ayudaba en mis iniciativas, y el otro parecía encontrar en la profesión masónica el ideal de sus ambiciones. En esto sobrevino la muerte del papa Gregorio XVI, motivo de grande emoción en Roma, y en nuestra pequeñez no pudimos sustraernos al torbellino de opiniones y conjeturas referentes a la incógnita del sucesor. Durante muchos días no hablábamos de otra cosa, y cada cual tomaba partido por este o el otro candidato: ¿Sería elegido Lambruschini? ¿Seríalo Gizzi? A tontas y a locas, y sin ningún conocimiento en que fundar mi presunción, yo patrocinaba a Mastai Ferretti: era mi candidato, y lo defendía contra toda otra probabilidad, cual si hubiera recibido secretas confidencias del Espíritu Santo. Della Genga apostaba por Lambruschini, amigo de la familia y hechura de León XII; Fornasari, oficiando de cónclave unipersonal, votaba por Gizzi, que gozaba opinión de liberal con ribetes de masónico, como había demostrado en su gobierno de la Legación de Forli. Iba más lejos Fornasari, asegurando que Gizzi tomaría el nombre de Gregorio XVII. De mi candidato Mastai se burlaban mis compañeros, declarando el uno que Austria no le quería, y que Francia y Bélgica apoyaban resueltamente a Gizzi. En estas disputas llegaron los perros... quiero decir los criados de Della Genga, a punto que entrábamos en la trattoria de la plaza Cenci, a dos pasos del Ghetto, y ayudados de polizontes cogieron al prófugo caballerito, y poco menos que a viva fuerza se le llevaron. Escapamos Fornasari y yo corriendo como exhalaciones.

¡Cuán triste fue la pérdida, o digamos salvación, de nuestro amigo! Aquella noche, viéndonos sin su compañía en el sucio camaranchón, lloramos como si se nos hubiera muerto un hermano. Y a la noche siguiente, hallándome yo dolorido de todo el cuerpo, salió Fornasari a comprar en la tienda cercana algunas fruslerías para nuestra nutrición, que de manjares, ¡ay!, muy pobres nos sustentábamos. Le esperé toda la noche, y no pareció... Para no cansar: ésta es la hora en que no he vuelto a verle; ni volvió, ni he sabido más de mi desgraciado amigo. Digo desgraciado, por no saber qué decir. Pasados tres días de ansiedad e inanición, salí de mi tugurio, no con intento de buscar al perdido, sino de alejarme de aquellos lugares, en que de continuo turbaba mis oídos runrún de polizontes.

Amparado de la callada noche, me fui hacia Monte Testaccio, donde tuve la suerte de encontrar un alfarero que quiso admitirme, sin más estipendio que la comida, a las faenas de su industria, aplicándome a dar vueltas a la rueda del artefacto con que amasaba la arcilla. El primer día, ¡cosa más rara!, me agradó el continuo revolver de noria, que a pensar me estimulaba. Pero pronto hube de cansarme de aquel método de raciocinio, y como el pienso no era bueno ni me daba el necesario vigor para sostener mis funciones de caballería pensante, me despedí. La vagancia, la mendicidad, el dormir en bancos al raso o bajo pórticos del Campo Vaccino, el comer lo que me daban en porterías de hospicios o conventos, fueron mis modos de existencia en aquellos tristes días. Harto ya de sufrir ayuno de buenos alimentos, y cubierto de andrajos, llegué al límite en que mi dignidad se reconciliaba con mis angustiosas necesidades físicas. Viendo en mí la dramática situación del Hijo Pródigo, me decidí a volver a la casa de mi buen D. Matías. Costome no pocas ansiedades el resolverlo, y tan pronto caminaba hacia allá, como retrocedía, con terror de merecidas reprimendas... Por fin cerré los ojos, y llena el alma de contrición y humildad, llamé a la puerta de mi salvación, en la plaza de San Lorenzo in Lucina. Abrió un criado vestido de luto, que no me conoció: tan lastimosa era mi facha. Insistí en que no era yo un pobre desconocido que imploraba limosna: mi voz reveló lo que ocultaban mis harapos. Al fámulo se unió la cocinera, y con fúnebre dúo de requiem me dijeron que mi protector había muerto. ¡Oh súbita pena, oh inanición cruel!... Mi turbada naturaleza no supo separar el noble sentimiento del brutal instinto, y llorando me abalancé a la comida que me ofrecieron.