Las sementeras
Con el relente que le dé tempero,
la madrugada roció la tierra.
Se siente frío en la besana húmeda;
el terruño está solo. Ya alborea.
Lo dice levantándose del surco
la alondra mañanera
que desgrana en el aire de sus trinos
hilo copioso de sonantes perlas.
Ya sale el sol de las mañanas tibias,
ya sale el sol de las mañanas buenas,
sol de salud, incubador de gérmenes,
sol de la sementera.
No tiene mis testigos y cantores
que yo y la alondra en la besana escucha,
ni más espejos que el regato limpio
y el rocío en las puntas de la hierba.
Viene triunfante, coronado de oro;
radiante viene levantando nieblas
y evaporando el marinal relente
que parece el aliento de la tierra.
Ya llegan mis gañanes con las yuntas
canturreando la canción primera
que les arranca el equilibrio plácido
del bien venir de la mañana buena.
Rayando los timones el camino,
y en alto la mancera,
vienen los bueyes con la cruz que forman
el yugo y el arado en la cabeza.
Ya escucho golpes secos
de mazos y de azuelas,
silbidos cariñosos,
nombres de bueyes que en besana entran
y uno que suena compasado ruido
como de riego de menudas perlas
al desplegarse el abanico de oro
de la simiente que los mozos riegan.
Estoy en el repecho
presidiendo mi hermosa sementera.
Todo lo escucho con avaro oído:
el blando hundirse de las anchas rejas;
el suave rodar hacia los lados
de la mullida tierra;
el alentar pujante de los bueyes,
de cuyos bezos charolados cuelgan
tenues hilos de baba transparente
que el manso andar no quiebra;
aquel pausado y firme
posar de sus pezuñas gigantescas;
el crujir dormilón de las coyundas
que el yugo pulimentan;
un aliento de brisa tan suave
que apenas se menea,
un hondo y general rumor de vida
y un ruido sordo de pujante brega.
Y tal como si el alma del terruño
viniese toda condensada en ella,
la tonada de arar surge solemne,
la tonada de arar al alma llega
cantando cosas dulces,
diciendo cosas buenas.
Sus mansas recaídas
parecen que remedan
la suavidad de las laderas dulces
de la ondulada castellana tierra
o el tranquilo vaivén de los pensares
que el mar ondulan de las almas serias.
Y a mí también me hablan
sus lánguidas cadencias
del bien gozar los apacibles goces,
del bien llorar las bendecidas penas,
del buen amor de la mujer fecunda,
del bien sentir la paternal querencia
y de un vivir sereno,
fuerte y seguro, como aquel que llevan
paso de hierro sobre tierra blanda
los mansos bueyes de gigantes fuerzas.
Cruzan el cielo nubecillas tenues
que parecen blanquísmas guedejas
cortadas del vellón inmaculado
que dieron en abril las corderuelas.
El sol baña el terruño,
se ve crecer la hierba
y huele a tierra húmeda
cargada de promesas.
¡Qué dulce es presidir desde el repecho
la propia sementera
si el cielo es transparente, fresco el aire,
húmeda y fértil la esponjada tierra,
el sol templado, la simiente sana,
robustas las parejas,
alegres los gañanes,
la tonada de arar, sentida y lenta,
sabroso el pan de casa
y el agua del regato limpia y fresca!
La mente embebecida
se carga entonces de memorias bellas;
del lado del hogar me vienen todas
que el hogar es el cielo de la tierra,
la paz de mi vivir me las regala
y en paz el corazón las paladea.
¡Aquella del hogar sí que es hermosa!
¡Aquella sí que es santa sementera!
También yo la presido,
también Dios la bendice y la gobierna.
Dios encendió en el cielo de la vida
el sol de los amores para ella,
para que el fuego santo
las almas y las sangres se fundieran.
Dios le da noches de fecundas horas
y luengos días de apacibles treguas...,
¡horas sin luz que velen sus misterios
y horas de sol que sus entrañas templan!
Y Dios, Padre del mundo,
le da también cosecha
de frutos vivos que el vivir anudan,
de frutos bellos que el vivir alegran...
¡Señor, que das la vida!
Dame salud y amor, y sol y tierra,
y yo te pagaré con campos ricos
en ambas sementeras.