Las señoras
Fedor Petrovich, director de las escuelas primarias del distrito, recibió, en su despacho, la visita del maestro Vermensky.
—No, señor Vermensky— le dijo—. Su dimisión de usted es indispensable. No puede usted seguir siendo maestro con esa voz. ¿Cómo la ha perdido usted?
—Creo que a causa de la cerveza fría que bebí, hallándome cubierto de sudor.
—¡Qué desgracia! ¡Por una bagatela semejante toda una carrera perdida! Lleva usted catorce años de servicio, ¿verdad?
—Si, catorce años.
—¿Y qué va usted a hacer ahora?
Vermensky guardó silencio.
—¿Tiene usted familia?
—Sí, excelencia, tengo mujer y dos hijos.
El director, conmovido, empezó a pasearse nerviosamente de extremo a extremo de la estancia.
—Verdaderamente, no sé qué voy a hacer con usted. No puede usted seguir siendo maestro. No tiene todavía derecho a la pensión... Por otra parte, no podemos dejarle a usted en la calle. Usted ha trabajado durante catorce años, y nuestro deber es ayudarle. Pero, ¿cómo? ¡No se me ocurre absolutamente nada! ¡Ni la menor idea!
Y continuó andando. Vermensky, abrumado por su desgracia, estaba sentado en el filo de la silla, sumido en sus reflexiones.
De pronto, la faz del director se tornó radíente, y, el funcionario se detuvo ante Vermensky.
—¡Tengo una idea!— exclamó—. La semana próxima dimite el secretario de nuestro asilo de niños pobres; si usted quiere esa plaza, yo puedo ofrecérsela.
El maestro se llena también de alegría.
—¡Vaya si la quiero, excelencia!
—Entonces, la cosa se arregla maravillosamente. Diríjame usted hoy mismo una solicitud.
Vermensky se fué. El director estaba contentísimo de sí mismo; el pobre maestro tendría una buena, colocación, y no perecería de hambre con su familia. Pero su buen humor no duró mucho.
Cuando volvió a su casa y se sentó a la mesa a almorzar, su mujer le dijo:
—¡Ah, se me olvidaba! Ayer me visitó Nina Sergeyevna, y me recomendó a un joven que quisiera ocupar la plaza del secretario del asilo, que, a lo que parece, dimite.
—Sí; pero esa plaza está ya prometida a otro—respondió el director frunciendo las cejas—. Además, ya conoces mi principio: no doy nunca plazas por recomendación.—Ya lo sé. Sin embargo, creo que por Nina Sergeyevna bien puedes hacer una excepción. Nos tiene un gran afecto, y todavía no hemos hecho nada por ella. No, querido, no le negarás ese pequeño servicio. De lo contrario, se ofenderá y también me ofenderé yo.
—¿Y quién es ese joven?
—El señor Polsujin.
—¿El que trabajó en vuestra función del club? ¿Ese galancete de cabeza vacía? ¡Nunca!
El director estaba tan indignado, que dejó de comer.
—¡Nunca!—repitió—. ¡Por nada del mundo!
—Pero, ¿por qué?
—Porque no sirve para nada. Además, ¿por qué no se dirige directamente a mí? ¿Por qué prefiere recurrir a la intervención de las señoras? Ese solo detalle prueba que es un botarate...
Después de almorzar, el director, acostado en su canapé, empezó a leer las cartas recibidas. Una era de la mujer del alcalde.
«Querido Fedor Petrovich—comenzaba—. Usted me dijo una vez que tendría sumo placer en hacer algo por mí. Se le presenta a usted una buena ocasión para probarme su disposición favorable: uno de estos días le visitará el señor Polsujin, un joven muy bien educado. Solicitará la plaza del secretario del asilo, y espero...»
—¡Nunca!—exclamó el director—. ¡Por nada del mundo!
A partir de aquel día, recibió multitud de cartas, cuyos autores, en su mayor parte señoras, le recomendaban calurosamente a Polsujin.
En fin, una mañana se presentó el propio Polsujin, un joven gordito, afeitado como un jockey, y vestido con un traje flamante y muy chic.
Habiéndole oído exponer su petición, el director, con tono seco, le respondió:
—Perdóneme usted; mas, para los asuntos concernientes a mi cargo, no recibo en casa, sino en mi oficina.
—Dispense usted: nuestros amigos comunes me han aconsejado que venga a verle precisamente aquí.
—Si, sí...—dijo el director, mirando con odio las botas elegantes del joven—. Según tengo entendido, su padre de usted es bastante rico, y no acierto a explicarme por qué tiene usted tal empeño en ocupar una plaza tan mal pagada.
—No es por el dinero... No lo necesito; pero no está de más un empleo del Estado, y como principio de carrera, no es despreciable.
—Tal vez. Pero estoy casi seguro de que antes de un mes dejará usted esa plaza, y hay candidatos para quienes sería la felicidad de toda la vida.
—No, no la dejaré, excelencia. Espero que usted estará contento de mí.
El director le detestaba más a cada momento.
—Diga usted: ¿por qué no se ha dirigido directamente a mí, y ha preferido recurrir a la intervención de las señoras?
—Yo no pensaba que eso pudiera no ser grato a vuestra excelencia. Sin embargo, si vuestra excelencia no concede gran importancia a las cartas de recomendación, puedo presentarle certificados.
Sacó de su bolsillo un papel y se lo tendió al director. El papel llevaba la firma del gobernador. A juzgar por su contenido y por su estilo, el gobernador, cediendo a las instancias de cualquier señora, lo habla firmado sin leerlo.
—¡Ante esto...!—dijo el director suspirando—. Obedezco. Escriba usted mañana una solicitud... ¡Qué vamos a hacerle!
Cuando Polsujin se marchó, el director dio rienda suelta a su cólera.
—¡Canalla!— gritaba, recorriendo nerviosamente la estancia—. ¡Ha conseguido salirse con la suya! ¡Botarate! ¡Indecente! ¡Inútil!
Y escupió con asco. En aquel momento, una señora, vestida con gran coquetería, entró en su gabinete. Era la mujer del director del Banco local.
—Sólo pienso molestarle un minuto... nada más que un minuto—empezó—. Siéntese usted, querido amigo, y tenga la bondad de escucharme.
Se sienta y obliga a sentarse frente a ella al director.
—Verá usted: me han dicho que el secretario de asilo dimite. Hoy o mañana le visitará a usted un joven: el señor Polsujin. Es amabilísimo, muy bien educado... En fin, un dechado de simpatía, y le quedaré a usted muy obligada...
La señora hablaba sin cesar. El pobre director, conteniendo su cólera con gran trabajo, la escuchaba, sonreía cortés y la enviaba a todos los diablos.
A la mañana siguiente, cuando recibió en su despacho al maestro Vermensky, el director no se decidía a decirle la verdad. No sabia cómo empezar, y estaba en extremo confuso. Tenia el propósito de excusarse ante él, de contárselo todo, con franqueza, y no se atrevía. De pronto, dando un puñetazo en la mesa, se levantó bruscamente de su sillón, y gritó colérico.
—¡No tengo plaza para usted! ¿Comprende usted? No tengo nada; no puedo nada. ¡Déjeme usted en paz!
Y salió corriendo del despacho.