Las rosas de la tarde: 23

las almas solitarias clavadas en su cruz.

En el gran letargo de la noche, los astros imperaban, bajo la inmaculada blancura de ese cielo de invierno, en la gran calma desolada y silente.

Roma dormía en su manto augusto de ruinas y de siglos;

de los jardines adormitados, de los cercanos bosques somnolientos, se esparcían bajo la caricia astral, perfumes extraños y ruidos undívagos;

la luna como un escudo heráldico de acero bruñido, puesto a las puertas de un palacio impenetrable, se destacaba sobre el disco negro de los montes lejanos, en toda la esplendidez de su plenilunio triste;

el palacio Larti parecía dormir también en el encanto frío de la noche invernal;

en la alcoba de la condesa, una lámpara bajo un velador verde, tamizaba la luz en extraños rayos crepusculares y medrosos.

Ada estaba en el lecho;

Su busto clásico emergía de entre las sábanas y colchas, envuelto en una camisa de seda blanca y encajes vaporosos. Y sus formas opulentas, ocultas bajo el edredón, la hacían aparecer en la penumbra del cortinaje, como reclinada en una onda de azul, circundada de espumas;

la adorable cabeza blonda reclinada en los almohadones, los ojos cerrados, la boca entreabierta, Ada respiraba penosamente agitada por una crisis tremenda de su enfermedad;

su estado, muy grave, que daba serios temores a los médicos, ella sabía ocultarlo para evitar a su hija ese dolor, y para escapar así a la vigilancia nocturna que impediría el único placer que le quedaba en la vida: la vista del Amado;

el Amor, que todo lo envilece, había llevado a aquella noble mujer a esas astucias innobles, a los más vergonzosos expedientes, para poder recibir a su amante en su propia casa, en su alcoba, cercana a aquella en que dormía su hija, virgen, sacrificada al furor de la pasión insensata de otros;

y, era por la tienda de un barbero cómplice, establecido en los bajos del palacio, que Hugo entraba, en la noche, después que todo era silencio en la casa ya tan triste;

aquella noche, la salud de Ada lo tenía muy preocupado, y despojado apenas en parte de sus vestidos, sentado a la orilla del lecho, le hablaba muy paso, teniendo la mano de la enferma entre las suyas;

de súbito se oyeron pasos cautelosos en el corredor, y tres fuertes golpes en la puerta del cuarto.

–¡Abrid, en nombre de la Ley! gritó una voz.

–La Policía.

–Mi marido, murmuró Ada;

estaban sorprendidos. No había tiempo que perder. ¿Por dónde escapar? La ventana que daba sobre la calle era la única salida, pero estaba en el tercer piso, y saltar sano era imposible;

entonces, Hugo Vial pensó en la única solución honrosa: matar a Ada y matarse él. No dejarla sobrevivir a la deshonra estallando en su triunfal imprudencia, a la vergüenza y los duelos de su amor inconsolable, y terminar así la larga serie de amarguras que había sido su pasión;

la proximidad brutal del hecho no lo desconcertaba;

amartilló su revólver sin pensar en vestirse.

Ada había enmudecido. El rostro vuelto hacia el muro, no se la oía respirar siquiera;

y los minutos eran como siglos;

la puerta vacilaba bajo el esfuerzo de los polizontes.

Hugo se inclinó sobre el lecho, buscando el corazón que iba a atravesar;

la estancia se iluminó de súbito con una luz más clara.

Vial volvió a mirar.

Irma, apenas cubierta con una larga túnica de noche, el negro cabello suelto como un manto de sombras, apareció con una luz en la mano, en la puerta que comunicaba su aposento con el de su madre.

Hugo quedó estupefacto;

la virgen avanzó blanca, trágica, silenciosa, severo el rostro bajo la cabellera tenebrosa, y empujando ante sí la silla en que estaban los vestidos de Hugo, tomó a éste por un brazo y lo condujo hasta la puerta de su propio cuarto, y lo impulsó con ellos dentro;

después, entró ella y cerró la puerta.

–Acostaos, le dijo, mostrándole su lecho virginal, todo blanco, alzado bajo el cortinaje albo, como una concha marina bajo jirones de niebla.

Vial obedeció;

y la virgen quedó en pie, en mitad del aposento, pálida, la cabeza inclinada bajo la tiniebla de sus cabellos, las cejas con traídas, el índice en los labios, como el ángel del Silencio, el oído atento a los ruidos de la estancia cercana... Se sintió la puerta ceder, la cerradura saltar ante el impulso de afuera, y voces de hombres, y pasos en todas direcciones. La voz del conde Larti sonaba interrogativa y severa, pero la voz de la condesa no se oía responder; ¿por qué ese silencio?

y la virgen temblaba, de pie en medio de su estancia;

cuando sintió que los pasos de los hombres que trajinaban en el cuarto de su madre se dirigían al suyo, extinguió un poco la luz de la lámpara, se dirigió al lecho, se deslizó bajo las sábanas, al lado de Hugo, y colocando un brazo bajo la nuca, fingió dormir así, en un gesto de náyade;

la selva de sus cabellos acariciaba el rostro de Vial, sus carnes lo rozaban cuasi y uno de sus pies lo había tocado al deslizarse bajo las coberturas;

éste cerró los ojos, temblando como un febriciente. El olor de aquella cabellera, el calor de aquellas curvas vírgenes, lo turbaban hasta el delirio;

en ese momento, el conde Larti abrió la puerta y avanzó con la lámpara en la mano;

a la vista de aquel cuadro de amor y de vicio, dio un grito inarticulado, vaciló sobre sus pies, extendió las manos, como para impedir que alguien entrara después de él, apagó la luz con un soplo furioso, y terrificado, estúpido, volvió a la puerta diciendo:

–Nada, señores, nada. Es el cuarto de mi hija. La pobre niña duerme. No la despertemos. Y, con el dedo en los labios se alejó caminando en punta de pies;

y llevaba la muerte en el alma aquel bandido, en cuyo corazón no quedaba más amor que el amor de aquella hija;

¡deshonrada! ¡Prostituida también su hija adorada!

y no queriendo revelar su deshonra, se alejó silencioso, ahogando el llanto que subía en onda tumultuosa hasta sus ojos...

¡la hija había salvado a la Madre de la deshonra, del Tribunal de la prisión!... ella no era pura a los ojos de su padre pero su madre no era adúltera a los ojos de la Ley... ¡oh, el sacrificio!...

cuando Irma sintió que la puerta del cuarto de su madre que daba sobre el corredor, se cerraba, saltó del lecho, corrió hacia el balcón y lo abrió, sin temor al frío de la noche. Inclinada hacia afuera esperó unos minutos.

Hugo aprovechó esos instantes para vestirse;

cuando la joven vio que su padre y la autoridad se alejaban por la calle desierta, volvió al centro del aposento, y señalando a Hugo la puerta le dijo, colérica y angustiada:

–Ahora, salid de aquí.

Vial salió.

Al atravesar el cuarto de Ada, se detuvo para contemplarla.

inmóvil estaba en la posición en que la había dejado.

se acercó a ella, no volvió a mirarlo; la llamó, no respondió a su acento; la tocó fuertemente, no se movió.

–¡Mamá, mamá! gritó Irma, que lo había seguido. Y se botó desesperada sobre el lecho.

–¡Mamá, mamá, mamá!

¡vano grito! ¡La pobre muerta no la oía!

sus oídos sordos estaban para siempre, con la sordera eterna de la muerte.

Hugo comprendió la verdad aterradora, y quiso por última vez besar aquella cabeza adorada, sellar con su último beso el misterio de aquellos labios, cerrados ya para la vida...

pero la virgen hecha implacable, feroz en su dolor, defendió el lecho con furores de loba.

–¡Idos, idos de aquí!, le gritaba y extendía su brazo blanco y vengador, mostrándole la puerta.

y él obedeció a aquel conjuro, a aquel gesto, que como el del ángel bíblico, cerraba para él el paraíso de su último sueño de Amor.

y escapó a tiempo, antes que la servidumbre, despertada por los gritos, pudiese verlo.

y en el aire calmado, en las tinieblas dulces se escuchaba el grito desesperado de Irma...

–¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡Madre mía!...

su grande alma trágica no conocía el miedo, pero un terror sagrado se apoderó de su corazón y huyó en la noche silenciosa, oyendo estallar sobre su cabeza, como una maldición, el grito de la virgen desolada.