Las rosas de la tarde: 22

los corazones tristes en el sagrado huerto...

Y las desgracias se abatían sobre ellos, como grandes pájaros de presa, con siniestros frotamientos de ala y gritos roncos en torno de una torre derruida...

y la tormenta se embravecía en torno a este naufragio moral, como las olas furiosas en torno de un esquife abandonado;

y la tragedia engrandecía en la casa de la Amada;

la condesa, enferma, languidecía, sin poder abandonar su alcoba;

y se agitaba allí, bajo las alas del escándalo y la soledad aterradora;

el escándalo, como el rayo, estalla con más fuerzas en las alturas;

y la sociedad se venga de sus largas adoraciones entusiastas.

Adaljisa Larti era ya un ídolo roto, de cuyo pedestal profanado se alejaba en tropel la multitud de los sectarios...

la escena de Leda Nolly, el encuentro en el Foro Romano habían roto el escaso misterio que rodeaba sus amores, y la ola desbordante de la maledicencia corrió libre, como la creciente de un río, en un sembrado sin defensa;

la sociedad, descubierta en su elegante complicidad, fue inflexible;

para el hombre, para el extranjero sin familia, desdeñoso de la vida de los salones, no había castigo posible;

pero, para la mujer cuya belleza, cuyo talento, cuya virtud, habían sido encanto y honor de una antigua Señoría, el decreto de proscripción fue inflexible, sin atenuantes y sin piedad;


Hugo Vial había atravesado, como un advenedizo en uniforme, como una de las tantas figuras de diplomacia decorativa, los salones de sociedad que no podía eludir, sin cuidarse ni siquiera de dejar caer algo de la maravillosa pedrería que formaba el tesoro de su intelecto, cuidándose muy poco de aparecer como un profesional de la ciencia insulsa. Se decía generalmente que tenía mucho talento, y se temía mucho la prontitud de su ingenio y la despreciativa acritud de su epigrama. Los hombres no lo amaban, porque era un solitario de pensamiento muy profundo y de alma muy superior a la odorante vaciedad del medio ambiente. Y, como no era bello, ni su musculatura tenía prodigios de circo, las mujeres no lo buscaban. De ahí pues, que no siendo una figura social, la sociedad no pudo herirlo ni con su proscripción ni con su enojo, en la hora del castigo;

pero, no así la Condesa Larti. Ella fue proscripta y abandonada y cayó bajo el oprobio;

y, como un lirio que arrastra la corriente de fango, su hija también cayó con ella. Los salones del palacio Larti se vaciaron, como por una esclusa misteriosa abierta bajo ellos;

el conde quiso llevar su hija, y ésta se rebeló a partir;

se apeló al remedio supremo. Güido Sparventa, instigado por sus padres, pidió a Irma abandonar a su madre y habitar al lado de la suya, mientras el matrimonio tenía lugar;

la noble joven resistió;

y el drama, que se precipitaba como un alud, hiriendo a todos los que en torno de él giraban, cayó sobre aquel amor tan inocente y tan grande, aplastándolo con su peso de infamias.

Güido Sparventa, después de inútiles rebeldías contra los suyos, partió a África en un batallón de cazadores, esperando que el tiempo pasara sobre aquel escándalo, para regresar a la realización de su sueño, tan bruscamente interrumpido;

e Irma quedó sola;

el funesto presentimiento se había cumplido. Aquel hombre le había sido fatal. Y el vuelo del cisne, como una profecía siniestra, parecía extender sus alas de invierno siberiano en las soledades dolorosas de su vida;

y Hugo se indignaba ante esta fatalidad de su vida, ante el sentimiento hiriente de su debilidad contra lo imposible;

y se sembraba el mal contra su voluntad como una fatalidad inexorable y trágica;

¿por qué había puesto ese velo de tristeza en aquellas vidas, tan apacibles antes de aparecer él, en la orilla de su senda?

¿qué le había hecho aquella pobre virgen, para arrebatarle su amor y su ventura?

¿por qué no partía, por qué no se alejaba, rompiendo así la influencia siniestra de su destino sobre aquellos dos seres que se debatían en las garras del dolor?

¿partir? él lo había pensado;

pero, he ahí que Ada le gritaba con voz de naufragio desde el fondo de su abismo insondable:

–No me abandonéis, ¡oh Amor mío! No me abandonéis. Al lado vuestro, todo, hasta el oprobio me es querido;

abandonarla así, en medio a la catástrofe a que los había conducido su pasión ¿no era una cobardía? ¿no era una infamia?

y quedó allí, cautivo de aquel sentimiento extraño, sentado con su Amada sobre las ruinas de sus sueños, como los amantes de Belthual, sobre la tumba del poeta madgiar muerto en los llanos de Koenigsteing;

y, en la borrasca acre de su corazón, el espectáculo de aquella debilidad, aun piadosa, lo indignaba;

no lo asaltaba la sed de las capitulaciones definitivas, que invade los corazones mórbidos;

no, él permanecía, aun en esa crisis dolorosa, la misma alma trágica que había sido siempre, fiel a los grandes duelos de la acción, diseñando en el combate su gesto inmenso, con la curvatura majestuosa de un vuelo de águila;

no tenía ninguna de las vacilaciones, las pequeñeces, las angustias, las tristezas de las almas contemporáneas. Sabia lo que quería y lo que podía;

todo había hecho bancarrota en torno de él, y su voluntad permanecía erguida, invencible, como el primer día del combate;

la derrota tenía el poder de confortarlo;

y su gran virtud consistía en que amaba las cosas muertas que había dentro de su alma;

y la grandeza de su sacrificio consistía en la fidelidad a esas cosas que le habían mentido;

no tenía ya fe en la libertad, y el sueño de su vida era morir por ella;

no creía en la redención política de los pueblos, y habría ido sereno al cadalso, para sellar un pacto con esta quimera;

ninguno de los ideales de su juventud vivía en él, y él vivía para ellos;

era un obstinado glorioso;

y esta extraña obstinación la llevaba también a sus amores muertos;

no pactaba con la inclemencia de la suerte, con la insolencia victoriosa de la fuerza;

he ahí por qué quedaba al lado de esa mujer enferma y deshonrada, que se replegaba en su dolor, terrificada, inerte, impotente contra la vida;

y los mirajes de la gloria lo atraían...

y el grito de las multitudes lo llamaba;

y su gran Musa bélica le decía:


Sors du temple en dueil d'un sacrilège
Vers le fantôme que tu rêves suivre,
Va. Tu es libre.

¿libre?...

¿era el Amor lo que lo detenía?

¡pobre sueño desvanecido al rumor leve de un beso!

¿era el Deseo?

bestia saciada, bostezaba nostálgica de nuevas víctimas;

en amor no vale sino la ilusión; la realidad es siempre triste. Lo que se obtiene no vale lo que se soñaba. Lo que se da es la sombra de lo que se deseaba. El amor vive, brilla, asciende hasta el instante en que los cuerpos de los amantes se unen... después, es una agonía lenta y triste, a veces triunfalmente bella, pero siempre una agonía, siempre el camino de la muerte...

y, ¿había él amado? ¿Amaba? El Amor, que, según un filósofo, debería ser la religión de los que no tienen otra ¿no había llamado con sus milagros a la puerta de su corazón?

y, si había llamado, ¿por qué se había ido el Iniciador, como un Cristo triste, taumaturgo vencido, después de haber gritado en vano, sobre la tumba sorda, la mágica palabra: Surge?

y se asombraba ante la inexorable rigidez de su alma;

y, no se dignaba inclinarse a recoger los fragmentos de su último sueño hecho pedazos...