Las rosas de la tarde: 12

Tristezas silenciosas, como aves taciturnas...

Adaljisa no engañaba su corazón;

le daba la verdad a devorar, como para nutrirlo en el dolor. Veía su amor amenazado, su ventura pronta a desvanecerse como un miraje de la pampa, hecho de lontananza, de niebla y de rocío;

¡ah, la querida ventura fugitiva, tan bella como un paisaje de idilio, desflorado por un sol levante!

y la inquietud engrandeciente de su alma lo envolvía todo en una nube gris, color de angustia;

a la sola idea de que este amor, el único de su vida, pudiera faltarle; que el Adorado pudiera huir lejos de ella; que llegara a odiarla por su castidad; que hallando en otras mujeres lo que ella se empeñaba en negarle, fatigado de un culto platónico, volviera la espalda a este romance estéril, y se apartara de ella para siempre, su corazón temblaba, como bajo la amenaza de un puñal;

hoy, más que nunca, aquel amor era la vida de su vida y el soplo de su alma. ¡Se había hecho tan necesario a su existencia, antes tan triste y desolada!... Ella amaba por todo el vacío de su vida anterior, por toda la soledad de su vida presente, por toda la inquietud del porvenir... Aun en los momentos de mayor ventura y de abandono, ella no olvidaba nunca ese fantasma aterrador: el mañana... ¡la vejez, el hastío, el abandono, la muerte!

las alas del Amor habían venido tarde a aquella crisálida enferma; ¡oh, si tuviera la edad de su corazón!

esta obsesión de edad la torturaba, y minaba su ventura, como un cáncer roedor;

aun era bella, con la belleza inmortal de las diosas y de las estatuas;

pero, ¡ay! un soplo del tiempo, el paso de unos años y su belleza caería en ruinas, con la tristeza silenciosa de un mármol que se rompe, Y una voz interior le decía como el Poema del Bien Amado: Aun es tiempo de amar y de vivir...

¡tiempo de amar! Tiempo de adorar, decía ella, viendo cómo fulgía el ídolo en el ara radiosa de su alma;

¿pero amar para entregarse?

¡oh, la gran pena! Su carne, casta, como levadura de hostia, no vibraba a la llamarada del placer, no se despertaba al grito del deseo;

su gran pasión, incomprendida, moriría despreciada, si se empeñaba en resistir, o profanada, si se entregaba y caía. ¡Oh, cómo era frágil la ventura de su sueño!

la resistencia era la derrota. Eso lo sabía bien. Aquel hombre no soportaría por más tiempo la tortura del deseo inapaciguado. Lo había visto así en el acento de su voz imperante y desdeñosa, en la mirada de sus ojos amenazantes y esquivos, en la actitud de cólera y de desdén con que la dejó partir aquella noche, en que para salvar su virtud victoriosa, había tenido que escapar de brazos del Amado, ebria de ternura, y poesía, llevando aún en los labios la sensación portentosa de sus besos, como el calor de su alma, que se hubiese dormido en ellos;

ese conflicto entre dos ideales, ese combate entre la energía moral la impureza animal, debían finir por la capitulación definitiva; para continuar en ser amada, tenía que ser profanada; tenía que sacrificar su virtud a su corazón; su carne sería carne de holocausto, ardería como incienso y como cirio, se daría como el humo y el perfume en el ara divina de su amor;

y esto la entristecía hasta las lágrimas;

en las altas angustias de su conciencia atormentada, en las crisis trágicas de su honradez, en esa lucha de su heroísmo moral, frente a la energía sensual, en el espanto de su espíritu, obligado a optar entre su amor y su virtud, en ese desastre tormentoso de su corazón, su alma piadosa se refugiaba en Dios con una necesidad infinita de auxilio, de luz y de perdón;

y se amparaba a la sombra de la cruz, como bajo un árbol protector que la librara del rayo, como si los brazos abiertos del Crucificado la llamaran, como si sus labios cárdenos le dijeran: Ven, escóndete en la herida sangrienta de mi pecho, donde la lanza asesina hizo ese nido para las almas sin consuelo: Ven, yo soy la Verdad: yo soy la vida EGO SUM VERITAS ET VITA, y el consuelo y la paz de las que sufren.

y se refugiaba en el ara del altar, como si fuese una roca inaccesible, adonde la tempestad no podría llegar, donde las olas enfurecidas no podrían arrebatarla, hundirla, sepultarla en el naufragio pavoroso de su Ideal;

y entonces oraba, oraba con ese fervor apasionado y conmovedor, de los ardientes y sencillos, de las almas cándidas de Fe;

aun era pura. Pero, cuando se acercaba al tribunal de la penitencia, temblaba, vacilaba, necesitaba de todo su valor para no huir, como si hubiese sido una pecadora ignominiosa, irredimible... Y, al desnudar su alma casta, como el cuerpo de una virgen entregada a los leones, al mostrar su corazón despedazado, como un vaso roto que hubiese contenido sangre de un mártir, toda su angustia se diluía en lágrimas y en sollozos;

el viejo monje mercenario, que la escuchaba en la nave silenciosa de Santa, Francesca Romana, tenía todas las penas del mundo en calmarla, en disipar los espantos de su pobre alma torturada;

y su consejo implacable, su admonición tremenda, caía como una sentencia de muerte sobre aquel pobre ser, que se empeñaba en consolar.

–Huid de la tentación. Apartaos del tentador. ¡Escapad antes de la caída! Dios os concede esa tregua. ¡Salvaos! le decía;

y ella hacía la intención, y se acercaba a la mesa eucarística, y devoraba a Dios, para hacerlo bajar a su alma como un Pacificador supremo, hacerlo descender hasta las borrascas de su corazón, para calmarlas, hacer pasar sobre aquel mar furioso, la figura suave del Salvador, bendiciendo las olas y diciendo a su alma amedrentada, prendida de un pliegue de su túnica: Mujer de poca Fe ¿por qué vacilas?

pero cuando se trataba de cumplir la tremenda admonición, le faltaban las fuerzas;

¡el abandono, la ruptura definitiva, el fin de todo!... ¡Oh, eso no! Huir, dejarlo, escaparse de su lado... ¡Oh, no, eso no, jamás! Eso sería su muerte moral, una muerte mil veces peor que la muerte física, un suicidio del espíritu más lento, más torturador, más cruel que el suicidio verdadero. El suicidio es un éxtasis, es el deseo que se diluye en lo infinito. Pero, ¡la ausencia! ¡Oh, la ausencia es la muerte sin la paz, la tumba sin el Olvido, sin el silencio, y sin la calma!

no tenía fuerzas para ello, no lo ensayaba siquiera, y se refugiaba en la oración silenciosa y sollozante, que llenaba su alma mística de una serenidad de Alba, de un perfume extraño de consuelo y de paz;

huía de las grandes basílicas suntuosas, de San Pietro, San Giovanni Luterano, Santa María Maggiore, como temerosa de que su pobre oración, paloma enferma, no pudiese romper aquellas cárceles de mármol, y muriese, enredadas las alas, en las garras de los leones o las barbas de los profetas, que decoran las cúpulas soberbias, poniendo pavor en las almas torturadas, en la plegaria temerosa de los labios ardidos por la fiebre de todos los tormentos;

buscaba las iglesias retiradas y solitarias, aquellas en que rezan los humildes al fulgor de una lámpara votiva;

iba hacia aquellas más distantes de su palacio, donde era desconocida, donde podía entrar y orar como una alma martirizada y sollozante, como esas gentes sencillas, que repasaban sin mirarlas, las cuentas de sus rosarios, implorando a la Madonna, en una actitud verdadera de éxtasis;

gustaba de emigrar hacia el Esquilmo, donde todo le hablaba de los mártires, de las almas hermanas de la suya en el dolor, de los cuerpos desgarrados, como su corazón;

y así se la veía llegar humilde, silenciosa, a templos lejanos, como San Clemente, dominada por el deseo de borrarse, de anonadarse en la humildad, de desaparecer ante Dios, de ser humillada y consolada. Y se detenía en el atrium, el único completo que se conserva en Roma, allí donde se exponían en la antigüedad los penitentes a todas las intemperies, los hiemantes, como se les llamaba, y ella también, como una hiemante dolorosa, esperaba que el sacristán abriera la puerta de la iglesia, y se deslizaba en ella, presurosa, cuasi feliz de hallarse en la penumbra sagrada, y se arrodillaba allá, lejos, cerca al coro, a la triste luz de las lámparas del altar, que envolvían en una gasa de luz, en un manto de ocre, las cuatro columnas de mármol violeta, que como el cáliz de cuatro convólvulos morados, sostienen el ciborium y el sarcófago de los santos. Y allí oraba, absorta en una calma sagrada, en una quietud que era como una hipnosis divina, cuasi en éxtasis de su fe. Su alma sencillamente pura se sentía allí confortada, protegida, segura, como si las alas del Eterno, abiertas sobre ella, le dieran la inviolabilidad y el perdón, el olvido y la quietud..;

pero las iglesias que halagaban más su sed de soledad y de misterio, su éxtasis de oración y de martirio eran: Santa Pudenziana y Santa Prássedes, las dos vírgenes, hijas del Senador Sexto Pudenzio, que convertidas al cristianismo, salían en la noche a recoger en el Circo los huesos de los mártires, para sepultarlos, y a enjugar con esponjas la sangre en las arenas, hasta colmar con ella un pozo, allí donde se alzan sus iglesias;

era a esos lugares de virginidad, de fuerza y de martirio que iba ella a pedir amparo para su castidad, para su debilidad, para su dolor;

sobre todo Santa Prássedes era el lugar de su peregrinación diaria. Todas las tardes, al volver de la cita del amado, fresca aún la lucha sostenida, dejaba lejos su coche, y se la veía llegar por la Via Santa Martino, y entrar al pequeño patio, que precede a la iglesia, y penetrar en ella, afanosa, anhelante, como si fuese un condenado a muerte, buscando la inviolabilidad del templo, para escapar al suplicio;

se detenía un momento ante la reja que cierra la Capilla de San Zenón, adonde las mujeres no pueden entrar, bajo pena de excomunión, y donde, en medio de un nimbo de ángeles en gloria, está la columna de jaspe, la misma en que, según la leyenda, azotaron a Jesús, y allí oraba al Salvador, pidiéndole por esa sangre derramada baja el azote del sicario, fuerza para ella, amarrada a la columna del Amor, azotada por los deseos de otros, exánime, pronta a desfallecer y a sucumbir;

y, después, iba hacia la capilla Olgiatti, donde la faz radiosa y triste del Cristo de Fr. Zuccheri parecía consolarla con su resignación dolorosa, a ella, que vacilaba también bajo el peso de su cruz, pronta a caer, fatigada en su ascensión imposible al calvario de su Ideal;

y, tocando con las manos y la frente el borde del pozo en que la Santa había recogido la sangre de los mártires, la imploraba con un acento desesperado y sincero, y decía:

–¡Oh virgen, tú que encadenaste el dragón del Deseo, sálvame! Por tu cuerpo inmaculado como el lirio de los valles, ¡sálvame! ¡Oh, tú, virgen fuerte, dame la fuerza! Mata el Deseo en el Amado. Haz que el hálito de tu castidad invencible pase sobre él, serenando su alma impura y tormentosa. Limpia su corazón de malos deseos, como limpiabas las arenas del circo. ¡Sálvalo, que es un mártir de la carne! Y sálvame a mí, ¡Oh Señora! Como enjugabas la sangre de los mártires, enjuga la de mi corazón desgarrado y sangriento. Él también es un mártir. Con la sangre que brota de sus heridas habría para colmar cien veces este pozo, que tus manos piadosas llenaron hasta el borde.

y, en silencio, como temiendo revelar a Dios su pensamiento, lloraba por su juventud agonizante, por el temor de la hora presente, por el horror de la hora cercana y pedía un milagro: el prodigio de detener en su descenso el sol poniente;

y temblaba de angustia en la intemperie de todos los consuelos;

y, en una desolada imploración de su alma, oraba por él, por el desventurado sin corazón y sin fe, que no tenía siquiera los consuelos de la oración y de las lágrimas, que hacía toda la riqueza dolorosa de ella;

en el flujo y reflujo de su pensamiento flotaba entonces algo blanco, como la espuma en la cresta de la ola;

y la Esperanza se abría en su alma, y se extendía como una floración primaveral, surgiendo de las llagas abiertas del Cristo, ornando como un festón los bordes del pozo sangriento, subiendo como una trepadora a la cúpula dorada, y alzándose hacia el cielo, como una flor de promesas y redención;

la Fe crea. La Fe salva;

la Fe es el Verbo que fecunda el caos;

la Fe es la madre del Miraje, de la Leyenda y de la Gloria;

la Fe es la fortaleza del Mártir y el escudo del Guerrero;

la Fe es la vía láctea del Ensueño, constelada de estrellas de quimera:

¡Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino del Consuelo!