Las rosas de la tarde: 09

visiones pavorosas y grito de ambición...

Y he ahí que los días trágicos han llegado, los días de la desolación y de la ruina;

he aquí que los tiempos tristes han venido;

he ahí los días de la cólera santa, que causaban el pavor de los grandes visionarios;

he aquí llegada la hora que anunciaron los profetas, muertos al dar la última vuelta en torno a la muralla;

y el muro vacila y cae, y llegan de la sombra los vengadores de las cóleras ocultas;


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Parece que el rayo se agitara encadenado en las manos de Dios en el espacio, pronto a caer sobre un mundo en ignición, e incendiar las entrañas del planeta, larva enloquecida, en el torbellino de los mundos siderales...

Dios acaricia el rayo final: brutam fulminen;

y se diría que los videntes, los últimos locos visionarios, los descendientes del Soñador de Éfeso, esperan estupefactos, ver surgir en el espacio, las estrellas coléricas, dementes, los astros vengadores, los carros fúlgidos con rodajes de pupilas humanas, los menstruos alados poliformes, los caballeros de Apocalipsis, venidos para herir el corazón del Sol con sus espadas, y sobre el cadáver de ese sol, arrojar las cenizas de este globo infinitesimal, hecho fragmentos...

la alucinación de Paros y el delirio de Patmos priman sobre el mundo;

y se diría llegado el día:

. . . . . . . . .oú la Terre étonnée portait comme un fardeau l’ écroulement des cieux.

¡El crepúsculo de los mundos!

la hora siniestra en el cuadrante trágico;

la gran madre Agonía, generatriz de la palabra enigma Muerte;

y el soplo del Pavor, y el Verbo extinto, vagando en el vacío de la esperanza;

la hora antípoda del Fiat lux;

el Verbo que mata y no el que crea;

la Omega de aquel Alfa formidable, cerrando el Alfabeto de los siglos;

el gran sello del Hacedor, con la palabra: Fue, sobre los mundos;

y, el diálogo profético, entre el Diluvio y el Caos, que se disputan el Planeta, y se le arrojan uno a otro como jirones de un sudario polvoriento...

y el mundo, como una urna en el mar, con un cadáver putrefacto en las entrañas, oscilando entre las olas que lo rechazan, las nubes que lo escupen, las costas de la Nada, que no quieren recibirlo...

la nube invasora del Caos, bajando negra, la onda silenciosa del Averno, subiendo pálida y la conjunción formidable, pronta a hacerse en el intersticio lívido de esas dos alas de la muerte, donde agoniza la vida, como una luciérnaga expirante en la última partícula de luz.


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Sobre los altares, huérfanos de la silueta del blondo Nazareno, el Becerro de Oro, Baalth, alza su torso áureo y sus pezuñas de bestia;

¡ya no hay mirra, ni cirios, ni azucenas!

los versículos de Esdras pasan como aves, ciegas, por sobre los templos en ruinas;

de la Cruz solitaria, pende un harapo; el cadáver de la Fe;

los humildes se han hecho rabiosos, y como chacales hambrientos, han tumbado a dentelladas el árbol do la cruz, y han devorado el cadáver de aquel que había sido la esperanza y el Amor;

el mundo moral se sumerge, como una isla en las soledades del mar;

las ondas llevan como maderos secos los pueblos desaparecidos, ¿a dónde?

la ola silenciosa de la muerte baja de las alturas y sube de los llanos; Un olor de cadáver llena el mundo;

lúgubres avalanchas de desesperación pasan por sobre el espíritu de los pueblos en duelo, y las pasiones más viles, como larvas venenosas, devoran en silencio las almas solitarias;

el odio de la Vida mata al mundo; la humanidad aborrece la fecundidad: el lecho del Amor se hace estéril;

la madre, la forma divina de la carne, tiende a desaparecer;

los senos de la hembra son ya para la caricia de los machos, no para el labio sitibundo del infante.

Venus asesina a Cibeles, y desgarra su vientre productor;

Malthus triunfa;

La sed de la desaparición y de la muerte agobia a los hombres, en la noche de su desesperanza;

el alma humana se borra, y una larva gigantesca sale del seno de los abismos irritados;

la sombra se disuelve en horror, y borra los contornos de la Vida;

las águilas desdeñosas no quieren ya esta presa nauseabunda;

y, faltos de ser devorados, los hombres se devoran entre sí.

Nulla es Redemptio;

el Salvador no viene; su silueta luminosa no pasa ya, iluminando las llanuras, a la hora del crepúsculo, como en el suave esplendor de las tardes galileas;

ya no se le espera a la orilla de los caminos solitarios; ya no se cree verlo pasar blanco y triste, como un rayo de luna, por entre los trigales reverentes, y los campos de rosas en botón;

murió el Iniciador;

ya pasó el reinado de aquel cuya espada se llamaba AMOR, y cuyo grito de guerra era: PIEDAD;

la sombra extraordinaria del Profeta, ya no extiende su mano sobre el Universo, como una visión de Paz. Ya no ilumina la Tierra con su triste mirada pensativa;

pasó el Anunciador;

ya se borró para siempre la figura mística y blonda, se esfumó como una nube de candidez inefable, en la cima lúcida de un nuevo Tabor. Desapareció su frente melancólica hundiéndose en los cielos, sus pies desnudos apoyados sobre un campo de lirios en rocío;

y el ojo misterioso de los videntes no traspasa la muralla formidable donde el Destino guarda el Enigma;

los exegetas palidecen sobre sus libros abiertos, sin ver de dónde viene, ni adivinar a dónde va esa onda lúgubre y fría, que sube, y sube, y amenaza llegar a las más altas cimas, ahogar el mundo en su caricia helada...

la conciencia humana sufre un eclipse, Dios ha muerto en las almas;

y el Mito, al desaparecer en las convulsiones de un dragón herido, tocándola con la punta de sus alas, desorbitó la tierra;

y hubo la sombra;

en el horizonte de las almas aquel nombre era un Sol;

y los templos y los espíritus sin dioses producen en su soledad, un olor de tumba;

cuando Pan, el gran dios, desapareció tras la soledad de los mares de Sicilia, saludado por el himno de los marineros, como un sol que se hunde en el Ocaso, otro dios, triste, se alzaba como una estrella, tras las colinas de Judea, al rumor de los gritos de la Plebe, como un astro que sube hacia el Oriente;

¡y, hoy, este dios desaparece, y el otro no se anuncia! ¿Esterilizada quedó la matriz genitora de los mitos?

estéril como el desierto en cuya vecindad puso la cuna de su última criatura;

y el Derecho ha desaparecido con el Símbolo;

la Fe y la Libertad, las dos rivales, han hecho bancarrota al mismo tiempo;

el Derecho ha sido engullido por misteriosos Faraones;

la Libertad ha sido asesinada por los pueblos, después de haber sido violada por los reyes. Su cadáver ha sido profanado. La plebe anárquica le ha hecho sufrir los últimos ultrajes;

como no se ve de qué lado está el Derecho, no se sabe de qué lado está el crimen;

los reyes y los pueblos igual mente culpables se miran y se desprecian, se acusan y se matan;

imperios sin grandeza, democracias sin virtudes, devorándole entre sí, como en lucha de serpientes en un pantano de Scytia;

y algo más triste: un aprisco de pueblos, temblando ante el puñal del vandalismo, salido de su seno tempestuoso;

todo vacila, todo se hunde, bajo este viento de Dolor y de Miseria;

y, en esta extraña noche, la Vida se abre sobre el mundo como una cicatriz sangrienta.


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Así meditaba Hugo Vial, ante el espectáculo desolador de la época en que le había tocado vivir; época de ofrendas banales, perturbadoras y trágicas; pequeña, aun en el esfuerzo de su brutalidad aplastadora..;

hora roja, hora sombría de la Historia, en que el Anarquismo, como un astro lívido de Apocalipsis, se alza en el horizonte, como para iluminar la agonía de un mundo, irredimible, condenado ya, por la boca muda de lo Eterno;

a la claridad brutal de ese sol de sangre, la Bestia Multitud ruge en el fango, y las alturas tiemblan...

el Mundo, de acusado se ha hecho acusador, y pide razón a Dios de su reinado;

¡hora de confusión! ¡Hora de Caos!

y el orgullo ciego, arriba; la cólera sorda, abajo;

lo que era servil haciéndose vil;

lo que era inservible haciéndose terrible;

el esclavo cumpliendo el trágico periplo; precipitándose de la esclavitud en el crimen, del ergástulo al cadalso;

el idiotismo haciéndose demencia;

la Esperanza haciéndose la Venganza;

lo que era Poder haciéndose insurrección;

la oscilación haciéndose cataclismo; el delirio haciéndose orgasmo;

los abismos tocados de locura, ganando las cimas heridas de la demencia;

el crimen haciéndose mártir; la embriaguez, apellidándose Redención.

Espartaco degenerado en Luchessi;

la plebe insumisa, emigrando con sus ídolos, como una tribu bárbara, fuera de la Libertad, fuera del Derecho, fuera de la Civilización, hacia un soñado y quimérico Canaán de Reivindicación y de Justicia, hacia un miraje sangriento, alzado en el desierto, por la histeria tenebrosa de soñadores pérfidos;

la insensatez soplando sobre el cerebro del mundo, impulsándolo en siniestra orientación a la catástrofe ...

el torbellino rodando en la ceguedad confusa de la Noche;

el Misterio y el Hombre contemplándose; lo Inescrutable frente a lo Indomable.

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¡Y él veía con ojo cruel el duelo formidable!

se explicaba en su criterio de pensador sereno, el fenómeno de psicología colectiva que se efectuaba a su vista; la enfermedad tenebrosa que invadía el alma ondeante y fúlgida de la Multitud;

él sabía del misterio indescifrado de las turbas, y no equivocaba la diagnosis de esas muchedumbres en delirio;

la epidemia psíquica, con sus causas y sus fenómenos, la fuerza misteriosa, que duerme en el alma de las multitudes y se despierta al grito del contagio, le explicaban la psicología de la hora dolorosa que vivía el mundo;

y veía, sereno, cumplirse la inflexible ley de una dinámica social aterradora;

despreciaba mucho el crimen de su época, que le parecía el suicidio de una selva de monos, el delito de un orangután en cólera;

había leído en un extraño libro de Obolensky, Rouskaria Mysl, uno de esos fascículos de Evangelio y de pasión, que el alma viril y mística de Rusia arroja sobre el mundo transcaucásico, la comprobación de la irredención del hombre como animal carnicero, la persistencia y el predominio del bruto en el hombre colectivo; la supervivencia indestructible del asesino en él; el fenómeno de regresión de las masas sociales a los instintos bestiales; el atavismo inflexible del primato destructor; el imperio de la raza; el poder de la casta, sanguinario y brutal;

todas las teorías de Tarde, de Mantegazza, de Scipio Sighele, de Güimplowitz, sobre el crimen de las sectas y sobre la teoría psicosociológica; todos los esfuerzos de los criminalistas, antropólogos, por explicar o atenuar los crímenes sombríos de las clases irredentas, no alcanzaban a desarmar su odio y su desprecio por esa turba canallesca de asesinos, por esa secta estúpida y brutal, que proclama la adoración del instinto, y el reinado de la fuerza anónima, la venganza miseranda analfabeta, la omnipotencia de la muerte, y convertida en un dominador más despreciable que los otros, tiene al mundo tembloroso, de rodillas ante un puñal;

¡el mismo sueño que perturbó la mente del bruto en la noche de sus cuevas ancestrales!

¡desperezos de la Bestia domadora y asesina!

¡el sueño de la conquista y de la muerte!

él sentía un desprecio profundo por todos los hombres de la fuerza;

asesinos con púrpura o asesinos con harapos, conquistadores o vengadores; bandidos coronados o bandidos maniatados; Napoleón o Vaillant; los que han muerto sobre un trono o los que han muerto sobre un cadalso; todos estos trágicos soñadores de la fuerza, estos símbolos de la muerte, le eran igualmente despreciables y odiosos;

y, así su alto espíritu permanecía indiferente, desdeñoso, ante esas explosiones del crimen; erguido ante el paso de esos flageles vencedores;

y del cataclismo actual ¿qué podía importarle si no tocaba siquiera la orla de sus sueños?

el anarquismo ¿que tenía que ver con él? no era rey ni príncipe siquiera: las bombas de la plebe no le amenazaban;

el hambre de los trabajadores, la miseria de los desheredados... ¿y qué? ¿es que los miserables sabían algo de los inmensos dolores de él, de sus luchas internas, de su hambre insaciable del Ideal, de su sed infinita de belleza y de gloria?

¿qué debía importarle a él la suerte política del mundo, fuera de las regiones abruptas, donde a la Naturaleza le había placido hacerlo nacer, y donde las leyes bárbaras de los hombres, haciéndole ciudadano, encadenaban su ambición, limitando sus sueños a un horizonte de montañas ignoradas? ¿qué podía importarle la suerte de una parte del mundo que no era para él?

que sufriera o desapareciera, que revistiera formas extrañas de gobierno o de dolor, que fuera oprimido o libre ¿qué le importaba un escenario que otros y no él habían de llenar con su presencia?

para la noble ambición desmesurada, lo que no sirve no vive;

la patria misma, esa entelechia abrumadora, cuando no llega a dominarse, no pasa de ser una circunscripción geográfica, egoísta y cruel, una región hostil al genio, una barrera de odios y miserias ...

así, un mundo que no había de servir a su ambición, no era su mundo;

lo que no vivía para él, no vivía en él;

el mundo terminaba en las fronteras de sus sueños ambiciosos; el resto, que sufriera ¿qué le importaba? que desapareciera ¿qué perdía? ni una lágrima habría dado por ese mundo; su muerte lo habría dejado tranquilo, como su infortunio. En su egoísmo olímpico, aislado en la torre de marfil de su soberbia ¿qué le importaba todo lo que caía, moría o se hundía bajo sus pies si no había de ser pedestal suyo?

Para él, el mundo era él, y más allá de su ambición, el desierto de las almas...

la Ambición, he ahí el alma, el objeto, la medula de su vida;

y ella abría dentro de él, sobre él, al frente de él, sus alas desmesuradas, y lo llenaban todo;

de todas sus pasiones, era la única que vivía con vida poderosa, inextinguible; había domado el Amor, desdeñaba la riqueza; la Gloria, era una querida demasiado dócil, que lo hastiaba;

era hacia la Autoridad que volvía sus ojos dominadores;

todos sus sueños hoscos se cernían sobre su pueblo, como una bandada de buitres sobre un aprisco;

la Autoridad es el último amor de las almas superiores;

es la ardiente Sulamita, que calienta el lecho real, ya vacío para el Amor;

el desdén se diluye en esta aspiración acre y violenta hacia el dominio, el desprecio se hace cólera, y el Dominador, el deseado, se alza, surge de la misma crisálida rota, donde ha muerto el Soñador, el pobre soñador desencantado...

el bramido bestial de la multitud en cólera, es el único rumor capaz de halagar el alma y los oídos del fuerte, del hombre superior, nacido para ser el Domador, de ese monstruo somnoliento;

la Anunciación viene a las grandes almas, en la hora suprema del dolor;

cuando todo cae, todo vacila, todo se hunde, y el alma misma de la Patria va a morir, y tendidos los brazos al cielo pide un Salvador, un Salvador...

el gran Anunciador, el arcángel con las alas de sueños, baja a la roca agreste, donde medita el solitario, absorto ante el desastre, y mostrándole el campo en ruinas, le murmura: Tu es ille vir. Tu es ille vir. Tú eres ese hombre... y le muestra con su espada de fuego el camino augural de la Victoria.........................................


Al contacto de ese sueño, su Ambición se diluía en cólera, en una cólera voluptuosa y tiberiana, y a la visión de las manos tendidas para aplaudirlo, tendía él la suya, pálida y fría, como buscando la garganta de la Bestia para estrangularla...

había ya incubado bastante el sueño de la Acción, debía principiar para él: la acción del Sueño;

la victoria del Esfuerzo sería suya;

vibraba en su alma el himno del combate;

iba hacia la multitud, como un tigre hacia el rebaño;

su culto estéril y ardiente por la libertad se había convertido, después de sus grandes desilusiones, en la cólera santa de un asceta, que perdiera la fe en su Dios, después de haberle consagrado su vida toda;

el yugo dogmático del Principio se había roto en él;

y su sueño se había condensado en esta fórmula: dominar para libertar;

iba hacia su sueño, como un león hacia su presa;

sólo hay un hombre capaz de dar la libertad, aquel que ha sabido conquistarla para sí. Él había concentrado en sí toda la libertad, y podía darla, ¿darla? no: imponerla;

no tenía el alma bastante simple, para entregarse a la multitud en holocausto;

la boca de la muchedumbre no era bastante para darle su corazón a devorar;

llegar por la Autoridad a la Libertad: tal era su Ideal;

ser el libertador, después de haber sido el dominador... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


Y empezaban a llegar a él voces lejanas y fuertes...

el olvidado comenzaba a ser deseado; el perseguido comenzaba a ser comprendido;

el solitario que había visto correr en el olvido del dolor los largos lustros pitagóricos de que habla Èmerson, veía llegar hasta él ondas rumorosas de admiración y de recuerdos;

vientos de frondas florecidas venían hasta el desierto de la Esfinge;

y el pensador miraba inquieto ese vertiginoso movimiento de la rosa náutica del día.

–Todo llega, todo pasa, decía él, todo es triste. ¡Oh dolor de la nada de la vida!


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Y las voces continuaban en llegar, exultantes y sonoras, llamando a la acción el grande espíritu, que había sembrado el germen de sus sueños redentores en los cerebros aptos para la fecundación prodigiosa del Bien;

todos los que habían bebido en la onda luminosa y ardiente de su prosa evangelizadora y viril, se volvían hacia él, diciendo:

–¡Maestro! henos aquí. Somos los seducidos de tu genio;

todos los que habían aprendido en la tempestad de su cólera y en la noche negra de sus odios santos, a aborrecer los conculcadores del Derecho, le gritaban:

–¡Maestro! henos aquí. Somos los legionarios de tu Verbo;


todos los que habían seguido, trémulos de admiración y de respeto, su vida nómada y augusta, llena de combates y dolores, le decían:

–¡Maestro! ¡henos aquí! Somos el coro de los fuertes, formados por la fortaleza de tu Virtud;

y todos le decían:

–¡Maestro! henos aquí. Por ti creemos en la belleza, en la Libertad y en el Bien. ¡Maestro! por ti creemos;

y aquellos corazones juveniles, que se abrían a su paso como flores, aquellos brazos que se tendían hacia él, como oriflamas de fuego, aquellas voces que lo llamaban, como rumor de olas poderosas y llenas de misterio, lo atraían y le imponían. Sentía la responsabilidad de las cosas decisivas;

y ansiaba volar hacia la acción, hacia las grandes realizaciones de sus sueños expectantes;

¡partir! Ir a la lucha, ¿no era eso lo único digno de su gloria y de su nombre?

en el desastre completo de todas sus ilusiones, ¿no era esa la única vía de Esperanza, el único camino hacia la Vida?

desesperanzado, triste, ante ese escollo en que se estrellaba su pasión carnal, partir era la solución definitiva, la única salvadora, para acabar con esa simiente de prama, que empezaba a desarrollarse en el seno de su vida;

él odiaba los amores que se hacían dramáticos, y las complicaciones sentimentales le daban un horror invencible, una inquietud colérica y rencorosa;

si la condesa era inaccesible ¿a qué continuar la ascensión hacia ella?

si su corazón de él era incapaz de un amor sentimental y puro, ¿a qué continuar en esa intriga romántica, que repugnaba a la lealtad de su carácter?

la condesa lo amaba con una de esas pasiones que tienen sello de fatalidad y de tragedia. Eso le daba miedo y piedad;

Irma lo odiaba con uno de esos odios inocentes, que son uno como presentimiento del mal;

¿no debía devolver la paz a esas dos pobres almas, perturbadas por él?

para Ada, la paz era la muerte. Él lo comprendía, y retrocedía ante aquel crimen inútil;

¡oh! aquella pobre mujer, aquella alma de pureza y de fe, aquel corazón de sacrificio, que había llegado tarde al jardín encantado de la pasión, llenándolo de llamadas desesperadas a la Vida y al Amor fugitivos,

tendiendo las alas hacia la idealidad de un sueño imposible en su castidad; aquella alma tierna, sumida en una hipnosis divina, que había condensado su vida en este amor, formado de todas las nostalgias de la esterilidad anterior de su corazón, no sobreviviría a esta brusca caída en el abismo insondable de una realidad desoladora;

él amaba aquella mujer, la amaba con la única forma de Amor posible a su cerebro: el deseo. Única luz que podía alumbrar un ídolo, en el silencio mortal de su corazón. no sentía el triste valor de asesinarla;

sin embargo, después de aquella escena violenta en que él había quedado ofendido, ardiente de deseos, y la había dejado partir sin perdonarla, sentía la necesidad de acabar aquellas relaciones que no conducían a nada, que desviaban y debilitaban sus energías, y perturbaban horriblemente sus nervios y su cerebro;

no imploraría más;

todo sería acabado;

sería otro sueño vivido; algo muerto que rodaría otra vez sobre su corazón, sobre su pobre corazón amortajado;

y, después que hubo escrito y enviado a la condesa la carta dogmática y fría, insensible e hiriente, como la hoja de un puñal, sintió que algo lloraba en su corazón y gritaba en sus entrañas!

la voluptuosidad que deja de ser un suplicio ¿es la voluptuosidad?

sólo aquel que la ha creado con el mundo puede saberlo;

y, como si hubiese abierto una puerta sobre el abismo, la realidad hizo irrupción en las sombras de su alma;