Las ovejas y las rosas del padre Serafín
-¡Ya lo traen! ¡Ya lo traen!
-¿Por dónde?
-Por el cementerio. Dicen que lo alcanzaron en el cementerio.
La multitud, fatigada, nerviosa de tanto esperar, se arremolinó y empezó a deshacerse. La mayor parte, sin darse cuenta de lo que hacían, caminaban de arriba abajo por el camino real, pero sin salir de él, o daban vueltas, como buscando una moneda que se les hubiese extraviado, alrededor del mismo punto. Otros corrieron por las calles que del camino real suben a la plaza de la iglesia.
Algunos fueron a reunirse a los que, en coro, y con la más loca agitación, discutían frente a la fachada de la iglesia, en un altozano. Entretanto los pulperos, a la voz de "ya lo traen" cerraban y atrancaban por dentro sus pulperías. Y después de cerrar, ninguno se quedaba dentro: salían a sumarse a la muchedumbre armados, el uno de revólver, el otro de un varal de araguaney, los más con el filoso cola-de-gallo. Don José, el más respetable por la edad, la hacienda y la virtud, se paseaba en mangas de camisa por el corredor de su establecimiento. Provisto de un corto y fuerte cuchillo de caza, decía:
-Es necesario hacer un ejemplar. Es necesario un castigo. No se debe dejar sin castigo una cosa tan fea. En este pueblo no había pasado nunca.
-¡Nunca! Es verdad... Es necesario un castigo -coreaban los otros.
De repente, sobre el coro, se alzó rasgando la sutil seda del aire estival una voz airada y plañidera. A la puerta de una casita, hacia el fin de una de las calles que van a la plaza del pueblo, una vieja mulata canosa, con desgreñada cabeza de Medusa, vociferaba:
-¡Saturno! ¡Saturno! ¡La sangre de mi hijo! ¡Cobren la sangre de mi hijo!
-¿Quién es?
-¡Hombre! ¿Quién va a ser? ¿Quién va a ser sino Higinia? ¡La pobre vieja!
Algunas mujeres aparecieron a las puertas de sus casas, dándoselas de animosas. Otras optaron por quedarse detrás de los portones, viendo a través de las junturas, o se asomaban a los postigos de las ventanas con rostros lívidos de miedo. Unas cuantas, excitadas por los lamentos de Higinia, surgieron detrás de las bardas de un corralón que interrumpía rústicamente el marco de la plaza. Vomitaban denuestos y amenazaban con los puños.
-Pero, si lo cogieron, ¿por qué no lo traen? Uno de los que habían ido hasta el corro del altozano volvió, advirtiendo que era falsa la noticia.
-Dicen que lo cogieron allá, al pie del Ávila, en la Sabana de los Muertos, en donde enterraban a los muertos del cólera y de la fiebre amarilla, no en el camposanto-. Y explicando así, tendía la mano al cerro, en dirección de un punto de la sabana yerma y ardida que hay al pie del Ávila, donde un solitario bambú derrama sobre los muertos la fresca sombra musical de sus cañas armoniosas.
-Pero, ¿cómo sabes que lo cogieron allá arriba? -Por uno que se vino a la carrera, atravesando los cafetales y llegó al pueblo hace poco. -¡Pero, señor! ¿Qué ha hecho ese hombre para que lo persigan ansina?
La gente, descorazonada con el anuncio de ser falsa la noticia, desahogó su mal humor contra el que hacía inocentemente la pregunta. Era un cambujo que, ignorante del suceso y no pudiendo discernirlo entre tantos y tan vagos rumores, acababa de meterse en el corazón mismo del gentío, a horcajadas en su asno. En cosa de un segundo, ni él ni su asno pudieron moverse, estrechamente rodeados por la turba como por una improvisa y viva fortaleza erizada de cólera.
-Mire, socio, no venga con esa... preguntica -saltó otro zambo, con un tono entre de rabia y de zumba-. No se haga el inocente, que aquí no queremos quien tenga tratos con el diablo. ¿Usted como que es también de la cuerda? ¡Ojo e grillo!
-¿Yo tratos con el diablo? ¡Ave María Purísima! ¡Si yo no sé lo que ha pasao! ¡Si yo vengo, ahorita, de más allá del Guaire, de coger maíz en mi conuco!
-Lo hubiera dicho antes, ño Carrizo.
-¡Si es el compadre Nicasio! -dijo otro, y se preparó a referir el suceso-: pues el hombre que los muchachos persiguen no es del pueblo, compadre. Nadie sabe de dónde vino. Unos dicen que de Caucagua, otros que de Higuerote, otros que del Tuy.
-Pa mí, que es un espía de los godos -declaró Miguelito, un negro alto y robusto como una torre de basalto que, meses atrás, en plena guerra, fue el terror de los más acaudalados terratenientes vecinos, a quienes de tiempo en tiempo desvalijaba, apellidándolos godos. Con su interrupción recordó que la guerra no estaba terminada todavía, aunque el jefe liberal hubiera entrado en Caracas en triunfo, porque todavía erraban por toda la república algunas buenas partidas de las tropas conservadoras dispersas-. De seguro que es un espía.
-Ni se sabe cómo se llama -continuó el narrador.
-Se llama Heriberto Guillén.
-A mí me dijeron que Julián Perdomo. -¡Bueno!, pues no sabemos ni de dónde vino, ni cómo se llama. Llegó y se convidó jugar con nosotros en el corredor de la pulpería: ahí mismito estábamos nosotros limpios como unas patenas, y él con todos los reales.
-Tendrá buena suerte, compae Pechón. -¡Qué suerte ni suerte! La suerte se la echaba él a los dados, porque les hacía con las manos, ¿ya usté ve?, así, de cierto modo, y parece que les rezaba también oraciones de brujo, porque los dados paraban también contra nosotros. Ya usté verá, compadre, que el hombre es de verdá, verdá, un brujo. ¡Bueno! Pues ya el hombre se levanta para irse, con la cobija en el brazo izquierdo. y el machete en la otra mano cuando Saturno, muy caliente y con razón, ¡caray!, le dijo: "Párese ahí, socio. No se vaya sin que nos dé nuestros reales, ¿oyó?, los reales que nos ha robado con su brujería".
Entonces el otro, un poquito amoscado, le contestó: "Yo no he robado a nadie: esos reales me los ha dado la suerte, y no más que a la suerte se los doy". "Pues yo seré la suerte, so negro, porque ahorita mismo vas a darme lo que malamente nos quitaste", le gritó Saturno, saltándole encima. Pero el otro ya estaba en guardia con su machete, con el que se tapaba a sí mismo mientras lo dirigía al pecho de Saturno.
Al mismo tiempo le decía a Saturno, como adulándole: "¡No se meta, catire, no se meta, catire, que yo no lo quiero cortar, y si se mete se corta!". Y como Saturno era tan arrojado, se metió, y como el otro fue tan sinvergüenza que no quitó el machete y lo dejó siempre de punto, punta fue, que Saturno cayó redondo y que ahí lo está llorando la pobre Higinia. Todos nosotros nos tiramos encima del hombre, y después de mucho trabajo le quitamos el machete. ¡Bueno! Pues ahora es cuando usté va a ver, compadre. Forcejeando y forcejeando con él, yo lo agarré por el pelo, tan duro, que tres chicharroncitos se me quedaron en las manos. Yo los tiré al suelo, y ¿sabe usté lo que entonces pasó, compadre? ¿A que no adivina? Pues que los tres mechoncitos de pelo echaron a correr convertidos en ratones.
-¡Ave María Purísima!
-Como se lo digo: eso, todos lo vieron. -Es verdad, es verdad -asintió el coro.
-Ahora, dígame, compadre, si el hombre es o no es brujo. Y no puede ser sino por brujo que, cuando ya lo teníamos como asegurado, se nos despegó, disparándose a correr que ni una ardita. Detrás de él se fueron los muchachos. Y ahora dicen que lo traen, porque lo alcanzaron, ya para esconderse dentro del monte en la Sabana de los Muertos.
Las cosas habían sucedido más o menos como a su compadre Pechón se las contaba Nicasio. La noticia del mal fin de la pendencia, ilustrada con la descripción del negro trashumante a quien se pintaba como asesino, caco y brujo, se difundió eléctricamente por el pueblo, suscitando en los corazones el deseo de venganza de aquel extraño que era a la vez caco, brujo y asesino.
La casa rectoral fue la única no invadida por el clamoroso y unánime deseo de venganza. El padre Serafín trabajaba en su huerta. Labraba los terrones, mientras una vieja hermana suya, que era al mismo tiempo su ama de llaves, refunfuñaba y a disgusto, le aderezaba una camisa. La de él -porque de tanto darlas jamás lograba tener sino una- se la había dejado la noche antes a un enfermo a quien administró óleos.
Cuando sonó la algazara de los mozos corriendo detrás del forastero fugitivo, dejó por un momento el trabajo, y se informó de lo que era.
-Son los muchachos del pueblo que andan tras de novillos desgaritados -le dijo su hermana, afirmándole para no dejarle salir, lo que en la mente de ella no era sino una hipótesis. Por ser lo que pasaba a menudo, eso dijo ella, y él sin dificultad lo creyó, de modo que impávido continuó con su azadita de jardinero escardando la huerta que era al mismo tiempo huerta y jardín como su alma. El descansaba en la creencia candorosa de una armonía íntima de su alma con el alma del pueblo. Porque esta alma en que él ingenuamente sentía el reflejo de la suya, se la representaba de igual manera que se representaba al pueblo: como una flor de idilio.
Visto desde las faldas del Ávila, cuando el bucarl se engalanaba de verde, el pueblo era, con sus techos rojos y orlado de haciendas de café, un rubí en lo hondo de una copa de esmeralda. Ahora, porque el bucaral flameaba de flor, fingía más bien una taza de pórfido o una florida cesta de púrpura.
Entretanto, a lo lejos, el Ávila, sobre el paisaje de las haciendas y del pueblo agitado, surgía con la calvez de la cima y en la imponderable pureza de la luz, claro, fuerte y sereno, como un incorruptible testimonio.
Hacia el altozano se agregaron unos cuantos rústicos más a los primeros perseguidores. Detrás del fugitivo, penetraron todos en los fundos que están al norte del pueblo. La cáfila ululante corrió por los cafetales, al principio en una verdadera fuga de locos. Luego, uno de la chusma ideó, y a gritos comunicó su idea a los demás hasta que llegaron a entenderse, organizar la persecución con todas las reglas de una cacería. Tratábase de estorbar que se escapara la pieza.
Mientras unos debían seguir los callejones, otros remontarían el cauce de una quebrada seca y los otros irían por dentro de los mismos cafetales. Debían hacer, deshacer y rehacer paranzas a medida que lo exigieran las tretas del perseguido y la índole del terreno. Algunos, en el ímpetu de la carrera, se destocaron, y no se detuvieron a recoger el caído sombrero de cogollo. Otros llevaban las ropas desgarradas encima de los torsos medio desnudos. Los bucares florecidos, en su perenne despojarse de flor, fugazmente esmaltaban de sangre la nieve, o el ébano lustroso, o la canela oscura de los cuerpos. Los cazadores, para enardecerse a sí mismos, y a la vez para aturdir a la pieza en fuga, llenaban el cafetal con insistente vocería. De tiempo en tiempo, sobre la vocería de los hombres detonaba, en lo alto de los bucares, la algarabía de los pericos montañeses. Poco a poco el tropel fue empujando la caza fuera del cafetal y hacia arriba, a un punto en donde ya debían de estar apostados los que se adelantaran corriendo por la holgura de los callejones.
El fugitivo, ignorante del terreno, tropezando en los obstáculos conservaba, a pesar de todo, la ventaja, como si la suficiente malicia y lucidez para despistar a los otros la sacara del propio peligro. Los eludía y engañaba con rodeos en que no se alejaba sensiblemente del mismo punto. Más de una vez intentó ocultarse en lo hueco de un tronco. Pero cada vez alguno de sus perseguidores lo alcanzaba con la vista. Por fin se vio fuera del cafetal, a mucha distancia de los que estaban de facción, apercibidos a detenerse. Tuvo un momento de perplejidad en que se preguntó si no sería más cuerdo volver sobre sus pasos a enredarse y maltratarse de nuevo en el cafetal enfadoso, porque su instinto silvestre y seguro le advirtió mayores peligros en aquel paraje abierto que delante de él subía hasta los mismos pies del Avila. Su perplejidad sirvió a los otros. Ya estaban cerca. Y él no pudo sino seguir adelante, por lo abierto, sintiendo en los talones la furia de la traílla.
Atravesaba el Pedregal, región salpicada de exiguos y dispersos cafetalitos, a la vera de cada uno de los cuales hay un rancho como una paloma gris que a la sombra de la escasa arboleda se acurruca. Por todas partes, en las más límpidas tierras de labor, saltan enhiestos peñascos y reluce al ras del suelo el pedrisco.
Una inmensa mole avileña parece en prehistóricos tiempos haber caído retumbando de la cumbre a partirse en fragmentos infinitos en el hondo estupor del valle. En algunas partes, los labriegos han hecho montículos y pirámides con el pedrusco; en otras lo han dispuesto y amontonado en paredones que hacen de aledaños a las tierras labrantías. Por ahí corrió el negro, desesperado cuando se dio cuenta del gran número de enemigos, tropezando unas veces en el peñascal, pasando otras veces como un milagro del viento por encima de los paredones. A las puertas de los ranchos acudieron otros hombres atraídos por la grita de la turba, y casi todos, por comunión con los del pueblo, se agregaron a los cazadores del negro fugitivo.
Gracias al refuerzo que de esta guisa recibían de pronto, y a los movimientos más fáciles en aquel paraje abierto, los perseguidores traquearon y acosaron como a un ciervo perseguido, hasta verlo estrechamente acorralado. Abrumándolo con sus gritos de muerte, casi lo tocaban ya con las manos, cuando él, derribando a uno de un puñetazo, y dando a la derecha un salto inverosímil, se internó en los grandes cafetales nuevamente.
Por la primera vez, ya dentro del cafetal, osciló, remolinó y se paró desconcertada la turba. Algunos empezaron a encontrar inútil su carrera fatigosa, imaginando en salvo a la pieza y borrada su pista, cuando volvieron a ésta por unos gajos rotos y manchados de sangre. El hombre, a su entrada en el cafetal, se había destrozado las ropas y desgarrado profundamente las carnes contra las espinas de un naranjero. Debía de estar no muy lejos, al abrigo de las frondas... Y además del rastro de sangre que iba marcando sus huellas, lo denunció el bullicioso vuelo de una bandada de pericos. A la bulla de los loros montaraces y a la algazara de los hombres encaminados otra vez con seguridad sobre u pista, el negro trashumante corrió de los podridos troncos de bucare, entre los que se disimuló por un momento, a guarecerse entre las altas raíces de un matapalo, que sobresalían de la tierra y a flor de tierra se desparramaban como los tentáculos de un pulpo. Mas, como los otros lo vieron antes que él tuviera tiempo de ocultarse, de nuevo se encontró forzado a correr, a correr siempre, despedazándose las ropas, rompiéndose las carnes contra las matas de café y algunos árboles de espinas, turbado y entontecido por los otros que, detrás de él y progresivamente lo empujaban de la densa maraña del arbolado hacia lo limpio del barbecho.
Fue entonces cuando voló al pueblo y en el pueblo se esparció la noticia de habérsele cogido, porque él mismo se vio y los demás lo creyeron cogido en lo limpio de la sabana. Sin embargo, también en la Sabana de los Muertos logró escapar, descolgándose, para correr después quebrada abajo por la peñascosa del Pajarito. Palomas acogidas a sestear al frescor de la quebrada volaron hacia el Ávila en sesgo vuelo de susto. En la carrera, el negro miró centellear, bajo una ceja de verdura, el ojo contemplativo de un pozo, y se precipitó al brillo del agua como un venado sediento. No pensó ya sino calmar el martirio de la sed. Y cuando lo hubo calmado y se halló de nuevo en pie, como si juzgara imposible su fuga, o estuviese resignado a rendirse, en vez de seguir la carrera, dio el frente a la frenética jauría humana.
-¡No me maten! ¡No me maten! Yo no lo corté: él se cortó porque quiso. Yo soy un hombre honrado. Yo no les robé a ustedes los reales; la suerte me los dio.
El se cortó a sí mismo: yo no hice fuerza con el machete, ninguna.
Cuando acabó de hablar se hallaba rodeado por toda la pandilla y con las manos a la espalda atadas con cordeles y correas a estilo de esposas. Bajo la gritería jubilante de escarnio, uno de los perseguidores furiosamente vengaba su ropa hecha trizas, arrancando y esparciendo los andrajos que al hombre quedaban de la suya.
-Vamos al pueblo, para que digas eso que ahora dices, a ver si te hacen caso -le sopló otro en la nuca, mientras le daba tal empellón, que el hombre sin el equilibrio de los brazos, bamboleó y estuvo a punto de caerse.
-Yo me entregué, ¿por qué me maltratan?
La respuesta se la dio un charro en una bofetada terrible: -¿Por qué no te escapas ahora? Anda, vete: válete de tus artes de brujo.
Unánimes carcajadas de mofa saludaron esta salida, y una lluvia de bofetadas empezó a caer sobre el prisionero.
-Anda, hombre, haznos una brujería -le dijo Bartolo el pesador de carne del pueblo, y le tiró de una oreja, tan brutalmente, que la oreja medio desprendida lloró un chorro de púrpura sobre el ébano de la cara. Ebrio de dolor, el hombre se tambaleó, sofocando un alarido. Su rostro de negro asumió, en la súbita palidez, el tono de la ceniza, mientras los labios rayaban la ceniza de la faz con una blancura espantosa.
-¡No me maten! ¡no me maten! ¡Por Dios! Yo no soy brujo. No es verdad. Yo no soy brujo.
Y como el hombre hiciera un esfuerzo por desatarse las manos y huir, el mozo de la pesa de carne le labró con un cuchillo un sedal en el vientre, a la vez que otro le asestaba un machetazo tan tremendo en los hombros que una verdadera ola de tibio carmín saltó, repartiéndosele por el pecho y la espalda.
-¿Qué es eso, muchachos? ¡No lo maten! ¡Déjenlo! ¡Déjenlo! -clamó una especie de albino a quien llamaban el catire Facundo, y se constituyó en el jefe de la banda, con un gesto y un grito-. ¿Por qué lo van a atar? ¿No ven que tenemos que llevarlo para el pueblo? ¿Qué dirán los otros? Quítese de ahí, socio, y no vuelva con sus machetazos. ¡Carama!, por un tris lo deja frío. Y a echar palante, que se hace tarde, y nos están esperando en el pueblo. ¡Alza, arriba, y al pueblo, muchachos!
De ahí se apresuraron unos cuantos a llevar noticias al pueblo. Algunos se les habían adelantado, y otros les imitaron después, de suerte que en la población a cada instante se recibían noticias de cómo, cuán y por dónde venían los mozos con el brujo. La multitud, estacionada en el camino real, fue poco a poco subiendo por las distintas calles, para apiñarse en el extremo norte de éstas en la plaza misma. De ese punto verían cuando llegaran los otros por la parte opuesta.
Entretanto los otros avanzaban hacia esta parte del pueblo por los callejones de la hacienda vecina, los guardianes, abrumando a golpes, a risas de sarcasmo, a motes de burla al prisionero, y el prisionero, silencioso, desangrándose y tiñendo el suelo de púrpura, mientras los bucares florecidos lloraban sangre sobre todos. Por un acuerdo tácito, en el pueblo procuraban todos que el cura no supiese nada.
Solo uno, obedeciendo a un escrúpulo tardío, a última hora y por trascorrales, anunció al desprevenido pastor cuanto pasaba entre las ovejas. Y el haz de noticias entró como un puñal en el corazón del cura.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -balbuceó en el dolor de un repentino y profundo arrancamiento, y corrió desolado hacia la puerta de la calle.
La multitud rompía en la plaza, inundándola de clamores:
-¡Muera! ¡Muera!
En el portal de la tahona vociferaba la cabeza de Medusa:
-¡La sangre de mi hijo! ¡La sangre de mi hijo!
El padre Serafín desde la puerta de la rectora, siguió con los ojos a la multitud que corría hacia el altozano del pueblo. Volvió sus ojos a ese punto, y allí, cercado de forajidos de facciones bestiales y de ropas en flecos apareció el hombre. Al verlo, chorreando sangre y casi desnudo, vivo Ecce-Homo, sanguina monstruosa en fondo de sepia, el padre Serafín, turbadísimo, abrió los brazos en cruz y cayó de rodillas frente al hombre como ante una aparición del Crucificado:
-¡Dios mío, perdón! ¡Dios mío, perdón! ¡Qué han hecho!
Viejos, muchachos, cuantos habían esperado en el camino, subían en tumulto adonde estaba el hombre, a desquitarse en él del ansia de la espera. Las comadres que se esquivaban hasta ahí detrás de las junturas de las puertas, o se asomaban a los postigos de las ventanas, recorrían ahora las calles y aumentaban el tumulto, cual si a la vista del hombre sangriento se hubieran sentido animosas.
Algunas portaban machete o cuchillo. Una de ellas avanzó hacia el mismo pecho del brujo, y lo escupió en la cara. Ante el salivazo agresivo y el persistente avance de la multitud, el miserable, temblando de terror, prorrumpió en una queja:
-¡Si me van a matar, Dios mío, no me dejen morir sin confesión!
Facundo creyó de ley cumplir la voluntad religiosa del reo, y fue en busca del padre Serafín, para que éste oyera en confesión al brujo. El padre Serafín iba y venía como un loco por la plaza, amonestando a unos, reprendiendo a otros hablándoles de amor, persuadiéndoles caridad, sin que ninguno lo entendiera.
Por último se enderezó al altozano, y desde ahí comenzó a predicarles, volcando el ingenuo y cándido jardín de su corazón sobre el fosco oleaje de la turba.
-¡Hombres! ¡Hermanos! ¿Qué habéis hecho? Yo creía que las palabras de flor, que todas las florecitas del Padre Seráfico, a quien está consagrado este pueblo, yo las había guardado por siempre en vuestros corazones como en relicarios vivos. ¿No os he dicho yo que es gran pecado verter la misma sangre de las tórtolas? ¿No os he dicho que es gran pecado cortar inútilmente los árboles mismos, como vosotros lo hacéis a la orilla de los tablones, para mantener en alto y a vista el machete, porque la savia y la resina que manan de un árbol herido son la sangre y las lágrimas del árbol? Pues ¡cuánto mayor pecado no será, oh, hermanos, derramar la sangre precio-, aluna del hombre!
Nadie le oía. Algunos aprobaban por hábito, por .fórmula, pero de un modo extraño, sonriendo. De pronto, alguien le habló detrás; era el catire Fa-Padre Serafín: venga a confesarlo.
-¿A confesarlo? ¿Acaso va a morir?
-De morir tiene: ha robado, ha matado y es brujo.
-¡Hombres! ¡Hermanos! ¡Por Dios! ¡No hay brujos: eso de los brujos es mentira, superstición e ignorancia! Y si ese hombre ha matado y ha robado, para él hay jueces. ¿Por ventura sois jueces vosotros? ¡No, no hermanos! Al mismo criminal debemos amor en el nombre de Cristo. Vamos a lavarle la sangre, que no solo a él sino también a todos nosotros nos mancha, y después de lavarlo con nuestras manos y de pedirle perdón, besándole los pies con nuestras bocas, lo entregaremos a los jueces.
-¡Qué jueces ni jueces, padre! ¿Usted no recuerda cómo están las cosas?
En esas palabras el padre Serafín recibió de la realidad un golpe rudo. Era el fin de una guerra de años. La revolución, aunque triunfante en la capital, no acababa nunca de constituirse en gobierno. Mientras tanto las aldeas, y en las aldeas los hombres, administraban justicia por sí mismos.
-Suponiendo que los muchachos lo dejaran llevar para Caracas, o se puede ir en el camino, o en Caracas lo sueltan como un estorbo. Dígame, pues, si lo va a confesar o no. Además, de todas maneras va a morirse, porque... yo creo que tiene agujereada la panza.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró el padre Serafín en la angustia de no hallar medio de salvar al hombre.
De repente, el hombre dijo: -Tengo sed.
-¿Oís? ¿Oís, hermanos? -aventuró el cura-. Son las mismas palabras de Jesús en la agonía. ¿Qué diríais vosotros, oh, hermanos, qué diríais vosotros, si hubieseis injuriado, maltratado y herido al mismo Jesús en la figura de ese hombre? -No diga eso, padre, ¿Cristo negro?
-¿Por qué no? El no murió por éste o por aquél, sino por todos: él es de todos los hombres y de todas las razas.
-Pero no había matado, ni robado, ni. . . Facundo pensó agregar "ni sería brujo", pero se guardó de ello para no impacientar más al padre Serafín. Este pensaba: "¿Qué hacer? ¿Que hacer, Dios mío?" El cacique del pueblo, que siempre con mucha deferencia le oía, estaba lejos, guerreando. El que hacía ahora las veces de Jefe Civil, formaba entre las peores cabezas del tumulto. No le ocurrió sino un medio: "quizás en la iglesia no se atreverían".
-¡Bueno!, voy a confesarlo. Llamen al sacristán para que abra la iglesia.
-No, padre -advirtió Facundo-. Los muchachos han pensado ya que no debe ser en la iglesia. Quieren que sea en el mismo camino real, casa de don José, en la trastienda de la pulpería.
-Pero ¿qué intentan ustedes, hermanos?
Los más próximos bajaron la cabeza. La voz del hombre tornó a oírse:
-¡Tengo sed!
Y el padre Serafín, ya sin esperanzas de salvar al hombre, echó a correr hacia la casa parroquial en busca de un vaso de agua. Cuando volvió a salir con el agua, a través de la plaza descendía la lúgubre procesión; el hombre a la cabeza. El padre se acercó al prisionero, y después de darle el agua, que el hombre sorbió con furia, se abrazó a él y fue protegiéndolo con su cuerpo hasta la entrada de la pulpería.
-Mire, padre, si el hombre no es brujo -gritó un desalmado, y arrancándole un mechón de pelo al miserable indefenso lo tiró al aire. Todos, en el soplo de la brisa, vieron al mechón reciamente ensortijado convertirse en un murciélago.
Durante la confesión, el pueblo en masa esperaba en la calle, con el sordo y grave zumbar bullente de cólera de una enorme colmena.
El padre Serafín, acabada la confesión, apareció en la puerta:
-¡Por última vez, hermanos! Por última vez, oíd: ese hombre está sin pecado. Os lo juro. Ese hombre es inocente. Ya lo habéis matado y está moribundo. Por las gloriosas llagas de Cristo, por nuestro santo patrón, dejadle morir en paz.
Dejadle morir en paz, o la sangre de ese hombre caerá sobre todos nosotros, caerá sobre este pueblo por los siglos de los siglos.
Con un esfuerzo heroico, el hombre se levantó de su lecho de agonía y surgió detrás del cura en el vano de la puerta.
-Sí, sí, ¡perdón! ¡Morir en paz! -balbuceó lamentablemente.
Y como el padre Serafín se apartara un poco, el hombre cayó hacia afuera y de soslayo, presa de mortal vahído. Uno del motín, que se hallaba cerca, imaginando o pretextando imaginar una agresión, paró al hombre en su machete, y saltó un chorro de sangre tal, como no lo sospechara nadie en aquella negrura que ya no era más que un pálido montón de ceniza. En confusión laberíntica se precipitó la turba al husmeo de la sangre. El histérico paroxismo de las mujeres predominaba en el tumulto, que cesó cuando apenas quedaba del hombre en medio de la calle una masa inerte, rojiza y disforme. Una impura vieja desdentada hurgó con su machete la masa rojiza. mascullando:
-Dicen que los brujos se hacen los muertos, como los rabipelados.
Y de un tajo habilísimo al cuerpo ya exánime le mutiló el sexo.
El padre Serafín, pálido y de rodillas junto al cadáver, musitaba una oración, abiertos los brazos, clavados los ojos en el azul impasible. Algo dentro de su corazón palpitó, brilló y se apagó como una llamita trémula. Levantóse después, marchó hasta el altozano y lo cruzó de rodillas. AI llegar a la puerta del templo, se detuvo, y no osó penetrar en sagrado. En seguida salió del pueblo, rumbo a Ávila y caminó bajo el llanto de sangre de los bucares hasta perderse de vista.
En el éter, muy diáfano, parpadeó un lucero. El Ávila, con su calvez de la cima y en la imponderable pureza de la luz, claro, fuerte y sereno, se erguía sobre el paisaje como un incorruptible testimonio.
Al día siguiente, no se encontraba al padre Serafín en parte alguna. Había desaparecido. Muy turbados de conciencia, varios mozos del pueblo convinieron en salir juntos a buscarle. Después de tres o más días de vanas pesquisas por las quiebras del monte, lo hallaron en devota actitud al pie de un alto peñón que el Sebucán labra y pule con su perenne beso cristalino. Al oírlos acercarse y hablar, el padre Serafín volvió a ellos el rostro. Los acogió con semblante risueño, como si los aguardase:
-El Señor del cielo me ha distinguido entre todas las criaturas. Porque hice de mi pueblo un rebaño de suavísimas ovejas, mi padre San Francisco intercedió por mí para que el Señor me honrase como a él, dándome sus rosas divinas. Mirad.
Y el padre, sonriendo con aquella sonrisa de ciertas locuras dulces que debe ser la misma de la felicidad perfecta, a los del pueblo confundidos mostró las manos y el pecho desnudo en donde la aspereza y los abrojos del Ávila prendieron tres vivas rosas.