Tradiciones peruanas
Segunda serie (1893) de Ricardo Palma
Las orejas del alcalde


Crónica de la época del segundo virrey del Perú

I

La villa imperial de Potosí era, a mediados del siglo XVI, el punto adonde de preferencia afluían los aventureros. Así se explica que cinco años después de descubierto el rico mineral, excediese su población de veinte mil almas.

«Pueblo minero -dice el refrán-, pueblo vicioso y pendenciero». Y nunca tuvo refrán más exacta verdad, que tratándose de Potosí en los dos primeros siglos de la conquista.

Concluía el año de gracia 1550, y era alcalde mayor de la villa el licenciado D. Diego de Esquivel, hombre atrabiliario y codicioso, de quien cuenta la fama que era capaz de poner en subasta la justicia, a trueque de barras de plata.

Su señoría era también goloso de la fruta del paraíso, y en la imperial villa se murmuraba mucho acerca de sus trapisondas mujeriegas. Como no se había puesto nunca en el trance de que el cura de la parroquia le leyese la famosa epístola de San Pablo, D. Diego de Esquivel hacía gala de pertenecer al gremio de los solterones, que tengo para mí constituyen, si no una plaga social, una amenaza contra la propiedad del prójimo. Hay quien afirma que los comunistas y los solterones son bípedos que se asimilan.

Por entonces hallábase su señoría encalabrinado con una muchacha potosina; pero ella, que no quería dares ni tomares con el hombre de la ley, lo había muy cortésmente despedido, poniéndose bajo la salvaguardia de un soldado de los tercios de Tucumán, guapo mozo que se derretía de amor por los hechizos de la damisela. El golilla ansiaba, pues, la ocasión de vengarse de los desdenes de la ingrata, a la par que del favorecido mancebo.

Como el diablo nunca duerme sucedió que una noche se armó gran pendencia en una de las muchas casas de juego, que en contravención a las ordenanzas y bandos de la autoridad pululaban en la calle de Quintu Mayu. Un jugador novicio en prestidigitación y que carecía de limpieza para levantar la moscada, había dejado escapar tres dados en una puesta de interés; y otro cascarrabias, desnudando el puñal, le clavó la mano en el tapete. A los gritos y a la sanfrancia correspondiente, hubo de acudir la ronda y con ella el alcalde mayor, armado de vara y espadín.

-¡Cepos quedos y a la cárcel! -dijo.

Y los alguaciles, haciéndose compadres de los jugadores, como es de estilo en percances tales, los dejaron escapar por los desvanes, limitándose, para llenar el expediente, a echar la zarpa a dos de los menos listos.

No fue bobo el alegrón de D. Diego, cuando constituyéndose al otro día en la cárcel, descubrió que uno de los presos era su rival, soldado de los tercios de Tucumán.

-¡Hola, hola, buena pieza! ¿Conque también jugadorcito?

-¡Qué quiere vueseñoría! Un pícaro dolor de dientes me traía anoche como un zarandillo, y por ver de aliviarlo, fuí a esa casa en requerimiento de un mi paisano que lleva siempre en la escarcela un par de muelas de Santa Apolonia, que diz que curan esa dolencia como por ensalmo.

-¡Ya te daré yo ensalmo, truhán! -murmuró el Juez, y volviéndose al otro preso, añadió: -Ya saben usarcedes lo que reza el bando; cien duros o cincuenta azotes. A las doce daré una vuelta y... ¡cuidadito!

El compañero de nuestro soldado envió recado a su casa y se agenció las monedas de la multa, y cuando regresó el alcalde halló redonda la suma.

-Y tú, malandrín, ¿pagas o no pagas?

-Yo, señor alcalde, soy pobre de solemnidad; y vea vueseñoría lo que provee, porque, aunque me hagan cuartos, no han de sacarme un cuarto. Perdone, hermano, no hay que dar.

-Pues la carrera de vaqueta lo hará bueno.

-Tampoco puede ser, señor alcalde; que aunque soldado, soy hidalgo y de solar conocido, y mi padre es todo un veinticuatro de Sevilla. Infórmese de mi capitán D. Álvaro Castrillón, y sabrá vueseñoría que gasto un Don como el mismo rey que Dios guarde.

-¿Tú, hidalgo, don bellaco? Maese Antúnez, ahora mismo que le apliquen cincuenta azotes a este príncipe.

-Mire el señor licenciado lo que manda, que ¡por Cristo! no se trata tan ruinmente a un hidalgo español.

-¡Hidalgo! ¡Hidalgo! Cuéntamelo por la otra oreja.

-Pues, Sr. D. Diego -repuso furioso el soldado-, si se lleva adelante esa cobarde infamia, juro a Dios y a Santa María que he de cobrar venganza en sus orejas de alcalde.

El licenciado le lanzó una mirada desdeñosa y salió a pasearse en el patio de la cárcel.

Poco después el carcelero Antúnez con cuatro de sus pinches o satélites sacaron al hidalgo aherrojado, y a presencia del alcalde le administraron cincuenta bien sonados zurriagazos. La víctima soportó el dolor sin exhalar la más mínima queja, y terminado el vapuleo, Antúnez lo puso en libertad.

-Contigo, Antúnez, no va nada -le dijo el azotado-; pero anuncia al alcalde que desde hoy las orejas que lleva me pertenecen, que se las presto por un año y que me las cuide como a mi mejor prenda.

El carcelero soltó una risotada estúpida y murmuró:

-A este prójimo se le ha barajado el seso. Si es loco furioso no tiene el licenciado más que encomendármelo, y veremos si sale cierto aquello de que el loco por la pena es cuerdo.


II

Hagamos una pausa, lector amigo, y entremos en el laberinto de la historia, ya que en esta serio de Tradiciones nos hemos impuesto la obligación de consagrar algunas líneas al virrey con cuyo gobierno se relaciona nuestro relato.

Después de la trágica suerte que cupo al primer virrey D. Blasco Núñez de Vela, pensó la corte de España que no convenía enviar inmediatamente al Perú otro funcionario de tan elevado carácter. Por el momento e investido con amplísimas facultades y firmas en blanco de Carlos V, llegó a estos reinos el licenciado La Gasca con el título de gobernador; y la historia nos refiere que más que a las armas, debió a su sagacidad y talento la victoria contra Gonzalo Pizarro.

Pacificado el país, el mismo La Gasca manifestó al emperador la necesidad de nombrar un virrey en el Perú, y propuso para este cargo a D. Antonio de Mendoza, marqués de Mondéjar, conde de Tendilla, como hombre amaestrado ya en cosas de gobierno por haber desempeñado el virreinato de México.

Hizo su entrada en Lima con modesta pompa el marqués de Mondéjar, segundo virrey del Perú, el 23 de septiembre de 1551. El reino acababa de pasar por los horrores de una larga y desastrosa guerra, las pasiones de partido estaban en pie, la inmoralidad cundía y Francisco Girón se aprestaba ya para acaudillar la sangrienta revolución de 1553.

No eran ciertamente halagüeños los auspicios bajo los que se encargó del mando el marqués de Mondéjar. Principió por adoptar una política conciliadora, rechazando -dice un historiador- las denuncias de que se alimenta la persecución. «Cuéntase de él -agrega Lorente- que habiendo un capitán acusado a dos soldados de andar entre indios, sosteniéndose con la caza y haciendo pólvora para su uso exclusivo, le dijo con rostro severo: «Esos delitos merecen más bien gratiticación que castigo; porque vivir dos españoles entre indios y comer de lo que con sus arcabuces matan y hacer pólvora para sí y no para vender, no sé qué delito sea, sino mucha virtud y ejemplo digno de imitarse. Id con Dios, y que nadie me venga otro día con semejantes chismes, que no gusto de oírlos».

¡Ojalá siempre los gobernantes diesen tan bella respuesta a los palaciegos enredadores, denunciantes de oficio y forjadores de revueltas y máquinas infernales! Mejor andaría el mundo.

Abundando en buenos propósitos, muy poco alcanzó a ejecutar el marqués de Mondéjar. Comisionó a su hijo D. Francisco para que recorriendo el Cuzco, Chucuito, Potosí y Arequipa, formulase un informe sobre las necesidades de la raza indígena; nombró a Juan Betanzos para que escribiera una historia de los incas; creó la guardia de alabarderos; dictó algunas juiciosas ordenanzas sobre policía municipal de Lima, y castigó con rigor a los duelistas y sus padrinos. Los desafíos, aun por causas ridículas, eran la moda de la época y muchos se realizaban vistiendo los combatientes túnicas color de sangre.

Provechosas reformas se proponía implantar el buen D. Antonio de Mendoza. Desgraciadamente, sus dolencias embotaban la energía de su espíritu, y la muerte lo arrebató en julio de 1552, sin haber completado diez meses de gobierno. Ocho días antes de su muerte, el 21 de julio, se oyó en Lima un espantoso trueno, acompañado de relámpagos, fenómeno que desde la fundación de la ciudad se presentaba por primera vez.


III

Al siguiente día D. Cristóbal de Agüero, que tal era el nombre del soldado, se presentó ante el capitán de los tercios tucumanos, D. Álvaro Castrillón, diciéndole:

-Mi capitán, ruego a usía me conceda licencia para dejar el servicio.

Su majestad quiere soldados con honra, y yo la he perdido.

D. Álvaro, que distinguía mucho al de Agüero, le hizo algunas observaciones que se estrellaron en la inflexible resolución del soldado. El capitán accedió al fin a su demanda.

El ultraje inferido a D. Cristóbal había quedado en el secreto; pues el alcalde prohibió a los carceleros que hablasen de la azotaina. Acaso la conciencia le gritaba a D. Diego que la vara del juez lo había servido para vengar en el jugador los agravios del galán.

Y así corrieron tres meses, cuando recibió D. Diego pliegos que lo llamaban a Lima para tomar posesión de una herencia; y obtenido permiso del corregimiento, principió a hacer sus aprestos de viaje.

Paseábase por Cantumarca en la víspera de su salida, cuando se lo acercó un embozado, preguntándole.

-¿Mañana es el viaje, señor licenciado?

-¿Le importa algo al muy impertinente?

-¿Que si me importa? ¡Y mucho! Como que tengo que cuidar esas orejas.

Y el embozado se perdió en una callejuela, dejando a Esquivel en un mar de cavilaciones.

En la madrugada emprendió su viaje al Cuzco. Llegado a la ciudad de los incas, salió el mismo día a visitar un amigo, y al doblar una esquina, sintió una mano que se posaba sobre su hombro. Volviose sorprendido D. Diego, y se encontró con su víctima de Potosí.

-No se asuste, señor licenciado. Veo que esas orejas se conservan en su sitio y huélgome de ello.

D. Diego se quedó petrificado.

Tres semanas después llegaba nuestro viajero a Guamanga, y acababa de tomar posesión en la posada, cuando al anochecer llamaron a su puerta.

-¿Quién? -preguntó el golilla.

-¡Alabado sea el Santísimo! -contestó el de fuera.

-Por siempre alabado amén- y se dirigió D. Diego a abrir la puerta.

Ni el espectro de Banquo en los festines de Macbeth, ni la estatua del Comendador en la estancia del libertino D. Juan, produjeron más asombro que el que experimentó el alcalde, hallándose de improviso con el flagelado de Potosí.

-Calma, señor licenciado. ¿Esas orejas no sufren deterioro? Pues entonces hasta más ver.

El terror y el remordimiento hicieron enmudecer a D. Diego.

Por fin, llegó a Lima, y en su primera salida encontró a nuestro hombre fantasma, que ya no le dirigía la palabra, pero que le lanzaba a las orejas una mirada elocuente. No había medio de esquivarlo. En el templo y en el paseo era el pegote de su sombra, su pesadilla eterna.

La zozobra de Esquivel era constante y el más leve ruido lo hacia estremecer. Ni la riqueza, ni las consideraciones que, empezando por el virrey, le dispensaba la sociedad de Lima, ni los festines, nada, en fin, era bastante para calmar sus recelos. En su pupila se dibujaba siempre la imagen del tenaz perseguidor.

Y así llegó el aniversario de la escena de la cárcel.

Eran las diez de la noche, y D. Diego, seguro de que las puertas de su estancia estaban bien cerradas, arrellanado en un sillón de vaqueta, escribía su correspondencia a la luz de una lámpara mortecina. De repente, un hombre se descolgó cautelosamente por una ventana del cuarto vecino, dos brazos nervudos sujetaron a Esquivel, una mordaza ahogó sus gritos y fuertes cuerdas ligaron su cuerpo al sillón.

El hidalgo de Potosí estaba delante, y un agudo puñal relucía en sus manos.

-Señor alcalde mayor -lo dijo-, hoy vence el año y vengo por mi honra.

Y con salvaje serenidad rebanó las orejas del infeliz licenciado.


IV

D. Cristóbal de Agüero, logró trasladarse a España, burlando la persecución del virrey marqués de Mondéjar. Solicitó una audiencia de Carlos V, lo hizo juez de su causa, y mereció, no sólo el perdón del soberano, sino el título de capitán en un regimiento que se organizaba para México.

El licenciado murió un mes después, más que por consecuencia de las heridas, de miedo al ridículo de oírse llamar el Desorejado.