Las nueve
I El nocturno centinela De una torre que confina Con la morada de Sélner, El maestro de capilla, Con voz triste y compasada «Son las nueve», repetía. Y el eco vagaba entonces Por el bosque y la campiña. «Las nueve», dijo Adelaida: «Las nueve», Sélner decía: Y él dejó la flauta de oro Y ella el arpa marfilina. «Las nueve», exclamaba Sélner, »Hora de la primer cita »Víspera de amargo duelo, »Víspera de mi partida. »Para la imperial Viena, »Do a buscar fortuna y dichas »Para los dos, me llevaron »El amor y la osadía.» «Las nueve», dijo Adelaida: »Sábete que es la hora misma »Que de mi padre a los pies »Nos vio puestos de rodillas »Implorando su piedad; »Y su voz dulce y bendita »Quiso unir dos corazones »Que Naturaleza unía.» -«¿Te acuerdas», repuso Sélner. »De las notas expresivas »Del concierto que a la vez »Conmigo tocar solías?» -«Me acuerdo, porque es tan grato »Que los ángeles lo inspiran; »Del secreto de dos almas »Se formó su melodía.» Y los dos, sin consultarse, Con una magia instintiva, La flauta y el arpa toman Y modulan y suspiran. Tonos de recuerdos dulces Que se mezclan y combinan Como en el celeste Edén Angélica salmodia. Algunas auroras vuelan Con sus luces fugitivas, Y la salud de Adelaida Visiblemente declina. Las tristezas la consumen, Y la palidez marchita Los claveles de sus labios, Las rosas de sus mejillas. ¡Fue tan feliz! ¡Ah! No pueden Durar nuestras alegrías, Que son flores y las roen Insectos que las codician. Tocaba al ocaso el sol, Era la tarde sombría, Y aliviada se vio un tanto De sus dolorosas cuitas. -«Sélner», dijo la hermosura Con su celestial sonrisa, »Toquemos aquel concierto »Que mi sinsabor disipa.» Sélner vio brillar un rayo De esperanzas ya perdidas... De la fresca primavera El aura aromosa y tibia Por las ventanas entraba: La más regalada brisa De los árboles erguidos Verdes ramas conmovía, Y la estancia se vio llena De aquella esencia exquisita Que exhalan las frescas rosas En los aromosos climas. Mientras acordaba el arpa Dijo Adelaida, expresiva: -«Dulce amigo, si yo muero »Verás cómo el alma mía »Vuelve a bajar a la tierra »Para hacerse tu cautiva, »Que sin la tuya en el cielo »No quiere tener cabida.» Luego acompañó a la flauta Con tan docta maestría Cual jamás oyó el Amor En los jardines de Armida. Y al fin de una vibración De las concertadas fibras Ocultó en el seno hermoso Su faz, sin vigor ni vida. El alma se subió al cielo De aromas y de delicias, Del armónico instrumento Con los sones confundida, Y el nocturno centinela De la torre allí vecina, Con voz lúgubre y pausada, «Son las nueve», repetía. II Sélner no quiere vivir, Maldice la luz que brilla, Deja su hogar, pero vuelve, Que anhelando está la vista. Del sitio donde Adelaida, Como luna que se eclipsa, Le negó sus resplandores Entre las sombras perdida. Se ha cerrado en su aposento, No recibe las visitas, No es visto de sus alumnos Y de su flauta se olvida. De la estancia de Adelaida Nada mudó: el arpa misma Colocada ante el sofá, Triste y sola enmudecía. Un año se pasó así, Sin que penas homicidas Libre al músico dejasen De sus ponzoñosas viras. Visitaba con frecuencia De su amor la tumba fría, Coronándola de flores Matizadas con mil tintas; Y en sus cálices de aroma, Do miel las abejas liban, El aliento de Adelaida Respirar le parecía. Por una tarde de mayo Cogió rosas purpurinas, Y en la estancia funeraria Las derramó sin medida. Luego se sentó en el sitio Que ocupó en mejores días, Cuando el sol de sus placeres A su claro cenit iba. De la fresca primavera El aura aromosa y tibia En los árboles erguidos Verdes ramas conmovía, Y la estancia se vio llena De aquella esencia exquisita Que exhalan las frescas rosas En los deliciosos climas. Los más fúnebres recuerdos Tienen su fuerza atractiva, Tienen tan fatal encanto Que se adosan y lastiman. Sélner se deja llevar De recuerdos de rüinas, Desesperación y muerte Que su triste pecho agitan. Toma la olvidada flauta, Quiere ensayar la armonía, La sublime inspiración, De Adelaida favorita; Pero apenas comenzó Cuando el arpa le seguía Con profundas vibraciones De la más justa medida. Hiélase su sangre toda Y sus cabellos se erizan... Mas luego, al callar la flauta, Queda el arpa enmudecida. Volvió al tono, volvió al canto Y el arpa a su voz antigua, Y el nocturno centinela «Son las nueve», repetía. Cuando la risueña aurora Reflejaba en las colinas Le hallaron sin movimiento, Casi en tristes agonías. Por la tarde volvió en sí, Cogió rosas encendidas Y las colocó en la estancia Con hermosa simetría. Tocó la flauta, y al punto Conmovió el arpa sus fibras, Hasta que el nocturno guarda «Son las nueve», repetía. La fiebre devoradora Le va postrando, le humilla, Y en delirio abrasador Con voz moribunda grita: -«Tú no engañas, Adelaida, »Tú estás en mi compañía: »Los dos juntos marcharemos »Al Edén de las delicias.» Su mal se aumentaba siempre, Sin admitir medicina... Cuando sonaban las nueve Se encerraba y escondía. Para llorar sus quebrantos, Pálido que daba grima, Con cuerpo desfallecido, Pie débil y turbia vista. Quiso el médico espiar Sus tristezas y manías, Y en la cámara una tarde Se escondió tras las cortinas. Cargado le vio venir De rosas recién cogidas, Ponerlas en ricos vasos Y sentarse en una silla. De la fresca primavera El aura aromosa y tibia En los árboles erguidos Verdes ramas conmovía, Y la estancia se vio llena De aquella esencia exquisita Que exhalan las frescas rosas En los deliciosos climas. -«Adelaida», dijo Sélner, »Nuestras dos almas unidas: »¿Cuándo volarán al cielo »Cual ligeras avecillas? »¿No ves que yo estoy llorando? »¿Que el dolor me martiriza? »¿Que suspiro verme libre »De los lazos que me ligan?» Un viento fresco que entró Puso esencias fugitivas En los labios abrasados Del maestro de capilla: «¡Cuán dulce», dijo, «es tu beso, »Mi Adelaida!... Solicita »Pasar el alma a mis labios »Para que tú la recibas.» Tomó su flauta y tocó; Vibró el arpa estremecida, Y al maestro acompañaba Con cadencias peregrinas. Salió el médico azorado, Mas Sélner lo detenía Junto al sitial donde estaba Con su furia convulsiva. Flauta y arpa comenzaron: Tocó un aire de alegría, De glorias y de trïunfo, Voz de placer nunca oída: Aire puro y celestial, Son de angelicales liras, De un alma que vuela al cielo Única y fiel despedida. En fuerza, en intensidad, Los instrumentos cedían Y a una final vibración Cayó el músico sin vida. Todas las cuerdas del arpa Se rompieron desunidas, Y el nocturno centinela «Son las nueve», repetía.