Poesías religiosas, caballerescas, amatorias y orientales
Las nueve - Leyenda alemana

de Juan Arolas


                   I
 El nocturno centinela  
 De una torre que confina  
 Con la morada de Sélner,  
 El maestro de capilla,  
   
 Con voz triste y compasada  
 «Son las nueve», repetía.   
 Y el eco vagaba entonces  
 Por el bosque y la campiña.  
   
 «Las nueve», dijo Adelaida:  
 «Las nueve», Sélner decía:  
 Y él dejó la flauta de oro  
 Y ella el arpa marfilina.  
   
 «Las nueve», exclamaba Sélner,  
 »Hora de la primer cita  
 »Víspera de amargo duelo,  
 »Víspera de mi partida. 

 »Para la imperial Viena,  
 »Do a buscar fortuna y dichas  
 »Para los dos, me llevaron  
 »El amor y la osadía.»  
   
 «Las nueve», dijo Adelaida:  
 »Sábete que es la hora misma  
 »Que de mi padre a los pies  
 »Nos vio puestos de rodillas  
   
 »Implorando su piedad;  
 »Y su voz dulce y bendita  
 »Quiso unir dos corazones  
 »Que Naturaleza unía.»  
  
 -«¿Te acuerdas», repuso Sélner.  
 »De las notas expresivas  
 »Del concierto que a la vez  
 »Conmigo tocar solías?»   
   
 -«Me acuerdo, porque es tan grato  
 »Que los ángeles lo inspiran;  
 »Del secreto de dos almas  
 »Se formó su melodía.»  
   
 Y los dos, sin consultarse,  
 Con una magia instintiva,  
 La flauta y el arpa toman  
 Y modulan y suspiran.  
  
 Tonos de recuerdos dulces  
 Que se mezclan y combinan  
 Como en el celeste Edén  
 Angélica salmodia.  
   
 Algunas auroras vuelan  
 Con sus luces fugitivas,  
 Y la salud de Adelaida  
 Visiblemente declina.  
   
 Las tristezas la consumen,  
 Y la palidez marchita  
 Los claveles de sus labios,  
 Las rosas de sus mejillas. 

 ¡Fue tan feliz! ¡Ah! No pueden  
 Durar nuestras alegrías,  
 Que son flores y las roen  
 Insectos que las codician.  
   
 Tocaba al ocaso el sol,  
 Era la tarde sombría,   
 Y aliviada se vio un tanto  
 De sus dolorosas cuitas.  
   
 -«Sélner», dijo la hermosura  
 Con su celestial sonrisa,  
 »Toquemos aquel concierto  
 »Que mi sinsabor disipa.» 

 Sélner vio brillar un rayo  
 De esperanzas ya perdidas...  
 De la fresca primavera  
 El aura aromosa y tibia  
   
 Por las ventanas entraba:  
 La más regalada brisa  
 De los árboles erguidos  
 Verdes ramas conmovía,  
   
 Y la estancia se vio llena  
 De aquella esencia exquisita  
 Que exhalan las frescas rosas  
 En los aromosos climas. 

 Mientras acordaba el arpa  
 Dijo Adelaida, expresiva:  
 -«Dulce amigo, si yo muero  
 »Verás cómo el alma mía  
   
 »Vuelve a bajar a la tierra  
 »Para hacerse tu cautiva,  
 »Que sin la tuya en el cielo  
 »No quiere tener cabida.»   
   
 Luego acompañó a la flauta  
 Con tan docta maestría  
 Cual jamás oyó el Amor  
 En los jardines de Armida. 

 Y al fin de una vibración  
 De las concertadas fibras  
 Ocultó en el seno hermoso  
 Su faz, sin vigor ni vida.  
   
 El alma se subió al cielo  
 De aromas y de delicias,  
 Del armónico instrumento  
 Con los sones confundida,  
   
 Y el nocturno centinela  
 De la torre allí vecina,  
 Con voz lúgubre y pausada,  
 «Son las nueve», repetía. 


                    II 
 Sélner no quiere vivir,  
 Maldice la luz que brilla,  
 Deja su hogar, pero vuelve,  
 Que anhelando está la vista.  
   
 Del sitio donde Adelaida,  
 Como luna que se eclipsa,  
 Le negó sus resplandores  
 Entre las sombras perdida.   
   
 Se ha cerrado en su aposento,  
 No recibe las visitas,  
 No es visto de sus alumnos  
 Y de su flauta se olvida. 

 De la estancia de Adelaida  
 Nada mudó: el arpa misma  
 Colocada ante el sofá,  
 Triste y sola enmudecía.  
   
 Un año se pasó así,  
 Sin que penas homicidas  
 Libre al músico dejasen  
 De sus ponzoñosas viras.  
   
 Visitaba con frecuencia  
 De su amor la tumba fría,  
 Coronándola de flores  
 Matizadas con mil tintas;  
  
 Y en sus cálices de aroma,  
 Do miel las abejas liban,  
 El aliento de Adelaida  
 Respirar le parecía.  
   
 Por una tarde de mayo  
 Cogió rosas purpurinas,  
 Y en la estancia funeraria  
 Las derramó sin medida.   
   
 Luego se sentó en el sitio  
 Que ocupó en mejores días,  
 Cuando el sol de sus placeres  
 A su claro cenit iba. 

 De la fresca primavera  
 El aura aromosa y tibia  
 En los árboles erguidos  
 Verdes ramas conmovía,  
   
 Y la estancia se vio llena  
 De aquella esencia exquisita  
 Que exhalan las frescas rosas  
 En los deliciosos climas.  
   
 Los más fúnebres recuerdos  
 Tienen su fuerza atractiva,  
 Tienen tan fatal encanto  
 Que se adosan y lastiman.  
  
 Sélner se deja llevar  
 De recuerdos de rüinas,  
 Desesperación y muerte  
 Que su triste pecho agitan.  
   
 Toma la olvidada flauta,  
 Quiere ensayar la armonía,  
 La sublime inspiración,  
 De Adelaida favorita;   
   
 Pero apenas comenzó  
 Cuando el arpa le seguía  
 Con profundas vibraciones  
 De la más justa medida. 

 Hiélase su sangre toda  
 Y sus cabellos se erizan...  
 Mas luego, al callar la flauta,  
 Queda el arpa enmudecida.  
   
 Volvió al tono, volvió al canto  
 Y el arpa a su voz antigua,  
 Y el nocturno centinela  
 «Son las nueve», repetía.  
   
 Cuando la risueña aurora  
 Reflejaba en las colinas  
 Le hallaron sin movimiento,  
 Casi en tristes agonías. 

 Por la tarde volvió en sí,  
 Cogió rosas encendidas  
 Y las colocó en la estancia  
 Con hermosa simetría.  
   
 Tocó la flauta, y al punto  
 Conmovió el arpa sus fibras,  
 Hasta que el nocturno guarda  
 «Son las nueve», repetía.   
   
 La fiebre devoradora  
 Le va postrando, le humilla,  
 Y en delirio abrasador  
 Con voz moribunda grita: 

 -«Tú no engañas, Adelaida,  
 »Tú estás en mi compañía:  
 »Los dos juntos marcharemos  
 »Al Edén de las delicias.»  
   
 Su mal se aumentaba siempre,  
 Sin admitir medicina...  
 Cuando sonaban las nueve  
 Se encerraba y escondía.  
   
 Para llorar sus quebrantos,  
 Pálido que daba grima,  
 Con cuerpo desfallecido,  
 Pie débil y turbia vista. 

 Quiso el médico espiar  
 Sus tristezas y manías,  
 Y en la cámara una tarde  
 Se escondió tras las cortinas.  
   
 Cargado le vio venir  
 De rosas recién cogidas,  
 Ponerlas en ricos vasos  
 Y sentarse en una silla.   
   
 De la fresca primavera  
 El aura aromosa y tibia  
 En los árboles erguidos  
 Verdes ramas conmovía, 

 Y la estancia se vio llena  
 De aquella esencia exquisita  
 Que exhalan las frescas rosas  
 En los deliciosos climas.  
   
 -«Adelaida», dijo Sélner,  
 »Nuestras dos almas unidas:  
 »¿Cuándo volarán al cielo  
 »Cual ligeras avecillas?  
   
 »¿No ves que yo estoy llorando?  
 »¿Que el dolor me martiriza?  
 »¿Que suspiro verme libre  
 »De los lazos que me ligan?» 

 Un viento fresco que entró  
 Puso esencias fugitivas  
 En los labios abrasados  
 Del maestro de capilla:  
   
 «¡Cuán dulce», dijo, «es tu beso,  
 »Mi Adelaida!... Solicita  
 »Pasar el alma a mis labios  
 »Para que tú la recibas.»   
   
 Tomó su flauta y tocó;  
 Vibró el arpa estremecida,  
 Y al maestro acompañaba  
 Con cadencias peregrinas. 

 Salió el médico azorado,  
 Mas Sélner lo detenía  
 Junto al sitial donde estaba  
 Con su furia convulsiva.  
   
 Flauta y arpa comenzaron:  
 Tocó un aire de alegría,  
 De glorias y de trïunfo,  
 Voz de placer nunca oída:  
   
 Aire puro y celestial,  
 Son de angelicales liras,  
 De un alma que vuela al cielo  
 Única y fiel despedida. 

 En fuerza, en intensidad,  
 Los instrumentos cedían  
 Y a una final vibración  
 Cayó el músico sin vida.  
   
 Todas las cuerdas del arpa  
 Se rompieron desunidas,  
 Y el nocturno centinela  
 «Son las nueve», repetía.