Las nacionalidades :8
Las nacionalidades, Francisco Pi y Margall, 1876
Libro primero (Criterio para la reorganización de las naciones)
Capítulo VI
El criterio histórico. Alemania
Fijémonos en la nación alemana. Por lo que leo en Tácito no son hoy sus límites los de la antigua Germania. Tenía ésta por fronteras: a Mediodía, el Rin y el Danubio; a Oriente, los montes Cárpatos y bosques sin nombre; a Norte y Occidente, el mar Báltico; baja hoy aquélla más acá del Danubio y del Rin y no llega de mucho a los montes Cárpatos. ¿Quién ocupaba la antigua Germania? Según el mismo Tácito, una raza autóctona, dividida en multitud de pueblos independientes, que se distinguían por la diversidad de sus instituciones, sus leyes y sus costumhres. Cita el grande historiador, entre otras gentes, a los bátavos, que poblaban en su tiempo la isla del Rin y una estrecha faja en las orillas del mismo río; a los callos, que estaban a la entrada de la selva Hircinia, y eran, entre los bárbaros, los únicos que sabían hacer la guerra; a los teucteros, que vivían en las riberas del Rin y eran los más diestros en montar y pelear a caballo; a los frisones, que se extendían a lo largo del mismo río hasta el mar del Norte; a los caucos, que desde la costa se metían tierra adentro hasta dar con las fronteras de los cattos; a los ceruscos, que lindaban con los cattos y los caucos y había hecho la paz flojos y cobardes; a los temidos cimbrios, que desde las playas del Océano, donde moraban, habían bajado hacía más de dos siglos a Italia y España, llevado el terror a Roma y engrandecido por sus derrotas el nombre de Mario; a los suevos, grupo de pueblos de la Germania central; unos, adoradores de Herta, la madre tierra; otros, de un dios a quien sacrificaban víctimas humanas en sagrados bosques; a los hermonduros, a los nariscos, a los marcomanos, a los cuados, que tenían su asiento en las márgenes del Danubio; a los marsignos, a los gotinos, a los osíos, a los burios, que estaban más al Norte y eran ya mezcla de otras naciones; a los ligios, otro grupo de ciudades donde predominaba la de los arios, que, por la ferocidad de su rostro y lo lúgubre de sus armaduras, ponían espanto al enemigo; a los suiones, por fin, que vivían, según él, en el mismo Océano, probablemente en las islas de la bahía de Pomerania. Allí, como en España, constituía casi cada ciudad, ya una República, ya un reino.
Desde Tácito al siglo V habían sufrido estos pueblos, a no dudarlo, hondas transformaciones. Encontramos en aquel siglo a los unos distribuídos en grandes grupos: alemanes, francos, bávaros, frisios y sajones; a los otros, como separados de su antiguo tronco y viviendo independientes. Citaré entre éstos a los lombardos, en quienes no veía Tácito sino una rama de los suevos. Comoquiera que fuese, la división seguía; continuaban viviendo en Germania diversas naciones que, lejos de estar unidas por lazos políticos, se miraban con recelo y se hacían frecuentemente la guerra. No llegaron los germanos a reconocer una autoridad común hasta que se la impuso Carlomagno, ni a constituir definitivamente el imperio alemán hasta los tiempos de 0tón el Grande.
Alemania, no por esto dejaba de esbar dividida en Estados que gozaban de vida propia. Tenían todos sus casas o dinastías reinantes, sus instituciones especiales, sus leyes; y no era raro que invadieran el territorio de sus vecinos y aun llevaran a otras naciones sus armas. Antes y después de Otón había en Alemania seis grandes ducados: el de Sajonia, el de Baviera, el de Suavia, el de Franconia, el de Lorena y el de Turingia; además, arzobispados, que eran otros tantos reinos, como el de Maguncia y el de Colonia; además, considerable número de feudos. El imperio no era sino la jefatura suprema de todos esos Estados, jefatura de gran fuerza cuando la ejercía un Otón, un Barbarroja y un Carlos V; en los demás tiempos, impotente.
Sería ahora tarea larga y enojosa decir las agregaciones y disgregaciones que esos Estados sufriero, del siglo X hasta nuestros días, los que desaparecieron y los que de nuevo se crearon, las diversas formas que tuvieron, las mil y una vicisitudes por que pasaron. Tomaré al azar uno o dos, y haré rápidamente su historia.
Sajonia era en los tiempos de Otón un ducado extenso, sito al Noroeste, que corría por el Norte del río Lippe desde las márgenes del Ems hasta más allá de las del Elba, y se extendía hacia el Septentrión a las orillas del Eyder y al mar Báltico. Tuvo por soberanos, mientras subsistió el ducado, primero la casa de Billung, luego la de Suplimburgo, más tarde la de los Güelfos. En el siglo X se engrandeció con las marcas de Misnia y Brandeburgo; en el XI ocupaba ya el Mecklemburgo y la Pomerania. Empezó el XII por dividirse en dos ducados; y aunque logró recobrar su unidad, la perdió otra vez hasta el punto de descomponerse en unos veinte feudos.
Renació el 1180 el ducado, pero escaso y pobre, reducido tan sólo a los territorios de Wittemberga y Lauemburgo. Tuvo entonces por príncipes la casa de Ascanio, que, habiéndose dividido ochenta años después en dos líneas, desgarró todavía en dos tan miserable Estado. Así continuó hasta el siglo XV, en que, entrando a poseer a Wittemberga la casa de Wettin, se aumentó el ducado con la Misnia, la Turingia, Coburgo y el palatinado de Sajonia, que formaba Estado aparte desde los tiempos de los Carlovingios. El ducado de Lauemburgo siguió, en tanto, autónomo.
No hablaré de los círculos de la Sajonia Alta y la Baja; dos de los diez en que un siglo más tarde se dividió el Imperio. Estos círculos no eran Estados, sino grupos de Estados. De veintidós Estados nada menos se componía el de la Sajonia Alta. El de la Baja comprendía, entre otros, los dos ducados de Mecklemburgo, los dos del Holstein, el de Lauemburgo y las ciudades de Lubeck y Brema, también autónomas.
El ducado de Sajonia estaba a la sazón partido en dos, por haberse bifurcado la tasa de Wettin en dos ramas: la de Ernesto y la de Alberto. Estas dos ramas, sin embargo, primero la Ernestina y luego la Albertina, engrandecieron el ducado hasta llevarlo a los límites que tiene hoy el reino del mismo nombre, sito no ya al Noroeste, como el primer ducado, sino en el centro de Alemania.
¿Fueron mudanzas ésas? ¿Pudo haberla mayor que la de pasar el ducado del Occidente al Centro? Baviera no sufrió tampoco escasas vicisitudes. Al advenimiento de Otón el Grande había sido ya reino y ducado: reino con los descendientes de Carlomagno; ducado con el margrave Arnoul, hijo de Luitpoldo. Como reino, había sido vastísimo: abrazaba, además de sus propios dominios, la Carintia, la Carniola, la Istria, el Friul, la antigua Pannonia, la Moravia y la Bohemia. Quedó reducida como ducado a estrechos límites, y subió y bajó como Sajonia. En 1180 cayó en poder de los sucesores de Arnoul, después de haber sido gobernada por otras cuatro familias; creció entonces considerablemente. A la muerte de Otón el Ilustre, fué dividida en Alta y Baja. En 1312 recobró su unidad y ganó el Tirol, la Islandia, la Holanda y el Brandeburgo. Repartiéronsela luego los hijos de Luis III, el que más había hecho por engrandecerla, y no volvió a formar cuerpo de nación hasta el año 1507. No experimentó otro cambio de importancia en este siglo; pero sí en el XVIII, donde ganó por la espada de Carlos Alberto la Bohemia y el Austria. ¡Conquistas, por cierto, bien efímeras! Las perdió Carlos Alberto junto con su ducado, y no tuvo que hacer poco su hijo para recobrar a Baviera. Baviera disminuyó aún por la paz de Lunneville y creció por la protección de Bonaparte antes da llegar a ser lo que es desde 1806, uno de los más vastos reinos de Alemania.
Gracias a esas frecuentes agregaciones y disgregaciones por que pasaron otros pueblos, además de los de Sajonia y Baviera, ha sido siempre para los alemanes extremadamente movedizo el suelo de la patria. Sería larga la simple enumeración de los que existieron, por más o menos tiempo, en aquella tierra desde la extinción de los Carlovingios. Hubo reinos, principados, ducados, condados, langraviatos, margraviatos, arzobispados, obispados, feudos y subfeudos de todo género, ciudades imperiales o libres. Aun en este siglo constituían cuatro reinos, cinco grandes ducados, seis ducados y diecinueve principados la Confederación Germánica.
¿Dónde están, pregunto, los signos históricos de la unidad alemana? La tendencia a la división es tan grande aquí como en Italia: las guerras de pueblo a pueblo, tanto o más frecuentes; las fronteras de cada Estado, tan vagas y fugitivas. Es verdad que durante siglos hubo en Alemania emperadores; pero no lo es menos que casi nunca pudieron contener ese espíritu de división, ni impedir esas guerras, ni determinar esas fronteras. No pudieron nunca dictar leyes para todos los Estados, ni siquiera regular el ejercicio de su propio poder político. Añádase a todo que forman hoy parte de Alemania pueblos que jamás la formaron, y dejan de serlo vastas comarcas que lo fueron por siglos.