Las nacionalidades :3
Las nacionalidades, Francisco Pi y Margall, 1876
Libro primero (Criterio para la reorganización de las naciones)
Capítulo I
Los grandes y los pequeños pueblos
Confieso que no estoy mucho por las grandes naciones, y estoy menos por las unitarias. Los vastos imperios de Oriente han sido todos regidos por déspotas. Asia no conoce aún la libertad de que gozan ha tiempo Europa y América. Sus pueblos están atrasadísimos. Necesitan para salir de su estado que otros pueblos los dominen.
Quiso en otro tiempo uno de los grandes imperios de Oriente, el de los persas, extender su acción a Europa; y, a pesar de sus innumerables ejércitos, se vió detenido por unos pocos hombres en las Termópilas, vencido y humillado en Salamina y Platea. En cambio, un siglo después, un pequeño reino, el de Macedonia, no sólo ponía la Persia a los pies de los caballos de Alejandro, sino que también llevaba sus armas vencedoras hasta las márgenes del Indo.
El empuje, el movimiento y la propagación de las ideas han venido siempre de los pequeños pueblos. A las puertas mismas del Asia, en las costas orientales del Mediterráneo, en lo que es hoy Siria, había antiguamente multitud de reinos y repúblicas que no eran sino ciudades. A treinta y un reyes nos dice la Biblia que venció y mató Josué en el solo espacio que media de las faldas del Seir al pie del Líbano. Entre los habitantes de aquellas reducidas naciones, los fenicios, a quienes se dice inventores del alfabeto y la escritura, quince siglos antes de Jesucristo, colonizaron ya el Occidente y llamaron a la vida culta a los pueblos de Europa y Africa. Intrépidos navegantes y codiciosos mercaderes, atravesaron osadamente el Estrecho, y costeando el Océano, llegaron a los mares del Norte. Ellos fueron los que pusieron en relación las costas del antiguo continente.
En la misma Asia y en el extremo oriental de Europa había otra multitud de naciones constituidas también por ciudades rodeadas de pequeñas villas. Allí florecieron por primera vez la libertad y el derecho. Allí nació la filosofía, y se emancipó del dogma la ciencia. Allí tuvo la belleza sus más espléndidas manifestaciones y se elevaron a su más alta expresión formal la poesía y el arte. Allí encontró su barrera el despotismo asiático. Allí tomó su mayor vuelo y se cernió sobre el mundo el espíritu del hombre.
No se limitaron tampoco aquellos Estados a vivir dentro de sí mismos. Colonizadores los griegos, como los fenicios, se establecieron a lo largo de las costas septentrionales del Mediterráneo y en las orientales del Atlántico. Llevaron sus armas al corazón del Asia. Influyeron en la marcha del pueblo de Israel y en la suerte de Egipto. Vencidos, se impusieron a sus vencedores, y aun hoy contribuyen por sus filósofos y sus poetas a regir los destinos de gentes que no conocieron.
¿Quién los venció y los sojuzgó? Roma, otra ciudad, otra pequeña república. Esta sola ciudad ha puesto en relación más gentes y ha hecho más por la unidad del mundo que las más grandes naciones. Ha sido la cabeza de un imperio más dilatado y más sólido que los constituídos en la antigüedad por Alejandro, en la Edad Media por Carlomagno, en los tiempos modernos por Carlos V y Bonaparte. A la muerte de Diocleciano dominaba en Asia toda la tierra al Mediodía del mar Negro con Siria, Fenicia, Palestina y la Arabia de Occidente; en Africa, toda la de Egipto y todas las playas del Norte; en Europa, todos los pueblos entre el Mediterráneo y las márgenes del Rin y el Danubio, más las islas de la Gran Bretaña. Sostuvo durante siglos su dominio sobre tan diversas y apartadas provincias; y a todas comunicó sus leyes y sus costumbres, cuando no su lengua.
Halló Roma en su camino un pueblo que le disputó el imperio de Occidente, y aun vencido en Sicilia y España, le derrotó en Italia y llevó a los mismo pies del Capitolio el rumor de sus armas. ¿Quién era también ese rival temible? Otra ciudad, otra pequeña república, Cartago, unos mercaderes fenicios establecidos de antiguo en las costas septentrionales de Africa. Tuvieron estas dos solas ciudades por más de cien años removido el suelo de Africa y Europa, levantados en todas partes los espíritus, en expectación el mundo.
Véase ahora dónde encontró Roma mayor y más prolongada resistencia. Más de tres siglos hubo de luchar por la conquista de Italia; cerca de dos, para uncir al yugo a la indomable España; más de ochenta años para hacer suya a Grecia, desgarrada ya por la discordia. Italia estaba dividida en multitud de Estados; España, en cincuenta naciones, que no unía ningún vínculo político; Grecia, en pequeñas repúblicas, la mayor, entonces, la de los aqueos. Peleó en vano Roma siglos y siglos por reducir el NOrte de Europa, ocupado también por muchedumbre de pueblos; tuvo allí primero una tumba para sus legiones; más tarde su propio sepulcro.
Cayeron esos muchos pueblos sobre el imperio romano independientes unos de otros; ni siquiera se concertaron para destruirlo. Bajó cada cual como y por donde pudo; y, lejos de prestarse ayuda, se empujaron y se arrojaron de los puntos que habían escogido por asiento, dando las más sangrientas batallas que recuerda la Historia.
Constituyéronse entonces grandes naciones bajo el régimen de la monarquía, pero con gérmenes de mal que no tardaron en desarrollarse. Por la consolidación de la propiedad y la autoridad fueron todas, cuál más, cuál menos, y cuál más lenta, cuál más rápidamente, al feudalismo. Los pueblos quedaron separados unos de otros, no por la independencia, sino por la división del poder; y como antes iban por la disgración a la libertad, caían ahora en la servidumbre. Cada terrateniente era, dentro de su propiedad, un verdadero monarca; los hombres que en ella habitaban, unos vasallos, otros siervos, formaban un verdadero pueblo. Era general la esclavitud y general la tiranía, sin que bastasen a destruirla, ni aun a moderarla, los reyes, vana sombra de lo que al principio fueron.
¿Cómo salió Europa de tan triste estado? Precisamente por la reconstitución de pequeñas naciones, ya dentro, ya fuera de las grandes monarquías. Las de Alemania, Francia e Inglaterra, al amparo del poder real, se erigieron, para todo lo que se refería a su vida interior, en Estados autónomos. En España, merced a la reconquista del suelo contra los árabes, lo que fueron por las cartas-pueblas y los fueros, no sólo las ciudades, sino también muchas villas. Las ciudades tenían en todas estas naciones su Gobierno, sus leyes, sus tribunales, su fuerza pública. Sucedió pronto a la inacción el movimiento; al statu quo, el progreso. La industria volvió a tomar vuelo; el comercio, a poner en contacto los más apartados pueblos.
A fines de la Edad Media surgió de nuevo en Europa la idea de los grandes Estados. Con ella nació al punto el absolutismo, que ha pesado por más de tres siglos sobre los pueblos de nuestra raza.
¿Dónde halló entonces la libertad un refugio? En los pueblos de origen germánico, donde el espíritu de independencia de los pequeños Estados, sostenido y aun favorecido por el de la Reforma, prevaleció sobre el de la unidad, que dominaba en los pueblos latinos, alentados por el Catolicismo; en Alemania, dividida, como durante la Edad Media, en multitud de ducados y reinos, que sólo para la dirección de sus comunes intereses reconocían un emperador y tenían una Dieta; en Holanda, que nunca fué nación unitaria, y, al salir de las garras de Felipe II, constituyó la República de las Siete Provincias; en Inglaterra, donde aun hoy el condado y el municipio son casi autónomos. Cuando teníamos aquí más esclavo el pensamiento y se lo condenaba a vivir encerrado en las páginas del Evangelio, volaba allí libre por las regiones de la ciencia, y abría un período filosófico sólo comparable con el que en la antigua Grecia empezó por Tales y Pitágoras y acabó por la escuela de Alejandría.
Hoy mismo están más respetados los fueros de la humanidad en las pequeñas que en las grandes naciones, en las naciones federales que en las unitarias. Rusia, la más vasta del mundo, es la más autocrática. El zar reúne allí en su mano todos los poderes: es a la vez emperador y pontífice. Ningún derecho político para los súbditos, ninguna garantía. No hace diez años, once millones de rusos eran todavía siervos. Turquía, Estado aún de mucha extensión, es otra autocracia. También allí es el sultán monarca y pontífice; tampoco allí tiene el vasallo asegurados su libertad ni sus derechos. La misma Francia, con haber sido el nuevo Sinaí de la Humanidad, no ha llegado todavía a un orden de cosas permanente. En menos de un siglo ha pasado por tres repúblicas, tres monarquías y dos imperios. Bajo ninguna forma de gobierno ha gozado de la verdadera libertad ni del orden que nace del solo respeto de las leyes. Sufre, si no tan frecuentes, más hondas perturbaciones que nosotros. No creo necesario hablar de España. De las grandes naciones unitarias, Italia es sin disputa la más ordenada y libre; pero sólo por causas accidentales y pasajeras. Se formó, por decirlo así, ayer, contra reyes déspotas como el de Nápoles, autoridades como la del Papa, dominadores extranjeros como el Austria. Está, como vulgarmente se dice, prendida con alfileres: la pueden desgarrar, o cuando menos poner en peligro, la cuestión religiosa, un cambio de situación en Europa, la restauración de los Borbones. El sentimiento de la unidad y el temor de caer de nuevo bajo el yugo, ya del absolutismo, ya de la Iglesia, ya del extranjero, contienen a los partidos. ¿Qué sucederá cuando ese temor desaparezca?
No hablaré de las naciones de Asia. Vuelvo los ojos a las pequeñas de Europa y a las que, aun siendo grandes, no son unas en el sentido de las hasta aquí nombradas. Portugal tiene cien veces más asegurada la libertad y el orden que nuestra desventajada patria. Bélgica vive, desde que es nación, la vida de la democracia, y en cincuenta años no ha visto un solo día turbada por las revoluciones la paz de que goza; no ha participado jamás de los sacudimientos políticos que tanto han hecho estremecer a la vecina Francia. Suiza ha llegado, después de la guerra de Sonderbund, a los extremos límites de la libertad y el derecho; y desde entonces, desde el año 1846, tampoco ha visto jamás violadas sus leyes ni por sublevaciones militares ni por tumultuosas muchedumbres. Holanda vive constitucionalmente y con la más amplia libertad religiosa; Suecia y Dinamarca, bajo monarquías templadas por Dietas. Alemania, cuna de la Reforma y patria del libre examen, marcha con paso firme a la democracia y a la justicia sin recurrir a las armas, ni aun puesto el rey en lucha con el Parlamento. Inglaterra es el modelo de las naciones libres dentro de la monarquía, los Estados Unidos, el de las naciones libres dentro de la república. Por el solo ejercicio de los derechos individuales, caen allí seculares abusos y se verifican las más trascendentales reformas. La opinión domina a los reyes y las asambleas; el pueblo es verdaderamente soberano.
No difieren bajo el solo punto de vista político estos dos grupos de neciones. Alemania va a la cabeza de Europa; los Estados Unidos, a la de América; aquélla más por su pensamiento que por su acción; éstos por su actividad sin límites. Es Alemania la reina del mundo de la filosofía, en ciencias, en artes; y los Estados Unidos, en la aplicación de los progresos del entendimiento a las necesidades de la vida. Si se escapa a la una o a la otra nación el cetro, se lo verá, de seguro, en manos de Inglaterra. Inglaterra participa de la actividad de los norteamericanos, que son sus hijos, y de la fuerza intelectual de los germanos, que son sus padres, sin ser ni tan realista como los unos, ni tan inclinada como los otros a la abstracción y al idealismo. No se crea, sin embargo, que Alemania deje de estar adelantada en la industria. Aun en esto se la ha reconocido superior a muchos pueblos de Europa en las Exposiciones de Parín y Viena. Pero en la industria y el comercio los dos grandes rivales de hoy son los Estados Unidos e Inglaterra, que están en todos los mares y en todos los mercados. Son aún grandes por su comercio, Holanda; por su industria, Bélgica; notable por el general bienestar y por la casi universal instrucción de sus habitantes, Suiza. El movimiento de la primera enseñanza ha llegado en Suiza, como en Alemania y los Estados Unidos, a la más apartada aldea y a las últimas clases del pueblo. Francia, con ser una de las primeras naciones, está en los material por debajo de Inglaterra, en lo intelectual por debajo de Alemania. Desenvuelve con brillantez y difunde las ideas ajenas; no abunda en las propias. Quiso dominar y ha dominado en Europa por su influencia y sus armas; y perdió ya ese predominio.