Las nacionalidades :16
Las nacionalidades, Francisco Pi y Margall, 1876
Libro primero (Criterio para la reorganización de las naciones)
Capítulo XIV
¿Son preferibles las grandes o las pequeñas naciones?
Después de lo escrito comprenderá fácilmente el lector que esta cuestión es casi ociosa. Diré algo sobre ella, tanto para completar este pequeño trabajo como para desvanecer prevenciones e ideas que sólo existen ya en las viejas naciones de Europa.
Los escritores de la antigüedad estaban generalmente por las ciudades, Aristóteles creía que en las naciones era casi imposible el gobierno. Veía de todo punto insostenible el orden hasta en las ciudades muy populosas. Donde los cíudadanos, decía, no se conocen, no pueden los magistrados juzgar con acierto ni repartir bien los destinos del Estado; las decisiones y las sentencias son necesariamente malas. Tenía por la mejor ciudad la que contenía el suficiente número de artesanos para abastarla y los hombres necesarios para defenderla. (Política, libro IV, cap. III.) Platón opinaba en el fondo lo mismo. Para verlo no hay más que leer el libro segundo de su República y el quinto de sus Leyes, donde llega a decir que no debe pasar de 5.040 el número de ciudadanos.
Estas doctrinas, muy propias de los tiempos en que se escribieron, no han dejado de encontrar eco en los nuestros, aun después de establecidas las actuales naciones. Montesquieu se mostraba partidario de la federación precisamente porque entendía que, si las pequeñas Repúblicas perecían a impulsos de extrañas fuerzas, morían corroídas las grandes por un vicio interior, sin que pudieran impedirlo ni las mejores aristocracias ni las mejores democracias. (Espíritu de las Leyes, libro IX, cap, I.) Encontraba bien las monarquías de Francia y España, pero desde el punto de vista de la defensa. (Cap. VI.)
Rousseau estaba aún más decidido que Montesquieu por los pequeños Estados. "Si yo —decía en uno de sus mejores libros— hubiese debido elegir el punto de mi nacimiento, habría escogido una sociedad acomodada a la extensión de las facultades humanas, donde, bastándose cada cual para su empleo, no se hubiese visto nunca obligado a confiar a otros ias funciones de que estuviese investido; una sociedad donde por conocerse todos los ciudadanos no hubiesen podido sustraerse a las miradas ni al juicio del público ni la modesta virtud ni los oscuros manejos del vicio; una sociedad donde ese dulce hábito de verse y tratarse hiciese del amor a la patria el amor a mis semejantes, más bien que el amor a la tierra." (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Dedicatoria a la República de Ginebra.)
Repetía Buzot esta última idea de Rousseau, y la robustecía añadiendo que, sin esto, no se hubiesen prestado los atenienses a dejar su ciudad y embarcarse a las órdenes de Temístocles, que no se podía amar bien sino lo que se conocía, y no era posible que el entusiasmo de hombres separados por doscientas leguas fuese común, uniforme y vivo como el de los habitantes de un pequeño territorio. (Memorias de Madame Roland, tomo I.)
Estas sencillas ideas, aunque nada dicen contra las grandes naciones, son, a no dudarlo, exactas. Hemos visto al principio de este libro cuán poderosa fue en todos los tiempos la iniciativa de las ciudades, cuánto contribuyeron a la civilización general y cuán difíciles empresas llevaron a término. Esto debe reconocer alguna causa, y la causa es, para mí, la siguiente: En los pueblos de poca extensión, sobre todo si están democráticamente regidos, el Estado y la sociedad se compenetran en todas sus partes y casi se confunden. No recibe el Estado una herida que la sociedad no sienta, ni un ultraje que la sociedad no tome por suyo, ni un beneficio que la sociedad no comparta. El Estado vive de la vida de la sociedad y la sociedad de la del Estado. Asi, la sociedad está siempre dispuesta a sacar al Estado de todo compromiso y a sacrificar por él su oro y su sangre. Suele acontecer lo contrario en las grandes naciones, donde el Estado parece algo ajeno a la nación misma. Es verdad que en las crisis de estas naciones se han visto también actos de abnegación que admiran; pero conviene observar que están casi siempre circunscritos a las capitales, que son las que, por tenerlo más cerca, participan más de la vida del Estado. En los pueblos reducidos, lo repetiré para que mejor se me comprenda, el Estado es para todos los ciudadanos un ser real que a todas horas ven y palpan; en los grandes, una abstracción que apenas se les hace tangible más que en el pago de los tributos.
Añádase a esto que en las pequeñas naciones todo talento tiene ocasión de manifestarse y facilidad de abrirse camino a las más altas regiones del Gobierno; no hay allí hombre de genio que no pase por el Estado y no arroje luz sobre la sociedad entera; no hay aptitud administrativa o política que no encuentre más o menos tarde aplicación y empleo. Esa misma facilidad de darse a conocer aviva y estimula los espíritus; y no faltan nunca hombres ni para la paz ni para la guerra, ni para los días de tempestad ni para los tiempos de bonanza. ¡Qué de grandes e ilustres varones en los pueblos de la antigua Grecia, en las ciudades de Cartago y Roma! La República de Roma halló en todas sus crisis un hombre que la salvara y la levantara del abismo al cielo; y aun en los días de su decadencia contaba entre sus hijos a las Gracos, a Mario, a Sila, a Cicerón, a Pompeyo y a César. Así el Estado tenia en todas aquellas sociedades algo de deslumbrador que las arrastraba a lo que para otros habría sido o parecido imposible.
A consecuencia del íntimo enlace entre la sociedad y el Estado, la política de los pueblos reducidos es, por otra parte, firme y constante. El personal del Estado cambia; el Estado continúa el mismo. Recuérdese con qué tenacidad siguieron su ideal Roma y Cartago. El cambio de la monarquía por la República, las luchas entre el patriciado y la plebe, las brillantes victorias de Aníbal en Italia, las guerras civiles, el mismo establecimiento del Imperio, nada bastó a distraer a Roma de la política iniciada por sus primeros reyes. Cartago permaneció fiel a sus principios aun después de vencida por Escipión el Africano. Ni dieron las ciudades helénicas menos pruebas de lo que estoy diciendo. Atenas y Esparta, agitadas por cien revoluciones, no abandonaron nunca el pensamiento de predominar en Grecia. Corinto, o por mejor decír, la Liga Aquea, tuvo sus dudas y sus contiendaa subre si debía buscar o no la alianza de los reyes de Macedonia; la buscó al fin llevada de su perenne idea de hacer suyo el Peloponeso.
A esto principalmente se deben las grandes cosas que hicieron aquellas Repúblicas. Otras, aunque ya de orden inferior, son todavía las ventajas de las pequeñas naciones. Lo que han dicho Aristóteles y Rousseau es innegable. En una nación pequeña se conocen y se aman los hombres; el amor a los ciudadanos constituye el amor a la patria. En las grandes, la patria es el suelo. Que masas de españoles abandonen aquí nuestras costas por las de África; que numerosas familias levanten sus hogares y vayan a establecerlos en las orillas del Mississipí, del Plata o del Amazonas; que familias extranjeras pueblen nuestras ciudades o nuestros campos, ni nos preocupa ni nos importa; un pie de tierra que nos arrancaran nos haría poner el grito en el cielo. Y, la verdad sea dicha, si de algún modo hemos de dar cuerpo a la idea de la patria, no se lo pueden dar sino en la tierra los pueblos que, como el nuestro y los más de Europa, están compuestos de tantas y tan diversas gentes. Prescíndase, si no, por un momento, de que andaluces y vascos, catalanes y extremeños, ocupan una misma tierra. ¿Por qué se han de amar los unos a los otros más que un español a un francés o a un ruso?
En las pequeñas naciones, por el mismo hecho de estar más en contacto las ciudades, tardan más en corromperse las costumbres. El hombre, en sus extravíos, no tiene mayor freno, después del de su conciencia, que las miradas de los que le conocen. Vive en las naciones pequeñas bajo la constante inspección, no sólo de la autoridad, sino también de todos sus compatricios, y es fácil que se contenga. Si súbdito, cela a los magistrados; si magistrado, es a la vez agente y objeto de vigilancia para los subditos; y con dificultad se pueden cometer injusticias que no se hagan públicas ni malversaciones de caudales que no se manifiesten. No es allí el Tesoro un mar sin fondo, como en las grandes naciones, ni está la contabilidad del Estado fuera del alcance de la muchedumbre. Todos los ciudadanos saben y ven en qué se invierten sus tributos, y pueden sin trabajo fiscalizar la gestión de sus administradores. Suele haber así en la sociedad y el Estado moralidad y economía.
En las pequeñas naciones, por fin, todo se presenta más fácil: la organización de los servicios, la resolución de las cuestiones que surgen en el terreno de la economía y la política, el progreso, la realización de las ideas. La sociedad es menos compleja, más compacta; y asi el Estado como el individuo encuentra menos resistencia, tanto para decidir a la acción como para difundir los nuevos principios. El orador, bien sea un general que la quiera llevar a la paz o a la guerra, bien un tribuno que pretenda lanzarla por no trilladas sendas, tiene ocasión de hacerse oír de todas las clases y llevar su palabra al más apartado rincón de la República. Es rápida la discusión, rápido el acuerdo; la ejecución, rápida.
No me propongo hacer ahora una detenida crítica de las grandes naciones. El destino de las unitarias es ser o turbulentas o despóticas. Dista en ellas la cultura de ser uniforme, los intereses de ser iguales, la opinión de moverse al mismo compás y con la misma medida. Si no las lleva del freno una autoridad absoluta, marchan estimuladas por contrarias fuerzas y viven casi siempre gobernadas por minorías. Hoy avanzan y mañana retroceden, experimentan los más bruscos y repentinos cambios y son teatro de incesantes luchas. Cuando llega el mal a su apogeo, no tienen más recurso que echarse en brazos de los dictadores. En la absoluta imposibilidad de concordar las voluntades y aquietar los ánimos, han de acudir a la fuerza y no logran sino una paz efímera. Estallan a la larga las pasiones comprimidas y retoña la guerra.
La vida, la actividad política, está principalmente en las capitales; alli acuden y se mueven todas las ambiciones. No prevalecen de ordinario los ciudadanos más aptos, sino los más audaces. Los hombres llenos de vicios escalan no pocas veces los primeros destinos del Estado, y algunos por el apoyo de los mismos pueblos, que les confieren, porque no los conocen, el derecho de representarlos. No es raro que, aun a sabiendas, los antepongan las provincias a ciudadanos modestos, de indisputable mérito. Como para todo necesitan del poder supremo, y en todo le están sometidas, prefieren a los osados, porque les procuran más el favor oficial y las escudan mejor contra las iras del Gobierno. Aumentan los que codician el mando, se multiplican los partidos, y se va, por fin, a la política del pandillaje.
Por todos estos motivos me inclino más a las pequeñas que a las grandes naciones. Si el lector ha recorrido las anteriores páginas, fácilmente comprenderá, sin embargo, que ni las he de querer absorbentes y conquistadoras, como las de Cartago y Roma, ni aisladas y rivales como las de la antigua Grecia y las que hubo en la Italia de la Edad Media. No hay que buscar la unidad por la violenta agregación de los pueblos, pero tampoco imposibilitarla por la sola y exclusiva organización de los intereses locales. Debemos organizarlos todos y crear una representación y un poder para cada uno de sus grados, si deseamos que la humanidad llegue a ser algo real en el mundo. Organizarlos, lo he dicho ya, es para mí confederarlos.
Y que dentro de la federación pierde mucho de su importancia la cuestión de si han de ser pequeñas o grandes las naciones, ¿quién ha de ponerlo en duda? Por la federación, lo mismo pueden subsistir en paz imperios tan grandes como el de Rusia, que repúblicas tan pequeñas como la de Suiza. Por la federación, lo mismo pueden estas naciones dividirse en doce que en veinte Estados. ¿Son sus provincias más que grupos de pueblos que vivieron antes independientes y conservan todavía un carácter y una fisonomía propios? Lo racional es que haya mañana en cada una tantos Estados como hay provincias. ¿Aconsejan otras razones aun la división de esas provincias? ¿Qué inconveniente ha de haber en que se la verifique, si los nuevos Estados han de vivir unidos por el lazo federal a su antigua patria, si con esto en nada se ha de reducir ni turbar el círculo en que se muevan los poderes centrales?
Trece eran, como llevo dicho, los primitivos Estados de la república de Wáshington. Se dividieron cinco en menos de medio siglo. El de Vermont nació del de Nueva York; el de Tennessee, del de la Carolina del Norte; el de Kentucky, del de Virginia; el del Mississípí y el de Alabama, del de Georgia, el de Maine, del de Massachussetts. De parte del de Luisiana, que no era ya de los primitivos, se formó después el de Missouri. El de Virginia, por fin, del que había salido antes el de Kentucky, se dividió no hace quince años en Virginia de Oriente y Virginia de Occidente. En la terrible guerra de l860 se había declarado la mitad de aquel Estado por el Sur y la otra mitad por el Norte; restabiecida la paz, no se creyó prudente volver a unir lo que habían desunido años de lucha.
¿Ha modificado esto en algún modo la vida política, de los Estados Unidos? No; la nación ha permanecido íntegra: su Constitución no ha sufrido la menor mudanza. Se dirá que esto podría llevarnos a divisiones y subdivisiones sin número hasta dejar desmenuzadas y reducidas a polvo las naciones; pero ¿será posible no se advierta que, admitido el principio de la federación, no pueden hacerse esas divisiones y subdivisiones sin previo consentimiento del cuerpo general de la República? Yo, nación, admití en mi seno a un Estado: ¿quién me ha de obligar a reconocer en él dos o más cuando yo no quiera? La federación, ¿no es acaso un pacto? ¿Qué pacto puede disolverse ni innovarse sin la voluntad de las dos partes? Ninguna de esas divisiones de que acabo de hablar se hizo sin el conocimiento y la aprobación de los poderes constituídos en Wáshington.
Suiza no reconoce nuevos Estados; pero consiente que los ya reconocidos se dividan para su régimen interior como les aconsejen sus simpatías o sus intereses. Asi están divididos en dos el de Appenzell, el de Unterwaid y el de Basilea, y en tres el de los Grisones. Cada uno de estos cuatro Estados es, por decirlo así, una federación especial dentro de la general de Suiza. Y ¿en qué ha de alterar tampoco este procedimiento la vida ni la marcha regular de la república? Como la nación es o debe ser la federación de las provincias, ¿no ha de ser la provincia la federación de los Municipios?
Tenemos de la unidad nociones falsísimas, y de ahí que nos espante lo que para estas repúblicas nada significa. La unidad, lo repito, está en la existencia de unos mismos poderes para cada orden de intereses, no en la absorción de todos los intereses por un solo poden. Así como, partiendo de este principio, se puede sin violencia llegar a recoger en un haz la humanidad entera, partiendo de la contraria, no se llegará jamás, ni aun dentro de cada nación, a sofocar las protestas de las provincias ni de los pueblos. No será sólo el individuo el que reivindique eternamente su autonomía; reivindicarán la suya todos los grupos sociales, y no faltará en tanto que la alcancen ni causas de anarquía ni gérmenes de guerra.
La federación, sólo la federación puede resolver en nuestros días el problema político. Pasemos a examinar la manera de realizarla.