Las nacionalidades :11

Las nacionalidades, Francisco Pi y Margall, 1876


Libro primero (Criterio para la reorganización de las naciones)


Capítulo IX

El criterio de las razas

Pero hay aún, para la aplicación de la teoría que combato, otro criterio que ya menté: las razas. Encuentran algunos tan violento aglomerar en una sola nación razas diversas, como separar una raza en dos o más naciones. De aquí las ideas de paneslavismo, pangermanismo, panlatinismo, etc. No creo tampoco admisible este criterio.

Haeckel, uno de los más célebres naturalistas de nuestro siglo, divide el género humano en doce especies. Una de éstas, para circunscribirme en lo posible a Europa, es la mediterránea. De ella derivan, cuatro razas principales: la vasca, la caucásica, la semítica y la indo-germánica. La vasca está reducida, como sabe el lector, a cuatro provincias del Norte de España y una pequeña parte de Francia; la caucásica, a unos pocos pueblos de la cordillera del Cáucaso. En cambio, la semítica se extiende por Siria, Caldea, Arabia, Egipto, las costas septentrionales y gran parte de las occidentales de África; la indo-germánica, por toda Europa. Es evidente que si se hiciera de esas razas cuatro naciones, resultaría una división, sobre muy desigual, absurda.

Veamos las distintas ramificaciones de estas razas. No las hay de importancia ni en la caucásica ni en la vasca; pero sí en las otras. En la semítica distinguen, por de pronto, los naturalistas, la egipcia y la arábiga; en la indo-germánica, la eslavogermana y la ariorromana. Deteniéndonos en estas subdivisiones, tendríamos todavía una distribución de pueblos monstruosa. Por un lado, el pequeño grupo de los vascos; por otro, el no mucho mayor de los caucasianos; por otro, el de los que habitan desde el Bósforo y el mar Negro al golfo de Arabia y ocupan, en las costas orientales de África, la Abisinia; por otro, el de los que desde las fronteras septentrionales de la Nubia corren por las playas del Mediterráneo y del Atlántico hasta el golfo de Guinea y pueblan las islas Canarias; por otro, el de los que se extienden al Océano Ártico desde el Cáucaso, los Balcanes, los Alpes, las fronteras al Norte de Francia y el canal de la Mancha; por otro, el de los que desde esta línea bajan a bañarse en las aguas del Mediterráneo. En los últimos cuatro grupos no había de ser posible que viviesen unitariamente gobernadas y confundidas tantas y tan diversas gentes como los componen, atendidas las prevenciones y los odios que las separan, la diversidad de sus lenguas, de sus religiones y de sus costumbres, su diferente grado de cultura, la variedad de climas y aun de zonas bajo que muchas viven y el extenso espacio que ocupan.

Subdividamos otra vez, y no hemos de hallar todavía punto de reposo. No hablemos ya de la raza semítica, puesto que no tiene asiento en Europa. Los eslavogermanos se distinguen en germanos antiguos y eslavoletones; los ariorromanos, en grecorromanos y arios. Como antes contábamos dos, contamos ya en Europa cuatro grupos, prescindiendo de los vascos. La división dista de ser satisfactoria. En el grupo de los antiguos germanos van comprendidas Bélgica, Holanda, Suiza, Alemania, Dinamarca, Suecia, Noruega e Inglaterra; en el de los eslavoletones, Bosnia, Servia, Moldavia, Valaquia, Eslavonia, Hungría, Bohemia, Silesia, Polonia, Rusia, Lituania, Pomerania y hasta el Brandeburgo; en el de los grecorromanos, toda la actual Grecia, Rumelia, Italia, España, Francia, Escocia e Irlanda; en el de los arios, sólo la Albania, ¿Le parece aún posible al lector la unión de pueblos tan heterogéneos? Para realizarla sería preciso descomponer a Turquía, Austria, Prusia y la Gran Bretaña, agrandar aún más ese monstruo que se llama Rusia, y buscar en el mar del Norte el complemento del mundo grecorromano.

Si subdividimos de nuevo, en nada menguan las dificultades. Los arios eran un pueblo de Asia. Los que se establecieron en Europa fueren los antiguos tracios. De ellos se dice que derivaron como de un solo tronco los albaneses y los griegos. Así como los griegos llegaron a gran cultura y se derramaron por todas las costas septentrionales del Mediterráneo, los albaneses, si adelantaron, retrocedieron después y no salvaron las fronteras de su patria. Por este solo hecho, ¿habríamos de formar de sólo la Albania un pueblo y confundir luego en otro todas las naciones en que fue a reflejarse el espíritu helénico? No es ya, como se ve, posible dividir el grupo albanés o ario. Podemos subdividir el grecorromano en griego e itálico, pero sin fruto. Separaremos lo afín y dejaremos unido lo discorde. Pondremos a un lado la actual Grecia y Rumelia; al otro, el resto del mundo grecorromano. El grupo itálico seguirá extendiéndose por los Alpes y el canal de la Mancha a Irlanda. Ni importará gran cosa que dividamos el grupo eslavoletón en letones y eslavos; no arrancaremos con esto al mundo eslavo sino los pueblos situados en las riberas orientales del Báltico. No haremos tampoco más con dividir a los antiguos germanos en alemanes y escandinavos; quitaremos al grupo germano sólo la península de Suecia y Noruega, patria de los godo.

Podemos seguir subdividiendo; pero ¿a qué cansarnos? ¿Qué esperar de un criterio por el cual habríamos de formar una nación del pequeño grupo vasco, otra del grupo albanés, otra de los eslavos del Báltico, y, en cambio, abrazar en otra todos los demás pueblos eslavos y en otra todos los latinos con inclusión de parte de la Gran Bretaña? Una nueva división, antes aumentaría que disminuiría las dificultades. Se subdivide, por ejemplo, el grupo itálico en italianos y celtas; el eslavo, en eslavos del Sudeste, eslavos del Sur, eslavos del Este y eslavos del Oeste; el alemán, en alemanes del Norte y alemanes del Mediodía. Si seguimos esta subdivisión, nos vemos ya obligados a descomponer las viejas y las nuevas naciones: por la del grupo itálico, Italia, Francia y la Gran Bretaña; por la del grupo eslavo, Rusia, Austria y Prusia; por la del grupo alemán, la nueva Alemania. ¿Se me podrá dar, por otro lado, una regla medianamente racional para saber en qué subdivisión de las razas, es decir, en qué grado de la escala habré de pararme al determinar cada una de las naciones de Europa? Esta escala, téngase muy en cuenta, es indefinida. ¿Quién es capaz de apreciar, por ejemplo, las ciento y una variedades del grupo itálico? Para que nos cerciorásemos de si esas variedades abundan, bastaría que nos fijásemos en uno de los pueblos que lo componen. ¡Cuántas no encontraríamos sólo en España!

¡Si después de todo, esas razas se conservasen puras! Mas ¿cómo han de estarlo después de las invasiones de tan apartadas gentes, ya de Asia, ya de África, como se han establecido en Europa; después de tantas irrupciones de nuestros mismos pueblos del Norte sobre los del Mediodía? Existen entre nosotros restos de la raza semítica. Circula sangre germana por casi todos los pueblos latinos. Los mogoles, que constituyen, no ya una raza, sino una especie, tienen hoy mismo sus ramificaciones en los finlandeses y los lapones de Rusia, en los magiares de Hungría y en los osmanlis turcos. Al Norte de Prusia viven juntas y aun confundidas la raza germánica y la raza eslava; en Escocia, los sajones, variedad de la raza germánica, y los celtas, que lo son de la raza itálica.

Los hombres, además, no porque pertenezcan a una misma raza sienten más inclinación a unirse y asociarse. Conocidas son las frecuentes y encarnizadas guerras entre los pueblos latinos, entre los germanos, entre los eslavos; las ha habido, y no pocas, en este mismo siglo. Pero no es aún ésta la más palpable demostración de lo que estoy diciendo. Los vascos difieren de los demás pueblos de Europa, no sólo por la raza, sino también por la lengua. A pesar de hallarse reducidos a tan pequeño espacio, están distribuidos en cuatro regiones y jamás han querido formar un solo cuerpo. Tenemos otro ejemplo en los portugueses. Son de nuestra raza, hablan una lengua que es casi la nuestra, han sido españoles durante siglos, y son ahora para nosotros tan extranjeros como los alemanes y los rusos.