Las mil y una noches:826

Las mil y una noches - Tomo V
de Anónimo
Capítulo 826: y cuando llego la 857ª noche

Y CUANDO LLEGO LA 857ª NOCHE editar

Ella dijo:

"... Y por mi parte, sé decir que, entre los clientes cuyos honorables pies calzo, tengo varios ciegos más clarividentes, merced al ojo que tienen en la punta de cada dedo, que el maldito barbero que me afeita la cabeza todos los viernes acuchillándome el cuero cabelludo atrozmente. (¡Que Alah se lo haga expiar!") Y el derviche ladrón exclamó: "Bendito sea el seno que te ha lactado, y ojalá puedas por mucho tiempo todavía enhebrar la aguja y calzar pies honorables, ¡oh jeique de buen augurio! ¡En verdad que no anhelo otra cosa que someterme a tus indicaciones, con el objeto de que procures buscar la casa en cuya bodega pasan cosas tan prodigiosas!"

Entonces el jeique Mustafá se decidió a levantarse, y el derviche le vendó los ojos y le llevó de la mano por la calle, y marchó a su lado, conduciéndole unas veces y guiado por él otras, a tientas, hasta la misma casa de Alí Babá. Y dijo el jeique Mustafá: "Es aquí, sin duda, y no en otra parte. ¡Conozco la casa por el olor a estiércol de asno, que se exhala de ella y por este poyo con que tropecé la vez primera!" Y el ladrón, en el límite de la alegría, antes de quitar la venda al zapatero remendón, se apresuró a hacer en la puerta de la casa una señal con un trozo de tiza que llevaba consigo. Luego devolvió la vista a su acompañante, le gratificó con una nueva moneda de oro, y le despidió después de darle las gracias y de prometerle que no dejaría de comprar babuchas en su casa durante el resto de sus días. Y se apresuró a emprender otra vez el camino de la selva para anunciar al jefe de los cuarenta su descubrimiento. Pero no sabía que corría derecho a hacer saltar de sus hombros su cabeza, como se va a ver.

En efecto, cuando la diligente Luz Nocturna salió para ir a la compra, notó en la puerta, al regresar del zoco, la señal blanca que había hecho el derviche ladrón. Y la examinó atentamente, y pensó para su alma escrupulosa: "Esta señal no se ha hecho sola en la puerta. Y la mano que la ha hecho no puede ser más que una mano enemiga. ¡Hay que conjurar, pues, los maleficios, parando el golpe!" Y corrió a buscar un trozo de tiza, y puso la misma señal, y en el mismo sitio exactamente, en las puertas de todas las casas de la calle, a derecha y a izquierda. Y cada vez que marcaba una señal decía mentalmente, dirigiéndose al autor de la señal primera: "¡Mis cinco dedos en tu ojo izquierdo y mis otros cinco dedos en tu ojo derecho!" Porque sabía que no había fórmula más poderosa para conjurar las fuerzas invisibles, evitar los maleficios y hacer recaer sobre la cabeza del maleficador las calamidades perpetradas o inminentes.

Así es que, al siguiente día, cuando los ladrones, informados por su camarada, entraron de dos en dos en la ciudad para invadir la casa con el signo, se encontraron en el límite de la perplejidad y del embarazo al observar que todas las puertas de las casas del barrio tenían la misma marca exactamente. Y a una seña de su jefe se apresuraron a regresar a su caverna de la selva para no llamar la atención de los transeúntes. Y cuando de nuevo estuvieron juntos, arrastraron al centro del círculo que formaban al ladrón guía que tan mal había tomado sus precauciones, le condenaron a muerte acto seguido, y a una señal dada por su jefe le cortaron la cabeza.

Pero como la venganza que había que tomar del principal autor de todo aquello se hacía más urgente que nunca, un segundo ladrón se ofreció para ir a informarse. Y admitida por el jefe su pretensión, entró en la ciudad, se puso al habla con el jeique Mustafá, se hizo conducir ante la casa que presumían era la casa de los seis despojos cosidos, e hizo una señal roja sobre la puerta en un sitio poco visible. Luego regresó a la caverna. Pero no sabía que cuando una cabeza está marcada para el salto fatal no puede menos de dar ese mismo salto y no otro.

En efecto, cuando los ladrones, guiados por su camarada, llegaron a la calle de Alí Babá, se encontraron con que todas las puertas estaban señaladas con el signo rojo, exactamente en el mismo sitio. Porque la astuta Luz Nocturna, sospechándose algo, había tomado sus precauciones, como la vez primera. Y al regreso a la caverna, la cabeza del guía tuvo que sufrir la misma suerte que la de su predecesor. Pero aquello no contribuyó a hacer luz en el asunto para los ladrones, y sólo sirvió para rebajar de la partida a los dos jayanes más valerosos.

Así es que, cuando el jefe hubo reflexionado durante un buen rato acerca de la situación, levantó la cabeza y se dijo: "¡En adelante no me fiaré más que de mí mismo!" Y completamente solo partió para la ciudad.

Y he aquí que no obró como los otros. Porque, cuando se hizo indicar la casa de Alí Babá por el jeique Mustafá, no perdió el tiempo en marcar la puerta con tiza roja, blanca o azul, sino que se estuvo contemplándola atentamente para fijar bien en la memoria su emplazamiento, ya que por fuera tenía la misma apariencia que todas las casas vecinas. Y una vez terminado su examen volvió a la selva, congregó a los treinta y siete ladrones supervivientes, y les dijo: "Ya está descubierto el autor del daño que se nos ha causado, pues bien conozco ahora su casa. ¡Y por Alah que su castigo será un castigo terrible! En cuanto a vosotros, valientes míos, apresuraos a traerme aquí treinta y ocho tinajas grandes de barro, barnizado por dentro, de cuello ancho y de vientre redondo. Y han de estar vacías las treinta y ocho tinajas, excepción de una sola, que llenaréis con aceite de oliva. Y cuidad de que no tengan ninguna raja. Y volved sin demora". Y los ladrones, acostumbrados a ejecutar sin discutirlas las órdenes de su jefe, contestaron con el oído y la obediencia, y se apresuraron a ir a procurarse en el zoco de los cacharreros las treinta y ocho tinajas consabidas, y a llevárselas a su jefe de dos en dos sobre sus caballos.

Entonces el jefe de los ladrones dijo a sus hombres: "¡Quitaos vuestras ropas y que cada uno de vosotros se meta en una tinaja sin conservar consigo más que sus armas, su turbante y sus babuchas!" Y los treinta y siete ladrones, sin decir una palabra, subieron de dos en dos a lomos de los caballos que llevaban las tinajas. Y como cada caballo llevaba dos tinajas, una a la derecha y otra a la izquierda, cada ladrón se deslizó en una tinaja, desapareciendo por completo. Y de tal suerte se encontraron replegados sobre sí mismos, en las tinajas, las pantorrillas tocando con las nalgas y las rodillas a la altura del mentón, como deben estar los polluelos en el huevo al vigésimo primer día. Y así instalados, sostenían una cimitarra en una mano y una estaca en la otra mano, con las babuchas cuidadosamente guardadas debajo del trasero.

Y el trigésimo séptimo ladrón hacía pareja y contrapeso a la única tinaja llena de aceite.

Cuando los ladrones acabaron de colocarse dentro de las tinajas en la posición menos incómoda, avanzó el jefe, les examinó a uno tras de otro y tapó las bocas de las tinajas con fibras de palmera, de modo que ocultase el contenido y al mismo tiempo que permitiese a sus hombres respirar libremente. Y para que no pudiera asaltar al espíritu de los transeúntes ninguna duda acerca del contenido, tomó aceite de la tinaja que estaba llena y frotó con él cuidadosamente las paredes exteriores de las tinajas nuevas. Y así dispuesto todo, el jefe de los ladrones se disfrazó de mercader de aceite, y guiando hacia la ciudad a los caballos portadores de la mercancía improvisada, actuó de conductor de aquella caravana.

Y he aquí que Alah le escribió la seguridad, y llegó él sin contratiempo, por la tarde, a casa de Alí Babá. Y como si todas las cosas estuviesen dispuestas a favorecerle, no tuvo que tomarse el trabajo de llamar a la puerta para ejecutar el propósito que le llevaba, pues en el umbral estaba sentado Alí Babá en persona, que tomaba el fresco tranquilamente antes de la plegaria de la tarde...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.