Las mil y una noches:807
Y CUANDO LLEGO LA 839ª NOCHE
editarElla dijo:
"... Y tras de dejarle que acabe de verter sobre mí esta horrible cuba de dicterios, le dirás: "¡Vaya por Alah, que me place, que me place!"
Y yo, ¡oh mi señor! al oír estas palabras, y nada más que a la idea de que tales apelativos pudiesen aplicarse por su padre a aquella joven del perfecto amor, sentía que la sangre se me subía a la cabeza de indignación y de cólera. Pero, en fin, como había que pasar por semejante prueba para llegar a casarme con aquel modelo de gacelas, le dije: "Dura es la prueba, ¡oh mi señora! y puede que muera yo al oír a tu padre tratarte de tal suerte. ¡Pero Alah me dará las fuerzas y el valor necesarios!" Luego le pregunté: "¿Y cuándo podré presentarme entre las manos de tu padre el venerable Jeique al-Islam para hacer mi petición?" Ella me contestó: "Mañana a media mañana sin falta".
Tras estas palabras, se levantó y me abandonó, seguida de sus jóvenes esclavas, saludándome con una sonrisa. Y mi alma siguió sus huellas y quedó atada a sus pasos, por más que yo permaneciese en mi tienda presa de las angustias de la ausencia y de la pasión.
Así es que al día siguiente, a la hora indicada, no dejé de correr a la residencia del Jeique al-Islam, al cual pedí audiencia, diciendo que era para un negocio urgente de suma importancia. Y me recibió sin tardanza, y me devolvió mi zalema con consideración, y me rogó que me sentara. Y observé que era un anciano de aspecto venerable, de barba blanca inmaculada y de una actitud llena de nobleza y grandeza; pero en su rostro y en sus ojos tenía una sombra de tristeza sin esperanza y de dolor sin remedio. Y pensé: "¡Ya apareció aquello! Tiene la alucinación de la fealdad. ¡Ojalá le cure Alah!"
Luego, sin sentarme hasta que me invitó la segunda vez, por respeto y deferencia para su edad y su alta dignidad, de nuevo le hice mis zalemas y cumplimientos, y los reiteré por tercera vez, levantándome siempre. Y habiendo demostrado de tal suerte mi cortesía y mi mundanidad, volví a sentarme, pero en el mismo borde de la silla, y esperé a que iniciase él la conversación y me interrogara sobre lo que me llevaba allí.
Y, efectivamente, después que el agha de servicio nos hubo ofrecido los refrescos de rigor, y el Jeique al-Islam hubo cambiado conmigo algunas palabras sin importancia acerca del calor y la sequía, me dijo:
"¡Oh joven mercader! ¿en qué puedo satisfacerte?" Y contesté: "¡Oh mi señor! ¡me he presentado entre tus manos para implorarte y solicitarte con respeto a la dama escondida tras la cortina de castidad de tu honorable casa, la perla sellada con el sello de la conservación y la flor oculta en el cáliz de la modestia, tu hija sublime, la virgen insigne a la cual yo, indigno, anhelo unirme por los lazos lícitos y el contrato legal!"
A estas palabras, vi ennegrecerse y amarillear luego el rostro del venerable anciano e inclinarse su frente hacia el suelo con tristeza. Y se quedó por un momento sumido en penosas reflexiones relativas a su hija, sin duda alguna. Luego levantó la cabeza lentamente y me dijo con acento de tristeza infinita: "Alah conserve tu juventud y te favorezca siempre con sus gracias, ¡oh hijo mío! ¡Pero la hija que tengo en mi casa detrás de la cortina de castidad es una calamidad! Y nada se puede hacer con ella, y nada se puede sacar de ella. Porque ..."
Pero yo ¡oh mi señor sultán! le interrumpí de pronto para exclamar: "¡Que me place! ¡que me place!" Y el venerable anciano me dijo: "¡Alah te colme con sus gracias, ¡oh hijo mío! Pero mi hija no le conviene a un joven tan hermoso como tú, lleno de amables cualidades, de fuerza y de salud. Porque es una pobre criatura enfermiza, parida por su madre antes de tiempo a consecuencia de un incendio. Y es tan contrahecha y fea como hermoso y bien formado eres tú. ¡Y como debes saber el motivo que me hace negarme a tu petición, te la describiré tal y como es, si quieres, pues en mi corazón reside el temor de Alah, y no quisiera contribuir a inducirte a error!"
Pero exclamé: "¡Yo la admiro con todos los defectos y estoy satisfecho de ella, de lo más satisfecho!" Pero él me dijo: "¡Ah hijo mío, no obligues a un padre que tiene la dignidad de su vida privada a hablarte de su hija en términos penosos! Pero tu insistencia me fuerza a decirte que, casándote con mi hija, te casarás con el monstruo más espantoso de este tiempo. Porque es una criatura cuya sola contemplación ..."
Pero temiendo yo la espantosa enumeración de los horrores con que se disponía a afligir mi oído, le interrumpí para exclamar con un acento en que puse toda mi alma y todo mi deseo: "¡Que me place! ¡que me place!" Y añadí: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh padre nuestro! ahórrame el dolor de hablar de tu honorable hija en términos penosos, pues, sea cual sea lo que puedas decirme y por muy odiosa que sea la descripción que me hagas, seguiré solicitándola en matrimonio, porque tengo una afición especial a los horrores cuando son del género de los que afligen a tu hija, y repito que la acepto tal como es, y que estoy satisfecho, satisfecho, satisfecho!"
Cuando el Jeique al-Islam me hubo oído hablar de tal suerte; y comprendió que mi resolución era inquebrantable y mi deseo inmutable, se golpeó las manos una contra otra con sorpresa y asombro, y me dijo: "He librado mi conciencia ante Alah y ante ti, ¡oh hijo mío! y sólo a ti podrás culpar de tu acto de locura. Pero, por otra parte, los preceptos divinos me prohíben impedir el deseo de satisfacerlo, y no puedo por menos que darte mi consentimiento". Y en el límite de la dicha, le besé la mano, y anhelé que se llevase a cabo el matrimonio y se celebrase aquel mismo día. Y me dijo él suspirando: "¡Ya no hay inconveniente!"
Y se extendió y legalizó por los testigos el contrato de matrimonio; y quedó estipulado que yo aceptaba a mi esposa con sus defectos, sus deformidades, sus achaques, sus malas hechuras, su conformación, sus dolencias, sus fealdades y otras cosas parecidas. Y también quedó estipulado que si, por una u otra razón, me divorciaba de ella tendría que pagarle, como rescate del divorcio y como viudedad, veinte bolsas de mil dinares de oro. Y desde luego acepté de todo corazón las condiciones. E incluso hubiese aceptado cláusulas mucho más desventajosas.
Y he aquí que, después de la redacción del contrato, mi tío, padre de mi esposa, me dijo: "¡Oh joven! mejor te será consumar en mi casa el matrimonio y establecer aquí tu domicilio conyugal. Porque el transporte de tu esposa inválida desde aquí a tu casa presentaría graves inconvenientes". Y contesté: "¡Escucho y obedezco!"
Y en mi interior ardía de impaciencia, y me decía: "¡Por Alah ¿es verdaderamente posible que yo, el oscuro mercader, haya llegado a ser dueño de esa joven del perfecto amor, la hija del venerado Jeique al-Islam? ¿Y soy yo verdaderamente el que va a regocijarse con su belleza, y a disfrutarla a su antojo, y a comer y a beber lo que tenga gana en sus encantos ocultos, y a endulzarme con ellos hasta la saciedad?"
Y cuando por fin llegó la noche penetré en la cámara nupcial después de recitar la plegaria de la noche, y con el corazón latiendo de emoción me acerqué a mi esposa y levanté el velo que cubría su cabeza y le destapé el rostro.
Y miré con mi alma y mis ojos.
Y (¡que Alah confunda al Maligno ¡oh mi señor sultán! y nunca te haga testigo de un espectáculo semejante al que se ofreció a mis miradas!) vi la criatura humana más deforme, la más repulsiva, la más repelente, la más detestable, la más repugnante y la más nauseabunda que se puede ver en la más penosa de las pesadillas. Y en verdad que era de una fealdad mucho más espantosa que la que me había descrito la joven, y un monstruo de deformidad, y un guiñapo tan lleno de horror, que me sería imposible ¡oh mi señor! hacerte su descripción sin sentir arcadas y caer a tus pies sin conocimiento. Pero bástame decirte que la que era esposa mía con mi propio consentimiento encerraba en su persona nauseabunda todos los vicios legales y todas las abominaciones ilegales, todas las impurezas, todas las fetideces, todas las aversiones, todas las atrocidades, todas las fealdades y todas las repugnancias que pueden afligir a los seres sobre quienes pesa la maldición. Y tapándome las narices y volviendo la cabeza dejé caer otra vez su velo, y me alejé de ella hasta el rincón más retirado de la estancia, pues, aun cuando hubiese sido yo un tebaico comedor de cocodrilo, no habría podido inducir a mi alma a una aproximación carnal con una criatura que hasta tal punto ofendía a la paz de su Creador.
Y sentándome en mi rincón con la cara vuelta a la pared sentía yo invadir mi entedimiento de todas las preocupaciones y subirme por los riñones todos los dolores del mundo. Y gemí en el fondo del núcleo de mi corazón. Pero no tenía derecho a decir una sola palabra o a emitir la menor queja, pues la había aceptado por esposa por propio impulso. Porque yo era, con mis propios ojos, quien había interrumpido al padre siempre para exclamar: "¡Que me place! ¡que me place!" Y me decía: "¡Sí, sí! ¡ahí tienes a la joven del perfecto amor! ¡Ah! ¡muérete! ¡muérete! ¡muérete! ¡ah idiota! ¡ah buey estúpido! ¡oh cerdo pesado!" Y me mordía los dedos y me pellizcaba los brazos en silencio. Y por momentos fermentaba en mí una cólera contra mí mismo, y pasé de mala manera toda aquella noche de mi destino, como si hubiese estado en medio de torturas en la prisión del Meda o del Deilamita ...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.