Las mil y una noches:758
PERO CUANDO LLEGO LA 792ª NOCHE
editarElla dijo:
"...y oía las hermosas sentencias de los santones!" Y mi amo, sin enfadarse, me dijo: "Sé hombre, Hassán Abdalah, y cobra valor. ¡Porque no morirás aquí, y pronto volverás a El Cairo, sin ser ya pobre entre los pobres, sino rico cual el más rico de los reyes!"
Y tras de hablar así, mi amo se sentó en tierra, abrió el manuscrito de piel de gacela, y se puso a hojearle, mojándose el pulgar, y a leerle tranquilamente como si estuviese en medio de su harem. Luego, al cabo de una hora de tiempo, levantó la cabeza, me llamó y me dijo: "¿Quieres, ya Hassán Abdalah, que salgamos de aquí cuanto antes y demos fin a nuestro viaje?" Y exclamé. "¡Ya Alah! ¡claro que quiero!" Y añadí: "Por favor, dime solamente qué tengo que hacer para eso. ¿Es preciso que recite todos los capítulos del Korán? ¿O acaso es preciso que repita todos los nombres y todos los atributos sagrados de Alah? ¿O bien es preciso que haga voto de ir en peregrinación diez años seguidos a la Meca y a Medina? ¡Habla, ¡oh mi señor! que estoy dispuesto a todo, y aun a más!"
Entonces mi amo, mirándome siempre con bondad, me dijo: "¡No, Hassán Abdalah, no! Lo que quiero pedirte es más sencillo que todo eso. Sólo tienes que coger este arco y esta flecha que ves aquí, y recorrer este valle hasta que encuentres una gran serpiente con cuernos negros. ¡Y como eres diestro, la matarás de primera intención, y me traerás su cabeza y su corazón! ¡Y esto es todo lo que necesito que hagas, si quieres salir de estos lugares de desolación!" Y al oír estas palabras, exclamé: "¡Ah! ¿Conque es una cosa tan fácil? ¿Por qué, entonces, ¡oh mi señor! no lo haces tú mismo? ¡Por mi parte, declaro que voy a dejarme morir aquí mismo, sin preocuparme de mi vida miserable!" Pero el beduino me tocó el hombro, y me dijo: "¡Acuérdate ¡oh Hassán Abdalah! del traje de tu esposa y del pan de tu casa!" Y a este recuerdo, rompí a llorar, y comprendí que no podía rehusar nada al hombre que había salvado a mi casa y a los de mi casa. Y temblando, cogí el arco y la flecha, y me encaminé hacia las rocas negras, por donde veía arrastrarse a los reptiles aterradores. Y no estuve mucho tiempo sin descubrir al que buscaba, y al cual reconocí por los cuernos que coronaban su cabeza negra y hedionda. E invocando el nombre de Alah, apunté y disparé la flecha. Y saltó herida la serpiente, se agitó, estremeciéndose de una manera terrible, y se estiró para caer luego inmóvil en el suelo. Y cuando tuve la certeza de que estaba bien muerta, le corté la cabeza con mi cuchillo, y abriéndole el vientre, le saqué el corazón. Y llevé a mi amo el beduino ambos despojos.
Y mi amo me recibió con afabilidad, cogió los dos despojos de la serpiente, y me dijo: "¡Ahora ven a ayudarme a encender lumbre!" Y recogí hierbas secas y ramas pequeñas, llevándoselas. Y con ellas hizo un montón muy grande. Luego se sacó del pecho un diamante, lo volvió hacia el sol, que se hallaba en el punto más alto del cielo, y con ello produjo un rayo de luz que prendió en seguida fuego al montón de ramaje seco.
Encendida ya la lumbre, el beduino se sacó de entre el traje un vasito de hierro y una redoma, que estaba tallada en un solo rubí, y contenía una materia roja. "¡Ya ves esta redoma de rubí, Hassán Abdalah; pero no sabes lo que contiene!" Y se interrumpió un momento, y añadió: "¡Es la sangre del Fénix!" Y así diciendo, destapó la redoma, echó su contenido en el vaso de hierro, y lo mezcló con el corazón y los sesos de la serpiente cornuda. Y puso el vaso en la lumbre, y abriendo el manuscrito de piel de gacela, leyó palabras ininteligibles para mi entendimiento.
Y de pronto se irguió sobre ambos pies, dejó al descubierto sus hombros, como hacen los peregrinos de la Meca al partir, y empapando un extremo de su cinturón en la sangre del Fénix mezclada con los sesos y el corazón de la serpiente, me ordenó que le frotara la espalda y los hombros con aquella mixtura. Y me puse a ejecutar la orden. Y a medida que le frotaba, veía que la piel de los hombros y la espalda se le hinchaba y estallaba para dar paso a unas alas que, aumentando a ojos vistas, no tardaron en llegarle hasta el suelo. Y el beduino las agitó con fuerza, y tomando impulso de improviso, se elevó por los aires. Y prefiriendo yo mil muertes antes que quedar abandonado en aquellos lugares siniestros, recurrí a lo que me quedaba de fuerza y de valor, y me agarré fuertemente al cinturón de mi amo, una de cuyas puntas colgaba, por fortuna. Y con él fui transportado fuera de aquel valle negro, del que no esperaba salir ya. Y llegamos a la región de las nubes.
No podría decirte ¡oh mi señor! cuánto tiempo duró nuestra carrera aérea. Pero si sé que al punto nos encontramos por sobre una llanura inmensa, con el horizonte limitado a lo lejos por un recinto de cristal azul. Y el suelo de aquella llanura parecía formado con polvo de oro, y sus guijarros con piedras preciosas. Y en medio de aquella llanura se alzaba una ciudad llena de palacios y de jardines.
Y exclamó mi amo: "¡Ahí está Aram-de-las-Columnas!" Y cesando de mover sus alas, se dejó caer, y yo con él. Y tocamos tierra al pie mismo de las murallas de la ciudad de Scheddad, hijo de Aad. Y poco a poco disminuyeron y desaparecieron las alas de mi amo.
Y he aquí que aquellas murallas estaban construidas con ladrillos de oro alternados con ladrillos de plata, y en ellas se abrían ocho puertas semejantes a las puertas del Paraíso. La primera era de rubí, la segunda de esmeralda, la tercera de ágata, la cuarta de coral, la quinta de jaspe, la sexta de plata y la séptima de oro.
Y penetramos en la ciudad por la puerta de oro, y avanzamos invocando el nombre de Alah. Y atravesamos calles bordeadas de palacios con columnatas de alabastro y jardines donde el aire que se respiraba era de leche y los arroyos de aguas embalsamadas. Y llegamos a un palacio que dominaba la ciudad y que estaba construido con un arte y una magnificencia inconcebibles, y cuyas terrazas estaban sostenidas por mil columnas de oro con balaustradas formadas de cristales de color y con muros incrustados de esmeraldas y zafiros. Y en el centro del palacio se glorificaba un jardín encantado, cuya tierra, odorífera como el almizcle, estaba regada por tres ríos de vino puro, de agua de rosas y de miel. Y en medio del jardín se alzaba un pabellón con bóveda formada por una sola esmeralda, que resguardaba a un trono de oro rojo incrustado de rubíes y de perlas. Y en el trono había un cofrecillo de oro.
Aquel cofrecillo ¡oh rey del tiempo! era precisamente el que ahora tienes entre tus manos.
Y mi amo el beduino cogió el cofrecillo y lo abrió. Y encontró dentro unos polvos rojos, y exclamó: "¡He aquí el Azufre rojo, ya Hassán Abdalah! ¡Esta es la Kimia de los sabios y de los filósofos, todos los cuales murieron sin dar con ella!" Y dije yo: "¡Tira ese vil polvo ¡oh mi señor! y llenemos mejor ese cofrecillo con riquezas de las que rebosan en este palacio!" Y mi amo me miró con conmiseración, y me dijo: "¡Oh pobre! ¡Ese polvo es la fuente misma de todas las riquezas de la tierra! Y un sólo grano de este polvo basta para convertir en oro los metales más viles. ¡Es la Kimia! ¡Es el Azufre rojo!, ¡oh pobre ignorante! ¡Con este polvo, si quiero, construiré palacios más hermosos que éste, fundaré ciudades más magníficas que ésta, compraré la vida de los hombres y la conciencia de los puros, seduciré a la propia virtud y me haré rey, hijo de rey!" Y le dije: "Y con ese polvo, ¡oh mi señor! ¿podrás prolongar un sólo día tu vida o borrar una hora de tu existencia pasada?" Y me contestó: "¡Sólo Alah es grande!"
Y como yo no estaba seguro de la eficacia de las virtudes de aquel Azufre rojo, preferí recoger las piedras preciosas y las perlas. Y ya me había llenado con ellas el cinturón, los bolsillos y el turbante, cuando exclamó mi amo: "¡Mal hayas, hombre de espíritu grosero! ¿Qué estás haciendo? ¿Ignoras que, si nos lleváramos una sola piedra de este palacio y de esta tierra, caeríamos heridos de muerte en el instante?" Y salió del palacio a grandes pasos, llevándose el cofrecillo. Y yo, bien a pesar mío, vacié mis bolsillos, mi cinturón y mi turbante, y seguí a mi amo, no sin volver bastantes veces la cabeza hacia aquellas riquezas incalculables. Y en el jardín me reuní con mi amo, que me cogió de la mano para atravesar la ciudad, temeroso de que me dejara yo tentar por cuanto se ofrecía a mi vista y estaba al alcance de mis dedos. Y salimos de la ciudad por la puerta de rubí.
Y cuando nos aproximamos al horizonte de cristal azul, se abrió ante nosotros y nos dejó pasar. Y cuando le hubimos franqueado, nos volvimos para mirar por última vez la llanura milagrosa y la ciudad de Aram; pero llanura y ciudad habían desaparecido. Y nos encontramos a orillas del río de mercurio, que atravesamos por el puente de cristal como la primera vez. Y en la otra orilla hallamos a nuestras camellas paciendo hierba juntas. Y me acerqué a la mía como a un antiguo amigo. Y después de asegurar bien las correas de las sillas, montamos en nuestros brutos; y me dijo mi amo: "¡Ya regresamos a Egipto!" Y alcé los brazos en acción de gracias a Alah por aquella buena noticia.
Pero ¡oh mi señor! en mi cinturón estaban siempre la llave de oro y la llave de plata, y no sabía yo que eran las llaves de las miserias y de los sufrimientos.
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.