Las mil y una noches:623

Las mil y una noches - Tomo IV​ de Anónimo
Capítulo 623: Pero cuando llegó la 630ª noche


PERO CUANDO LLEGO LA 630ª NOCHE editar

Ella dijo:

"¡... Y el esclavo que te habla es el pobre, el despreciable, el ínfimo Massrur, honrado con el cargo augusto que consiste en llevar el alfanje de la voluntad de nuestro señor!" Al oír estas palabras de Massrur, le gritó Abul-Hassán: "¡Mientes, hijo de mil cornudos!" Pero Massrur, sin turbarse contestó: "¡Oh mi señor! ¡en verdad que, al oír hablar así al califa, moriría de dolor otro cualquiera! ¡Pero yo, tu antiguo esclavo, que desde hace tan largos años estoy a tu servicio y vivo a la sombra de tus beneficios y de tu bondad, sé que el vicario del Profeta sólo me habla así para poner á prueba mi fidelidad! ¡Por favor, pues, ¡oh mi señor! te suplico que no me sometas a prueba más tiempo! ¡Si alguna pesadilla fatigó tu sueño esta noche, ahuyéntala y tranquiliza a tu esclavo tembloroso!"

Al oír estas palabras de Massrur, Abul-Hassán no pudo contenerse por más tiempo, y lanzando una inmensa carcajada, se tiró en el lecho, y empezó a revolcarse, enredándose en la colcha y alzando las piernas por encima de su cabeza. Y Harún Al-Raschid, que oía y veía todo aquello desde detrás de la cortina, hinchaba los carrillos para sofocar la risa que le embargaba.

Cuando Abul-Hassán se estuvo riendo en aquella postura durante una hora de tiempo, acabó por calmarse un poco, y levantándose acto seguido, hizo seña de que se aproximara a un esclavo negro, y le dijo: "¡Oye! ¿me conoces? ¿Y podrías decirme quién soy?"

El negro bajó los ojos con respeto y modestia, y contestó: "Eres nuestro amo el Emir de los Creyentes Harún Al-Raschid, califa del Profeta (¡bendito sea!) y vicario en la tierra del Soberano de la Tierra y del Cielo". Pero Abul-Hassán le gritó: "¡Mientes, ¡oh rostro de pez! oh hijo de mil alcahuetes!"

Se encaró entonces con una de las esclavas que estaban allí presentes, y haciéndole seña de que se aproximara, le tendió un dedo, diciéndole: "¡Muerde este dedo! ¡Así veré si duermo o estoy despierto!" Y la joven, que sabía que el califa estaba viendo y oyendo cuanto pasaba, se dijo para sí: "¡Esta es la ocasión de mostrar al Emir de los Creyentes todo lo que sé hacer para divertirle!" Y juntando los dientes con todas sus fuerzas, mordió el dedo hasta llegar al hueso. Y lanzando un grito de dolor, exclamó Abul-Hassán: "¡Ay! ¡Ah! ¡ya veo que no duermo! ¡Qué he de dormir!"

Y preguntó a la joven: "¿Podrías decirme si me conoces y si soy verdaderamente quien has dicho?" Y la esclava contestó, extendiendo los brazos: "¡El nombre de Alah sobre el califa y alrededor suyo! ¡Eres mi señor! ¡el Emir de los Creyentes Harún Al-Raschid, vicario de Alah!"'

Al oír estas palabras, exclamó Abul-Hassán: "Hete aquí en una noche convertido en vicario de Alah, ¡oh Abul-Hassán! ¡oh hijo de tu madre!" Luego, rehaciéndose, gritó a la joven: "¡Mientes, oh zorra! ¿Acaso no sé bien yo quién soy?"

Pero en aquel momento acercóse al lecho el jefe eunuco, y después de besar por tres veces la tierra, se levantó, y encorvado por la cintura, se dirigió a Abul-Hassán, y le dijo: "¡Perdóneme nuestro amo! ¡Pero es la hora en que nuestro amo tiene costumbre de satisfacer sus necesidades en el retrete!" Y le pasó el brazo por los sobacos, y le ayudó a salir del lecho. Y en cuanto Abul-Hassán estuvo de pie sobre sus plantas, la sala y el palacio retemblaron al grito con que le saludaban todos los presentes: "¡Alah haga victorioso al califa!" Y pensaba Abul-Hassán: "¡Por Alah ¿no es cosa maravillosa? ¡Ayer era Abul-Hassán! ¿Y hoy soy Harún Al-Raschid?" Luego se dijo: "¡Ya que es la hora de mear, vamos a mear! ¡Pero no estoy ahora muy seguro de si también es la hora en que asimismo satisfago la otra necesidad!"

Pero sacóle de estas reflexiones el jefe eunuco, que le ofreció un calzado descubierto, bordado de oro y perlas, y que era alto del talón por estar especialmente destinado a usarlo en el retrete. ¡Pero Abul-Hassán, que en su vida había visto nada parecido, cogió aquel calzado, y creyendo sería algún objeto precioso que le regalaban, se lo metió en una de las amplias mangas de su ropón!

Al ver aquello, todos los presentes, que hasta entonces habían logrado retener la risa, no pudieron comprimir por más tiempo su hilaridad. Y los unos volvieron la cabeza, en tanto que los otros, fingiendo besar la tierra ante la majestad del califa, cayeron convulsos sobre sus alfombras. Y detrás de la cortina, el califa era presa de tal acceso de risa silenciosa, que cayó de costado al suelo.

Entretanto, el jefe eunuco, sosteniendo a Abul-Hassán por debajo del hombro, le condujo a un retrete pavimentado de mármol blanco, en tanto que todas las demás habitaciones del palacio estaban cubiertas de ricas alfombras. Tras de lo cual, volvió con él a la alcoba, en medio de los dignatarios y de las damas, alineados todos en dos filas. Y al punto se adelantaron otros esclavos que estaban dedicados especialmente al tocado y que le quitaron sus efectos de noche y le presentaron la jofaina de oro, llena de agua de rosas, para sus abluciones. Y cuando se lavó, sorbiendo con delicia el agua perfumada, le pusieron sus vestiduras reales, le colocaron la diadema, y le entregaron el cetro de oro.

Al ver aquello, Abul-Hassán pensó: "¡Vamos a ver! ¿Soy o no soy Abul-Hassán?" Y reflexionó un instante, y con acento resuelto, gritó en alta voz para ser oído por todos los presentes: "¡Yo no soy Abul-Hassán! ¡Que empalen a quien diga que soy Abul-Hassán! ¡Soy Harún Al-Raschid en persona!"

Y tras de pronunciar estas palabras, ordenó Abul-Hassán con un acento de mando tan firme como si hubiese nacido en el trono: "¡Marchen!" Y al punto se formó el cortejo; y colocándose el último, Abul-Hassán siguió al cortejo que le condujo a la sala del trono. Y Massrur le ayudó a subir al trono, donde sentóse él entre las aclamaciones de todos los presentes. Y se puso el cetro en las rodillas, y miró a su alrededor. Y vió que todo el mundo estaba colocado por orden en la sala de cuarenta puertas; y vió una muchedumbre innumerable de guardias con alfanjes brillantes, y visires y emires, y notables, y representantes de todos los pueblos del imperio, y otros más. Y entre la silenciosa multitud divisó algunas caras que conocía muy bien: Giafar el visir, Abu-Nowas, Al-Ijli, Al-Rakashi, Ibdán, Al-Farazadk, Al-Loz, Al-Sakar, Omar Al-Tartis, Abu-Ishak, Al-Khalia y Padim.

Y he aquí que mientras paseaba de aquel modo sus miradas de rostro en rostro, se adelantó Giafar, seguido de los principales dignatarios, todos vestidos con trajes espléndidos; y llegando ante el trono, se prosternaron con la faz en tierra, y permanecieron en aquella postura hasta que les ordenó que se levantaran. Entonces Giafar sacó de debajo de su manto un gran rollo que deshizo y del cual extrajo un legajo de papeles que se puso a leer uno tras otro y que eran los proyectos ordinarios. Y aunque Abul-Hassán jamás había entendido en semejantes asuntos, ni por un instante se turbó; y en cada uno de los asuntos que se le sometieron, dictó sentencia con tanto tacto y con justicia tanta, que el califa, que había ido a ocultarse detrás de una cortina de la sala del trono, quedó del todo maravillado.

Cuando Giafar hubo terminado su exposición, Abul-Hassán le preguntó: "¿Dónde está el jefe de policía?" Y Giafar le designó con el dedo a Ahmad-la-Tiña, jefe de policía, y le dijo: "Este es, ¡oh Emir de los Creyentes!"

Al verse aludido, el jefe de policía se destacó del sitio que ocupaba, y se acercó gravemente al trono, al pie del cual se prosternó con la faz en la tierra. Y después de permitirle que se levantara, le dijo Abul-Hassán: "¡Oh jefe de policía! ¡lleva contigo diez guardias, y ve al instante a tal barrio, tal calle y tal casa! En ella encontrarás a un horrible cerdo que es jeique-al-balad del barrio, y le hallarás sentado entre sus dos compadres, dos canallas no menos innobles que él. Apodérate de sus personas, y para acostumbrarles a lo que tienen que sufrir, empieza por dar a cada uno cuatrocientos palos en la planta de los pies...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.