Las mil y una noches:348
PERO CUANDO LLEGO LA 354ª NOCHE
editarElla dijo:
... Yo quedé estupefacto. Y dije desde el fondo de mi alma: "¡Ahora o nunca es la ocasión!" Y empujando con un hombro, derribé la puerta y me precipité en la sala blandiendo mi cuchillo de carnicero, tan afilado, que cortaba el hueso mejor que la carne.
Me abalancé resueltamente sobre el enorme mono, del que no se movió ni un solo músculo de tanto como sus ejercicios le habían extenuado; le apoyé con brusquedad mi cuchillo en la nuca, y de un golpe le separé del tronco la cabeza. Entonces la fuerza vital que residía en él salió de su cuerpo con gran estrépito, estertores y convulsiones, hasta el punto de que la joven abrió de repente los ojos y me vio con el cuchillo lleno de sangre en la mano. Lanzó entonces tal grito de terror, que por un momento creí verla expirar sin remedio. No obstante, al ver que yo no la quería mal, pudo recobrar su ánimo poco a poco y reconocerme. Entonces me dijo: "¿Es así ¡oh Wardán! como tratas a un cliente fiel?" Yo le dije: "¡Oh enemiga de ti misma! ¿Acaso no hay hombres, para que recurras a semejante procedimiento?" Ella me contestó: "¡Oh Wardán, escucha primeramente la causa de todo eso, y tal vez me disculpes!
"Sabrás, en efecto, que soy la hija única del gran visir. Hasta la edad de quince años he vivido tranquila en el palacio de mi padre; pero un día me enseñó un negro lo que tenía yo que aprender, y me tomó lo que de mí podía tomarse. Por lo demás, debes saber que no hay nada como un negro para inflamarnos nuestro interior a las mujeres, sobre todo cuando el terreno ha sentido ese abono negro la primera vez. Así es que no te extrañe saber que mi terreno se quedó tan excitado desde entonces, que se hacía necesario lo regase el negro a todas horas sin interrupción.
"Al cabo de cierto tiempo, murió el negro en la tarea, y yo conté mi pena a una vieja del palacio, que me había conocido desde la infancia. La vieja bajó la cabeza y me dijo: "Lo único que en adelante puede reemplazar junto a ti a un negro, hija mía, es el mono. Porque nadie más fecundo en asaltos que un mono".
"Me dejé persuadir por la vieja, y un día, al ver pasar bajo las ventanas del palacio a un domador de monos que hacía ejecutar cabriolas a sus animales me descubrí el rostro de repente a la vista del más corpulento de entre ellos, que estaba mirándome. En seguida rompió él su cadena, y sin que pudiese detenerle su amo, huyó por las calles, dio un gran rodeo, entró en el palacio por los jardines, y corrió directamente a mi estancia, donde al punto me cogió en sus brazos, e hizo lo que hizo diez veces seguidas sin interrumpirse.
"Pero he aquí que mi padre acabó por enterarse de mis relaciones con el mono, y creí que aquel día me mataba. Entonces, como no podía prescindir de mi mono en lo sucesivo, hice que labraran para mí en secreto este subterráneo, donde le encerré. Y yo misma le traía de comer y de beber, hasta hoy en que la fatalidad te hizo descubrir mi escondrijo y te impulsó a matarle. ¡Ay! ¿Qué será de mí ahora?"
Entonces traté de consolarla, y le dije para calmarla: "Ten la seguridad ¡oh mi señora! que puedo reemplazar junto a ti al mono. ¡Ya lo verás cuando probemos, porque estoy reputado como cabalgador!" Y por cierto que aquel día y los siguientes hube de demostrarla que mi brío superaba al del difunto mono y al del difunto negro.
Aquello, sin embargo, no pudo prolongarse del mismo modo mucho tiempo; porque, al cabo de algunas semanas, yo me perdía allí dentro como en un abismo sin fondo. Y la joven, por el contrario, veía de día en día aumentar sus deseos y progresar su fuego interno.
En tan embarazosa situación, hube de recurrir a la ciencia de una vieja a quien yo conocía como incomparable en el arte de preparar filtros y confeccionar remedios para las enfermedades más rebeldes. Le conté la historia desde el principio hasta el fin, y le dije: "Ahora, mi buena tía, quiero pedirte que me prepares algo capaz de aplacar los deseos de esta mujer y de calmar su temperamento". Ella me contestó: "¡Nada más fácil!"
Dije: "¡Me confío enteramente a tu ciencia y a tu sabiduría!"
Entonces cogió ella una marmita, en la que echó once granos de altramuz de Egipto, una onza de vinagre virgen, dos onzas de lúpulo y algunas hojas de digital. Hizo hervir todo durante dos horas, escurrió cuidadosamente el líquido, y me dijo: "Ya está el remedio". Entonces le rogué que me acompañara al subterráneo; y allí me dijo: "¡Conviene que la cabalgues hasta que caiga extenuada!"
Y se retiró al pasillo cara esperar a que se ejecutase su orden.
Hice lo que me pedía, y con tanto acierto, que la joven perdió el conocimiento. Entonces entró la vieja en la sala, y después de recalentar el líquido consabido, lo echó en una vasija de cobre y lo colocó entre los muslos de la hija del visir. Le dio fumigaciones que le penetraron muy adentro en las partes fundamentales, y debieron producir un efecto radical, porque de pronto vi caer entre los muslos separados dos objetos que empezaron a agitarse. Los examiné de cerca, y vi que eran dos anguilas, una amarilla y otra negra.
Al ver las dos anguilas...
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.