Las mil y una noches:343
PERO CUANDO LLEGO LA 350ª NOCHE
editarElla dijo:
... Cuando acabó de escribir esta carta, la dobló, la selló y me la entregó, y al mismo tiempo deslizó en mi bolsillo, sin dar lugar a que yo lo impidiese, una bolsa que contenía mil dinares de oro, y que me decidí a guardar como recuerdo de los buenos servicios que presté antaño a su difunto padre, el digno síndico, y en previsión del porvenir. Me despedí entonces de Sett Badr y me dirigí a la morada de Jobair, emir de los Bani-Schaibán, a cuyo padre, muerto hacia muchos años, conocí asimismo.
Cuando llegué al palacio del emir Jobair, me dijeron que también estaba de caza, y esperé su regreso. No tardó en llegar, y en cuanto supo mi nombre y mis títulos, me rogó aceptase su hospitalidad y considerase su casa como propia. Y enseguida fue a hacerme honores él en persona.
Por lo que a mí respecta, ¡oh Emir de los Creyentes! al advertir la cumplida belleza del joven me quedé sorprendido, y sentí que mi razón me abandonaba definitivamente. Y al ver él que yo no me movía, creyó que era la timidez lo que me retenía, y fue hacia mí sonriéndose, y me abrazó, según costumbre, y creí abrazar en aquel momento al sol, a la luna y al universo entero con todo su contenido. Y como había llegado la hora de reponer fuerzas, el emir Jobair me cogió de un brazo y me hizo sentarme a su lado en un cojín. Y enseguida pusieron la mesa los esclavos ante nosotros.
Era una mesa llena de vajilla del Khorassán, de oro y de plata, y que ostentaba cuantos manjares fritos y asados pudiesen desear el paladar, la nariz y los ojos. Entre otras cosas admirables, había allí aves rellenas de alfónsigos y de uvas, y pescados servidos en buñuelos de galleta, y especialmente una ensalada de verdolaga, a cuyo solo aspecto se me hacía agua la boca. No hablaré de las demás cosas, por ejemplo, de un maravilloso arroz con crema de búfalo, en el que de buena gana hubiera hundido mi mano hasta el codo, ni de la confitura de zanahorias con nueces, que tanto me gusta -¡oh! estoy seguro de que algún día me hará morir-, ni de las frutas, ni de las bebidas.
¡Sin embargo, ¡oh Emir de los Creyentes! te juro por la nobleza de mis antecesores que reprimí los impulsos de mi alma y no probé bocado! Por el contrario, esperé a que mi huésped me instase con mucho ahínco a servirme de aquello, y le dije: "¡Por Alah! hice voto de no tocar ninguno de los manjares de tu hospitalidad, emir Jobair, mientras no accedas a una súplica que es el móvil de mi visita a tu casa." El me preguntó: "¿Puedo al menos ¡oh mi huésped! saber, antes de comprometerme a una cosa tan grave y que me amenaza con que renuncies a mi hospitalidad, cuál es el objeto de esta visita?" Por toda respuesta, saqué yo de mi pecho la carta y se la di.
La cogió, la abrió y la leyó. Pero al punto la rompió, arrojó a tierra los pedazos, los pisoteó, y me dijo: "¡Ya Ibn Al-Mansur! pide cuanto quieras y te será concedido al instante. ¡Pero no me hables del contenido de esta carta, a la que no tengo nada que contestar!"
Entonces me levanté y quise marcharme enseguida, pero me retuvo asiéndome de la ropa, y me suplicó que me quedase, diciéndome: "¡0h mi huésped! ¡Si supieras el motivo de mi repulsa, no insistirías ni por un instante! ¡Tampoco creas que eres el primero a quien se ha confiado semejante misión! ¡Y si lo deseas, te diré exactamente las palabras que te encargó ella me dijeses!" Y me repitió al punto las palabras consabidas, con tanta precisión como si hubiese estado en presencia nuestra en el momento en que se pronunciaron.
Luego añadió: "¡Créeme que no debes ocuparte de ese asunto! ¡Y quédate en mi casa para descansar todo el tiempo que tu alma anhele!"
Estas palabras me decidieron a quedarme. Y pasé el resto del día y toda la noche comiendo, bebiendo y disfrutando con el emir Jobair. No obstante, como no oía cantos ni música, me asombré al advertir tal excepción de las prácticas establecidas en los festines; y por último hube de decidirme a manifestar al joven emir mi sorpresa. Enseguida vi ensombrecerse su rostro y noté en él un gran malestar; luego me dijo: "Hace ya mucho tiempo que suprimí los cantos y la música en mis festines. ¡Sin embargo, en vista de tu deseo, voy a satisfacerlo!"
Y al instante hizo llamar a una de sus esclavas, que se presentó con un laúd indio, guardado en un estuche de raso, y se sentó delante de nosotros, preludiando inmediatamente en veintiún tonos distintos. Reanudó después el primer tono y cantó:
- ¡Con los cabellos despeinados, lloran y gimen en el dolor las hijas del Destino, oh alma mía!
- ¡La mesa, empero, está cargada con los manjares más exquisitos, son aromáticas las rosas, nos sonríen los narcisos y ríe en la jofaina el agua!
- ¡Oh alma mía, alma triste, ármate de valor! ¡De nuevo lucirá en los ojos la esperanza un día, y beberás en la copa de la dicha!
Pasó después a un tono más triste, y cantó:
- ¡Quien no saboreó las delicias del amor ni gustó su amargura, no sabe lo que pierde al perder a un amigo!
- ¡Quien no llegó a sufrir las heridas del amor, no puede saber los tormentos deleitosos que proporcionan!
- ¿Dónde están las noches dichosas pasadas junto a mi amigo, nuestros retozos amables, nuestros labios unidos, la Miel de su saliva? ¡Oh dulzura! ¡Oh dulzura!
- ¡Nuestras noches hasta el amanecer, nuestros días hasta la puesta del sol! ¿Qué hacer ¡oh corazón roto! contra los decretos de un destino cruel?
Apenas la cantora dejó expirar estas últimas quejas, cuando vi que mi joven huésped caía desvanecido lanzando un grito doloroso. Y me dijo la esclava: "¡Tú tienes la culpa!, ¡oh jeique! Porque hace largo tiempo que evitamos cantar delante de él, a causa del estado de emoción en que se pone y de la agitación que le produce todo poema amoroso". Y lamenté mucho haber sido causante de un accidente de mi huésped, e invitado por la esclava, me retiré a mi estancia para no importunarle más con mi presencia.
Al día siguiente, en el momento en que me disponía a partir y rogaba a uno de los servidores que transmitiese a su amo mi agradecimiento por aquella hospitalidad, se presentó un esclavo, que me entregó una bolsa con mil dinares, rogándome que la aceptara como compensación por el anterior trastorno, y diciéndome que estaba encargado de recibir mis adioses. Entonces, sin haber conseguido nada, abandoné la casa de Jobair y regresé a la de aquella que me había enviado.
Al llegar al jardín, encontré a Sett Badr, que me esperaba a la puerta, y sin darme tiempo de abrir la boca, me dijo: "¡Ya Ibn Al-Mansur, sé que no tuviste éxito en tu misión!" Y me relató punto por punto todo lo acaecido entre el emir Jobair y yo, haciéndolo con tanta exactitud que sospeché pagaba espías que la tuviesen al corriente de lo que pudiera interesarla.
Y le pregunté: "¿Cómo te hallas tan bien informada, ¡Oh mi dueña!? ¿Acaso estuviste allí sin ser vista?" Ella me dijo: "¡Ya Ibn Al-Mansur! has de saber que los corazones de los amantes tienen ojos que ven lo que ni suponer podrían los demás. ¡Pero yo sé que tú no tienes la culpa de la repulsa! ¡Es mi destino!" Luego añadió, levantando los ojos al cielo: "¡Oh Señor, dueño de los corazones, soberano de las almas, haz que en adelante me amen sin que yo ame nunca! ¡Haz que lo que resta de amor por Jobair en este corazón se desvíe hacia el corazón de Jobair, para tormento suyo! ¡Haz que vuelva a suplicarme que le escuche, y dame valor para hacerlo sufrir!"
Tras de lo cual me dio las gracias por lo que me presté a hacer en su favor, y se despidió de, mí. Y volví al palacio del emir Mohammad, y desde allí regresé a Bagdad.
Pero al año siguiente hube de ir nuevamente a Bassra, según mi costumbre, para ventilar mis asuntos, porque debo decirte ¡oh Emir de los Creyentes! que el emir Mohammad era deudor mío, y no disponía yo de otro medio que aquellos viajes regulares para hacerle pagar el dinero que me adeudaba. Y he aquí que al día siguiente de mi llegada me dije: "¡Por Alah! ¡Tengo que saber en qué paró la aventura de los dos amantes!"
Encontré cerrada la puerta del jardín, conmoviéndome con la tristeza que emanaba el silencio reinante en torno mío. Miré entonces por la rejilla de la puerta, y vi en medio de la avenida, bajo un sauce de ramas lagrimeantes, una tumba de mármol completamente nueva todavía, y cuya inscripción funeral no pude leer a causa de la distancia. Y me dije: "¡Ya no está ella aquí! ¡Segaron su juventud! ¡Qué lástima que una belleza semejante se haya perdido para siempre! ¡La debió desbordar la pena, anegándola el corazón...!
En este momento de su narración, Schehrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.